El tío del peluche se gira de costado hacia mí y tuerce la cabeza hacia el otro lado. El tío se cree que no lo puedo ver, pero de entre los labios pintados se saca un condón masticado y usado. Algún condón viejo que ha llevado puesto o que ha encontrado en el set, no lo quiero saber. Después de ver todas las pelis porno de maricones que he visto, no me sorprende que les ponga cachondos comerse sus propias corridas. O las de cualquiera.
El chaval le está enseñando las dos pastillas, la pastilla para empalmarse y la de cianuro.
El tío del peluche señala. Se encoge de hombros, señala con un dedo y dice:
– Esa, supongo.
Sheila aguanta la puerta abierta, con las luces del set cegándonos. Sheila dice:
– Número 72, únase a nosotros si no le importa… por favor.
El chaval devuelve ese peluche empapado de meados. El chaval tiene los dedos manchados de negro, la piel de los bíceps y los laterales, los oblicuos manchados de negro azulado, del color de esas lesiones que a uno le salen con el sarcoma de Kaposi, el cáncer gay. Los nombres escritos a mano de Barbra Streisand y Bo Derek diluyéndose por toda la mano del chaval. Y el chaval dice:
– Gracias.
En los televisores, es toda mi vida entera lo que me pasa ante los ojos. En uno de ellos, soy un tío rollo presidente taladrando con mi herramienta a la primera dama y a Marilyn Monroe hasta que alguien me vuela la cabeza de un tiro en un descapotable que recorre la calle. En otro televisor soy un repartidor de pizzas adolescente que le trae extra de salami a la residencia de una hermandad femenina de estudiantes universitarias.
El chaval número 72 sube la escalera en dirección a Sheila, que espera en la puerta. En el peldaño superior, se detiene y mira hacia atrás, rodeado de todas esas luces que le hacen parecer flaco. El chaval se mete algo en la boca y echa la cabeza hacia atrás. Sheila le da una botella llena a medias de agua y él se la lleva a los labios, cada trago visible por las burbujas. La puerta se cierra y él desaparece.
El tío del peluche está agarrado al borde de la mesa del buffet, apoyado en ella.
Yo le pregunto si su viejo alguna vez tuvo alguna clase de conversación sobre sexo con él.
El tío del peluche dice:
– ¿Me puedes prestar tu teléfono móvil?
¿Para qué?, le digo yo.
Y el tío del peluche se pone a palpar la mesa con una mano, coge un condón, se lo mete en la boca y lo escupe. Y dice:
– Me gustaría llamar a los refuerzos.
Por supuesto que tengo un teléfono. En mi bolsa del gimnasio. Se lo doy y le cuento que en el instituto yo salía con una chica llamada Brenda, una tía tremenda, estaba buenísima, pero por entonces era una auténtica dama.
El tío del peluche se aguanta el teléfono contra la parte de arriba de la nariz, dejando el sitio justo para pulsar los botones con un dedo. Frunciendo los ojos, dice:
– Te escucho…
En los televisores, soy un viejales que se está tirando a una voluntaria hospitalaria en un geriátrico. Al mismo tiempo, otro televisor me muestra como boy scout junior cepillándome a mi madre de grupo.
Me pongo a contarle que Brenda era la chica con la que me veía para el resto de mi vida, nos imaginaba casándonos, a Brenda y a mí construyendo un hogar y haciéndonos viejos juntos. Lo que fuera, con tal de que siempre estuviéramos juntos. Con los sentimientos que tenía por ella, la quería demasiado hasta para intentar follármela, tanto que ni siquiera le suplicaba que me dejara chuparle las tetas o meterle la mano por la bragueta de los vaqueros. Esa clase de afecto y respeto mutuo nos teníamos.
Por teléfono, el tío del peluche dice:
– ¿Lenny? -Sin dejar de agarrar la mesa con la otra mano, el tío dice-: Necesito hacer un pedido muy urgente.
En el segundo año, quería tanto a Brenda que le enseñé su foto a mi viejo.
Así es como él era: mi viejo me quitó la foto de los dedos. Se la quedó mirando, negando con la cabeza. Me devolvió a Brenda y dijo:
– ¿Cómo va un panoli como tú a llevarse a un bellezón así? -Dijo mi viejo-: Chaval, ese coño está muy, muy por encima de tus posibilidades.
Y yo le dije que me quería casar con ella.
En los televisores soy un militar, un soldado raso que esquiva las bombas de los japos y se tira a las chatis hawaianas en Hawai en De aquí a la orgasmidad.
