5 Adolescencia robada

Ciento doce caballeros estaban acampados en un campo de salvia y flores silvestres entre la ciudad de Hartford y el río Vingaard. Dhamon sabía exactamente cuántos eran porque los había contado tres veces; y en esos momentos estaba tumbado sobre el estómago justo más allá del borde de un pequeño bosquecillo, oculto por la maleza, y los observaba con atención. Su hermano pequeño estaba junto a él, dormitando de aburrimiento.

Dhamon, sin embargo, no estaba aburrido. Jamás se había sentido más entusiasmado en toda su joven vida.

Ya había visto caballeros en otras ocasiones, unos pocos solámnicos que atravesaban la población de vez en cuando de camino a otro lugar; sin duda con destino a Solanthus, en el sur, donde había oído decir que existía un gran puesto avanzado o un fuerte o algo parecido. Desde luego, se había sentido impresionado por los solámnicos y por el cuarteto de caballeros de la Legión de Acero que había estado en Hartford hacía dos o tres años para llevar a cabo una ceremonia especial que afectaba a uno de sus oficiales. ¿Qué joven no se había sentido cautivado por los uniformados hombres armados y con armadura que montaban imponentes corceles de guerra? Había tenido amigos mayores que habían marchado a unirse a los solámnicos, y uno de sus amigos íntimos, Trenken Hagenson, era ahora un caballero y se esperaba una visita suya a finales de aquel otoño o a principios de invierno.

Esos caballeros en particular —Caballeros de Takhisis, los llamaba lo población en susurros— resultaban impresionantes, y ¡eran tantos!

Aquellos hombres despertaban intensas emociones en la gente del lugar: miedo, asombro, aversión, admiración. Lo que Dhamon sentía era asombro. Aquellos caballeros negros poseían una categoría que no había observado en caballeros de las otras Órdenes; éstos eran orgullosos, poderosos, sumamente seguros de sí mismos, y Dhamon percibía su seguridad desde su escondite. ¡Qué hombres eran aquellos caballeros! Si Trenken los hubiera visto, habría elegido esa Orden en lugar de la de Solamnia. Cada uno de los caballeros negros se movía con energía y elegancia, con los hombros bien erguidos y el pecho henchido. No se percibía el menor atisbo de fatiga o debilidad, a pesar de que habían estado en pie desde antes del amanecer realizando marchas, haciendo instrucción o practicando con la espada. Dhamon lo sabía, porque había estado allí desde poco después del amanecer, observándolos.

La mayor parte del tiempo había permanecido tumbado en la maleza, tal como estaba en esos momentos, pero cuando el cuello y las piernas empezaban a dolerle, se deslizaba con cautela de regreso a la comodidad de un sauce y se mojaba el rostro con agua del riachuelo. Cuando eso sucedía, se colocaba detrás del árbol y espiaba a los hombres entre la cortina de hojas mientras devoraba los melocotones que había llevado consigo. Habían enviado a su hermano a buscarlo, regañarlo y a llevarlo de vuelta a casa para que realizara sus tareas, pero Dhamon le dijo que, aquel día, tenía cosas más importantes que hacer que esquilar ovejas; tenía que observar a los caballeros. Su hermano protestó pero comprendió enseguida que si permanecía allí, junto a Dhamon, también él podría eludir sus tareas. Si alguien se metía en líos, sería su hermano mayor, Dhamon.

Dicho hermano mayor estudiaba en ese instante al comandante de campo, cuya bruñida armadura centelleaba bajo los rayos del sol de la tarde. El rostro del hombre brillaba sudoroso, y cuando se quitó el casco, el muchacho vio que sus cortos cabellos estaban aplastados contra los lados de la cabeza. Se hallaban en pleno verano, el calor era intenso y el cielo sin nubes no sugería la menor perspectiva de lluvia. Sospechó que tanto el comandante como todos los hombres a su mando debían de sentirse fatal debido al calor, ya que los pocos que no vestían armadura mostraban enormes círculos mojados bajo las mangas. Resultaba sorprendente que ninguno de los caballeros se hubiera desmayado.

Dhamon mismo sentía un calor insoportable, a pesar de disponer de la sombra de los árboles y del riachuelo cercano para refrescarse. Se despojó de la camisa y la dobló con cuidado, aunque no pudo evitar una mueca de desagrado al comprobar que la había ensuciado al tumbarse en el suelo. Tomó nota de limpiarla en el arroyo antes de regresar a casa, para evitarse problemas.

El comandante tronaba órdenes y Dhamon consiguió oír alguna de ellas. El hombre seleccionaba caballeros para iniciar otra ronda de entrenamiento con la espada. Tras echar un vistazo a su hermano para asegurarse de que seguía profundamente dormido, el muchacho reptó al frente, decidido a contemplar más de cerca a sus nuevos héroes.

Seis hombres se quitaban en esos momentos las armaduras, desprendiéndose de ellas pieza a pieza, que luego depositaban en el suelo aunque lo hacían siguiendo una especie de ceremonia solemne. A pecho descubierto, mostraban músculos relucientes, y tenían las calzas empapadas de sudor. Se emparejaron de dos en dos, todos con espadas largas y escudos que reflejaban el sol y hacían bizquear a Dhamon cuando los contemplaba.

El comandante de campo dio una palmada y la mitad de los hombres adoptaron una postura defensiva. Los otros tres empezaron a asestar golpes a los escudos de los que se defendían. Era como un baile, pero mejor —Dhamon había visto muchos bailes durante los festivales que se celebraban en Hartford—, pues los movimientos eran precisos y al unísono, los golpes asestados de común acuerdo. Empezó a sonar un tambor, y los mandobles siguieron el ritmo. Dhamon imaginó que era uno de los caballeros, que practicaba y practicaba, hasta ser lo bastante fuerte para el combate. La cadencia del tambor se aceleró, y los mandobles se tornaron más vigorosos, pero asestados todavía al unísono como si se tratara de una coreografía dispuesta por el comandante. Entonces, con un sonoro retumbo, el tambor paró y los hombres se cuadraron al instante. El comandante hizo una seña a la primera pareja; sus espadas centellearon bajo los rayos solares y entrechocaron con un agudo tañido que recordaba las campanas. Dhamon se sentía como hipnotizado.

