17 Visiones y sombras

—Riki estará bien, Dhamon. Tal vez no tengan que luchar con los hobgoblins para sacarla. Quizá podrán llevársela a ella, a tu hijo y también a Varek.

—Sí, quizás.

Era lo primero que ninguno de ellos había dicho desde que abandonaran a Ragh, Fiona y los goblins, hacía horas. Iban de camino hacia la cordillera, bajo un fuerte viento que azotaba la accidentada llanura, hacía susurrar la alta vegetación reseca y levantaba guijarros del suelo. El cielo era azul y sin una sola nube, lo que daba al tostado paisaje un aspecto aún más desolado y monótono. Los pocos árboles que crecían en los escarpados salientes eran delgados y estériles, a excepción de un solitario pino que se alzaba alto y desafiante.

Dhamon alargó la zancada, sin perder de vista el pino. Había elegido una ruta que evitaba la multitud de poblados y granjas que había entre Haltigoth y las montañas, y que discurría más o menos paralela a una calzada comercial situada al sur.

Maldred mantenía su aspecto de mago ogro de piel azulada. Un poco antes, el ogro había intentado asumir la forma humana cuando dos hombres a caballo pasaron por su lado, pero Dhamon se enfureció y le gritó, de modo que el ogro conservó su auténtico aspecto. La visión del ogro mantuvo a los hombres a caballo a distancia.

Dhamon no quería recordar a Maldred como un humano, como el amigo bronceado por el sol que en el pasado había compartido infinidad de aventuras con él, pero a medida que se aproximaban a las sombras de las montañas, comprendió, también, que no deseaba que Maldred pareciera humano porque él mismo ya no parecía humano. Y, a diferencia del ogro, no podía lanzar un conjuro que lo hiciera parecer un hombre otra vez.

«¿Decía la verdad Sabar? —pensó—. ¿Disponía aún de tiempo para llegar hasta el Dragón de las Tinieblas y obligar a la execrable criatura a curarlo?».

Se preguntó si Maldred lo traicionaría de nuevo, si advertiría a la criatura de que se acercaban. ¿Haría algún nuevo trato para salvar Bloten y las tierras de los alrededores? Creía al mago ogro capaz de cualquier cosa, y lo habría dejado atrás con Ragh y Fiona, de no haber pensado que podría necesitarlo para localizar al Dragón de las Tinieblas y de no necesitarlo, también, para que escudriñara en la bola de cristal.

—Nos lo hemos pasado bien más de una vez —dijo Maldred.

—Sí —admitió Dhamon—, unas cuantas veces.

Hacía aún más frío a la sombra de las montañas, y la frialdad era un agradable antídoto contra la fiebre que consumía a Dhamon. Éste alzó los ojos hacia las cimas y se preguntó si a lo mejor el dragón no habría elegido su guarida allí con muy buenos motivos, pues las cumbres aparecían desoladas e imponentes, como la misma criatura.

—Dhamon, podemos aguardar aquí un instante, y pedirle a Sabar que eche una mirada a Riki, para ver si la solámnica y el draconiano han conseguido algo.

Su compañero negó con la cabeza. No deseaba saberlo, en ese momento no. Había recorrido demasiado camino para dar la vuelta ahora, y no podía permitir que lo distrajera de su misión ni el éxito ni el fracaso de Ragh. Necesitaba concentrarse en su enfrentamiento con el Dragón de las Tinieblas; había depositado su confianza en el draconiano, y eso era todo.

Sospechaba que el mago ogro se había ofrecido a usar el cristal porque eso le proporcionaría un momento de descanso. Dhamon había marcado un paso muy rápido, y ninguno de los dos había dormido en casi dos días.

