10 En busca de la señora suprema

Dhamon divisó un callejón desierto que arrancaba de la misma calle donde había vivido la anciana sabia. El hombre no tenía modo de saber que la mujer estaba muerta, ni que Ragh había acabado con ella mientras él yacía sin sentido, víctima de uno de los peores ataques provocados por la escama, y tampoco tenía la menor intención de ir en su busca. Pero sabía que la achaparrada torre poseía caminos secretos que la conectaban con los serpenteantes pasillos y mazmorras malolientes de la Shrentak subterránea. En alguna parte en las profundidades de la ciudad inferior se hallaba la guarida de Sable.

—No hay nada dentro de esa callejuela, Dhamon. —Fiona había seguido la dirección de los ojos del hombre, y miraba también hacia allí—. No hay nada, excepto polvo, porquería y ratas.

«A lo mejor el cadáver de Maldred se encontraría a gusto allí —se dijo el hombre—. Lo mataré despacio, no acabaré con él hasta que me haya dado un poco de información útil».

Señaló con el dedo una taberna situada al sur del callejón.

—¿Tienes hambre?

—Supongo. —La mujer asintió, pero continuó mirando callejón abajo y bajó la mano hacia la empuñadura de la larga espada que llevaba—. Esta espada me habla, Dhamon.

—Lo sé.

Las palabras surgieron siseantes entre los dientes. El arma también le había «hablado» a él, cuando fue su propietario meses atrás, y se había burlado de él con promesas de curaciones para la escama de la pierna.

—Es todo lo que necesito —musitó Dhamon para sí—. Una mujer chiflada con un arma que le habla.

Aunque no tenía mucho donde elegir. No quería aquella espada, y Shrentak no era un lugar en el que dejar a Fiona desarmada.

—No prestes atención a lo que te diga esa maldita espada, Fiona —añadió en voz alta—. Miente.

—Igual que tú, y Maldred, y todo el mundo.

Dhamon la arrastró lejos del callejón y la hizo entrar en la taberna. Ragh los siguió en silencio. Aunque el exterior del establecimiento parecía ruinoso, el interior resultaba sorprendentemente limpio y bien cuidado, y los aromas hogareños que flotaban en el aire mantenían milagrosamente a raya los hediondos olores de la ciudad. Había una chimenea encendida en el fondo de la estancia, que, junto con la docena de faroles de las paredes, convertía la habitación en cálida y acogedora. Las mesas eran todas de madera oscura encerada, igual que un mostrador que discurría casi de extremo a extremo de la sala. Dhamon pudo observar que el mobiliario tenía unos cuantos años, pues los árboles de madera de ébano con los que se había tallado databan de antes de la época de Sable, cuando el territorio era un pradera en lugar de una ciénaga en expansión. Dhamon no creía que creciera un solo árbol de ébano en esos momentos en aquel enorme cenagal.

Unos cuantos parroquianos lo miraron con curiosidad mientras éste conducía a Fiona hacia una mesa vacía; pero tras tomar nota de las singulares escamas que el hombre lucía, parecieron perder todo interés y volvieron a comer y beber. Ragh también atrajo miradas sorprendidas, pero la clientela desvió la mirada aún más deprisa cuando el sivak dedicó unos amenazadores gruñidos a los presentes.

Dhamon depositó dos monedas de acero sobre la mesa, apoyó la alabarda contra la pared, e hizo una seña a una moza, que se apresuró a tomar el dinero, con una educada sonrisa. La joven no era ninguna belleza, si bien había intentado parecer bonita mediante la aplicación de un poco de colorete en el rostro, el peinado de los cabellos, que había sujetado en lo alto de la coronilla, y el ceñido corpiño del vestido, tensado hasta extremos imposibles. Supuso que la sirvienta tendría entre treinta y cuarenta años, aunque carecía de arrugas alrededor de los ojos y podría haber sido diez años más joven. Shrentak dejaba una fuerte huella en sus ciudadanos.

—Huelo a cerdo asado —comentó Dhamon.

—Sí, está muy bueno esta noche. Traeré tres platos —respondió la joven—. Y pan sí queréis.

—Bien; pero trae cuatro platos —respondió él—. Y mucha cerveza, también.

Las monedas de acero cubrirían con creces el precio y aún quedarían un puñado de piezas de cobre que la moza podría llevarse a casa.

El draconiano sacudió la cabeza cuando la mujer se hubo alejado.

—Ese callejón de ahí fuera, Dhamon… Podríamos haber esperado allí y tendido una emboscada a Maldred. Pensabas en ello; lo leí en tu mente.

—Sí —admitió él—; pensaba en ello. Todavía pienso en ello.

—Es cierto que hay que ocuparse de Maldred —dijo Ragh pensativo en un susurro conspirador—. De él y de esa Nur… Nur…

—Nura Bint-Drax.

Los ojos de Dhamon se clavaron en los de su compañero, donde seguía sin aparecer ningún atisbo de que recordara quién era la mujer-serpiente.

