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SHEILA

En 1944, mientras estaba rodando la película Kismet, Marlene Dietrich se bronceó las piernas con pintura de cobre. Pintura de color cobre con base de plomo. Y el plomo se le filtró a través de la piel. A punto estuvo de morir de envenenamiento. La señorita Wright me contó esto mientras yo me dedicaba a remover la cera que se estaba derritiendo en un par de cazos.

La señorita Wright se fue quitando de cualquier modo la camiseta de manga larga, los vaqueros y las bragas. Desnuda, la señorita Wright se inclinó para extender una toalla de baño por encima de la mesa de su cocina. Su apartamento de dos habitaciones, con las paredes desnudas atiborradas de agujeros de clavos. Ni un solo mueble salvo un sofá blanco y sucio que se desplegaba para hacer de cama. Dos sillas de cocina de cromo moldeado y una mesa a juego. La señorita Wright extendió una segunda y una tercera toalla sobre la mesa. Y todavía extendió una más encima, hasta formar un colchón grueso de toallas.

Los armarios estaban vacíos. Dentro de su nevera encontrarías tal vez algo de comida para llevar, envuelta en papel de aluminio del restaurante griego que había en la primera planta. Apoyado sobre el depósito de su retrete, su último rollo de papel higiénico.

Con su culo desnudo sentado en el borde de la mesa de la cocina, la señorita Wright me contó que la actriz Lucille Ball se había negado a hacerse la cirugía estética. Nada de liftings para Lucy. Lo que hizo fue dejarse crecer el pelo de las sienes, unos mechones largos y tupidos de pelo que le crecían por encima de las orejas. Antes de hacer cualquier aparición en público, de cualquier trabajo en la televisión o en el cine, Lucy se enrollaba aquellos mechones largos de pelo alrededor de unos palillos de madera. Con un gorro de rejilla bien ceñido sobre la coronilla, Lucy tiraba de ambos palillos hacia arriba y hacia atrás, tensando y estirando la piel caída de las mejillas. Se clavaba los palillos en la rejilla del gorro y luego se ponía una peluca cardada pelirroja para esconder todo el artefacto. Pasada cierta edad, siempre que uno ve a Lucille Ball en las reposiciones de la televisión, haciendo muecas y vociferando para arrancar la risa, sonriendo y con un aspecto maravilloso para su edad, la mujer estaba sufriendo una agonía.

Créetelo, de acuerdo con la señorita Wright.

Señalando con la cabeza las cajas que había amontonadas en la sala de estar, aquellas cajas que tenían escrito «Caridad» o «Basura», le pregunté si está planeando hacer un viaje.

Y la señorita Wright echó el culo hacia atrás sobre las toallas. Agarrando con fuerza el borde de la mesa con las manos, para evitar que se movieran las toallas, se deslizó hacia atrás hasta quedar sentada. Colocada en el centro de las toallas, la señorita Wright se inclinó hacia atrás hasta quedar apoyada en los codos. Levantó los pies para apoyarlos en el borde de la mesa. Completamente desnuda. Con las rodillas muy separadas, y dobladas como ancas de rana, me dijo:

– ¿Si me voy a alguna parte?

Con las uñas de los dedos hurgó en su matorral, arrancó una cana y la tiró al suelo, diciendo:

– No nos andemos con remilgos, ¿eh?

Me contó que la actriz Barbara Stanwyck solía untarse la cara de pegamento blanco Elmer. Igual que nos untábamos las manos en la escuela primaria. El ácido láctico desprendía todas las células muertas y resecas de la piel, y al agarrar la máscara de pegamento seco y tirar de ella para arrancarla, le vaciaba todos los poros y le extirpaba los pelos.

La señorita Wright me contó que la estrella de cine Tallulah Bankhead solía recoger cascaras de huevo, las molía hasta hacer un polvo grueso y luego lo mezclaba con un vaso de agua y se lo bebía. Las cascaras machacadas se le frotaban contra la garganta, se la raspaban toda y se la estropeaban lo justo como para darle una voz grave y sensual cuando hablaba. Se rumorea que Lauren Bacall usaba el mismo truco.