—Echa un vistazo al Dragón de las Tinieblas en su lugar —sugirió Dhamon—. Intenta averiguar con toda precisión la localización exacta de su cueva. Si no puedes conseguir una idea clara de dónde está, pasaremos días deambulando por aquí. —Mentalmente se dijo: «y no dispongo de ese tiempo», antes de añadir, en voz baja—: O a lo mejor prefieres que demos vueltas sin rumbo. Tal vez no quieras que encuentre la cueva hasta que sea demasiado tarde; quizá quieras que venza el Dragón de las Tinieblas.

La fiebre no había descendido, sino que, por el contrario, el fuego en su estómago y espalda era más intenso; el solo hecho de andar resultaba una tarea penosa.

Mientras Maldred invocaba la imagen de Sabar para que apareciera en la bola de cristal, Dhamon cerró los ojos, y concentró todos sus pensamientos en el calor y el dolor, en un intento de utilizar su fuerza de voluntad para sofocarlos, pero no funcionó.

Contempló las montañas. El dragón se encontraba en algún lugar allí arriba, oculto en alguna caverna inmensa. Dirigió la mirada al sur, donde se hallaban los picos más altos, y entonces, de improviso, sintió un ataque de dolor insoportable y casi se le doblaron las rodillas.

—¿Dhamon?

—Estoy bien —respondió sucinto.

Tomó unas cuantas bocanadas de aire y lo peor pasó enseguida, sin embargo era el pecho lo que le dolía ahora. Desgarró la túnica a la altura del cuello, luego la rasgó hasta la cintura y, mientras se apoyaba en la alabarda para no caer, se frotó el pecho y las costillas con la mano libre. Todo el lado izquierdo estaba cubierto ya de escamas que ardían al tacto, y al mismo tiempo que los dedos se movían por el estómago, sintió otra violenta sacudida. Notó una sensación parecida en la parte baja de la espalda, y comprendió que esa zona de piel estaba desapareciendo.

«¿Cuánto me queda de mi piel?» se preguntó. Había un arroyo a poca distancia, y deseó echar una ojeada a su reflejo, pero tal vez era mejor que no lo supiera.

—Dhamon.

—Ya te he dicho que estoy bien.

Se volvió para mirar a Maldred, y vio al mago ogro sentado en el duro suelo, con el cristal entre las rodillas. El ogro lo miró fijamente con los ojos muy abiertos, y Dhamon alargó la mano para palparse el rostro. Se oyó un leve chasquido, y sintió que la mandíbula se alargaba hacia el frente y las escamas situadas bajo la barbilla se tornaban más gruesas.

—¿Hay…?

—¿Tiempo aún? ¿Una posibilidad de curación? —Maldred bajó la mirada hacia la mujer vestida de color morado del cristal—. Sabar dice que hay tiempo… muy poco tiempo.

—¿Realmente dice eso? —Otra sacudida abrasadora le recorrió el rostro—. ¿O simplemente me dices aquello que quiero oír? ¿Acaso te burlas de mí?

—No te miento, Dhamon. —El otro no levantó los ojos—. Ahora no, ni lo volveré a hacer jamás. —Pasó una de las manos por la superficie de la esfera—. Sé que cometí un error al aliarme con el Dragón de las Tinieblas, un error muy grave. Estaba tan desesperado por salvar a mi gente y mi país que acepté la primera oportunidad que se me ofreció. Puedes condenarme por mi estupidez y desesperación, pero no puedes hacerlo por anteponer la nación ogra a un hombre. Incluso aunque fuera un amigo.

—Fue idea de tu padre, ¿no es cierto? ¿Que tomases partido por la naga y el Dragón de las Tinieblas?

—Sí.

—Y como un hijo obediente, accediste.

—En aquel momento consideré que era una buena idea, aunque tendría que haber buscado otra solución, eso lo sé ahora. Tendría que haber solicitado tu ayuda; pero, en su lugar, engañé a mi mejor amigo y perdí su amistad, y no le he servido de nada a mi padre y a su reino. Puede que ahora ya no exista modo de salvarlos.