—Hemos de matarlos a los dos, si queremos escapar de las zarpas del Dragón de las Tinieblas.

Dhamon asintió.

—Porque está muy claro que no podemos conseguir lo que esa bestia desea. No podemos ir en busca de Sable. Sería un suicidio.

—Sí, un suicidio. —Dhamon permaneció en silencio un instante—. Pero todo el mundo muere —añadió al poco.

De buena gana daría la vida para salvar a su hijo, se enfrentaría a la señora suprema si era necesario; pero no deseaba que Fiona y Ragh perdieran también la vida.

La moza regresó y depositó platos frente a todos ellos, dejando uno ante la silla vacía; luego, marchó a toda prisa y regresó con altas jarras de cerveza. Casi volcó la que dejó frente a Dhamon. Con los ojos desorbitados y fijos en el rostro del hombre, lanzó una exclamación ahogada, farfulló una disculpa, y regresó a toda prisa a la cocina. Dhamon pasó los pulgares alrededor del borde del recipiente y echó un vistazo al interior de la negra superficie. Su rostro se reflejaba débilmente, y observó la presencia de una escama en la mejilla que no había estado allí minutos antes, al entrar en el establecimiento.

Cuando alzó los ojos, vio que Fiona y Ragh lo contemplaban fijamente.

El draconiano tragó saliva y bajó la mirada hacia un nudo que había en el tablero de la mesa.

—Ir tras la Negra sería un suicidio, repito. —Ragh elevó la voz un punto—. En realidad no piensas hacerlo, ¿verdad? ¿Ir en busca de la señora suprema?

Dhamon volvió a fijar la mirada en la cerveza. Se llevó el dedo a la mejilla, y notó que la piel que rodeaba la escama estaba ardiendo como si tuviera fiebre.

»Eres fuerte, eso te lo concedo, Dhamon, mucho más fuerte que yo. Y esa arma parece formidable. Admitiré, también, que la dama que nos acompaña es buena con la espada, y resultaría un guerrero formidable, en el caso de que recuperara el juicio, pero ni siquiera así, podemos acabar con Sable.

—Lo sé. Es un suicidio.

—Un suicidio. Pero piensas en ello de todos modos. —Tras vaciar el contenido de su jarra, el draconiano añadió—: No tomaré parte en esa misión suicida, Dhamon. No estoy seguro de por qué te he acompañado hasta aquí, de por qué no me escabullí después de que abandonáramos la cueva del Dragón de las Tinieblas. Maldred y Nura te vigilaban a ti, no a mí. Sé que me salvaste del poblado controlado por los dracs, y a lo mejor siento que estoy en deuda contigo por ello, pero cualquier otra cosa que hicieras, yo no… —Su voz se apagó al distinguir a Maldred, que cruzaba la puerta.

La taberna quedó en silencio, y todos los ojos se volvieron hacia el ogro de piel azulada. Shrentak era famosa por sus extraños habitantes, pero incluso allí Maldred sobresalía. El ogro devolvió las miradas de extrañeza, y cuando la clientela empezó a desviar la mirada, se deslizó, con paso felino, en dirección a la mesa de Dhamon.

Sin devolver a su antiguo amigo la furiosa mirada que éste le dirigió, Maldred se sentó y empezó a devorar la comida. Fiona lo observó entre bocados de su propia cena y empezó a balancearse para adelante y para atrás, a la vez que sus ojos se entrecerraban hasta convertirse en rendijas llenas de veneno. Alargó la mano hacia su jarra, tomó un buen trago, murmuró; tosió para aclararse la garganta y tomó otro trago. A su alrededor, la mayoría de los otros parroquianos reanudaron sus conversaciones.

—Intentaste hacerme odiar a Rig —escupió la mujer, dirigiendo las palabras a Maldred—. Usaste magia sobre mi persona y me manipulaste.

El mago ogro interrumpió momentáneamente su comida, y alzó los ojos del plato.

—Eso fue hace muchos meses, mi dama guerrera.

Lo cierto era que Maldred había jugado con los afectos de la solámnica en la época en que ella y Rig estuvieron asociados con Dhamon y su pequeña banda de ladrones. Había sido un juego para el ogro, y éste lo había llevado a cabo muy bien, mientras que Dhamon no había parecido poner ninguna objeción a su comportamiento.

—Eres un ladrón —continuó diciendo ella.

Él asintió con la cabeza.

»Y un mentiroso.

—Y tú resultas un claro estorbo, dama guerrera —respondió Maldred sombrío, y a continuación se bebió la cerveza de un trago y golpeó la superficie de la mesa con la jarra para pedir más.

Ragh atrajo la atención de Dhamon y le indicó con una seña una mesa cercana. Los hombres allí sentados parecían especialmente interesados en el ogro de piel azul.