Durante unos minutos interminables, los dos hombres se devolvieron golpe por golpe, sin que ninguno retrocediera, mientras los otros cuatro caballeros describían círculos a su alrededor para observarlos. Ninguno de los dos parecía cansarse. Uno de ellos era de mayor tamaño, y Dhamon pensó que podría disponer de ventaja debido a su altura; pero el hombre más pequeño resultó más veloz, y giraba en redondo y asestaba tajos como una centella, a la vez que alzaba el escudo para rechazar los golpes del adversario. El muchacho se hallaba tan absorto en el simulado combate, que no advirtió que el comandante se apartaba del círculo y daba un amplio rodeo por entre las flores silvestres para acercarse a él, a hurtadillas, por detrás.

El hombre carraspeó al mismo tiempo que el muchacho se levantaba de un salto, blanco como la cera y boquiabierto.

—Eres demasiado joven para ser un espía —dijo el comandante de campo con frialdad—, ni vas vestido de un modo adecuado. Además, tampoco llevas armas.

Dhamon dirigió una mirada preocupada hacia el lugar donde su hermano dormía, y donde había dejado la camisa. Deseó decir algo inteligente a su interlocutor, pero la boca se le secó al instante, y la voz se negó a cooperar.

—De modo que yo diría que procedes de la cercana Hartford.

El muchacho asintió nervioso. Echó otra ojeada de soslayo, y comprobó que su hermano seguía dormido, oculto y desprevenido.

—Tienes buenos músculos, jovencito. —El comandante apretó los brazos de Dhamon—; lo que indica que estás acostumbrado al trabajo duro. Un granjero, probablemente ¿eh?

El aludido volvió a asentir.

—Aunque espero que no mudo.

—Nnno, señor —consiguió tartamudear por fin el muchacho—. Yo sólo… sólo… observaba.

El oficial lo contempló durante unos instantes, mientras las espadas seguían tintineando en segundo plano.

—¿Observando?

—Ssssí, señor. —Tras unos instantes, consiguió tragarse el nerviosismo—. Sí, comandante, estaba observando a sus caballeros.

Una sonrisa apenas perceptible apareció en el rostro del oficial, lo que aumentó las arrugas propias de la edad que rodeaban su boca. A Dhamon le pareció viejo, al verlo tan de cerca; los cabellos de las sienes eran grises, y el fino bigote que adornaba el labio superior lucía hebras plateadas. La expresión del hombre era dura, y los ojos de un azul acerado incrementaban aquella severidad. Tenía la piel curtida por el sol, las manos encallecidas, y una gruesa cicatriz correosa en el antebrazo que Dhamon supuso provenía de una herida sufrida en combate.

—Y tras esta observación, ¿qué opinas de mis caballeros…?

Dhamon aguardó a que el otro añadiera muchacho, como acostumbraban hacer los amigos de su padre, y como hacían los tenderos de la ciudad, a los que entregaba lana y otros productos. «¿Qué opinas de mis caballeros, muchacho?». Pero el comandante no lo llamó muchacho, y comprendió que le preguntaba su nombre.

—Dhamon Fierolobo, señor. Y, sí, soy de Hartford. Mi padre tiene una pequeña granja allí. Criamos ovejas principalmente.

—¿Mis caballeros…?

Dhamon tragó saliva con fuerza, y sostuvo la mirada de su interlocutor; a continuación, echó los hombros hacia atrás e hinchó el pecho, como había visto hacer a los caballeros negros.

—Vuestros caballeros son muy impresionantes, comandante. Los he estado observando, por… porque me gustaría unirme a ellos. Quiero convertirme en un caballero negro.

Dhamon se sorprendió a sí mismo. Desde luego admiraba a los caballeros e imaginaba poder llegar a convertirse en uno. Lo imaginaba. Se trataba de una fantasía juvenil, se decía. Nada más.

—No hay nada que desee más, señor, que ser un caballero negro.

Pero se dio cuenta de que se trataba de algo más que una fantasía. Era lo que realmente quería ser, un caballero, no un granjero; y deseaba ser un Caballero de Takhisis, no un miembro de la Legión de Acero o de los Caballeros de Solamnia.

—Interesante —repuso el comandante, y su mirada se movió hasta un punto junto al sauce, donde tras la cortina de hojas, estaba acurrucado el hermano de Dhamon, que ya se había despertado—. ¿También él desea convertirse en un caballero?

Cuando el oficial señaló con el dedo al más joven de los Fierolobo, el hermano de Dhamon profirió un chillido y giró sobre los talones, para, a continuación saltar el riachuelo y desaparecer de la vista. La tenue sonrisa se ensanchó en el rostro arrugado del caballero.

—No, señor —respondió Dhamon—. Sólo yo. Ése es mi hermano pequeño.

—¿Cuántos años tienes, Dhamon Fierolobo?

La sonrisa se desvaneció, reemplazada por una intensa expresión exploratoria que dejó al muchacho sin aliento.

—Trece. Cumplí los trece la semana pasada, señor.

—Parece que tengas más.

Dhamon podría haber mentido, haber dicho dieciséis o diecisiete, ya que podía fácilmente hacerse pasar por mayor, al ser tan alto como sus amigos de esa edad. Pero temía mentir a aquel hombre. Aquellos ojos podían adivinar cualquier falsedad e imponer un terrible castigo.

—Trece; eso es un poco demasiado joven —respondió el comandante con suavidad—, para mi unidad. Aunque hay algunas que aceptan escuderos de tu edad. Años atrás nuestra Orden aceptaba muchachos de doce años, pero, como he dicho, eso fue hace años. Ahora buscamos jóvenes de dieciséis o más.