—Podría no haber salvación para ninguno de nosotros si esos malditos dragones siguen campando por sus respetos sin que nadie se lo impida —dijo Dhamon—. El Dragón de las Tinieblas…

Maldred devolvió la atención al cristal, hizo como si lo acariciara, y en respuesta, la mujer del interior evocó la imagen de una cordillera. Un elevado pico se desvaneció para mostrar una enorme abertura oscura.

—Ser sagaz —musitó la figura—, esto es lo que buscas.

Sabar giró en redondo, y las moradas faldas centellearon a la vez que llenaban toda la bola. Cuando dejó de moverse, la visión cambió otra vez, esta vez para mostrar el interior de una cueva en lo alto de la cima.

Dhamon atisbo con más atención, y la imagen fluyó al interior de la montaña. El pasadizo era amplio y empinado, y describía un ángulo descendente, para a continuación zigzaguear como una serpiente mientras Sabar los conducía hacia las profundidades de la cueva. Dhamon imaginó que olería a sequedad y a aire viciado, pues su aspecto lo indicaba. Había polvo y arcilla por todas partes, además de diminutos lagartos de colas rizadas sobre salientes, y diversas clases de murciélagos que se aferraban a las paredes mientras batían con suavidad las alas.

Sabar les hizo adentrarse más, y la poca luz que distinguieron era pálida y con un tinte rojo violáceo. Había humedad en la pared, y un tenue resplandor que sugería la presencia de vetas de plata. Luego la pared desapareció y apareció ante ellos una inmensa caverna, iluminada por un apagado resplandor amarillento, que Dhamon supo con certeza provenía de los ojos del Dragón de las Tinieblas.

La enorme criatura estaba enroscada casi como un gato, con la cola bien pegada al cuerpo y la punta oculta bajo la testa. Dhamon se preguntó si Nura Bint-Drax había conseguido llegar junto a su «amo» en esa remota montaña; pero no logró saber si había alguien más en la cueva.

El Dragón de las Tinieblas estaba despierto y parecía estudiar algo, con el escamoso rostro atento, los ojos sin pestañear y fijos en… algo lejano.

—Nos ve —dijo Dhamon.

—No es posible —respondió Sabar.

—Nos ve —repitió él.

—Creo que tienes razón —indicó Maldred, mientras asentía despacio.

—Has utilizado el cristal demasiado, Mal. De algún modo, ese abominable dragón sabe que vamos hacia allí, que nos encontramos cerca.

Mientras hablaba, los ojos de la criatura se movieron de un modo casi imperceptible, entrecerrándose, y el labio se frunció con malevolencia.

—¡Por el nombre de mi padre! —Maldred posó ambas manos sobre el cristal, ocultando la imagen del dragón al mismo tiempo que hacía marchar a Sabar—. Tienes razón, Dhamon, pero no creí que el dragón pudiera vernos con tanta facilidad.

—¿No lo creías?

—No, te dije que no habría más mentiras.

Dhamon le dedicó una mirada fulminante, luego se puso en marcha de nuevo hacia las lejanas montañas. No sabía con exactitud dónde se hallaba la guarida del dragón, pero sabía por la bola de cristal que no podía encontrarse a más de treinta o cuarenta kilómetros de distancia.

Sus pasos eran rápidos y decididos, pues no tenía la menor intención de esperar a Maldred. De hecho, rumiaba la posibilidad de perder al ogro en algún punto de los escarpados picos, pues no creía ni por un momento en la afirmación de su compañero de que ya no habría más traiciones. Ni por un instante…

Dhamon se detuvo a mitad de zancada, al sentir una fuerte opresión en el pecho. El fuego que sentía en la espalda se tornó más abrasador aún, la fiebre volvía a hacer estragos. Hizo esfuerzos por respirar, y descubrió que tenía la boca y la garganta resecas. No surgió ningún sonido, pero oyó el martilleo de su corazón y también un retumbar: Maldred que corría hacia él. Oyó la fatigosa respiración del mago ogro, también el fresco aire seco que lo azotaba. Luego, tan de improviso como se había iniciado, la opresión en el pecho desapareció, sin dejar otra cosa que el calor.