—Haced el favor de no hablar tan alto vosotros dos —dijo Dhamon a Fiona y Maldred—. Ya es bastante malo que tengamos el aspecto que tenemos. No debemos atraer más atención.

Hizo intención de apartar el plato que tenía delante, pero luego se lo pensó mejor, ya que necesitaba, mantener las fuerzas. Comió deprisa, con los ojos puestos permanentemente en Maldred, y cuando terminó, cerró los dedos alrededor de la jarra de cerveza y la acercó a él. Pensó en tomar un trago, pero luego decidió no hacerlo.

—¿Por qué quiere a Sable muerta el Dragón de las Tinieblas? —preguntó Dhamon al mago ogro en voz baja, recostándose en su asiento.

Maldred unió las puntas de los dedos y respondió con voz igualmente baja.

—Ya te lo contó. Dos dragones de su tamaño no pueden existir en el mismo territorio sin que se establezca una rivalidad letal. El Dragón de las Tinieblas codicia este pantano y no desea marcharse a otra parte. —Maldred vació su segunda jarra de cerveza—. Si he de decir la verdad, creo que sería el mejor dragón para este país. No interferiría con la gente que vive aquí, no intentaría ampliar la ciénaga, dejaría en paz el territorio de los ogros. Se daría por satisfecho con dejar las cosas como están ahora.

—¿Lo haría? —repuso Dhamon—. Y ¿por qué necesita el Dragón de las Tinieblas a mortales para que luchen por él? Tendría más posibilidades contra la Negra que nosotros.

El otro lo meditó unos instantes.

—Más posibilidades, tal vez, pero así se mantiene a salvo. Y en cuanto a ti, Dhamon, considera que eres una especie de guerrero ungido. Cree que puedes introducirte furtivamente en el interior de las cavernas y derrotar a Sable.

—¿Coger por sorpresa a una señora suprema? —Dhamon profirió una discreta carcajada—. Yo he cabalgado a lomos de un dragón, ogro. Los sentidos de esos animales son increíbles. No se les puede sorprender a menos que estén profundamente dormidos, y muchas veces ni siquiera así.

—Tus sentidos son también agudos —replicó Maldred—, y eres más fuerte que cuatro o cinco hombres juntos. He visto de lo que eres capaz.

—Sable nos matará a todos, ogro.

—No lo sabes con seguridad.

Dhamon tomó un trago entonces, y sintió que la bebida le calentaba la garganta. Saboreó aquella sensación, que se había negado durante demasiado tiempo. «Pero, de todos modos, las escamas me acabarán matando muy pronto —pensó, mientras se tocaba la mejilla—. Así que, ¿qué más da el modo en que muera?».

—Sé lo que sé, ogro, pero intentaría acabar con Sable de todos modos si estuviera seguro de que haciéndolo mi hijo estaría a salvo.

—El Dragón de las Tinieblas mantendrá su palabra, eso te lo prometo. Dejará en paz a la familia de Riki y hará marchar a los hobgoblins. También yo quiero verla a ella y a su bebé sanos y salvos. Y si por casualidad vences… —Se recostó en la silla, que crujió a modo de protesta—. Te librará de las escamas. —Hizo una pausa—. Necesitas que te curen de ellas, Dhamon, y los dos sabemos que necesitas que eso suceda pronto.

Dhamon devolvió la mirada a Maldred, y se la mantuvo durante un largo silencio. El ogro desvió finalmente los ojos cuando la moza de la taberna trajo más cerveza.

Dhamon dirigió una veloz mirada a Ragh, que permanecía sentado con expresión imperturbable, observando a Maldred.

—Maldred miente, y el Dragón de las Tinieblas miente —dijo Fiona a Dhamon.

—Sí, Fiona, es muy probable que el Dragón de las Tinieblas mienta. —Dhamon se apartó de la mesa y se puso en pie, a la vez que agarraba con fuerza el mango de la alabarda—. Pero tengo que intentar salvar a mi hijo.

«O morir en el intento», añadió en silencio.

Se alejó de sus compañeros, y oyó que Maldred se alzaba tras él.

—¿Adónde crees que vas? —Había un deje amenazador en la voz del ogro.

—Voy a ver si puedo averiguar dónde está Sable, ogro.

Al instante, una mezcla de miedo e irritación cruzó el rostro anguloso de Maldred, aunque se esforzó por controlar el enfurecido tono de la voz.

—No puedes, Dhamon. Aún no. Nura Bint-Drax decidirá cuándo es el momento oportuno. Es demasiado pronto, ya te lo hemos dicho.

—Bueno, pues la naga no se encuentra aquí, ¿no es cierto? No recuerdo que el Dragón de las Tinieblas mencionara nada sobre momentos oportunos. Y a mí se me está acabando el tiempo. —Miró a su alrededor y observó que muchos de los parroquianos se habían empezado a interesar por la conversación que mantenía con Maldred—. Pero no te preocupes. No me enfrentaré a la Negra sin tenerte a mi lado. Sable me matará si lo intento, y quiero asegurarme de que tú también estés allí para morir.

