9

EL SEÑOR 600

El chaval número 72 resulta bastante fácil de encontrar, ahora que sus rosas se empiezan a deshacer, dejando tras de sí un rastro de pétalos marchitos de rosa que permiten seguirlo por la sala. Al número 72, al chaval ese, los pétalos blancos de rosa lo siguen igual que él se dedica a seguir a Sheila de un lado a otro, preguntándole:

– ¿Puedo ir pronto?

Mirando las flores que lleva en las manos, él dice:

– ¿Es verdad? -Dice-: ¿Crees que ella va a morir?

El numero 137, el de la tele, dice:

– Sí, señorita, ¿cuándo podremos ver el cadáver?

El número 72 dice:

– No tienes gracia.

Y la tal Sheila dice:

– ¿Por qué iba a querer morir la señorita Wright?

Los seiscientos que nos dedicamos a esperar en la misma sala estamos todos respirando el mismo aire por tercera o cuarta vez. Casi no queda oxígeno, solamente el hedor dulzón de la laca para el pelo. Colonia Stetson. Old Spice. Polo. El humo amargo de la marihuana de las pequeña pipetas de una sola calada. Los tipos están de pie delante del buffet, atiborrándose del olor a golosina de los donuts espolvoreados, los nachos al chile con queso, la mantequilla de cacahuete. Tipos que se dedican a tragar y tirarse pedos al mismo tiempo. A eructar burbujas de gas de café solo procedentes de sus tripas. Respirando a través de bolas enormes de chicle de zumo de frutas. De bocados masticados de chicle de globos rosa o de palomitas con mantequilla. El hedor químico del rotulador permanente negro de Sheila. El olor a despojos del ramo de rosas del chico.

El olor a vestuario de los pies descalzos de algunos tipos, un olor que huele igual que esos quesos franceses que huelen igual que aquellas zapatillas deportivas que llevabas todo el año al gimnasio del instituto sin lavarlas ni una vez.

Cuervo se ha puesto una capa tan espesa de bronceador que los brazos se le pegan a los costados de los músculos laterales. Los pies se le pegan al suelo de cemento. Cada vez que Cuervo da un paso, la piel se le desprende del suelo haciendo el mismo ruido que uno hace al arrancar una venda.

En el único cuarto de baño que tenemos que compartir los seiscientos, el suelo está tan mojado de meados que los tíos se quedan de pie en la entrada y hacen lo que pueden para mear dentro del lavabo o del retrete. El hedor que sale flotando de esa puerta es igual de repugnante que esos pasos que das en la calle en que el pie te resbala en lugar de posarse en el suelo, y te resbala lo bastante como para que te des cuenta del desastre antes incluso de oler el zurullo de perro que vas a estar arrastrando en la suela del zapato.

Cuervo levanta un brazo, haciendo ese ruido de vendas cuando la piel pegada con bronceador se le despega. A continuación levanta un codo, baja la cabeza para olerse el sobaco y dice:

– Tendría que haber traído más Stetson.

Viniendo del número 72, tenemos el olor verde a jabón desodorante. El aroma a menta del enjuague bucal.

Para agobiarlo, le pregunto al 137 si esta es su primera vez delante de una cámara.

El 137 dice que no con la cabeza, despidiendo olor a cigarrillos por debajo del olor de su osito de peluche empapado en sudor de sobaco.

Le digo que no se pase con las pastillas para empalmarse. En este mismo momento, mirándolo desde la otra punta de la sala, hay tipos haciendo apuestas sobre cuánto va a tardar en desplomarse con un derrame cerebral. El tío tendría que ver lo roja que tiene la cara, con las venas de la frente tan visibles como si fueran relámpagos. O bien, le digo, tendría que participar en la porra, echar un buen pellizco. Así por lo menos ganará unos cuantos pavos cuando le coja la sobredosis.

El chaval número 72 dice:

– ¿Por qué iba a querer suicidarse una estrella como Cassie Wright?

Tal vez por la misma razón que la superestrella Megan Leigh hizo más de cincuenta y cuatro películas en tres años y luego le compró a su madre una mansión de medio millón de dólares. Solo entonces la estrella de Alí Tetona y los cuarenta cipotes y de Robozorra se pegó un tiro en la cabeza.

No hay un chaval vivo que no sueñe con recompensar a sus padres o con castigarlos.

Esa es la razón de que el legendario actor pomo Cal Jammer se quedara plantado bajo la lluvia frente a la casa de su ex mujer y se pegara un tiro en la boca.

Es por eso que la reina del cine guarro Shauna Grant murió por una bala de su propio rifle del calibre 22. Y de que una noche Shannon Wilsey, la alta divinidad rubia del porno conocida como «Savannah», fuera a su garaje y se pegara un balazo en la cabeza. Yo apuesto a que Cassie Wright se ha propuesto darle un futuro desahogado a una criatura que tuvo hace mucho tiempo. Si Cassie la palma hoy, después de establecer este récord, los derechos de redifusión de Tercera Zorra Mundial y sus camisetas a precios inflados, su lencería y sus juguetes, por no mencionar su catálogo de películas anteriores, todo ese flujo de ingresos hará que su criatura largo tiempo perdida quede… podrida de dinero. Tan rica que pueda perdonar a la vieja Cassie. Por la manera en que se quedó preñada. Por haber dado a su bebé en adopción. Por eso, y por todo el estilo jodido, enfermizo, triste y repugnante en que la vieja Cassie vivió y murió.

Si Cassie Wright lleva a cabo la penitencia de los seiscientos dos, será perdonada.

