13 Reencuentro sangriento

—¿Realmente crees que esta balsa nos va a soportar a todos?

Ragh ayudaba a enrollar bramante alrededor de una docena de troncos delgados que habían sujetado juntos, y sus rechonchos dedos se mostraban bastante torpes en tal tarea.

—Yo peso bastante, y Maldred es…

—Sí, lo sé. El ogro no es ningún peso ligero —repuso Dhamon—. No, no sé si esta balsa nos sostendrá. Pero no podemos ir a nado; de modo que debemos probar algo.

Ragh le dirigió una mirada escéptica, al recordar el incidente ocurrido en el mar durante la tormenta.

—Estás loco, amigo mío.

Ayudó a empujar el improvisado navío al interior del río y se subió a bordo con cautela, depositando con cuidado la enorme espada ante él, en el suelo. La balsa no naufragó cuando Maldred y Dhamon se reunieron con él, pero se hundió bastante en el agua, a la vez que se ladeaba peligrosamente en la dirección en que se inclinara cualquiera de ellos. Ragh mantuvo una zarpa sobre la empuñadura de la espada para no perder el arma en el caso de que resbalara y cayera al agua.

El draconiano había sugerido que anduvieran hasta la costa, pero Dhamon dijo que viajar por aquel territorio cubierto de maleza resultaba terriblemente lento, y que necesitaban llegar a Throt lo antes posible. Desde el instante en que abandonó la búsqueda de Fiona, y contempló la visión del Dragón de las Tinieblas en la bola de cristal, Dhamon los había empujado a correr riesgos, y ni uno de los tres había pegado ojo en las últimas veinticuatro horas, aunque Dhamon se seguía mostrando lleno de energía, alerta.

—De todos modos podríamos marchar hasta la costa, tomar atajos y también…

El sivak se tragó el resto de las palabras cuando el viento echó hacia atrás los bordes de la capucha de su compañero, y el draconiano observó que el lado derecho del rostro del hombre estaba cubierto casi por completo por pequeñas escamas negras, y sólo una diminuta zona del cuello seguía mostrando carne. Las manos de Dhamon también estaban cubiertas de arriba abajo. Por suerte, la vieja prenda del hechicero que vestía ocultaba casi todas las escamas a los ojos curiosos.

—No, usaremos esta balsa.

Dhamon se colocó sombrío en la parte posterior, desde donde usó el mango de la alabarda para impeler la nave por los bajíos. El draconiano tuvo que admitir que avanzaban a mayor velocidad de lo que habría sido posible de haber tenido que moverse por la espesa maleza.

Ragh miró al este, atraído su interés por un trío de cocodrilos que ganduleaban al sol y la nube de moscas que los envolvía.

—Pero esta balsa no servirá para cruzar el Nuevo Mar, tienes que admitirlo. Puede que no consiga llegar siquiera hasta el Nuevo Mar.

—No, esta embarcación no lo hará, pero un transbordador sí —intervino Maldred—. Es eso con lo que cuentas, ¿verdad, Dhamon? ¿En encontrar un transbordador en algún punto de la costa?

Ése era realmente el plan del hombre, pero ni se molestó en asentir a las palabras del mago ogro, pues estaba absorto en otear el río que se extendía al frente, y el espeso follaje de ambas orillas. Pensaba en la criatura que había visto en brazos de Riki en la visión ofrecida por la esfera de cristal, y se preguntaba si sería un niño o una niña y si de algún modo, por insignificante que fuera, se le parecía. Él había sido un hombre apuesto, reflexionó, antes de que las terribles escamas empezaran a extenderse. Al menos la criatura tendría una vida en familia con Riki y Varek, algo de lo que Dhamon se había visto privado, al menos por lo que sabía. Era curioso, no recordaba nada de su niñez, no conseguía recordar a sus padres; probablemente era huérfano.

—Si consigo que estén a salvo, la criatura tendrá un buen hogar —murmuró.

—¿Qué has dicho, Dhamon?

—Nada, ogro.

Maldred lanzó un profundo suspiro, bajó la cabeza, y en cuestión de segundos, se quedó dormido.

Dhamon no podía permitirse descansar. Tampoco sentía hambre, y su apresurado ritmo de marcha no había permitido que sus compañeros tuvieran tiempo de comer. Comerían más tarde; a lo mejor, también él querría comer algo entonces. Ya no necesitaba demasiado descanso, ni comida. Sus sentidos eran agudos, su energía notable; resultaba sorprendente lo poco que hacía falta para sustentarlo.

La mayor parte del tiempo se sentía más fuerte que nunca, rebosante de energía; pero por la misma razón, ¡en cada centímetro de su cuerpo sentía un dolor sordo! Los pies le dolían constantemente, ya que crecían y forzaban los límites de las botas. «¡Maldito sea el Dragón de las Tinieblas!», juraba para sí con cada aliento que tomaba. Por suerte las mangas de aquella vieja túnica de hechicero eran largas y ayudaban a ocultar su horrible figura. Cuando se encontrara con Riki y la criatura, no quería que vieran lo que le estaba sucediendo. «Si al menos consigo verlos mientras todavía hay algo de humano en mí», pensó.