«Si es que no decido matarte antes en el callejón», añadió para sí.

Alargó la mano para abrir la puerta, pero Maldred posó una mano sobre su hombro.

—No vas a ir a ninguna parte, Dhamon.

—¿No? ¿Y tú me vas a detener? ¿Con toda esta gente observando? —Dhamon hizo una señal con la cabeza a Ragh, que los observaba con atención—. Esperadme aquí. Seguramente estaré de vuelta en unas pocas horas. —Arrojó la bolsa de monedas al draconiano, frunció el entrecejo y señaló a Fiona.

Ragh comprendió; Dhamon daba al sivak una oportunidad de escapar con la solámnica en cuanto Maldred saliera para seguir a su antiguo amigo.

—O ¿quieres salir al exterior, ogro?

Dhamon abrió la puerta y recibió inmediatamente una vaharada de los olores de la ciudad.

El mago ogro gruñó y lo dejó marchar; luego, regresó a la mesa, se acomodó junto a Fiona y a Ragh y golpeó la mesa con la jarra vacía para llamar a la moza. No obstante, tenía los ojos fijos en la puerta y resultaba evidente que ardía de ira.

—¿No vas a seguirlo? —preguntó Fiona.

El otro negó con la cabeza.

—Dhamon espera que lo haga, pero eso no sería algo seguro en estos momentos. De modo que lo esperaré. Vosotros estáis aquí, y eso significa que regresará.

—¿Lo hará? —inquirió Ragh.


Dhamon aguardó en el callejón, esperando que Maldred lo siguiera. Intentaba decidir si mataba al ogro allí o, más tarde, en las entrañas de la ciudad, donde su cuerpo no sería descubierto en días. Pero su antiguo compañero no abandonó la taberna, y por lo tanto, tras un corto espacio de tiempo, Dhamon atravesó la calle en dirección a la achaparrada torre de la anciana sabia. Maldred había sido más astuto que él al no seguirlo.

—Como mínimo —decidió—, averiguaré si la señora suprema está en casa.

Había dos centinelas dracs justo al otro lado de la entrada de la torre, y Dhamon acabó con ellos en un santiamén. Empezaba a convertirse en un experto en la eliminación de las repugnantes criaturas, y siempre recordaba dar un salto atrás después de asestar el golpe mortal, cosa que lo salvaba de recibir todo el impacto del chorro de ácido que proyectaban durante el estallido que seguía a su muerte. La alabarda estaba magníficamente equilibrada y era muy ligera, y además le proporcionaba un gran alcance; aunque con cada golpe que asestaba volvía a ver el rostro de Goldmoon en aquella ocasión en que intentó matarla. Una vez que hubiera acabado con aquella tarea, se desharía del arma para siempre, pues ésta poseía una magia que nadie podía controlar.

Sólo brillaba una tenue luz en el pasillo, procedente de un par de medio apagadas antorchas empapadas en grasa, que se habían consumido hasta convertirse en simples cabos. La última vez que estuvo allí, la luz era razonablemente intensa y el aire puro, ahora el olor a cerrado lo llenaba todo y anidaba de un modo desagradable en sus pulmones, y una gruesa capa de mugre cubría el suelo de piedra. De no haber tenido prisa y también tantas cosas en la cabeza, Dhamon habría permitido que los cambios lo preocupasen, e incluso podría haber investigado el asunto; sin embargo, en esos momentos, no deseaba otra cosa que encontrar un modo de ir hacia abajo, y al cabo de unos momentos localizó una escalera estrecha y sinuosa que lo condujo muy por debajo de las calles de la ciudad.

El aire viciado se tornó cada vez más irrespirable. Dhamon olió a aguas estancadas, a residuos humanos y a cosas en descomposición sobre las que prefería no pensar. Los pasillos se volvieron más oscuros a medida que descendía, con las antorchas más espaciadas y muchas de ellas extinguidas. Sabía que los dracs veían bien en la oscuridad y dudaba de que les preocupara demasiado facilitar luz a los prisioneros humanos que se pudrían en las celdas ante las que pasaba. De todos modos, Sable debía tener algunos sirvientes humanos, supuso, pues de lo contrario nadie se habría preocupado de que hubiera ninguna clase de luz.

Dhamon llegó a un pasillo lleno de agua hasta la altura de la cintura. El agua estaba fría, y la película que flotaba en la superficie se adhirió a sus ropas. Algunos de los pasadizos le resultaban vagamente familiares, debido a las esculturas de animales que servían como candelabros para las antorchas. Éstas habían ardido mágicamente cuando la anciana hechicera lo había conducido a su laboratorio; pero ahora las antorchas estaban todas apagadas, a excepción de una en cada pasillo, que despedía un repugnante olor aceitoso: ya no había nada mágico en ellas.