—Dhamon…

—¡Estoy bien, ya te lo he dicho!

—No estás bien en absoluto. Deja que vuelva a probar con el conjuro. La otra vez hizo que las escamas brotaran más despacio.

Dhamon desechó la sugerencia en tono áspero y reanudó la brutal marcha. Con un suspiro, Maldred lo siguió lo mejor que pudo.

—Creo que deberíamos encaminarnos hacia el norte —indicó el ogro cuando lo alcanzó; tenía los ojos puestos en las montañas, y pensaba que había visto aquel lugar en la visión de Sabar.

—Sí —repuso Dhamon—, hacia el norte. Y arriba.

Maldred dijo algo más, pero Dhamon apartó las palabras de su consciencia y se concentró en el silbido del viento. Rezó para que el viento soplara más helado aún y calmara un poco la abrasadora fiebre de su cuerpo, y al mismo tiempo sabía que nada excepto la curación o la muerte detendrían aquel dolor y aquella calentura.

Transcurrieron los kilómetros, y Dhamon puso distancia entre él y Maldred, que no podía mantener el implacable paso. Iniciaron el ascenso cuando Dhamon reconoció una retorcida aguja rocosa, en lo alto, que recordaba el pico de un halcón.

—No mucho más allá —murmuró para sí, agradecido.

Prosiguieron la ascensión, avanzando en dirección norte. Fragmentos de roca se clavaban constantemente en los pies de Dhamon, y éste casi agradeció aquella sensación, ya que las almohadillas de escamas de los pies eran tan gruesas que apenas había notado la aspereza del terreno. Resultaba grato sentir algo.

Dhamon se detenía aquí y allí para orientarse, y durante uno de tales intervalos el mago ogro consiguió alcanzarlo. Magnífico. Quería que Maldred se asegurara de que iban en la dirección correcta, y era como en los viejos tiempos, como si Maldred pudiera leer su mente.

—Dhamon, comprobemos otra vez nuestra posición —sugirió el mago ogro.

Asintió con la cabeza, y su compañero se sentó en el suelo, agradecido. Aspiró con fuerza varias veces y se frotó los muslos.

—Avanzas muy deprisa, Dhamon. Vas demasiado rápido para mí.

—Tengo que andar deprisa. Tengo prisa, ¿recuerdas? —El tono de la voz fue más hiriente de lo que Dhamon había deseado.

Maldred extrajo con cuidado el cristal de la bolsa, lo depositó sobre un trozo de roca que parecía una mesa y extendió los dedos alrededor de la base, pero antes de que pudiera decir nada, la montaña se estremeció de improviso alrededor de ellos con la fuerza de un pequeño terremoto. El cristal rodó fuera de su base en forma de corona y empezó a dar tumbos ladera abajo.

—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad! ¡No! —Dhamon saltó en dirección a la bola de cristal—. ¡He sido un estúpido! ¡Tú has provocado el terremoto! ¡Tu intención es mantenerme lejos del dragón hasta que sea demasiado tarde! ¡Tú has hecho esto!

Los dedos de Dhamon se cerraron en el aire mientras la esfera seguía su camino cuesta abajo. La montaña siguió temblando, lo que provocó que el pétreo suelo se agrietara y cayera una avalancha de guijarros.

Maldred había perdido el equilibrio y se debatía violentamente en busca de algún punto de apoyo. El azulado pellejo no tardó en quedar lleno de laceraciones producidas por la caída de rocas, y sus manos y brazos se cubrieron de sangre. El afloramiento rocoso situado por encima de ellos se partió y fue a estrellarse sobre el ogro al caer ladera abajo.

—¡Cuidado, Dhamon! —consiguió gritar Maldred a modo de advertencia.

Más fuerte y ágil, Dhamon esquivó el desprendimiento de rocas y se las arregló para mantenerse en pie mientras corría por la pendiente, en un temerario intento de alcanzar el cristal.