Sabía que Ragh lo miraba a hurtadillas, mientras seguían el sinuoso curso del río bajo un sol menguante; pero estaba decidido a no permitir que el draconiano supiera que sufría debido a la magia del dragón, de modo que se pasó el tiempo mirando a todas partes excepto a los dos pasajeros. La vista del territorio de la Negra resultaba mejor desde el río, e imaginó que podría haber disfrutado del viaje si las circunstancias fueran distintas. Las hojas de los cipreses eran de un brillante color esmeralda y estaban decoradas con cotorras de vivos colores, cuyas largas colas parecían cintas atadas a las ramas. A pesar de que se hallaban a cierta distancia, Dhamon distinguía el delicado detalle de los pájaros, y oía sus suaves silbidos. El sonido que producían tenía altibajos y en ocasiones aumentaba el martilleo de su cabeza. Distinguía los bordes y venas de las hojas, y oía cómo susurraban, oía cómo las diminutas olas chapoteaban contra la balsa, contra la orilla, oía a animales invisibles que correteaban por entre los matorrales, y por los sonidos que emitían adivinaba de qué clase de bestias se trataba. Oyó el rugido de una pantera, la suave pisada de un ciervo, el rugido de… algo que no era una criatura normal.

Extrajo el mango de la alabarda del agua y escudriñó a la derecha. No era barullo suficiente para tratarse de un dragón, pero sí excesivo para un drac o un draconiano. La criatura volvió a rugir.

—¿Qué es, Dhamon?

Ragh también miraba fijamente a la derecha, teniendo buen cuidado de no balancear la embarcación, y su expresión se enfureció cuando Maldred despertó, se inclinó a un lado, y estuvo a punto de hacerlos volcar.

Dhamon vio moverse una rama, situada al menos a más de ciento cincuenta metros del río. Probablemente no era nada de lo que preocuparse, pero por alguna razón era capaz de ver muy bien a aquella distancia, incluso entre las diminutas aberturas del espeso follaje, y por lo tanto continuó con la mirada fija en aquel punto. Una enorme mano cubierta de escamas verdes movió una rama, y distinguió el torso color oliváceo de una criatura lagarto, con una lanza sujeta en una de las zarpas. ¿Un hombre lagarto? No, se dijo tras un examen más prolongado. Era demasiado grande, las escamas estaban más marcadas. No veía a toda la bestia, tan sólo algunas partes que lo intrigaban, pero al cabo de un instante consiguió descifrar de qué se trataba.

—Un bakali —refunfuñó en voz baja—. Un apestoso bakali.

Los bakalis eran una raza antigua y hubo una época en que se la consideró extinguida. Habría sido mejor para todos si la totalidad de los bakalis hubiera muerto, se dijo Dhamon. A pesar de ser astutos, aquellos seres no eran demasiado inteligentes, si bien eran fuertes y brutales, y solían servir al amo que mejor pagaba. Existían pequeñas tribus desperdigadas de aquellas criaturas en las tierras de la hembra de Dragón Negro, y Dhamon sabía, debido a un encuentro con una partida de caza unos cuantos años atrás, que al menos algunos trabajaban para Sable. Ese bakali estaba solo, y probablemente buscaba algo que comer. Por el modo en que avanzaba sigiloso, iba tras alguna presa.

—No es asunto mío.

Empezó a impulsar la balsa con la pértiga otra vez, un poco más despacio, mientras observaba a la criatura con curiosidad. Fue entonces cuando descubrió que el ser no se hallaba solo; había al menos otros tres bakalis, un grupo pequeño, nada que pudiera detenerlo. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco a los pocos instantes, cuando la extraordinaria visión que poseía le mostró qué era lo que perseguían aquellos seres.

—Ragh —llamó Dhamon en voz baja, si bien sabía que los bakalis no habían advertido la presencia de los tres ocupantes de la balsa, y desde luego no podían oírlos a tanta distancia—. Ahí está Fiona.

Esta vez, la reacción de sorpresa del draconiano casi volcó la embarcación.

—¿La solámnica? ¿No está muerta?

—Aún no —comentó Dhamon con frialdad—, pero parece que unos enormes y feos bakalis intentan cambiar la situación.

Aunque Dhamon, igualmente sorprendido de ver a la dama, se alegraba de que Fiona estuviera viva, también se sentía resentido contra ella porque su reaparición en esos momentos retrasaba el viaje.

—Maldita sea.

De todos modos, estaba decidido a impedir que acabara en los estómagos de los bakalis.

¿Había conseguido encontrar ella las huellas de sus compañeros y los seguía por alguna razón? Se apresuró a impeler la balsa hacia la orilla, al mismo tiempo que indicaba con un dedo colocado sobre los labios que el draconiano y Maldred debían mantenerse en silencio. Señaló con la mano en dirección a los bakalis, aunque había perdido de vista a Fiona, y se concentró, para intentar diferenciar los sonidos del pantano.