—Realmente quiero ser un caballero negro, señor —repitió el muchacho, apretando los dientes.

—¿Por eso nos has estado vigilando todo el día, Dhamon? —inquirió el comandante, y le asestó una palmada en el hombro.

Detrás de ellos, el entrenamiento se detuvo, y los hombres miraron hacia el lugar donde estaba su jefe, al que podían ver a lo lejos. El comandante de campo alzó una mano para que la siguiente pareja iniciara su entrenamiento.

—¿Tumbado entre la hierba y estudiando a mis hombres desde la salida del sol?

El muchacho intentó ocultar su sorpresa por que el otro supiera que había estado allí todo aquel tiempo. ¡Y eso que había intentado ser sigiloso!

—Sí, señor, he estado observando a vuestros caballeros todo el día.

—Recoge tu camisa, joven Dhamon Fierolobo, y ven a visitarnos a mí y a mis hombres.

Con el corazón martilleando alocadamente en su pecho, el muchacho recuperó la camisa, se la puso y se dedicó a frotar las manchas de tierra mientras corría todo lo que le permitían las piernas en dirección al campamento. Se peinó los cabellos con los dedos e intentó parecer tan orgulloso y seguro de sí mismo como los perplejos caballeros que se habían reunido para recibirlo.

—Éste es Dhamon Fierolobo de Hartford —dijo el comandante, presentándolo a una media docena de hombres que afilaban y limpiaban sus espadas—. Quiere ser un caballero negro.

Solamente uno de los caballeros alargó la mano y le dedicó un saludo con la cabeza.

—Y tal vez será uno de nosotros algún día —prosiguió el oficial—; dentro de unos años. Frendal, dale una vuelta por el campamento, déjale que ayude a montar unas cuantas tiendas, que maneje tu espada. Pero asegúrate de enviarlo a casa antes de la puesta de sol. No quiero que se meta en líos con su familia por nuestra causa.

Tal vez sería un caballero algún día. Dhamon se quedó cabizbajo al instante, aunque ocultó la desilusión que sentía. Algún día. ¿Por qué no ahora?

Averiguó que Frendal era el segundo en el mando del destacamento, que era originario de Encina Invernal en Coastlund, que se había alistado con los caballeros negros hacía doce años cuando tenía diecisiete, y que había pasado los primeros años estacionado en los Eriales del Septentrión y en Foscaterra. Un correo acababa de traer un mensaje importante, y la unidad de Frendal regresaba a Foscaterra. El caballero no quiso revelar nada más sobre la misión a Dhamon, aunque le regaló los oídos con relatos de batallas contra goblins.

—¿Sabes luchar? —inquirió el hombre, bromeando, a la vez que entregaba la espada al muchacho para que la inspeccionara.

Dhamon sostuvo el arma casi con reverencia, y descubrió que resultaba más pesada de lo que parecía. Admiró los detalles de la empuñadura y el travesaño.

—Fue un regalo de mi madre —explicó Frendal—. Era un miembro de los caballeros negros, también.

—Jamás he tenido la oportunidad de luchar —admitió el muchacho—, pero sabría luchar. Sé que sabría. —Retrocedió e imitó unos cuantos de los movimientos de prácticas que había visto realizar a los caballeros—. Aprendo deprisa.

—Te creo. —Los ojos del otro centellearon.

El día finalizó demasiado bruscamente para Dhamon, y cuando el sol se puso estaba ya de regreso en casa y ayudando a su madre a poner la mesa. Su hermano había contado a la familia que estaba codeándose con los caballeros negros, y ése fue el único tema de conversación durante la cena.

Su padre se mostró enojado al respecto.

—Los caballeros negros son malvados y despreciables —dijo, y agitó un dedo mientras contemplaba a Dhamon con ojos entrecerrados—. Son gentes ruines que combaten a las personas honradas. Si sientes deseos de convertirte en un caballero, estudiaremos el asunto la próxima primavera o más probablemente la siguiente. Cuando lleve las ovejas de más edad al mercado situado al norte de Solanthus, nos informaremos sobre la posibilidad de que te alistes con los caballeros solámnicos. Lo cierto es que se trata de una vida dura y peligrosa, y si superas el período de preparación te pueden enviar al otro extremo del mundo. De todos modos, los solámnicos resultarían mucho mejores que los caballeros negros. Aunque yo preferiría que te pasarás la vida trabajando en esta granja, no te disuadiré. Hay muchos argumentos en favor del servicio militar. —El patriarca de los Fierolobo se dedicó a masticar patatas durante un rato—. Pero te quedan algunos años para empezar a pensar en todo esto. Puede que cambies de idea.

Pero no recibió castigo ni prohibición alguna al respecto. Al contrario de lo que sucedía con algunos de los amigos de Dhamon, el muchacho sabía que su padre no lo forzaría a convertirse en granjero o cabrero; tampoco lo obligarían a trabajar en aquella granja cuando fuera mayor. Su padre era un fiel defensor del libre albedrío y de seguir los dictados del corazón, puesto que él mismo había abandonado su hogar a una edad relativamente temprana para hacer lo que le gustaba.

Dhamon sabía que podría llevar a cabo la ambición de su vida… dentro de unos pocos y cortos años.

—Los caballeros negros…

—… no son para ti —intervino su padre rápidamente—, y no volverás a ir allí. Todos los habitantes del pueblo tienen el suficiente sentido común para mantenerse apartados de lo que sea que esos hombres están haciendo ahí.

Realizan prácticas, quiso responder él. Hacían instrucción y practicaban, y aguardaban la llegada de otro correo antes de partir en dirección a Foscaterra. Pero no dijo nada. Terminó su cena en silencio y asintió cortésmente mientras su padre enumeraba las tareas que había que realizar el día siguiente.