La señorita Wright le echó un vistazo a mi pelo. Levantó la barbilla y me dijo que moliera una aspirina y que la mezclara con un poco de champú. Que me lavara el pelo con esa mezcla y que eso me curaría la caspa.

Yo, por mi parte, seguía removiendo la cera.

Y la señorita Wright me dijo, con las piernas abiertas en medio de la mesa de la cocina:

– ¿Es que tu madre no te enseñó nada?

Marilyn Monroe, me contó, solía cortar el tacón de un zapato para hacer que una de sus piernas fuera más corta y que así se le meneara más el culo al andar.

La mejor manera de esconder un chupetón es con pasta de dientes normal. Para deshinchar los ojos, túmbate con una rodaja de patata cruda encima de cada uno. El ácido alfa-lipoico de la patata detiene la inflamación. Exfóliate la cara con bicarbonato y un estropajo y no uses nunca jabón.

Le dije que la cera estaba lista. Ni demasiado caliente ni demasiado espesa. En el fogón, un cazo de cera blanda, de la amarilla, de esa que se hierve dentro de su latita. En el otro cazo había un paquete de esas bolitas que vienen de Francia, idénticas a guisantes partidos pero de color azul oscuro. Cera dura, de esa que se funde para hacer una pasta de color azul oscuro.

La señorita Wright me preguntó:

– ¿Has cortado la muselina?

El rollo de cinta de muselina, ancho y blanco como un rollo de cinta de caja registradora o de calculadora: yo ya había cortado un trozo del mismo en forma de cuadraditos.

Mirando como yo hundía un palito de madera, lo que los médicos antes llamaban una espátula lingual, mirando cómo yo sumergía el palito y removía el cazo de cera amarilla, la señorita Wright me dijo que empezara con la cera de color azul oscuro. Que la cera dura es más fácil de controlar. Que la cera francesa de color azul oscuro consigue mejores contornos. Un mejor control alrededor de los rebordes sensibles.

Mirando cómo yo enrollaba un pegote de cera caliente azul oscuro y me daba la vuelta para inclinarme entre sus rodillas, la señorita Wright me contó que Dolores del Rio solía untarse con polvos de gelatina de uva para teñirse los pezones y volverlos más oscuros. Para que se vieran más a través de la ropa. Y que Rita Hayworth usaba polvos de gelatina de fresa para teñirse los suyos de color rosa brillante.

La pin-up Betty Grable se rociaba el culo desnudo y los pechos con laca del pelo hasta dejárselos mojados. De esa manera las piezas de arriba y abajo del bañador se le quedaban pegadas allí donde ella quería. La laca dentro de los zapatos de tacón alto consigue el mismo efecto.

Extendido sobre la mesa, el felpudo gris de la señorita Wright. Su matorral tupido rubio con las raíces canosas. La línea rosada de la cicatriz de su episiotomía formando un pequeño sendero que le salía del culo. Limpiando el palito de madera, lo unté de cera azul y pasé la cera caliente por el nacimiento de su pelo.

Los músculos de sus piernas experimentaron una sacudida, se convulsionaron y se le agarrotaron por debajo de la piel. Los ojos cerrados con fuerza. La señorita Wright me contó que el saca-leches de Lon Chaney solía hervir huevos. Mientras interpretaba al Fantasma de la Opera, Chaney solía llevar huevos duros al decorado. Antes de rodar, cascaba un huevo y le sacaba con cuidado la membrana blanca y gomosa de la clara. Para parecer ciego, Chaney se extendía la membrana por encima del iris. Una falsa catarata. Pero debajo de la membrana se acumulan bacterias, y Chaney perdió la visión de un ojo.

Créetelo.

Con la espátula lingual, enrollé otro pegote de cera caliente. Lo extendí para cubrir un poco más del matorral de la señorita Wright.