Los ruidos se intensificaron. El alboroto de los pájaros y de otras criaturas invisibles creció de un modo pavoroso, a pesar de que los animales no parecía que se aproximaran. Todos los sonidos empezaban a tornarse fastidiosamente indistinguibles para los oídos extra sensibles de Dhamon.

—Ragh, quédate aquí y vigila al ogro. Mantente ojo avizor por si hay problemas.

Era evidente que ni Ragh ni Maldred habían detectado un cambio en los sonidos del pantano… Dhamon oía la respiración chirriante del draconiano con una cierta excesiva claridad, también oía el palpitar del corazón del sivak, y el de Maldred, que latía más despacio y con más fuerza que el suyo o el de Ragh.

—Necesitarás ayuda.

El draconiano hablaba en voz baja, Dhamon lo sabía, pero las palabras sonaron como un grito en sus oídos.

—Son poca cosa —respondió él, negando con la cabeza—. Puedo ocuparme de cuatro bakalis yo solo. —Incluso sus propias palabras le parecieron atronadoras—. Vigila al ogro. No podemos permitirnos que escape y advierta al Dragón de las Tinieblas.

Tras esto arrastró una esquina de la balsa sobre la orilla para vararla, luego se echó la alabarda al hombro y marchó hacia el interior.

Todo empeoró rápidamente en cuanto desapareció entre los árboles y dejó de ver la embarcación. Los sonidos del pantano no tardaron en resultar abrumadores, casi ensordecedores. El zumbido de los insectos y el parloteo de los pájaros resultaba casi violento, el susurrar de las hojas atronador. Dhamon se tambaleó y soltó el arma para llevarse las manos a los oídos; pero no sirvió de nada. Un felino de gran tamaño gruñó, y fue como si profiriera un potente rugido; el discurrir del río era como un chapoteo atronador contra la orilla. Apretó los dientes y echó la cabeza atrás. «¿Cómo podía ayudar a Fiona si no era capaz de hacer nada por sí mismo? En el nombre de todos los dioses desaparecidos ¿qué le estaba sucediendo?».

—Ragh —jadeó, con la intención de decir al draconiano que fuera en busca de Fiona en su lugar.

¿Hablaba lo bastante alto? ¿Lo oía el sivak? Gritó el nombre del draconiano, y aquella solitaria palabra fue como una daga clavada en sus oídos; además las cotorras chillaron en las alturas, lo que acrecentó la agonía que sentía. El chirriar de los insectos se acrecentó hasta extremos imposibles, mientras las finas ramas se rozaban entre sí y resonaban con brutalidad en su cabeza.

Oyó los fuertes latidos de su corazón, y creyó oír cómo la sangre corría por las venas siguiendo el ritmo del río. La propia respiración le recordaba poderosas ráfagas de viento.

—Silencio —rogó—. Fiona; tengo que ayudar a Fiona, y todo tiene que quedar en silencio.

Ante su sorpresa, con su siguiente aliento el estruendo menguó, cosa que lo sobresalto. Si bien éste todavía sonaba con fuerza, ya no le destrozaba los oídos, y podía pensar. «Silencio —pensó—. Por favor, por favor, que reine el silencio». Fijó los pensamientos en aquella única idea, y descubrió que podía reducir algunos de los sonidos individuales aunque con cierto esfuerzo por su parte, de modo que se concentró con mayor intensidad hasta que todos los ruidos perdieron fuerza y resultaron soportables.

Recuperada la capacidad auditiva normal, volvió a tomar la alabarda y avanzó al frente con decisión. Se fue sintiendo mejor con cada paso dado, y aguzó entonces el oído para captar los siseos y gruñidos de los bakalis. Consiguió localizar con precisión las voces, que colocó en lugar predominante, entonces oyó algo más; el siseo del acero, una espada al ser desenvainada, una femenina inspiración de aire. Escudriñó entre los gigantescos capullos de las lianas, y descubrió a Fiona en postura de combate en un pequeño claro cubierto de musgo.

Nada más verla, se dijo que había algo distinto en ella. Algo… ¡el rostro! Las cicatrices dejadas por el ácido ya no estaban; los cabellos que se habían fundido habían regresado. ¡Aquello no debería ser así! «Preocúpate más tarde por eso —pensó—. Ahora, ocúpate de los bakalis».

La mujer se aproximaba desafiante a un bakali gigantesco; una criatura que, con un aspecto que parecía un cruce entre un hombre y un cocodrilo, con crestas de púas y un pellejo duro como una armadura, medía al menos dos metros y medio. Las babeantes mandíbulas chasquearon cuando el ser se lanzó al frente, con el garrote de hueso en alto.

Otros tres, armados con enormes garrotes de hueso, estaban agrupados en el lado del claro más próximo a Dhamon, de modo que éste salió a campo abierto, apuntó con la alabarda y cargó contra ellos.