—¡No ha sido cosa mía! —chilló Maldred, aunque el desmoronamiento de la cresta casi ahogó por completo su voz—. ¡Te juro que no ha sido mi magia!

El temblor persistió durante varios minutos, durante los cuales Dhamon alcanzó un nivel inferior y descubrió allí los destrozados fragmentos del cristal mágico. Acarició, patéticamente, un pequeño pedazo de tela color lavanda.

—¡Por todos los dioses, no! —chilló.

Presa de cólera y contrariedad, introdujo los dedos en la bolsa que colgaba de su costado, y sacó dos de las figuras talladas que Ragh había encontrado en el laboratorio del hechicero, allá, en la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. Las arrojó al aire tan lejos y con toda la fuerza de que fue capaz. Las figuras golpearon contra la montaña por encima de su cabeza, y se produjo un relámpago de brillante luz roja, acompañado por un retumbo. La montaña volvió a estremecerse, y pedazos de roca rodaron por las laderas.

Dhamon volvió a meter la mano en la bolsa, con la intención de deshacerse de todos aquellos malditos y poco fiables objetos mágicos, pero el mago ogro lo alcanzó tambaleante, y la enorme mano azul de Maldred salió disparada al frente y se cerró sobre la muñeca de su compañero.

—¡Detente! —jadeó Maldred, que estaba cubierto de morados y sangre—. ¡Dhamon, detente!

El otro se detuvo, con los ojos llameando de furia.

—No ha sido cosa mía, te lo aseguro. El terremoto. Yo no…

—Lo sé. Te creo.

Maldred soltó a Dhamon con una expresión de asombro dibujada en el rostro.

—Ya te lo dije, no más engaños. Quiero ayudar a salvarte, Dhamon. Necesito salvar… algo.

Ahora que estaba más calmado, Dhamon comprendía que Maldred no se habría arriesgado a destruir la preciosa bola de cristal, pues el hechizado objeto era demasiado valioso para el ladrón que también era el hechicero.

—Lo sé. Ha sido cosa del Dragón de las Tinieblas —respondió Dhamon, y dejó caer el pedazo de tela color lavanda en la palma de su camarada—. Posee magia muy poderosa, lo sé, y estoy seguro de que la usó. Es evidente que desea mantenerme lejos. Me teme, Maldred.

El mago ogro contempló la tela, recordando a Sabar envuelta en ella y girando sobre sí misma en la neblina color lavanda. ¿Había quedado hecha pedazos la mágica mujer también? O ¿era totalmente una ilusión?

Recuperó el aliento, y se volvió para mirar a Dhamon a los ojos.

—No. —El mago ogro tragó saliva con dificultad—. Eso no es completamente cierto. No pongo en duda que provocó el temblor, pero no quiere mantenerte alejado. Quiere que lo encuentres, lo sé. Pero no quiere que te acerques hasta que esté preparado, y por eso pone trabas a tu avance. Las escamas que tienes, quiere que las escamas…

«Retrasa mi llegada para dar a tiempo a mi cuerpo a volverse más grotesco», comprendió Dhamon.

—Sí, retrasa mi llegada hasta que sea demasiado tarde. Como castigo me hace perder tiempo a la espera de que me convierta en un drac o un draconiano o alguna insensata mezcla de esas demoníacas criaturas. Hasta que haya perdido el juicio y el alma y ya no sea una amenaza.

—Pongámonos en marcha, entonces —indicó Maldred, mirando ladera arriba—. No permitamos que el Dragón de las Tinieblas venza.

Dhamon volvió a encabezar la marcha. El temblor había alterado la superficie de la montaña, y al hombre le preocupaba que la boca de la cueva hubiera quedado sellada.

Ascendieron durante unas cuantas horas, y Dhamon cada vez tenía más miedo de que se hubieran perdido. Pensó en Riki y en el niño y también en Varek, que tendría que actuar como padre del hijo de Dhamon, y se preguntó si estarían todos a salvo, si Riki pensaba alguna vez en él, si el niño, aunque fuera un poco, se parecería a él. Se preguntó si…

«Jamás sabrás esas cosas, Dhamon Fierolobo».