Yo, personalmente, le cuento al número 137 que estoy añadiendo un eslogan en relieve a mi línea de consoladores. Repujado en altorrelieve alrededor de la base, va a decir: «La polla que mató a Cassie Wright». En la parte más gruesa, para que cuando lo retuerzas las letras escritas estimulen el clítoris.

– ¿Tienes una línea de consoladores? -pregunta el número 137.

El aliento le huele a aguardiente casero. Ese olor a vela de cera del pintalabios. El tipo ha estado llevando pintalabios de color.

Ya lo creo, le digo. Un consolador en seis colores distintos, un tapón anal y uno gigante de dos cabezas. Además, tengo en desarrollo un muñeco inflable a tamaño natural.

El número 137 dice:

– Te debes de sentir muy orgulloso.

Antes lo estaba, le digo, movía diez mil unidades en un mes. Mi porcentaje era el diez por ciento del precio de venta. Otros tipos, Cuervo por ejemplo, añaden unos centímetros a su producto. Puede que Cuervo empiece con un molde auténtico, pero lo que finalmente llega a las tiendas es más largo y más grueso de lo que él nunca ha soñado con tener. Cuervo lo llama una «licencia artística», pero es publicidad falsa. No tiene sentido decir que un producto es completamente realista cuando no lo es.

El chaval número 72 está ahí plantado, con pétalos blancos cayéndole de las flores. Con los dedos de una mano se dedica a frotar la crucecita plateada que le cuelga de una cadena alrededor del cuello.

Cada vez que respiro siento cómo el relicario de oro que me regaló Cassie me rebota y me pellizca entre los pectorales. Dentro de ese corazoncito de oro traquetea la pastilla. El oro, pegajoso por la sangre de mi pezón.

– ¿Ese es realmente Cord Cuervo? -dice el número 137. Frunciendo los ojos para mirar a través de la nube de humo de maría y de colonia, el número 137 dice-: ¿La estrella de Escalofrío pélvico en la noche y de La importancia de tirarse a Ernesto?

Asiento con la cabeza. Y de El coño rico de lady Windermere, le digo. Todos proyectos elegantes y serios. Saludo con la mano a Cord y él me devuelve el saludo.

Número 49. Número 567. Número 278. Los tipos que Sheila va llamando cogen su bolsa de la ropa y la siguen escaleras arriba. La única que vuelve a salir es Sheila. Yo apuesto a que cuando has terminado te sacan de aquí por algún otro lado. No se van a arriesgar a que nadie vuelva atrás y nos cuente qué es lo que nos espera. El requisito legal para participar en un gang-bang es llevar a cabo «instancias de sexo», lo cual incluye cualquier agujero -su coño, culo o boca- y cualquier instrumento -tu polla, dedo o lengua-, pero solo por un minuto. No: sigues a Sheila por esa puerta y un minuto más tarde te marchas. Da igual que te corras o no, te acabas encontrando desnudo y sacado a empujones por alguna salida de incendios, poniéndote los pantalones en el callejón.

El número 137, sin dejar de mirar a Cord con los ojos fruncidos, dice:

– Menuda imagen patética. -Señala con la cabeza a Beamer Bushmills y a Bark Bailey y dice-: Imagina qué clase de persona puede quedarse congelada para siempre en esa mentalidad adolescente y dedicar su vida a levantar pesas y a eyacular cuando se lo mandan. Quedarte en un estado de retraso mental tan agresivo, atrapado en unos valores tan temprano-adolescentes, hasta que te levantas convertido en un despojo humano de mediana edad, fofo y con todo colgando.

Juro que el tío se me queda mirando a mí cuando dice lo de «despojo humano», aunque tal vez solo se estaba dirigiendo a mí. Yo le digo que a uno le pueden pasar cosas peores. Uno puede ser elegido para actuar en una serie de éxito en la franja de máxima audiencia y luego perder el papel por algún sórdido escándalo sexual, y a continuación descubrir que se lo relaciona tanto con esa serie -donde tal vez interpretaba a un detective privado corto de luces- que ya nunca conseguirá ningún trabajo decente como actor hasta el día que se muera. Eso sí sería trágico de verdad, le digo.

Y le digo también al número 137 que en caso de que se quiera tapar la calva tengo un espray en mi bolsa que le puede funcionar. Señalo con el dedo del pie -siempre voy a los rodajes en chanclas-, con el dedo gordo del pie le enseño el rastro de pelo que va dejando por el suelo. Pétalos de rosa o crema bronceadora o pelo, todos vamos dejando nuestro rastro.

Mirando su pelo sobre el cemento, a continuación a mí, y por fin a Sheila, que está comprobando su portapapeles al otro lado de la sala, el número 137 grita:

– ¡Rapidito! -Le grita-: Date un poco de caña, cariño…

Yo le pregunto si no tiene algún sitio mejor donde estar. Alguna audición, por ejemplo. Yo no, le digo. Yo puedo esperar. Le digo que gracias a lo que tenemos que hacer hoy, y a esa mujer que está ahí, un chaval al que ella nunca ha conocido ya no tendrá que trabajar ni un día de su vida. La forma en que está montado el día de hoy es que yo tengo que ser el Señor Último.

Mirando al chaval número 72, el tipo dice:

– No quiero imaginarme cuántos chavales han sido engendrados por esos hombres, en vista de las películas que hacen. -Mirándome a mí, el número 137 dice-. Si es cierto que todos vamos dejando un rastro.

Nunca ha pasado, le digo.

Y el número 137 me dice:

– Bonito relicario.

Y extiende la mano hacia el collar de Cassie, el pequeño corazón dorado embadurnado de sangre que llevo entre los pectorales, con las uñas relucientes, pulidas y con una capa de barniz transparente.

Загрузка...