Aunque los bakalis parecían por completo reptiles con aquel duro pellejo correoso, andaban sobre dos patas y poseían su propia lengua. Uno de los tres tenía una frente más poblada, la piel de otro resultaba más brillante, con un tono que recordaba las hojas del trillium, y el último mostraba unos hombros estrechos y unos antebrazos incongruentemente gruesos. Aparte de aquello, los tres resultaban curiosamente parecidos: los tres eran horrendos. Todos tenían zarpas afiladas y ojos malignos que se clavaron feroces en Dhamon.

En media docena de largas zancadas, el hombre alcanzó al bakali que iba en cabeza, echó la alabarda hacia atrás y la lanzó con fuerza al frente, ante él. La criatura gruñó maldiciones en su antigua lengua y levantó bien alto el garrote de hueso, pero no llegó a tener oportunidad de usar la primitiva arma. La hoja en forma de hacha de la alabarda hendió el pecho del bakali, al que prácticamente partió en dos. Los otros dos seres vacilaron, luego, al ver que Dhamon proseguía el ataque, el de menor tamaño dio media vuelta y salió huyendo. Al cabo de un segundo, el que quedó rezagado tuvo el mismo fin que el primer bakali.

A su espalda, Dhamon oía el golpear sordo de la espada de Fiona sobre la piel del bakali de mayor tamaño. Hizo una pausa y olfateó el aire, captando el olor de la sangre que se derramaba de los dos que acababa de matar y del que Fiona había herido. El bakali más pequeño se dirigía hacia dos elevaciones situadas en el extremo opuesto del claro, y Dhamon tenía que detenerlo antes de pudiera llamar a otros que hubiera en las cercanías. Aquella criatura desprendía un olor diferente. A lo mejor llevaba puesto un ungüento o tal vez se trataba de una hembra con el período.

En el mismo instante en que Dhamon llegaba a las dos elevaciones, el bakali salió repentinamente de entre los dos árboles y le arrojó algo. Tres fragmentos de algo plateado salieron disparados hacia él como estrellas fugaces, y aunque Dhamon cambió de dirección, no consiguió esquivarlos. Los tres dieron en el blanco, dos en el estómago y uno en el hombro. Se trataba de dardos de metal que perforaron las ropas del hechicero que llevaba y se hundieron en la carne.

Mientras Dhamon rodeaba veloz el árbol de mayor tamaño, la criatura le arrojó otros tres dardos de metal, que lo alcanzaron con precisión. El hombre aulló de dolor al mismo tiempo que alzaba ambas manos por encima de la cabeza, y descargaba la alabarda para asestar un golpe letal. El bakali se había dado la vuelta, pero la hoja le hendió la espalda antes de que pudiera dar más de dos pasos.

Dhamon arrancó el arma de un tirón, mientras su adversario, herido de muerte, arañaba patéticamente el suelo con las zarpas en un inútil intento de huir. El hombre puso fin a los sufrimientos de aquella criatura.

A continuación, retrocedió veloz en dirección a Fiona, que parecía estar perdiendo terreno en su lucha. Olía a sangre humana la de la mujer y la suya propia y a algo más. Era un aroma penetrante que no consiguió identificar, pero similar al que emanaba del bakali pequeño.

Olfateó, y aflojó el paso sin querer, pues las piernas se habían tornado repentinamente pesadas. Curiosamente, el constante dolor de las extremidades había disminuido, y empezaba a sentirse entumecido.

—Veneno.

Tras echarse la alabarda al hombro, empezó a arrancarse, frenéticamente, los diferentes dardos de metal que llevaba clavados. El curioso olor era una especie de veneno, e incluso detectó un resto de pasta blanca en las afiladas puntas mientras los extraía, uno a uno, y los arrojaba lejos.

—¡Al infierno con todo! —masculló.

Se obligó a seguir avanzando, a pesar de sentirse vencido por la indolencia, y de notar que el corazón le latía más despacio. Podía volver a llamar a Ragh, aunque sabía que probablemente la balsa se hallaba demasiado lejos.

—¡Maldito sea el dragón y maldito sea yo!

El veneno hacía que se tambaleara, pero adivinó que no lo mataría.

Unos pocos pasos más y se encontró al lado de Fiona. Aturdido, observó que el bakali había arañado el brazo izquierdo de la mujer, que apenas le dedicó un saludo con la cabeza. La solámnica empezaba a desfallecer. Fatiga, decidió, o tal vez más veneno. Cansada y herida, la dama empezaba a perder el combate contra el bakali.

Dhamon se interpuso entre ella y su adversario, y aferró el arma.

—Bestia repugnante —maldijo.

Se abalanzó al frente con la alabarda, e incrustó la punta de la hoja en el estómago de la criatura, que se revolvió salvajemente, y lo arañó con las zarpas.

—Otra vez —se dijo Dhamon, reuniendo todas sus fuerzas para asestar un segundo mandoble a la decidida bestia.

Este ataque penetró más a fondo e hizo que el ser aullara. La preocupación se propagó por el rostro de reptil, el cual, al mirar de reojo, vio el fin que habían tenido sus compañeros.