Dobló un recodo y el agua ascendió hasta el pecho. Un nuevo giro y se halló chapoteando en lo que era casi un río. Comprendió que se había perdido. Se había ensimismado con pensamientos sobre su hijo y Riki. Esperó que Maldred lo hubiera seguido, o que lo hubiera hecho Nura Bint-Drax. La naga tenía una gran habilidad para aparecer inesperadamente.

—Maldita sea.

El suelo desapareció bajo sus pies, y se encontró con que tenía que nadar; algo que no resultaba nada fácil con la alabarda en la mano. En esa zona no había luz de antorchas, sólo algún que otro pedazo de musgo luminoso pegado al techo y que servía para guiarlo. Pensó en dar la vuelta, pero se dijo que tal vez por eso estaba el agua allí, para disuadir a los visitantes.

—Soy como una rata calada hasta los huesos dentro de un laberinto —masculló—. Fui un estúpido al pensar que podría encontrar a la Negra yo solo.

¿Era todo realmente tan sencillo como Maldred había dicho? ¿El Dragón de las Tinieblas anhelaba el pantano y no quería luchar personalmente contra Sable?

—Resulta todo demasiado simple —decidió Dhamon mientras doblaba por otro pasillo lleno de agua.

No dudaba de que el Dragón de las Tinieblas quería ver a la Negra muerta, pero el motivo tenía que ser algo más retorcido que el simple deseo de poseer la ciénaga. Las cosas no eran nunca tan sencillas cuando se trataba de dragones. Tenía que haber otra explicación.

—Pero ¿cuál? —Pedaleó en el agua, y se encontró en una confluencia de dos corredores—. ¿Exactamente qué es lo que quiere ese maldito dragón? Y ¿por qué me necesita a mí?

Eligió el ramal que doblaba hacia la derecha y empezó a nadar algo más deprisa. Oyó voces sibilantes más adelante, pertenecientes a dos o tres dracs. No representaban ningún problema, podía ocuparse de ellos.

—¿Hasss oído algo?

—Oí hombre que hablaba.

—¿Dónde hombre?

Las voces de los dracs cuchichearon, a veces en Común, otras en su curiosa lengua a base de siseos.

—¿Dónde hombre?

—¿Debería essstar hombre aquí?

—¿Dónde?

—¡Aquí!

Dhamon gritó al mismo tiempo que surgía del agua como una exhalación. Había doblado un recodo, nadando en silencio, y penetrado en una cueva, donde había descubierto al escamoso trío sentado en una repisa, por encima del nivel del agua. Se izó de un salto sobre el saliente, agitó la alabarda y hundió la hoja profundamente en el pecho de la criatura situada más cerca.

El ser estalló en una explosión de ácido antes de que sus compañeros pudieran reaccionar, y roció a Dhamon con el cáustico líquido, ya que éste no pudo saltar a tiempo. Sin prestar atención al dolor, el hombre siguió atacando; hizo que la pica describiera un amplio arco y partió en dos al segundo drac. Desde luego el arma estaba hechizada, pero la enorme fuerza de Dhamon le confería un poder adicional.

«Tan fuerte como cuatro o cinco hombres», recordó que le había dicho Maldred.

Era al menos tan fuerte como todos aquellos hombres juntos, y todo ello se debía al Dragón de las Tinieblas.

Y si aquella criatura había implantado su magia dentro de Dhamon hacía unos años, tal como había afirmado, eso significaba que en realidad no había nada de simple en lo que el dragón deseaba. Sin duda tenía que existir una intención oculta en la orden de que matara a Sable. Pero ¿cuál por los innumerables niveles del Abismo era el auténtico designio?

—¿Qué quiere el condenado dragón? —gritó Dhamon contrariado.

Al oírlo, el último drac retrocedió temeroso. Inhaló con fuerza y soltó el aliento, pero Dhamon se agachó justo a tiempo y sólo le alcanzó un poco del nocivo hálito.

—No te mataré —prometió el hombre, mientras seguía amenazando a la aterrorizada criatura— sí me das cierta información.

«Soy realmente un mentiroso —pensó a continuación—; ya que pienso matarte una vez me hayas dicho lo que quiero saber».

—¿Hombre quiere qué? —preguntó el drac mientras se echaba a un lado para esquivar a Dhamon.

—Sólo quiero salir de aquí. Llévame arriba, a la calle.

El ser lo miró con ira pero asintió.

—Llevaré a la calle. Sssí.

—No. —Dhamon se maldijo interiormente por lo que estaba a punto de decir; pero en un segundo había tomado su decisión, y cambiado de idea—. Llévame a la guarida de Sable.

Se dijo que a lo mejor el Dragón de las Tinieblas buscaba algo oculto en el cubil de la Negra.

Su adversario sacudió la cabeza con energía y exhaló ruidosamente, pero Dhamon se aplastó contra la pared de la cueva y se libró de nuevo del ácido aliento.

—Ssssable mata a mí si lo hago.