Dhamon se levantó antes de que saliera el sol, y finalizó la mayor parte del trabajo antes de regresar a aquel punto situado entre Hartford y el río Vingaard, y tumbarse boca abajo para observar a los caballeros. Se escabulló de vuelta a casa para finalizar sus deberes poco antes del mediodía, y luego esquivó con destreza a su hermano menor y regresó al campo otra vez antes de cenar. Dijo a su padre que iba a ver a un amigo, y no lo consideró totalmente una mentira, ya que el comandante y Frendal se habían comportado de un modo muy amistoso con él. Si su padre descubría la treta, lo castigarían, pero valía la pena arriesgarse a un castigo ante la posibilidad de pasar más tiempo con aquellos hombres.

¿Cuántos días más permanecerían allí?, se preguntaba, mientras deseaba que el correo proviniera de algún lugar muy lejano y no llegara hasta al cabo de algunas semanas más. No veía nada despreciable o malvado en aquellos caballeros, y desde luego no eran ruines en su actitud hacia él. Eran notablemente listos, se dijo, observando la rutina que seguían. Tenían las tiendas montadas en hileras rectas, pero cada hilera estaba desalineada con la siguiente, de modo que para un observador corriente daba la impresión de que las tiendas estaban dispuestas sin orden ni concierto. Existía también una pauta en las patrullas, pero Dhamon necesitó dos días de estudio de dicha pauta y de garabatear notas en el polvo para descubrir cuál era, y comprendió que ningún enemigo la descifraría sin hacer lo mismo.

Sentía que no podía acercarse a ellos de nuevo, a menos que lo invitaran, y, en dos ocasiones, descubrió a Frendal mirando en dirección al sauce, lo que le hizo sospechar que el caballero podría haberle descubierto, a pesar de sus precauciones y silencio.

«Qué sepan que estoy aquí —pensó—, que siento interés».

Cuanto más meditaba al respecto, más comprendía que deseaba formar parte de la Orden. No quería esperar hasta la siguiente primavera o la otra para convertirse en un Caballero de Solamnia; ya no deseaba ser un solámnico de todos modos.

El tamborileo volvió a empezar, y de nuevo los hombres se alinearon para practicar. En esta ocasión, los atacantes usaban muchas armas: lanzas, mayales, mazas, incluso algunas toscas y extrañas hachas y varas, puede que de fabricación goblin.

—A lo mejor van a enfrentarse a un ejército hobgoblin y quieren practicar cómo defenderse de sus armas —reflexionó—. ¡Espléndido!

La idea de tal batalla encendió una pasión en él que no había sabido que existiera. Sintió que su rostro enrojecía. Frendal había dicho que se encaminaban al corazón de Foscaterra, y era del dominio público que había goblins, hobgoblins, ogros y trolls allí.

—A lo mejor Frendal me contará qué planean si me escabullo hasta allí y hago que se fije en mí…

Aquella esperanza murió en una violenta brisa que surgió de la nada, sofocó el calor y aplastó la maleza. Las sombras se alargaron hasta el límite y se revolvieron en medio de la creciente ventolera.

—¿Qué…?

Recibió la respuesta al cabo de un instante. Una sombra cruzó el sol que se ponía, y Dhamon sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Se quedó casi sin aliento, y un zumbido inundó sus oídos. Se trataba de un dragón que venía desde el noroeste, y la simple visión del animal provocó que el muchacho empezara a temblar como una hoja. En aquella época no sabía que los dragones llevaban consigo un aura de temor, del mismo modo que un soldado viste un uniforme. Un dragón podía provocar que ciudades enteras huyeran despavoridas, y también podía controlar la magia que provocaba ese terror, como lo hacía el que aterrizaba en aquellos momentos, para que los caballeros negros pudieran permanecer indiferentes en su arrogante presencia.

Sin embargo, Dhamon siguió tiritando, y brotaron lágrimas de sus ojos. Apartó las hierbas para ver lo que sucedía. Se sentía asombrado y asustado al mismo tiempo, tan asustado que era incapaz de moverse, aunque su mente le decía que debía hacerlo, ordenaba a sus piernas que corrieran tanto como pudieran para alejarlo de allí todo lo posible. El muchacho cerró la boca con fuerza para impedir que los dientes castañetearan, y los dedos se crisparon nerviosamente sobre el suelo.

El dragón era azul, y bajo la luz solar el color recordaba la superficie de un lago agitada por el viento, pues las escamas relucían en un tono muy vivo y parecían hallarse en un movimiento constante. La criatura dobló las alas a los costados y chasqueó la cola contra el suelo una vez, con tal fuerza que dos caballeros situados a poca distancia cayeron de rodillas. La enorme testa de forma equina era todo ángulos y planos, aunque en cierto modo resultaba hermosamente elegante, mientras que los ojos eran rendijas felinas de un amarillo radiante en el interior de órbitas negras, y rezumaban astucia e inteligencia.

Un jinete montaba al dragón, ataviado con una armadura completa y cubierto con una capa de lana de grueso forro que quedaba totalmente fuera de lugar en aquel clima veraniego. Mientras descendía del lomo de la criatura, el jinete se apresuró a despojarse de la capa y del casco. Dhamon supuso que el hombre tendría unos veinte años: ¡tan joven y ya montaba un dragón! El recién llegado entregó un trío de tubos de pergamino atados al comandante, y el muchacho observó que el dragón inclinaba la cabeza ante el oficial: ¡un dragón mostrando respeto a un humano!

—Seré un caballero negro —musitó el muchacho para sí—, y algún día, también yo montaré un dragón.