El bakali parloteó a Dhamon al mismo tiempo que retrocedía y se esforzaba por mantenerse lejos del alcance de la alabarda. El hombre no entendía lo que el otro decía, probablemente hablaba en su lengua materna; tal vez suplicaba por su vida. Dhamon olía el hedor del miedo de la criatura, paladeaba su temor. Estremeciéndose ante la inquietante sensación, el hombre obligó a sus pesadas extremidades a moverse un poco más rápido para terminar con aquel enfrentamiento.

—Deberíasss cazar criaturasss de cuatro patasss, no de dosss —dijo a su adversario.

Las palabras surgieron farfulladas y notaba la lengua pastosa, pero descubrió que la excitación hacía latir el corazón algo más deprisa. Oyó cómo Fiona se deslizaba detrás de él, y notó cómo tomaba aire con fuerza justo en el momento en que volvía a descargar el arma, poniendo todas sus energías en aquel golpe definitivo. La hoja partió el grueso pellejo del bakali como si fuera pergamino, y la negra sangre de la criatura salpicó a Dhamon. Un segundo mandoble seccionó la cabeza del ser, y en aquel mismo instante Fiona actuó, y hundió profundamente la hechizada arma en la espalda de su antiguo compañero.

Dhamon gritó de dolor y sobresalto, y soltó su propia arma al mismo tiempo que la dama solámnica le arrancaba la espada del cuerpo para asestar una segunda estocada. Dhamon se volvió tambaleante, retrocedió un paso e intentó recuperar su arma, pero no fue lo bastante rápido. Fiona lo rodeó en sentido opuesto, y volvió a atacar desde un lado, introduciendo la hoja entre las costillas. Cualquiera de las estocadas habría acabado con un hombre normal, pero la fuerza extraordinaria de Dhamon mantenía a éste en pie. Fiona gritó contrariada. El siguiente ataque tuvo más empuje y alcanzó al hombre en las piernas, que cayó de rodillas y agitó los brazos al frente, en un intento de arrancarle la espada.

Era la locura que padecía la solámnica lo que provocaba aquella traición, Dhamon lo sabía, y era el veneno que corría por su interior lo que le impedía realizar un contraataque adecuado.

—¡Fiona, sssoy yo, Dhamon! ¡Detente!

El grito sonó inarticulado, aunque haría falta más que el mero volumen para alcanzar alguna parte del cerebro de la mujer que pudiera conservar aún la cordura. Volvió a gritar, más débilmente. Apenas consiguió agacharse para esquivar el siguiente mandoble, y el que siguió a aquél.

—¡Ragh! —llamó—. ¡Ragh!

—Puedes llamar a tu mascota sin alas todo lo que quieras —se mofó Fiona—, porque también lo mataré.

Dhamon se había enfrentado a draconianos, dracs, dragones, y sobrevivido a todos ellos. ¿Cómo podía morir ahora, víctima de alguien a quien, en la época en que era honrado, había considerado una amiga? «¡Muévete! —se dijo—. Apártate, razona con ella. Recupera la alabarda. Consigue ayuda. ¡Ayuda!».

Notaba la cálida sensación pegajosa de la sangre corriendo por la espalda y el costado, descendiendo por la pierna. El aroma metálico que ésta emanaba aumentó en intensidad, y se dijo que la espada le había roto las costillas.

—¡Fiona! —suplicó—. Sssoy yo, Dhamon. ¿Recuerdasss? Para, o me matarásss.

La mujer le mostró los dientes pero detuvo el siguiente golpe. Existía una tempestad en sus ojos, ojos que llameaban sin control, y él sintió un insólito tirón de miedo ante aquella mirada.

—Sssoy yo, Dhamon.

—¡Claro que sé quién eres! —Las palabras surgieron veloces y duras, como rayos y truenos procedentes de la tempestad que rugía en su interior—. ¡Lo sé! El extraordinario Dhamon Fierolobo, Caballero Negro fracasado, campeón de Goldmoon fracasado. Fracasado, fracasado, fracasado. La única cosa en que tienes éxito es en matar gente. En matar a tus amigos. Y ¡por la memoria de Vinas Solamnus, Dhamon, te mataré!

Se abalanzó sobre él, y en esta ocasión el hombre tuvo que recurrir a toda la suerte del mundo para conseguir mantenerse lejos de su alcance. Alzó los brazos en actitud defensiva, pero ya no le quedaban fuerzas para esquivar los golpes de su adversaria. La sangre que había perdido y el veneno que corría por él se estaban cobrando un alto precio.

—Rig está muerto, Dhamon —dijo ella en tono amargo.

Fiona lanzó una estocada, y la hoja le dio de lleno en el brazo y le arrancó unas cuantas escamas. Jugaba con él ahora; segura de que lo tenía a su merced y alargando el final para su propia satisfacción.

—¡Rig está muerto, y tú lo mataste!

Dhamon sacudió la cabeza, y consiguió a duras penas levantarse. Mareado, estuvo a punto de caer de bruces pero irguió los hombros y saltó hacia atrás justo a tiempo. La mujer lo habría atravesado con el violento ataque.

—Yo no maté a Rig, Fiona. Yo… —dijo, alzando una mano.