Abrió los ojos de par en par, ya que aquellas palabras no eran suyas, aunque las había oído con toda claridad dentro de su cabeza.

«No los verás jamás… Riki, el bebé… nunca dejarás que vean tu cuerpo invadido de escamas. Jamás tocarás a tu hijo».

—¡No! —gritó Dhamon—. ¡Eso no es cierto!

Aulló enfurecido, luego volvió a aullar, pero en esa ocasión debido a un repentino y agudo dolor. Sintió como si cada centímetro de su cuerpo estuviera envuelto en llamas, que consumían sus ropas hechas jirones. Soltó la alabarda, y los dedos desgarraron las prendas, hasta que consiguió quitárselas y arrojarlas lejos. Se llevó las manos a los oídos, para ahogar las palabras que seguían sonando.

«Nunca permitirás que vean que ya no queda nada humano en ti. Jamás dejarás que vean la criatura en la que te has convertido».

—¡No, bestia maldita! ¡Los veré!

Maldred, pegado a su espalda, gritó algo a Dhamon, pero éste no podía oír otra cosa que las palabras que resonaban dentro de su cabeza. Se obligó a andar, a pesar del insoportable dolor y las mofas que oía en su mente, y con cada paso sentía cómo los huesos se quebraban y alargaban, cómo la piel se consumía y era reemplazada por escamas. Alargó la mano hacia la espalda, y sintió que algo crecía allí.

«Alas —dijo la voz—. Los dracs tienen alas, Dhamon Fierolobo».

Los dedos palparon un hocico que se iba formando en el rostro, y abrió la boca para aullar una protesta, pero sintió la lengua gruesa y extraña.

«Ya no te queda humanidad, Dhamon Fierolobo, y pronto ya no tendrás ni alma».

Dhamon sintió vértigo, e intentó imaginar qué aspecto tenía en esos momentos; giró y vio cómo Maldred se quedaba boquiabierto, y retrocedía un paso. Incluso Maldred estaba conmocionado, asustado.

«No tengo intención de convertirme en uno, no pienso compartir la existencia de Ragh. Todavía tengo mi mente, —respondió mentalmente—. Aunque sólo sea durante un poco más de tiempo, y mientras todavía pueda pensar por mí mismo, siempre puedo empuñar la alabarda y acabar con mi vida».

«Vive; ven conmigo», dijo la voz.

Sintió un leve tirón, como si alguien le hubiera tomado de la mano, pero allí no había nadie, y la sensación era más de una incitación que de un tirón.

—¡Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, no vencerás! ¡Me mataré antes de convertirme en tu drac marioneta!

Se oyó una risa profunda y sonora: potente, prolongada y obsesionante. Las carcajadas envolvieron a Dhamon, si bien éste comprendió que procedían de su interior. Las risas estaban dentro de su mente, y comprendió que el Dragón de las Tinieblas se encontraba por completo dentro de su cabeza, e intentaba controlarlo y conseguir que se acercara a él.

—La bestia quiere ver cómo pierdo el alma —consiguió jadear—. Quiere ver cómo mueren los últimos restos de mi humanidad.

Miró a su alrededor. Maldred había desaparecido. Huido. Lo había traicionado otra vez.

Al cabo de un instante, Dhamon no sólo pudo oír al dragón, sino que pudo contemplarlo con claridad, en forma de una hinchada masa de escamas oscuras que respiraba, se movía y volaba hacia él en su imaginación. Era casi tan grande como un señor supremo, y, gigantesco y aterrador, su imagen debilitaba la fuerza de voluntad del humano, que sintió cómo su mente empezaba a rendirse.

«Tengo que luchar contra él —se dijo—. Mantenerme fuerte el tiempo necesario para matarme. ¿Dónde está la alabarda?».