Había oído historias sobre los jinetes de dragones de los Caballeros de Takhisis, y toda la vida había oído hablar sobre los dragones de Krynn, aunque jamás había conseguido ver a uno. Y, ahora, esa magnífica criatura se inclinaba ante aquellos hombres… ante aquellos caballeros. Recordó que su padre había visto un dragón en una ocasión, uno de bronce cuando era un joven que viajaba con unos amigos por las montañas de Vingaard, justo al norte de Brasdel. Su padre había dicho que jamás se había sentido más asustado, pero que sin embargo fue incapaz de salir huyendo, que se había limitado a observar fascinado cómo la criatura surcaba las corrientes de aire por encima de las montañas más elevadas, en busca de… algo, según le pareció.

—Ver tu primer dragón, hijo, es algo que nunca olvidarás —dijo.

Y Dhamon supo que no lo olvidaría, guardaría bajo llave aquel momento en su memoria y algún día contaría a sus propios hijos lo que había contemplado.

El comandante y el correo conversaron durante unos minutos y, aguzando el oído para escuchar lo que se decía, Dhamon captó la mención de Foscaterra y Throtl; también oyó con claridad que los hombres levantarían el campamento al amanecer. Finalmente, el correo marchó, y el enorme Dragón Azul derribó a los caballeros de rodillas con la fuerza del viento que creó al batir las alas para elevarse en el cielo cada vez más oscuro. El muchacho contempló cómo se marchaba la criatura, sin dejar de temblar, llorando todavía de temor, y más decidido que nunca a unirse a aquellos hombres.

El dragón describió un círculo sobre el campamento, luego viró al norte, con las alas bien desplegadas para planear. Los ojos de Dhamon no abandonaron al animal hasta que éste se convirtió en un punto negro en el cielo y luego desapareció por completo. Imaginó que se dirigía hacia el desierto septentrional, pues había oído que a los Dragones Azules les encantaba la arena y el calor. Consiguió levantarse del suelo entonces, al apaciguarse por fin los temblores de su cuerpo, y fue a lavarse en el riachuelo, pues descubrió que se había orinado encima por el miedo. Regresó a casa unas horas después de la puesta de sol, y penetró en la habitación que compartía con su hermano introduciéndose por la ventana.

Jamás sería un caballero solámnico como su amigo Trenken Hagenson. ¡Se convertiría en un caballero negro! Y no estaba dispuesto a esperar otro año para que eso sucediera. Silencioso como un gato, introdujo unas cuantas mudas en una bolsa de lona y se metió dos monedas de acero que había ahorrado en el bolsillo. Quiso despedirse de su hermano, pero no se atrevió, pues se arriesgaba a despertar a sus padres, también, que no harían más que detenerlo, o por lo menos intentarían hacerlo. Se deslizó subrepticiamente hasta la cocina, en busca de unos cuantos melocotones, pues se había saltado la cena por haber estado observando a los caballeros, y su estómago protestaba ruidosamente. Luego, tras echar una última mirada por la casa, de la que no guardaba más que buenos recuerdos, cerró la puerta silenciosamente a su espalda.

Apenas había ido más allá del cobertizo de las herramientas cuando percibió que lo observaban. Se detuvo pero mantuvo los ojos fijos en el norte.

—No me detengas, padre. Tengo que hacerlo. Sabes que esta vida no es para mí. Jamás seré un granjero.

Se oyó el crujir de botas sobre la tierra seca, el sonido de manos que alisaban ropa y el carraspeo de su padre, que se detuvo a unos pocos metros detrás de él.

—Dhamon, los caballeros negros son despreciables —repitió—. Eres un buen hijo, y serás un buen hombre. Ese camino que quieres tomar no es para ti.

—Los caballeros negros no son malos. Los he estado observando, padre. Son hombres admirables y honorables.

El muchacho se volvió. Bajo la luz crepuscular, a la luz de estrellas que apenas habían empezado a hacer su aparición, el rostro de su padre resultaba borroso, pero podía percibir que estaba lleno de tristeza y preocupación.

—Tengo que elegir mi propio camino, padre, como hiciste tú. Y quiero hacer esto ahora. Tengo que hacerlo.

Dhamon iba a decir otras cosas; que su padre podría detenerlo entonces, pero tal vez la próxima vez no y que desde luego no podría retenerlo allí eternamente. Que no deseaba convertirse en un Caballero de Solamnia cuando llegara la próxima primavera o la siguiente; que deseaba marchar con los caballeros ahora. Pero no dijo nada más, sino que se limitó a contemplar cómo su padre se llevaba las manos al cogote y abría, el cierre de una cadena.

—Sólo tenía un año más que tú cuando me marché a vivir mi vida —manifestó éste, con un fuerte timbre de resignación en la voz—, y tu madre lloraría si supiera que te dejo marchar. Pero apuesto a que si te detengo ahora, sólo conseguiré retenerte aquí durante un tiempo. De todos modos, tengo la esperanza de que llegues a considerar todo esto una idea estúpida y regreses más tarde o más temprano.

Sostuvo la cadena en la palma de la mano. El padre de Dhamon había llevado la cadena cada día de cada año, y el muchacho jamás lo había visto quitársela, hasta ahora.

—Mi padre me dio esto el día que marché de casa.

La cadena era de plata y centelleaba ligeramente, y de ella pendía una vieja moneda de oro de bordes desgastados. Dhamon se aproximó más. La moneda mostraba el perfil de un hombre, barbudo y con un casco de aspecto insólito coronado por un ondulante penacho del que colgaba el número uno. El ojo del hombre era un diminuto diamante azulado.

—La nuestra es una familia muy antigua, Dhamon —agregó su padre—; nuestras raíces se remontan a Istar. Más de ochocientos años antes del Cataclismo, los istarianos comerciaban por todo el mundo, y se decía que nuestros antepasados habían estado entre los comerciantes más ricos, que poseían una magnífica flota y que disponían de acciones en toda caravana que cruzaba el interior.

Dhamon asintió, recordando algunas de las historias que su padre había contado una y otra vez después de cenar, en ocasiones especiales.