—¡Mentiroso! —Blandió la larga espada a la altura de la cintura, y atravesó la túnica de Dhamon describiendo un nuevo trazo de sangre—. ¡Monstruo! —aulló, al descubrir las escamas del estómago de Dhamon—. ¡Drac! Mataste a Rig igual que si le hubieras hundido la espada en el corazón. Nos sacaste, lo sacaste, de las mazmorras, pero no hiciste nada para salvarlo.

—Fiona, escucha…

—Fuimos abandonados en Shrentak, Rig y yo. No te importaba lo que nos sucediera. Ni a ti, ni a tu mentiroso amigo ogro. Mataste a Rig, Dhamon Fierolobo, igual que mataste a todo aquél que se acercó demasiado a ti.

La dama guerrera volvió a atacar, y lo acuchilló otra vez, jugando aún con él, comprendió Dhamon. Pero a él ya no le quedaban fuerzas.

Cayó de rodillas.

—¿Rezas, Dhamon? —se mofó Fiona—. ¿Rezas a los dioses para que te salven? —Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada—. Bueno, pues los dioses no se encuentran en este maldito pantano, Dhamon. Estamos sólo tú y yo, y yo no voy a salvarte. Voy a matarte.

Dhamon no temía a la muerte. En ocasiones la había deseado; pero si moría jamás conocería a su hijo, jamás podría ayudar a Rikali. ¡Ragh! Abrió la boca, pero no surgió nada. ¡Socorro! Notó un sabor amargo en la lengua, en el que reconoció el veneno mezclado con la sangre.

—Primero fue Shaon —escupió la solámnica, mientras daba vueltas, despacio, a su alrededor—. Fue el primer amor de Rig, como sabes. Él me lo contó todo sobre ella; era alguien que me habría gustado, creo. Oh, tú dirás que no la mataste, tampoco, que no fuiste responsable, pero murió a manos del Dragón Azul que tú montabas cuando eras un Caballero de Takhisis, ¿no es cierto? Shaon no habría muerto si no la hubieras puesto en contacto con aquel dragón.

Empezaba a resultar difícil oír a Fiona, todo lo que oía era un sonido impetuoso, como un chocar de olas que inundaba sus oídos. ¿Sería el bombear de la sangre? ¿El corazón que intentaba latir? No, oía cómo el corazón empezaba a fallar. ¿Se le parecería en algo su hijo?

—A continuación le tocó el turno a Goldmoon. Claro que tú no la mataste, ¿verdad, Dhamon? Sólo lo intentaste… con esa arma de ahí, la que yace en el suelo. Se la entregaste a Rig, toda roja con la sangre de Goldmoon. ¿Ya no la querías porque no era suficientemente buena? ¿No era lo bastante buena para matar? ¿No la querías porque no conseguiste matar a Goldmoon con ella?

Empujó con el pie el mango de la alabarda para apartarla del hombre.

—¿Quieres saber si es lo bastante buena ahora? ¿Quieres intentar matarme con ella? De acuerdo, recógela.

Dhamon sacudió la cabeza, y deseó que los dedos fueran hacia el arma.

—Luego fue Jaspe. Perdona, tú no le hundiste un cuchillo en el corazón, tampoco, ¿no es cierto? Pero fue como si lo hubieras hecho. Estaba contigo, todos estábamos a tu lado, en la Ventana a las Estrellas. Nos hallábamos unidos contra los señores supremos, en un intento de impedir el nacimiento de la nueva Takhisis. ¡Oh, éramos muy virtuosos! Jaspe murió allí, bajo las zarpas de un dragón, murió porque tú nos condujiste a todos a ese lugar fatídico. —Esta vez empujó el asta contra la pierna del hombre—. Recógela. —Elevó la voz, y escupió cada palabra—. Y Trajín. Por lo que Rig me contó, también mataste al desdichado kobold. Lo obligaste a usar magia de los Túnicas Negras hasta que aquélla le absorbió toda la vida. ¡A mi amado Rig también le quitaron la vida por tu culpa!

De improviso Fiona adoptó una apariencia extraña a los ojos de Dhamon, nebulosa, como un dibujo hecho con tiza que la lluvia desdibujara. Todos los bordes resultaban borrosos, la voz ininteligible. Tampoco oía ya a su propio corazón, ni aves ni animales, ni aquel fragor en sus oídos. Percibió que la mujer chillaba a juzgar por la expresión de su rostro, pero él no oía más que susurros… los de su voz y… de ¿Ragh?

—Asesino. ¡Mataste a Rig! Los mataste a todos.

Vislumbró un atisbo de algo de un brillante color rojo que se recortaba en el cielo anaranjado. Era su sangre en el filo de la espada de la solámnica, y la hoja volvía a hundirse. Dhamon aguardó el momento de sumirse en la nada.

—Intenté detener a Maldred —era la áspera voz susurrante del draconiano—. Intenté… ¡Dhamon!

El arma de Fiona descendía. Todo era tiza que la lluvia emborronaba. Dhamon se desplomó de espalda y contempló cómo un trazo de intenso color azul hacía desaparecer toda la tiza.