—Yo te mataré si no lo haces —replicó Dhamon—. Además, Sable podría muy bien recompensarte por llevarme ante ella. He producido a la señora suprema toda clase de pesares.

—Ssssable mata a ti entonces.

—Tal vez. Ahora muévete.

No habían avanzado más de unos minutos cuando el pasillo quedó sumergido por completo y se tornó muy amplio. Dhamon volvió a nadar, siguiendo al drac, mientras se preguntaba si lo conducía a la guarida de la señora suprema o a algún lugar donde innumerables dracs aguardaban para saltar sobre él. Sonidos espectrales llegaron hasta él mientras avanzaba por el agua: gruñidos y gemidos de criaturas que se aferraban a los laterales de las rocosas paredes. Los sonidos aumentaron, y también la inquietud de Dhamon cuando salieron a la superficie en la siguiente cámara maloliente. Estuvo a punto de soltar la alabarda cuando las manos le empezaron a temblar sin control.

—No falta mucho másss —le indicó el drac; alzó una zarpa cubierta de escamas e indicó un nicho envuelto en sombras—. Un túnel másss. —Vaciló—. ¿Sssiguesss sssolo ahora?

Pese a unos pocos pedazos de musgo luminoso aquella cueva estaba sumida en sombras, y todo estaba demasiado oscuro para interpretar la expresión del rostro del drac. La inquietud que Dhamon sentía, el temblor de sus manos; todo aquello no era normal en él. Miedo al dragón. Ésa era la única explicación. El drac lo conducía realmente hasta Sable… o hasta un dragón de menor categoría que servía a la señora suprema.

—¿Vasss sssolo?

—De acuerdo, iré solo.

El otro suspiró aliviado y se dispuso a pasar nadando junto a Dhamon, para regresar por donde había venido. Aunque resultaba difícil manejar el arma en el agua, Dhamon consiguió mover la alabarda como una guadaña para cortar la cabeza del otro al pasar. Luego, se agachó bajo la superficie para esquivar el chorro de ácido.

—Resulta muy práctico que los dracs no dejéis cadáveres —murmuró; a continuación miró hacia el hueco, aspiró con fuerza, y volvió a desaparecer bajo la superficie.

Allí no había musgo luminoso y, por lo tanto, encontró el camino palpando uno de los costados del túnel sumergido. Siguió impeliéndose hasta que los pulmones le dolieron por falta de aire, y entonces se alzó despacio, y se encontró con apenas un espacio de treinta centímetros entre el agua y el techo de roca. Tomó aire con fuerza unas cuantas veces y volvió a introducirse en el agua.

Parecía un viaje interminable, y se apoderó de él una fuerte sensación de temor. Volvió a salir a la superficie minutos más tarde, cuando observó que el agua se tornaba más clara. Su cabeza salió en silencio a la superficie en una estancia cuyos límites no consiguió distinguir, aunque un gran pedazo de musgo luminoso iluminaba suficientes zonas de ella como para que Dhamon adivinara que se encontraba en el cubil de un dragón. Cocodrilos gigantes ganduleaban en afloramientos rocosos, y otras criaturas, cuyos nombres desconocía, se abrazaban a espiras y repisas. Había seres que volaban en alguna parte por encima de su cabeza, pues oía el aleteo de alas correosas, aunque sin conseguir ver a las criaturas, ni tampoco el techo.

Los dientes le empezaron a castañetear, pero se concentró en sujetar el arma, y de ese modo consiguió evitar los peores efectos del miedo al dragón.

Era la guarida de Sable. La hembra Negra estaba allí, en el extremo más alejado al que llegaba la luz. Enroscada en un trozo de terreno arenoso, la señora suprema dormía, con monedas y joyas desparramadas a su alrededor. La respiración del enorme ser era tan potente que creaba una brisa en toda la caverna, y el sonido de su sueño era un constante y sonoro retumbo.

Dhamon había visto a Sable sólo en una ocasión antes; hacía muchos años, en el portal llamado la Ventana a las Estrellas. Todos los señores supremos estuvieron allí, cuando Malys intentó ascender a la categoría de deidad y convertirse en la siguiente Takhisis. La Negra parecía más impresionante allí, sola, en su oscuro y maloliente reino. La criatura era enorme, los ojos grandes como peñascos, las escamas más gruesas que las placas de las mejores armaduras y el extremo de la cola era tan ancho como un viejo roble.

Dhamon percibió el poder y la maldad que rezumaba la hembra de dragón. Fascinado, ansiaba salir huyendo a la vez que deseaba nadar más cerca para verla mejor. Controló el insensato impulso.

¿Deseaba el Dragón de las Tinieblas las riquezas de la Negra? Podía conseguir su propio tesoro. De modo que no era riqueza. ¿Algo mágico? ¿Qué?