—Aquellos comerciantes dejaron de lado su oficio durante la Tercera Guerra de los Dragones y tomaron las armas. Luego cogieron palas y se pusieron a ayudar a la gente a reconstruir y prosperar. Uno de nuestros antepasados, Haralin Fierolobo, eligió ayudar a los enanos.

—Recuerdo la historia —respondió el muchacho, y cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, deseando marchar antes de que su padre consiguiera decir algo que alterara su decisión y lo hiciera quedarse.

—Fue poco después de la guerra cuando a los enanos se les concedió el derecho a explotar las montañas Garnet, y se dice que ésta fue la primera moneda acuñada allí. —Señaló el número uno y el diamante—. Se trata de una moneda muy especial. No existe ninguna igual, ni siquiera en los grandes depósitos de Palanthas.

Dhamon sabía que tenía un gran valor porque era de oro y llevaba un diamante incrustado, y que aún valía más si en realidad era tan antigua y excepcional; desde luego valía lo suficiente como para comprarle a su padre una granja enorme y ganado. Se trataba de una auténtica reliquia, un auténtico legado familiar.

—Los enanos entregaron esta moneda a Haralin; por su ayuda durante la Tercera Guerra de los Dragones y por trabajar con ellos mientras fundaban la mina de granates. Ha ido pasando de padres a hijos a través de los siglos; y ahora yo te la entrego a ti. —La colocó alrededor del cuello del muchacho e introdujo la moneda bajo el escote en pico de la camisa—. Ve con tus caballeros negros, hijo. Estoy seguro de que acabarás por darte cuenta de que tu sitio no está con ellos y de que o bien regresarás a casa o bien encontrarás otra espléndida aventura que correr. Cuando te establezcas, y tengas tu propia familia, aunque te halles muy lejos de aquí, entrega esta moneda a tu primogénito y hablale de nuestras raíces en Istar.

Los ojos de su padre estaban llenos de lágrimas, pero no lloró.

—Entregaré esto a mi primogénito —prometió Dhamon—, pero encontraré un lugar con los caballeros negros, padre. —«Y montaré dragones», añadió para sí—. Te sentirás orgulloso de mí.

Luego, agradecido de que su padre no lo hubiera detenido, se dio la vuelta y salió corriendo para que su progenitor no pudiera ver cómo lloraba. No paró de correr hasta llegar al campamento de los caballeros.


—Dhamon Fierolobo —exclamó el comandante de campo al descubrir al muchacho cerca de la última hilera de tiendas.

El cielo se hallaba atrapado entre la noche y la mañana, sumido en aquellos nebulosos instantes en que el mundo parece indeciso sobre si seguir adelante. Son momentos en los que reina un silencio total, como si los animales contuvieran el aliento, expectantes; pero enseguida, la línea de brillante color rosado aparece en el lejano horizonte, las aves inician sus cantos, y Krynn anuncia que sí, que va a alzarse un nuevo día.

—Voy a ser un caballero negro —declaró Dhamon, con los hombros muy erguidos, la barbilla alzada y los ojos llenos de feroz determinación.

Esperaba que el oficial le repetiría que era demasiado joven, y lo enviaría a casa, pero eso no sucedió.

—Ayuda a Frendal con su tienda —respondió el comandante tranquilamente—. No tardaremos en partir hacia Foscaterra, donde nos uniremos a otro destacamento. Tendrás mucho que aprender durante el camino, joven Fierolobo. Y si pasas las pruebas… —Se produjo una pausa, y el comandante lo examinó con atención.

—Pasaré todas sus pruebas, señor.

—Entonces seré el primero en darte la bienvenida al rebaño.


Había momentos en que Dhamon juraba hallarse demasiado cansado para dormir, pues no había parte de él que no le doliera; en especial los brazos, de tanto transportar provisiones y practicar con la espada. Tenía los dedos tan encallecidos que le habían sangrado durante días, y cuando por fin creyó que habían empezado a cicatrizar, le entregaron un arma nueva que aprender a manejar y fardos más pesados que cargar, y volvieron a sangrar de nuevo. No obstante, ni una sola vez se le pasó por la cabeza la idea de dejarlo, a pesar de que el comandante de campo le había preguntado en más de una ocasión si quería hacerlo. Cada noche sacaba la antigua moneda de debajo de la camisa, recorría el borde con el pulgar, y se preguntaba cómo le iría a su familia.

Había esperado que el entrenamiento sería riguroso, pero también esperaba que tuviera cierto atractivo y emoción… y desde luego combates. A su alrededor, los hombres practicaban y afilaban las armas, bruñían las armaduras y conversaban sobre los ogros contra los que esperaban luchar en Foscaterra; pero Dhamon quedaba siempre al margen de la mayoría de las conversaciones, aunque Frendal parecía creerse en la obligación de charlar con él de vez en cuando. En una ocasión, el soldado preguntó a Dhamon sobre la antigua moneda, y éste agradeció la oportunidad para regalarle con la historia del antiguo comerciante istariano que había sido recompensado por los enanos. No obstante, la mayor parte del tiempo el muchacho se mantenía apartado, y se dedicaba a observar y aguardar, y en los momentos tranquilos en que disponía de un descanso, a menudo practicaba a solas con un arma prestada.

Un buen día en que se hallaban ya cerca de la frontera de Foscaterra, acampados en los terrenos de una granja, Frendal le asignó un compañero de prácticas. La actuación del muchacho fue pobre en las primeras sesiones, pero no tardó en dominar golpes y poses defensivas y empezó a desarrollar maniobras propias. Antes de que finalizara la semana ya había ganado una competición con un caballero aguerrido. Su auténtica preparación se inició entonces, de un modo más intenso del que podría haber imaginado; las manos le sangraban más que nunca, y las tardes las pasaba estudiando a la luz de las velas. Se le impuso la tarea de memorizar los preceptos de la Orden, la cadena de mando y la legendaria historia de los caballeros negros.