De improviso, Dhamon sintió como si volara, con el viento discurriendo veloz bajo las alas correosas, con las zarpas extendidas, mientras los ojos escudriñaban el suelo en busca de… dragones. Para obtener energía mágica. Mentalmente, lo habían arrancado de la ladera de la montaña y depositado… ¿dónde? ¿En una caverna? Que era calurosa, seca y olía a azufre. Había un Dragón Azul no muy lejos, pequeño y con un caballero negro sobre su lomo. Dhamon sintió cómo las alas se le plegaban a los costados, y notó que descendía en picado. Comprobó, entonces, que la caverna era increíblemente inmensa. El aire estaba impregnado del olor de rayos y sangre, inundado por los gritos de combate y los alaridos de los moribundos. Cuando paseó la mirada en derredor vio a otros Dragones Azules, todos montados por caballeros.

«¿El Abismo? ¿Estoy presenciando la Guerra de Caos a través de los ojos del Dragón de las Tinieblas? ¿Me está obligando a contemplar esta catástrofe para acabar con mi resistencia?».

El Dragón Azul se alzó frente a él, y él alargó las zarpas, y sintió cómo se hundían en el costado del joven leviatán. Las garras desgarraron a la criatura, acabaron con ella rápidamente, y su caballero jinete cayó en picado hacia el suelo como una muñeca de trapo. Aquella muerte lo enardeció, y notó cómo una oleada de energía ascendía por las zarpas hasta penetrar en el pecho. A continuación, voló al encuentro de otro dragón. Y otro. Y otro más.

Dhamon sintió que su mente desaparecía.

Sin embargo, con cada nueva pieza abatida se sentía renovado, más fuerte, imbuido de la energía vital de los Azules que abatía. Con cada uno que se desplomaba contra el suelo de la caverna, notaba un creciente orgullo, pues sabía que Caos, el Padre de Todo y de Nada, se sentiría satisfecho. Viró en el ardiente y reseco aire de la cueva, ascendió hasta el techo y divisó la gigantesca forma de Caos que le sonreía.

Dhamon comprendió que aquello era el Abismo, y que se encontraba realmente en plena Guerra de Caos.

La gran batalla siguió desarrollándose ante él, y cuando finalizó, el Dragón de las Tinieblas abandonó volando la caverna, a través de un velo de niebla que lo condujo a las regiones salvajes de Krynn. Se elevó veloz, lleno de odio hacia la luz, mientras buscaba oscuridad que, finalmente, halló en una profunda y seca cueva en un lugar elevado del territorio ogro.

Allí descansó, arrullado por la bendita oscuridad. Cuando emergió de las tinieblas, se unió a la Purga de Dragones, regalándose con la energía vital mágica de dragones más pequeños e incautos, todos los cuales murieron velozmente bajo sus oscuras garras.

«Ven a mí, Dhamon Fierolobo —repitió la voz—. Drac. Peón mío».

El tirón resultó más fuerte.

En su imaginación, Dhamon atisbo entre las sombras entonces, y vio una pálida luz amarillenta, a la vez que distinguía, también, a una niña de cabellos cobrizos en la parte más recóndita de la cueva.

Vio a Nura Bint-Drax a través de los ojos del Dragón de las Tinieblas.

—Déjame ver el principio —gorjeó Nura—. Déjame ver tu nacimiento otra vez, mi amo.

Dhamon contempló la creación del Dragón de las Tinieblas, una sombra separada del Padre de Todo y de Nada, observó cómo tomaba parte en la Guerra de Caos y presenció sus actividades durante la Purga de Dragones y después de ella. Vio el encuentro inicial del dragón con Dhamon y los otros, y también le vio desplegar las alas.

Finalmente, fue testigo del asentamiento de la criatura en el pantano, que eligió el calor y la calidez que resultaban más convenientes a su cuerpo. Contempló cómo se desarrollaban las semillas del dragón, cómo se propagaban las escamas y mataban a algunos de sus anfitriones; pero no a Dhamon. Dhamon era el elegido.