Dhamon entrecerró los ojos. Aspiró con fuerza y se sumergió bajo la superficie, justo en el mismo instante en que Sable abría un inmenso ojo. La señora suprema escudriñó con mirada recelosa la estancia; pero al no ver nada, siguió dormitando.


Era pasada medianoche cuando Dhamon encontró el modo de regresar a las calles de la ciudad. Estaba chorreando debido al sudor y a las aguas estancadas de los túneles y el hedor era abrumador. Sabía que su aspecto debía ser horrible. Tenía las ropas casi quemadas por completo debido al ácido de los dracs, las piernas cubiertas de escamas, los brazos salpicados de ellas, y ahora incluso lucía unas cuantas en el rostro. Pasó junto a un espejo en el vestíbulo de la achaparrada torre, y vio que las escamas se extendían por piernas, brazos y garganta.

Por fortuna, no había más que unas pocas almas valerosas deambulando por las calles tan entrada la noche, y todas ellas incluida una pareja de dracs lo evitaron.

Tenía la esperanza de que Ragh hubiera podido sacar a Fiona de la ciudad, y aunque horas antes deseaba que el draconiano hubiera matado a Maldred, en esos momentos deseaba que el mago ogro siguiera con vida. Lo necesitaría para llevar a cabo su plan.

La taberna estaba abierta aún, y al atisbar por una ventana, hizo una mueca de desagrado al ver a Fiona y a Ragh sentados todavía ante la mesa. La dama solámnica tenía los brazos cruzados sobre el tablero, con la cabeza apoyada en ellos, y dormía profundamente a pesar del barullo de las conversaciones y el tintineo de las jarras. El draconiano, por su parte, estaba totalmente despierto, y observaba cómo Maldred conversaba con la sensual figura ergothiana de Nura Bint-Drax.

Dhamon farfulló una retahíla de maldiciones y entró.

Nura profirió un ruidito, como si fuera a vomitar, y agitó la delicada mano ante el rostro como para apartar de sí el hedor que emanaba de Dhamon.

—¿Dónde has estado?

El aludido se aproximó más, se inclinó por encima del hombro de la naga, y le susurró al oído:

—He ido a ver a Sable.

Los ojos de la criatura se abrieron de par en par, y ésta se levantó con tal brusquedad que estuvo a punto de derribarlo.

—No podías…

—Sable está muy cómoda en su guarida. Y tiene muchas riquezas.

—¿Cómo…?

—¿Entré y salí con vida? —Dhamon bajó la voz al observar que todas las conversaciones a su alrededor habían enmudecido—. Suerte, creo —respondió—. Sable dormía profundamente, y tuve la presencia de ánimo de marcharme antes de que despertara.

Mientras escuchaba sus palabras, Ragh despertó a Fiona de un codazo, y la solámnica se restregó los ojos.

—Ragh, Fiona, nos vamos —anunció Dhamon, y, tras agarrarlos del brazo se dirigió hacia la puerta.

—Gracias, Rig —dijo la mujer mientras salía al exterior.

Ragh la siguió a toda velocidad.

—Es demasiado pronto, Dhamon Fierolobo —advirtió Nura—. Debemos hacer preparativos y desarrollar un plan. Es demasiado pronto para atacar a Sable.

Dhamon cerró la puerta de un portazo a su espalda y aguardó, rehuyendo las preguntas de Ragh. A los pocos instantes Maldred y Nura se reunieron con ellos en la calle.

La ergothiana se irguió con energía y apuntó con un dedo al pecho de Dhamon.

—Eres el instrumento de mi amo, Dhamon Fierolobo —dijo amenazadora—, y seguirás mis órdenes a partir de ahora. No voy a permitirte más…

También él la apuntó con un dedo, y dijo:

—No pienso aguantarte más.

Con una maniobra que la cogió totalmente desprevenida, Dhamon se echó la alabarda al hombro, retrocedió un paso y descargó el arma sobre la criatura. La hoja silbó en el aire nocturno y cayó justo donde ella había estado un segundo antes.

Nura era veloz como el rayo, y tras esquivar por muy poco el golpe, fue a colocarse detrás de Maldred.

—¡Mi amo te matará por tu insolencia! —farfulló.

—No lo creo —respondió él, dándose la vuelta a la vez que preparaba otro ataque.

Maldred desenvainó su espada y la extendió a modo de defensa ante él, protegiendo sin demasiado entusiasmo a la naga. Detrás de ellos, la solámnica sacó su propia espada larga y empezó a hablar. Ragh retrocedió y adoptó una postura agresiva.

—Al amo ni se le ocurriría matarme, Nura. Soy el elegido, al fin y al cabo. Su precioso instrumento. Me ha estado preparando durante estos últimos años, ¿no es cierto? Implantó la magia en mí hace algún tiempo. Como tú dijiste, me habéis estado poniendo a prueba. Todo ese trabajo… ni siquiera un dragón mataría a alguien en quien ha invertido tanto esfuerzo.

Las manos de Nura se movían, los dedos refulgían y trazaban dibujos en el aire.