Para matar el dolor, ese dolor afilado, abrasador y lacerante que se produce al arrancar el pelo, me contó la señorita Wright, la mayoría de los técnicos oprimen el punto. Aprietan con fuerza y eso insensibiliza las terminaciones nerviosas. Pero la mejor manera, me contó, es abofetearlo. Los verdaderos expertos arrancan la cera, tiran fuerte y dan una bofetada en la superficie depilada. Con fuerza.

Me contó que siempre hay que depilarse las piernas por la mañana. De noche están una pizca hinchadas, así que nunca te llevas el pelo entero. A la mañana siguiente ya te vuelve a asomar.

Enrollando otro pegote caliente de cera, yo le pregunté por qué había tenido el bebé que dio en adopción. ¿Por qué no se limitaba, pues eso, a abortar? ¿Por qué pasar por todo el engorro de dar a luz si no se lo iba a quedar? E, inclinándome sobre la mesa de cocina de cromo, le pinté otra franja de color azul oscuro entre las piernas.

Para exfoliarse, la señorita Wright me contó que hay que restregarse con posos fríos de café. El ácido tánico te desprende con suavidad la piel muerta. Para esconder la celulitis, hay que apretar contra la piel una capa de posos calientes de café durante ocho minutos. Los bultitos de los muslos mejorarán de aspecto al instante, pero solo durante las siguientes doce horas.

Ella me contó que la forma en que su hijo fue concebido había sido tan espantosa, una traición tan grande, que ella quiso que pasara por lo menos una cosa buena como resultado.

La señorita Wright señaló con la cabeza el siguiente pegote chorreante de cera fundida y me dijo:

– Si metes un cuchillo debajo de la mesa de la cocina, he oído que corta el dolor por la mitad…

En las películas para adultos, me contó, el primer plano de la erección insertada en el orificio se llama «plano de carne». Con los ojos todavía cerrados, los dientes rechinando y los puños cerrados mientras la cera se secaba y el sudor empapaba la toalla doblada, la señorita Wright dijo:

– Señor De Mille, ya estoy lista para mi plano de carne…

Me dijo que le arrancara la cera tirando en la dirección contraria al nacimiento del pelo. Me dijo que diera un tirón rápido y que le arreara una palmada a la superficie depilada.

El olor a cirios que arden en una iglesia. Ese olor a tarta de cumpleaños, antes de que pienses tu deseo y soples. Procedente de su coño, el olor a pan recién horneado.

A través del rechinar de dientes, me dijo:

– No me propuse nunca ser estrella del porno…

La señorita Wright me contó que un truco francés clásico era empapar una toallita con leche fría y aguantártela varios minutos sobre la cara. A continuación, empapabas una toallita en té caliente y te cubrías la cara. La proteína fría de la leche y los antioxidantes calientes del té aumentaban la circulación sanguínea de la piel y te ponían lustrosa.

Le iban cayendo hilos trenzados de sudor por los muslos desnudos. Dejando manchas de humedad en el colchón de toallas amontonadas. Y la señorita Wright dijo:

– ¿Tú querías a tu mamaíta?

Y yo agarré el borde de la cera azul. Desprendiendo una punta de la misma. A continuación di un tirón de una tira larga de la cera azul oscura y rígida. Arrancando una franja de alfombra rubia con las puntas canosas. Y le di un bofetón fuerte a la piel.

Debió de doler, porque a la señorita Wright se le llenaron los ojos de lágrimas.

De la cintura para abajo, reducida a una niña. Suave como el culito de un bebé.

Por todas partes brotaban motitas de sangre. Cada folículo era un puntito de color rojo.

Di otra bofetada para matar el dolor y una lágrima mezclada con rímel asomó en un ojo de la señorita Wright y le trazó una línea negra por la cara. Así que le di otra bofetada más fuerte, dejándonos a las dos salpicadas de su sangre.

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