El trazo era Maldred, si bien Dhamon era ya incapaz de reconocer la realidad. El mago ogro se precipitó sobre Dhamon y chocó contra Fiona, que, cogida por sorpresa, perdió el equilibrio. El codo del ogro se aplastó contra la mandíbula de la mujer, a la vez que los dedos se cerraban sobre el travesaño de la espada y le arrancaba el arma de las manos, luego arrojó la espada fuera del alcance de la solámnica.

Maldred miró a Ragh.

—Le ha producido unas buenas heridas —respondió el draconiano, y se inclinó sobre Dhamon, con la palma de la mano apretada contra una herida del costado para intentar detener la sangre—. Creía que intentabas engañarme, ogro, cuando dijiste que oías que Dhamon me llamaba. Pensé que sólo querías huir.

Maldred no respondió, pero echó una ojeada a Fiona para asegurarse de que la solámnica no se movía; le había asestado un buen golpe.

—Por mi padre, casi lo ha matado.

—¿Casi? —Ragh meneó la cabeza—. Mira toda esta sangre; yo diría que ha terminado la tarea. Está muerto, ogro; lo que sucede es que su cuerpo aún no lo sabe. Fíjate en toda esa sangre.

Las manos del draconiano estaban cubiertas de sangre, el suelo empapado y la túnica de Dhamon ennegrecida por ella. Maldred dio la vuelta con sumo cuidado a su viejo amigo y descubrió la herida de la espalda.

—Hay más sangre en el suelo de la que queda dentro de él —indicó Ragh, mientras intentaba detener la hemorragia.

—Lo que haces no es suficiente —dijo Maldred al sivak—. Dhamon es una especie de sanador. Me contó que en una ocasión fue médico de campaña con los Caballeros Negros. Aprendí unas cuantas cosas de él, y de un sanador ogro, Sombrío Kedar.

»Consígueme algo de musgo, y deprisa —siguió diciendo—. Cualquier cosa que encuentres. Algunas raíces, de matas de flores de tres hojas, las de color morado y color blanco que crecen pegadas al suelo. Asegúrate de no romper las raíces, porque necesito la savia que contienen.

Maldred desgarró parte de la túnica de Dhamon para conseguir tiras de tela con las que restañar un poco la sangre. Con los ojos siguió al draconiano, que había recogido la espada de doble mano y la alabarda, y transportaba ambas armas torpemente mientras buscaba alrededor de las bases de unos pequeños árboles cortezas peludas.

—Irás más deprisa sin esas cosas —le gritó Maldred—. No intentaré cogerlas. No me harían falta armas para matarte. —Luego, se volvió hacia Dhamon.

»No soy un sanador, querido amigo —dijo, aunque sabía perfectamente que el otro no podía oírlo—, pero observé muy a menudo a Sombrío Kedar, y el viejo me enseñó unas cuantas cosas. Intentaré salvarte…

El mago ogro empezó a tararear desde las profundidades de la garganta. No existía una pauta distinguible en la melodía, ni tampoco resultaba agradable o musical siquiera, pero Maldred perseveró, sin dejar de concentrarse en el tarareo, y mientras lo hacía siguió presionando las heridas.

—Vigila a Fiona —dijo el ogro, que interrumpió por un instante su magia cuando Ragh regresó con el musgo y un par de raíces—. Empieza a recuperar el conocimiento. Siéntate sobre ella si es necesario. No puedo ocuparme de la dama guerrera y de Dhamon a la vez, y él es lo prioritario.

El draconiano frunció el entrecejo, claramente molesto por que le dieran órdenes, pero apartó a un lado la irritación y obedeció. No tuvo que sentarse sobre la solámnica, que estaba aturdida aún por el choque con Maldred, e intentaba incorporarse sin conseguirlo. La mujer pestañeó y volvió la cabeza de un lado a otro, alzando los ojos hacia Ragh al tiempo que gimoteaba lastimera.

—¿He matado a Dhamon? —preguntó.

Ragh miró de reojo a Maldred.

—Tal vez —respondió, y se estremeció cuando los ojos de la dama se iluminaron, acompañados por una sonrisa.

—Es una canción horrenda —comentó ella.

La cancioncilla del ogro continuó durante un buen rato: hasta el anochecer, hasta que casi se quedó sin voz.

—Dhamon debería estar muerto, pero… —murmuró en un cierto momento, con voz tan ronca como la del draconiano.

—Pero…

El sivak aguardó, mientras paseaba la mirada entre Fiona, a la que se había permitido sentarse, y Dhamon, que seguía inconsciente y pálido. Ragh sostenía entre los brazos la alabarda, el espadón, y la ensangrentada espada larga de Fiona, que había recogido.

—Pero está vivo —respondió Maldred—. Desde luego está muy mal, aunque creo que saldrá de ésta. Ha perdido demasiada sangre, y tiene un par de costillas rotas. Me gustaría llevarlo a un auténtico sanador.