—Eres el elegido —concedió—, y te obligaré a cooperar.

Palabras arcanas brotaron de sus labios, y el resplandor se intensificó.

—Y ¿qué pasa conmigo, señora mágica?

Las palabras provenían de Ragh, a quien Nura había cometido el error de no prestar atención. El draconiano acuchilló la espalda de la ergothiana, y las zarpas hendieron la dura piel, haciendo que la criatura profiriera un alarido de dolor. El hechizo que preparaba se malbarató en aquel instante, y el fulgor de la magia se desvaneció.

—¡Estúpido! —chilló—. ¡Sois todos unos estúpidos! Ahora el amo no te curará jamás, Dhamon Fierolobo. ¡Hará que los hobgoblins se den un festín con tu hijo!

Rodeó con cautela a Maldred, maniobrando para conseguir ventaja sobre Ragh y Dhamon.

De improviso, la Dama de Solamnia apartó a Dhamon y saltó al frente, con la punta de la espada dirigida justo al corazón de Nura. La mujer consiguió pincharla, en el mismo instante en que la naga se echaba a un lado.

—¡Cooperaréis! ¡Todos vosotros! —aulló Nura, a la vez que alargaba la mano y la introducía en la camisa de Maldred para sacar la oscura escama.

La partió justo en el momento en que Fiona volvía a lanzar una estocada, y desapareció dejando a la solámnica totalmente aturdida.

Dhamon oyó que se abría la puerta de la taberna, y por el rabillo del ojo vio a media docena de hombres ebrios que salían dando tumbos, con la intención de contemplar el espectáculo. Apenas les prestó atención, y volvió entonces su cólera hacia Maldred. Fiona se colocó a un lado del mago ogro, y Ragh al otro.

—Acabemos con el monstruo de una vez por todas —dijo la mujer.

—No, dejemos que viva —indicó Dhamon.

—¿Que viva? ¿Por qué? ¿Qué estamos haciendo, Dhamon? —farfulló el draconiano.

Dhamon apuntó con el arma al pecho del ogro.

—Nuestro amigo nos va a llevar de vuelta junto al Dragón de las Tinieblas.

—No es una buena idea —repuso el draconiano, y enarcó una ceja, perplejo.

—El Dragón de las Tinieblas quiere que nos ocupemos nosotros de Sable, porque no es lo bastante poderoso para hacerlo él mismo. Eso debe convertirnos en más poderosos que el dragón, ¿cierto? De modo que lo que vamos a hacer es atacar al Dragón de las Tinieblas.

—¡Dhamon, no puedes! —protestó Maldred—. Tú…

—¿No puedo? Encontraré un modo de que el condenado dragón haga marchar a sus hobgoblins y deje tranquila a Riki. Haré que me quite estas escamas. ¿Afirma que me ha convertido en un ser formidable? Pues bien, ¡veremos hasta qué punto soy formidable! Y tú me vas a llevar hasta él, Maldred. Ahora mismo, antes de que la naga regrese… —Las palabras de Dhamon murieron en un grito estrangulado.

Se desplomó de rodillas a la vez que la alabarda le caía de las manos, y al cabo de un segundo se retorcía sobre el pavimento de la calle, con aguijonazos de intenso frío y un calor increíble combatiendo en el interior de su cuerpo.

—La escama —jadeó.

Al cabo de un instante su cuerpo fluctuaba entre la sensación de hallarse en medio de una hoguera y la de encontrarse a la deriva sobre un lago glacial. Los músculos se crispaban sin control, y rechazó con violencia el intento de Fiona de consolarlo.

Ragh miró, indeciso, a Dhamon y Maldred, luego, cuando el mago ogro dio un paso al frente, el draconiano se agachó y recogió veloz la abandonada alabarda. No estaba familiarizado con aquella arma, pero le proporcionaba un alcance que mantenía a Maldred a raya.

—Se muere —declaró Fiona; posó la mano sobre la frente de Dhamon, y la retiró conmocionada—. ¡Rig está ardiendo! Mi amado se muere.

Salieron más hombres de la taberna, aunque todos mantuvieron una distancia respetuosa y observaban con curiosidad mientras parloteaban. Uno empezó a mover una mano de un modo caótico, y Ragh lanzó un gruñido, al comprender que el gesto estaba destinado a atraer la atención de una guardia drac que pasaba por allí.

—Maravilloso —masculló el sivak—. Mirad calle abajo. Vamos a tener compañía.

Dhamon oía de forma confusa el zumbido parecido al de insectos que producían los clientes de la taberna, notaba cómo los dedos de Fiona le apartaban los cabellos del rostro, sentía el calor y a la vez el frío intensos.

—Rig se muere —repitió la mujer—. ¡Se muere!

Dhamon se sintió obligado a darle la razón. Se moría. El dolor jamás había sido tan intenso. Sintió que se sumía en un negro vacío.

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