«Mi peón —ronroneó la voz—. Mi drac».

Dhamon sacudió la cabeza, con ferocidad y cerró los ojos, mientras se arrodillaba y palpaba a su alrededor en busca de la alabarda.

—Ya es demasiado tarde para poder curarme —musitó.

«Vive», insistió la voz.

—Sólo un poco más —replicó él con amargura—, pues pretendo impedirte que le hagas esto a nadie más. ¡No crearás más dracs! Iré ante ti, de acuerdo, bestia repugnante, pero con mis condiciones. ¡Malditos sean todos los dragones del mundo!

Creyó recordar al ser diciéndole que su mente era más poderosa que su cuerpo, y él sabía que su cuerpo era realmente fuerte.

—Usaré la mente para combatirte —dijo, y su voz sonó extraña, desconocida, profunda y exótica—. ¡Sal de mi cabeza!

Dhamon concentró toda su energía mental, y buscó en lo más profundo de su ser, hasta encontrar una chispa que no sabía que existiera que encendió y alimentó.

Fue como si empujara un peñasco, pero tras lo que le pareció una eternidad, la roca empezó a rodar.

Empujó el peñasco ladera abajo, fuera de la vista y de la mente, luego se sentó sobre una roca plana, aspiró con fuerza y abrió los ojos. El Dragón de las Tinieblas había desaparecido, pero sabía con exactitud dónde encontrarlo.

Maldred volvía a estar allí de repente, a su lado, con los ojos sin pestañear, pero casi húmedos de lágrimas.

—Sí, viejo amigo. Es demasiado tarde para mí —dijo Dhamon, y la voz seguía pareciendo extraña a sus propios oídos—. No habrá una cura.

El mago ogro tartamudeó algo, pero rechazó las palabras con un ademán. Se levantó, y descubrió que era muy alto ahora y que casi podía mirar a los ojos a su enorme amigo.

—Es demasiado tarde ya, y te juro que me aseguraré de que sea demasiado tarde también para el Dragón de las Tinieblas.

Sabía que la criatura lo estaría aguardando, que quería que fuera… para refocilarse, para castigarlo, para dar el toque final a su condenación.

—Dhamon, te ayudaré. Todavía puedes intentar…

La cordillera volvió a retumbar, sofocando las súplicas de Maldred y obligando a ambos a saltar tras una enorme roca para evitar las piedras que caían. Cuando los temblores cesaron, la ladera de la montaña había vuelto a cambiar.

—El Dragón de las Tinieblas sabe que voy a su encuentro —dijo Dhamon, cuando todo terminó—, y desea que lo haga. Quiere castigarme, quiere venganza y quiere asesinar mi mente y usar mi cuerpo como su marioneta. —Calló un instante, y levantó la vista hacia la montaña con ojos que ahora podían ver detalles diminutos con toda claridad—. Pero yo deseo venganza, Maldred. De modo que iré a él, y enviaré al infierno mi posible curación.


Recostado en las profundidades de la cueva, el Dragón de las Tinieblas gruñó con suavidad, aunque ello no evitó que lanzara una oleada de temblores a través de la roca.

—¿Estás satisfecho, amo?

Nura Bint-Drax se adelantó con pasos quedos, bajo su apariencia de niña.

El dragón asintió despacio.

—Dhamon Fierolobo se acerca. Antes de que finalice el día, encontrará nuestra guarida. Está listo, Nura Bint-Drax. Por fin está listo.

—Nosotros estamos listos, también —respondió ella con su voz de mujer adulta—. Y ansiosos.

Se dedicó a reunir todos los tesoros mágicos que habían acumulado durante los saqueos a los depósitos y otros lugares pertenecientes a los Caballeros Negros, y los dispuso, de un modo metódico, cerca del Dragón de las Tinieblas y entre las zarpas de éste.

—Muy, muy ansiosos.

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