Cuando por fin se reunieron con una segunda unidad —en el otro lado de un afluente del Vingaard y ya en el interior de Foscaterra— fue puesto a prueba primero por Frendal, luego por el comandante de campo, y finalmente tuvo que pasar el examen de un caballero de aspecto macilento, que vestía túnica en lugar de armadura de metal y cuyas facciones podrían situarlo en cualquier punto entre los cuarenta y los sesenta años de edad.

—Muy joven —comentó el enjuto caballero— para querer seguir nuestras costumbres.

Dhamon asintió respetuoso, no muy seguro de si debía dirigirse al hombre directamente.

—Frendal me cuenta que eres excepcional con una espada y que puedes recitar los nombres y fechas tan bien como cualquiera de los caballeros que hay aquí.

El muchacho volvió a asentir.

—¿Cuándo nacieron los caballeros negros?

—En el año 352 —empezó a recitar Dhamon—, cuando Ariakan, hijo del Señor del Dragón Ariakas y la diosa del mar Zeboim fue capturado por los Caballeros de Solamnia.

—Y ¿en el Verano de Caos…?

—El año 383. Ariakan ordenó a sus caballeros invadir Ansalon, y éstos tomaron más territorio en un mes que el que todos los ejércitos de los Dragones habían conquistado durante la Guerra de la Lanza.

El desconocido sonrió y colocó las manos ahuecadas ante Dhamon, para a continuación mascullar palabras en una lengua desaparecida hacía mucho tiempo. ¡Magia! Las palmas del hombre adoptaron un brillo azul pálido que se oscureció rápidamente y se alzó para formar una esfera que quedó flotando entre las cabezas de ambos.

—Sabes las fechas, los nombres y las conquistas, jovencito. Sin embargo, percibo que para ti que son simplemente palabras, que no hay un sentimiento real tras ellas.

Dhamon abrió la boca para protestar, pero la curiosa expresión del otro lo acalló.

—Yo cambiaré eso, muchacho. Añadiré sentimiento y comprensión a tus lecciones de historia.

Hizo un gesto y la esfera centelleó y se tornó transparente, luego ésta avanzó, envolvió la cabeza de Dhamon y pareció desaparecer.


Dhamon ya no se encontraba en el terreno de labranza. Estaba en Neraka, en medio de un impresionante ejército de draconianos y de camino al templo de la Reina de la Oscuridad. Unos caballeros solámnicos cayeron sobre ellos, y la lucha empezó. Olía la sangre en el aire, los gemidos de los moribundos zumbaban en sus oídos, y se desarrollaba toda una carnicería a su alrededor. Consiguió abatir a cinco solámnicos antes de ser sojuzgado… igual que Ariakan había matado a cinco antes de que lo capturaran.

¡Dhamon se hallaba en el lugar de Ariakan!

Herido y derrotado, el muchacho fue arrastrado a la Torre del Sumo Sacerdote y encarcelado, igual que Ariakan. Los solámnicos no tardaron en quedar impresionados por su valor e inteligencia y lo consideraron un cautivo realmente valioso.

Mediante la visión inducida mágicamente, Dhamon vio que, igual que Ariakan, escudriñaba a sus carceleros y fingía estar «rehabilitado». Afirmó ser su amigo y les pidió estudiar con ellos, pero cuando llegara el momento, se marcharía, armado con los conocimientos necesarios para iniciar su propia Orden.

Dhamon sintió frío de improviso. Helado hasta los huesos, se rodeó el pecho con los brazos en un inútil esfuerzo por calentarse. Las piernas le escocían debido al crudo viento invernal y al esfuerzo que significaba avanzar por las elevadas montañas que rodeaban la gloriosa ciudad de la Reina Oscura. Hambriento y congelado, se vio a sí mismo en la piel de Ariakan deambulando perdido, mientras rezaba a su madre, Zeboim, para que lo ayudara. La ayuda le fue concedida bajo la forma de un rastro de conchas marinas, que lo condujeron a una profunda caverna en la que descansó y se recuperó, y donde presenció una manifestación de Takhisis, que le concedió su beneplácito para fundar la Orden de Caballería.


¡Deseó ver más… mucho más! Pero se oyó un chasquido sordo, y Dhamon se deshizo de mala gana del sueño inducido por la magia y despertó. Estaba helado a pesar de ser verano, y las piernas aún le dolían.

—Ahora, muchacho, empiezas a sentir algo por nuestra historia —declaró el delgado caballero.

Dhamon cerró las manos con fuerza y respondió afirmativamente, y al decir «sí» sintió que algo afilado se le clavaba en la palma. Era una concha marina; una que había guardado durante muchos años como recuerdo de aquella primera tarde pasada junto al clérigo de los caballeros negros.

Hubo muchas otras noches en las que tuvo otros sueños-visiones mágicos de sí mismo en el papel de Ariakan, y a través de aquellas visiones el clérigo le permitió revivir la historia de la Orden y el establecimiento del Código y el Voto de Sangre.

—No quiero otra cosa que ser un caballero negro —manifestó Dhamon al clérigo una tarde—. No quiero ser escudero, ni un trabajador del campamento. Deseo convertirme en un caballero negro más que nada.

Aquella tarde el clérigo que jamás en todo ese tiempo se había dirigido a Dhamon por su nombre le dedicó una sonrisa que era a la vez cálida e inquietante.

—Muchacho, eres un caballero negro.

Aquella misma tarde, entregaron a Dhamon una espada, una muy hermosa con un travesaño que recordaba unas zarpas de dragón; también le tomaron medidas para una armadura, le dieron un capote y una capa negros como la noche, y le hicieron jurar lealtad a la Orden.

—Dhamon Fierolobo, eres el filo de una espada —salmodió Frendal—. Empuñada por nuestro comandante, esa hoja arrasará el corazón de Foscaterra y matará a nuestros enemigos.

—El filo de una espada formidable —declaró él con profundo orgullo.

