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SHEILA

Durante mi reunión de negocios inicial con la señorita Wright, le pregunté qué podía contarme de una emperatriz romana llamada Mesalina.

Nuestra reunión de negocios, nuestro primer cara a cara, tuvo lugar en una cafetería, donde estuvimos bebiendo capuchinos y nuestras rodillas se tocaron bajo una mesa tambaleante con tablero de mármol. La señorita Wright estaba sentada con el cuerpo torcido para mirar por la ventana. Las piernas cruzadas a la altura de la rodilla, de esa forma que se supone que produce varices. Su mirada no seguía a ninguno de los que pasaban. Tampoco miraba los perros sujetos con correas ni a los bebés en sus cochecitos. Sin mirarme a mí, la señorita Wright me preguntó si yo había oído hablar alguna vez de una actriz llamada Norma Talmadge.

¿Y de Vilma Bánky? ¿Y de John Gilbert? ¿De Karl Dane, de Emil Jannings?

Con sus pestañas falsas aumentadas con rímel, y sin parpadear, la señorita Wright me contó que Norma Talmadge había sido una estrella del cine mudo. La número uno en taquilla del año 1923. Recibía tres mil cartas de fans cada semana. En 1927 fue aquella tal Norma la que pisó por accidente una parcela de cemento fresco delante del Teatro Chino de Grauman's e inauguró la tradición esa de que todas las estrellas de cine dejen allí las huellas de las manos y los pies.

Un par de años después de lo del cemento, Hollywood empezó a rodar películas con sonido. Pese a pasar un año trabajando con un instructor de voz, Norma Talmadge abría la bocaza y le seguía saliendo un berrido estridente de Brooklyn. La gran estrella masculina de Hollywood, John Gilbert, soltaba sus líneas con una vocecilla aguda de canario. Mary Pickford, que interpretaba a chicas y a mujeres jóvenes, soltaba unos graznidos graves de camionero. A Vilma Bánky se le perdía el diálogo en su acento húngaro. A Emil Jannings en su acento alemán. Las palabras de Karl Dane se ahogaban en su espeso acento danés.

Las nubes bajas hacían que fuera estuviera oscuro. El toldo de encima de la ventana no ayudaba. La señorita Wright permaneció sentada, concentrada en su propio reflejo, con los ojos y los labios reflejados en el interior del escaparate de la cafetería, y dijo:

– John Gilbert no volvió a hacer ninguna película. Se alcoholizó hasta morir a los treinta y siete años. Karl Dane se pegó un tiro.

Todas esas estrellas, los actores más poderosos del cine, desaparecieron en un instante.

Créetelo.

Lo que el cine sonoro les hizo a las carreras de aquella gente, me dijo la señorita Wright, fue lo mismo que la Alta Definición le estaba haciendo ahora a una nueva generación. Transmitiendo demasiada información. Una sobredosis de verdad. De pronto el maquillaje teatral ya no se parecía a la piel. El pintalabios parecía grasa roja. La base de maquillaje, una mano de estucado. Las irritaciones del afeitado y los pelos enquistados eran como la lepra.

Como esas estrellas masculinas tipo macho que resultan ser maricas… o esos actores de cine mudo cuyas voces sonaban horribles al grabarlas… el público solo quiere una cantidad limitada de sinceridad.

Créetelo.

En el último año, a la señorita Wright no le habían ofrecido más que un guión. Un musical de bajo presupuesto, un vehículo fetichista basado en el clásico de Judy Garland y Vincent Minelli sobre una jovencita dulce e inocente que va a la Exposición Universal y se enamora de un joven sádico y atractivo. Titulado La rueda de la tortura.

Ella se aprendió las canciones y todo. Tomó clases de baile. Nunca recibió una segunda llamada.

Mirando por la ventana, sus ojos se cierran durante un instante lo bastante largo como para que ella cante, con una voz que es casi un susurro, casi una canción de cuna. Su cara se inclina un poco, como para situarse debajo de un foco, y la señorita Wright canta:

– … Me fo-fo-follaron en el tranvía…

Sus párpados se despegan y su voz se apaga lentamente. La señorita Wright traga aire. Se inclina hacia un lado para meter una mano en su bolso, que está en el suelo. Saca unas gafas de sol negras. Las abre con cuidado y se las pone con movimientos suaves.