—De momento tendremos que contentarnos con conseguir llevarlo de vuelta a la balsa —indicó Ragh—. Preferiría estar en el río durante la noche. —Dio un golpecito a Fiona para que se pusiera en pie e indicó con la cabeza en dirección al agua—. Ojalá supiera qué hacer con ella.

—La llevaremos con nosotros hasta que Dhamon despierte y decida —bufó el mago ogro.

—Dhamon Fierolobo me matará —escupió ella—, igual que mata a todos los que se le acercan. Igual que os matará a vosotros dos algún día. —Luego se puso en marcha, de mala gana, en dirección a la corriente de agua, y sus ojos se encontraron con la fría mirada de Ragh—. Acabarás estando de acuerdo en que ha sido una mala cosa que no lo haya matado.

—Sí, una mala cosa —repuso él en voz baja—. Sería mejor que Dhamon muriera, en lugar de convertirse en un monstruo deforme como yo.

Fiona sonrió.

—¡Muévete, dama solámnica! —le espetó Ragh—, y será mejor que tu peso no hunda la embarcación. Me niego a cruzar el Nuevo Mar a nado.


La balsa se inclinó peligrosamente con el peso añadido de Fiona. Ragh desgarró tiras de tela de la túnica de la mujer para atarle las manos a la espalda, y ordenó a Maldred que la vigilara. No obstante, el ogro tenía que prestar más atención a Dhamon, que se hallaba febril y deliraba.

Tal y como Dhamon había hecho, el draconiano usó el mango de la alabarda para impulsar la embarcación a lo largo de la orilla poco profunda del río. La luna mostraba el camino y facilitaba luz suficiente para que pudiera vigilar nerviosamente a sus pasajeros.

—¿Por qué en honor a la progenie de la Reina de la Oscuridad estoy haciendo esto? —masculló—. Podría estar lejos, a salvo en alguna parte, lejos de esta dama enloquecida y ese ogro traicionero. Lejos de Dhamon, que tal vez estaría mejor muerto.

El herido se revolvía, y gotas de sudor brillaban sobre su frente, que todavía mostraba en gran parte piel humana. Bajo los vendajes oscurecidos por la sangre relucían las escamas. Mientras lo contemplaba, Ragh observó cómo una pequeña zona de piel en la mandíbula de Dhamon se oscurecía y borboteaba. El trozo, más o menos del tamaño de una moneda pequeña, se hinchó, adoptó un brillo oscuro, y se convirtió en una escama.

—Es culpa mía —murmuró el draconiano.

En la primera expedición que realizaron a Shrentak, había entrado en la ciudad con Dhamon, y había ido con él al laboratorio de la anciana sabia. Dhamon había intentado conseguir de la anciana una cura a su dolencia y se había desvanecido durante el proceso a causa de un ataque de dolor provocado por la escama. El hombre nunca supo que el remedio de la mujer sabia funcionaba. Mientras él estaba sin sentido, la mujer había exigido como precio por la curación que Ragh se quedara con ella como su mascota sumisa. El draconiano, ofendido ante la propuesta, había matado a la sanadora y luego había ocultado el cadáver, de modo que cuando Dhamon despertó, le dijo que la mujer se había dado por vencida y marchado, y él lo creyó.

Había impedido que Dhamon obtuviera la cura que necesitaba tan desesperadamente.

Era culpa suya que Dhamon pareciera menos humano cada día que pasaba, y se decía ahora que podría haber obligado a la mujer sabia a ayudar. Matarla había sido la salida fácil.

—La fiebre empieza a ceder —anunció Maldred, volviéndose hacia él.

—A lo mejor deberíamos haberle dejado morir. Mejor eso que vivir como eso en lo que se está convirtiendo —respondió Ragh, mientras observaba cómo su amigo se agitaba como si estuviera inmerso en un sueño.

De hecho, Dhamon soñaba. Soñaba con la tempestad en los ojos de Fiona, y veía cómo Rig intentaba abrirse paso entre la tormenta. El marinero de piel oscura pronunció el nombre de Fiona, luego el de Shaon. Raph también estaba allí, un joven kender que había muerto estando junto a Dhamon. También vio a Jaspe, y a innumerables rostros sin nombre; caballeros solámnicos y soldados que había matado cuando vestía la armadura de los Caballeros de Takhisis.

La tormenta rugió con más violencia, y su oscuridad ocultó todos los rostros en tanto que el retumbo del trueno ahogaba los gritos de Rig pidiendo ayuda. Cuando la tempestad amainó por fin, apareció una caverna enorme, iluminada en algunos lugares por relámpagos que no procedían de la tormenta sino que surgían de las fauces de Dragones Azules. Los dragones volaban a la altura del techo, rodeaban salientes de roca y estalactitas, y se aproximaban dando vueltas al Padre de Todo y de Nada. Caos. Caían dragones, algunos apartados a manotazos por el dios; pero siempre aparecían otros que se alzaban y descendían en picado para ocupar su lugar. Los relámpagos no cesaban, el olor a azufre inundaba el aire, y a la sombra de Caos le crecieron unas alas monstruosas.

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