—Abrazas nuestra Orden y dejas atrás tu vulgar pasado —prosiguió Frendal.

—Sí, lo dejo todo atrás —asintió Dhamon.

El oficial alargó la mano hacia el cuello de Dhamon, y tomó la cadena y la antigua moneda que llevaba colgadas; luego, hundió el tacón de la bota en el blando suelo de Foscaterra y abrió un agujero.

—Lo dejas todo atrás para siempre —dijo mientras dejaba caer la reliquia familiar en la tierra y la tapaba.

Dhamon pateó la tierra que la cubría hasta dejarla lisa.

—Lo dejo todo atrás para siempre.

Cuando, al día siguiente, marcharon a combatir una tribu de ogros, Dhamon sólo tuvo un efímero pensamiento para el valioso legado familiar y únicamente sintió un leve pesar porque jamás pasaría en herencia a otro Fierolobo.


—Tus recuerdos son abundantes, Dhamon Fierolobo. El aludido se frotó los ojos. Se hallaba de nuevo en el interior de la abandonada tienda de la pitonisa, y el ser de Caos se encontraba apenas a unos centímetros de distancia, con los ojos ardiendo con más fuerza que nunca.

—Ése era un recuerdo de lo más maravilloso —agregó la criatura no muerta, que se alzaba bajo su forma de lagarto, con la cornamenta más grande e intrincada que antes—. Tu mente es mucho más compleja que la del draconiano, y mucho más sana que la de la mujer.

—¡Fiona! Si le has hecho algo…

—Ya te dije que no le causé ningún daño físico, sólo tomé algunos recuerdos desperdigados de la mujer, confusos y disparatados, ninguno tan delicioso y nutritivo como los tuyos.

La criatura flotaba unos centímetros por encima del suelo, y su aspecto era mucho más sombrío y amenazador que antes. Dhamon percibió que había obtenido poder de lo que fuera que afirmaba haber tomado de él.

—Delicioso, debo obtener otro recuerdo de ti. Sólo uno más.

Se deslizó hacia él, y los largos dedos se alargaron más, como víboras que se prepararan para atacar.

—¡Tenemos un acuerdo! —le recordó Dhamon—. Nuestro acuerdo fue un recuerdo, y dijiste que nos dejarías marcha de esta ciudad.

—Tal vez, pero ¿puedes demostrar que haya tomado nada de ti? No he tomado nada. Me debes un recuerdo.

—¡Lo dudo mucho, demonio!

—Recuerdos deliciosos —repitió el ser en la voz de Rig, luego la voz se convirtió en la de Feril, la de Riki y finalmente en la de Fiona—. Debo obtener un recuerdo más. Uno más y os podréis ir.

Los espectrales dedos viperinos fueron hacia él, y se introdujeron en su cabeza. Dhamon intentó retirarse, pero el ente lo siguió, con los ojos relucientes y las fauces abiertas. La lengua culebreó al exterior y se enroscó al cuello del hombre para sujetarlo.

—Un recuerdo más, he dicho. Luego os podéis ir.

Dhamon luchó contra el ser con toda su fuerza de voluntad.

—No debería haberte permitido entrar en mi mente la primera vez —maldijo—. No debería haberte creído.

—Créeme —arrulló la criatura—. Sólo un recuerdo más.

—¡No!

Dhamon concentró todos sus esfuerzos en un pensamiento que pudiera mantener a raya a la criatura de Caos, pues sabía que ya antes había hecho algo para detenerla. Sintió una curiosa sensación, y un escalofrío recorrió su espalda, como si le hubiera golpeado una ráfaga de aire helado.

—¡No!

Lo que sentía era al ser de Caos invadiendo su mente.

Un millar de recuerdos pasaron por Dhamon, infancias de las personas que habían vivido en esa ciudad, instantes felices de jóvenes amantes, pérdidas de amigos queridos, incidentes extraños, también; recuerdos de perros y loros, y de otras criaturas que habían sido mascotas de los habitantes de aquel lugar. La criatura los había matado a todos, y había absorbido sus recuerdos. Por un instante, percibió a Fiona, al rozar tal vez un recuerdo que el ser había robado a la solámnica.

—Demencia —musitó Dhamon; había encontrado una parte de la locura de Fiona.

¡Abrió los ojos de par en par! La locura de la mujer: allí estaba la clave. Aquella locura había debilitado a la criatura, pervertido su mente.

—No soy débil —protestó el ser de Caos—. Nada me ha debilitado.

Pero Dhamon sabía que no era así, y envolvió sus pensamientos en Fiona y en la sugestión de su locura, y se concentró en aquella idea.

—¡Para! —chilló su adversario.

Pero él no se detuvo, sino que incrementó sus esfuerzos.

De improviso, las manos del ente se apartaron de él, y la criatura no muerta flotó hasta el techo, mientras las puntas de alfiler que era sus ojos contemplaban a Dhamon con expresión colérica.

—¡Crees que has vencido! —se mofó.

—Sí, bestia, he vencido. No nos quitarás más recuerdos, y no volverás a amenazar a mis compañeros.

—Vuelve a pasar por aquí y…

—Y volveré a vencer —respondió Dhamon mientras salía, andando de espaldas, de la tienda.

Oscurecía, y cuando miró calle abajo vio a Ragh y a Fiona que se dirigían hacia él. La solámnica sostenía una jarra, y el sivak sujetaba dos tazones grandes. Finalmente habían conseguido obtener agua del pozo, y bajo el brazo del draconiano había una hoja de pergamino enrollada.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Ragh al divisar a Dhamon.

—Inmediatamente —respondió éste.

—No has vencido. —Oyó las palabras como un susurro transportado por una helada ráfaga de viento—. Has perdido algo muy precioso, Dhamon Fierolobo: a tu familia y un pedazo de tu historia.

Dhamon sacudió la cabeza. No había perdido nada que pudiera percibir. Jamás había tenido familia.

Загрузка...