Y sigue mirando a la nada del otro lado del escaparate de la cafetería, no a la calle llena de coches que pasan, ni tampoco a la acera por donde camina la gente. Un torrente incesante de extras. Personajes sin nombre que abren paraguas o que sostienen periódicos abiertos para protegerse el pelo de la lluvia. Sin mirar nada de todo esto, la señorita Wright dice:

– ¿Y qué tienes en mente, pues?

Mi propuesta. La razón de que hubiera estado llamando a su agente. Llamando a todas las productoras para las que ella había hecho algo en los últimos cinco años. Y de que le escribiera cartas. La razón de que hubiera insistido en que no era ninguna acosadora. Ningún pajillero.

Le pregunté si sabía que fue Adolf Hitler quien inventó la muñeca sexual inflable.

Y las gafas de sol de la señorita Wright se giraron para mirarme.

Durante la Primera Guerra Mundial, le conté, Hitler había sido corredor, encargado de entregar mensajes entre las trincheras alemanas, y le asqueaba ver que sus soldados compatriotas visitaban los burdeles franceses. Para mantener los linajes arios puros, y evitar la propagación de enfermedades venéreas, hizo fabricar una muñeca inflable que las tropas nazis pudieran llevarse a la batalla. El mismo Hitler diseñó las muñecas con el pelo rubio y los pechos grandes. El bombardeo aliado de Dresde destruyó la fabrica antes de que las muñecas pudieran tener una distribución masiva.

Créetelo.

Las cejas depiladas de la señorita Wright se arquearon hasta asomar por encima de sus gafas oscuras de sol. Las lentes negras me reflejaron a mí. Reflejaron el borde de plástico del vaso de café de ella, manchado de pintalabios rojo. Sus labios dijeron:

– ¿Sabes que soy madre?

Para mi propuesta, yo tenía planeado desarrollar un proyecto basado en aquella primera muñeca sexual. Profundizar en el elemento nazi. En el aspecto histórico. Armar una historia con verdadero valor educativo.

Los labios de la señorita Wright dijeron:

– Sí, tuve a mi bebé cuando tenía más o menos tu edad.

Si hacíamos el proyecto de la muñeca sexual de Hitler, y si lo hacíamos bien, le dije que ganaríamos un montón de dinero para esa criatura. Fuera quien fuera la persona en que se había convertido aquella criatura, la señorita Wright podía darle una cuenta de ahorro para pagarse la universidad, la entrada de una casa o la inversión inicial para montar un negocio. Fuera donde fuera que había terminado aquella criatura, esta se vería obligada a amarla.

La señorita Wright giró la cara para verse a sí misma reflejada en el escaparate. Los reflejos de los reflejos de sus reflejos, entre el escaparate y aquellas gafas de sol negras, todas aquellas Cassie Wrights encogiéndose más y más hasta desaparecer en el infinito.

En la escuela religiosa a la que había ido ella, en la infancia, la señorita Wright me contó que todas las chicas tenían que llevar un pañuelo atado a la cabeza que les cubriera en todo momento las orejas. Basándose en la idea de que la Virgen María se quedó embarazada cuando el Espíritu Santo le susurró en el oído. La idea de que las orejas eran vaginas. De que, por oír una sola idea equivocada, una perdía la inocencia. Un detalle de más y te echabas a perder. Sobredosis de información.

Créetelo.

La idea equivocada podía echar raíces y crecer dentro de una.

Las gafas de sol de la señorita Wright me mostraron a mí. Me reflejaron mientras yo abría una carpeta. Sacaba un contrato. Le quitaba el tapón a un bolígrafo y se lo ofrecía por encima de la mesa. Mi cara neutra y relajada por la confianza. Mis ojos, sin parpadear. Mi traje de tweed.

Sus labios dijeron:

– ¿Es champú Cien Caricias lo que huelo? -Sonrió y dijo-: ¿Por quién me preguntabas?

Por la emperatriz romana Mesalina.

– Mesalina -repitió la señorita Wright, y cogió el bolígrafo.

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