Los desfibriladores cardiacos puestos por encima de 450 julios dejan quemaduras de contacto. Las palas pueden chamuscarle el pecho al paciente. Cualquier joya metálica puede doblarse al rojo vivo durante un instante. Pendientes o collares. En los pectorales caídos de Branch Bacardi, los dos verdugones rojos y redondos de las palas podrían ser pezones de dibujos animados. Nuevas aureolas relucientes grabadas a fuego en su pecho. El relicario con forma de corazón de la señorita Wright se ha calentado tanto que se le ha incrustado en el pecho. Le ha marcado a fuego un corazón diminuto a la señorita Wright. Tanto los nuevos pezones de Bacardi como el corazón de la señorita Wright todavía humean. El relicario se ha abierto de golpe, el oro se ha puesto negro, la foto del bebé que había dentro se ha enroscado y se ha chamuscado en medio de una nubecilla de humo.
Esa foto de mí recién nacida, un destello, una llama y adiós, hecha cenizas.
Mirando el cuerpo de Branch Bacardi, uno de los frota-capullos de enfermeros dice:
– Menos mal, porque ni de coña íbamos a meter una tranca tan grande en ninguna bolsa de cadáver.
– Olvídate de eso -dice el otro limpia-bombillas de enfermero-. Ese monstruo no cabría dentro de un ataúd cerrado.
El desfibrilador ha soldado a Bacardi y a la señorita Wright formando una «X» humana. Unidos por las caderas. Su carne esposada en el odio, fusionados a fuego más profundamente de lo que podría dejarlos ningún matrimonio. Unidos como siameses. Cauterizados.
Pero no… no han muerto. Branch y Cassie. Casi, pero no del todo. El hedor a coño y pelotas quemados viene de la descarga de kilovatios que casi ha matado a Cassie Wright… pero ha devuelto a la vida a Branch Bacardi. El shock que ha soldado sus genitales. Que los ha sellado entre ellos.
Créetelo.
Los enfermeros se quedan mirando, negando con la cabeza mientras se preguntan cómo levantar dos cuerpos inconscientes, siameses unidos por la entrepierna, y cargar con ellos hasta el hospital. Unidos a fuego por unas cuantas capas de piel asada, o por un espasmo muscular, o por sus partes blandas cocidas en forma de un solo pan de carne.
El olor a sudor y ozono y hamburguesa frita.
Es entonces cuando lo digo: Branch Bacardi y Cassie Wright son mi padre y mi madre. Son mis padres. Yo soy su hija.
Créetelo. Dándome golpecitos en el pecho, les digo a los enfermeros:
– Me llamo Zelda Zonk.
Pero nadie aparta la vista de los dos cuerpos desnudos, los dos gimiendo, con las cabezas colgando inertes del cuello. Sus ojos siguen cerrados. Se elevan espirales de humo de su carne fusionada. Sus nuevos pezones y corazón marcados a fuego.
Con los dedos rectos y muy juntos, levanto una mano, igual que se hace para la jura de la bandera en la escuela, para prometer cualquier cosa ante un tribunal, y les hago una pequeña señal a los enfermeros para que miren. Con la otra mano me doy un golpecito en el pecho. Me lo doy donde se supone que está el corazón.
Por un instante, todo parece muy importante. Casi real.
Y lo vuelvo a decir. Mi nombre secreto. Levanto la mano un poquito más, para que por fin alguien mire y me vea.