Por teléfono, el tío del peluche dice:
– Ahora mismo, necesito a un acompañante masculino, cualquiera que tenga polla, no importa la raza o la edad, mientras pueda ponerla dura, cargar, disparar y largarse. -El tío del peluche dice-: No, no es para mí. -Dice el tío-: Yo nunca estoy tan desesperado.
Cuando le dije que tenía planeado casarme con Brenda, mi viejo sonrió. Sonrió y me rodeó los hombros con el brazo. Y dijo:
– ¿Te la has tirado ya?
Yo le dije que no con la cabeza.
Y mi viejo dijo:
– ¿Quieres saber una forma segura de no dejar preñada a una chati?
El tío del peluche me sorprende mirándolo, y va y me dice:
– Sigue hablando, te juro que te estoy escuchando.
Mi viejo me contó que la forma que tenían los tíos de la Antigüedad de no dejar nunca preñadas a sus mujeres, antes de los condones y las píldoras anticonceptivas y las esponjas y todas esas historias, era: poco antes de soltar la corrida, cuando todavía tenían la polla bien hincada, los tíos de la Antigüedad se aseguraban de soltar un chorrito de orina. Dejaban escapar únicamente un hilillo. Los meados, me contó mi viejo, tienen el bastante ácido como para matar el esperma.
El hombre quería que me meara dentro de ella.
Me dijo que Brenda no se iba a enterar.
Mi viejo me dijo que aquel truco era algo que todos los padres considerados les contaban a sus hijos. Que era una especie dé legado que se pasaba de una generación a la siguiente, y que si yo alguna vez tenía un hijo, le contaría lo mismo.
Aquel segundo año fue el último gran momento de mi vida. Tenía una chica a la que quería. Y tenía un padre que me quería a mí.
Por teléfono, el tío del peluche dice:
– Cincuenta pavos, lo coges o lo dejas. -El tío se ríe y dice-: Algún pringado debes de tener, un adicto al cristal o un yonqui, que se quiera pasar por aquí por cincuenta pavos…
La noche en que por fin hice el amor con Brenda fue hermosa. Extendimos una manta bajo un árbol cubierto de florecillas de color rosa, sin nada más sobre nuestra cabeza que estrellas y flores. Nos llevamos una botella de vino que mi padre me regaló para la ocasión. Champán. Brenda había hecho galletas con virutas de chocolate y nos emborrachamos un poco e hicimos el amor. No como en las películas, donde lo que hay es una polla y un coño en un combate a muerte, cascando y batiendo y golpeándose sin más, como si nuestras pieles estuvieran teniendo una conversación. Mediante los olores y los sabores y el tacto, nos estábamos conociendo. Diciendo lo que no podíamos decir con palabras.
Los dos desnudos sobre la manta, con pequeños pétalos cayéndonos encima, Brenda me preguntó si yo había llevado protección.
Y yo le llevé el dedo a sus labios y le dije que no se preocupara. Le dije que mi padre me había contado una precaución secreta.
Por teléfono, el tío del peluche dice:
– No me importa lo viejo y asqueroso que sea el tío. Aunque sea gordo y repulsivo, le pagaré los cincuenta pavos.
Bajo ese árbol con sus florecillas, Brenda y yo nos abrazamos, nos transportamos el uno al otro a través de nuestro primer clímax juntos, el principio de nuestra vida en común. El anillo de prometida estaba en su dedo y nos habíamos bebido la botella de vino. Permanecimos unidos en un abrazo, yo encima de ella, todavía dentro, y muriéndome de ganas de echar una meada de tanto dulce champán que me había bebido.
En las pantallas de televisión, soy un magnate millonario y canoso que se trinca a su secretaria encima de un escritorio de madera labrada. En otras pantallas soy un fontanero que desatasca las tuberías de un ama de casa aburrida.
Tumbado dentro de Brenda, únicamente para protegerla, dejé que se me escapara un chorrito de pis. Pero tenía la vejiga a punto de reventar y no pude detener el chorro. Mi hilillo siguió saliendo a borbotones, y la mirada de Brenda buscó la mía, nuestros ojos a punto de tocarse, nuestras narices tocándose, los labios de ella rozando los míos.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo Brenda.
Y haciendo fuerza para parar, apretando para no mear, le dije:
– Nada.
Le dije:
– No estoy haciendo nada.
Por teléfono, el tío del peluche dice:
– ¿Tienes a alguien en mente? -Se ríe y dice-: Ya te lo he dicho, me da igual cómo de repugnante…
Brenda forcejó conmigo, rodando a un lado y otro sobre la manta y golpeándome con los puños. No paraba de decir:
– Cerdo. Eres un cerdo.
Por debajo de mis caderas, Brenda se retorcía y pataleaba, diciéndome que me separara de ella. Que saliera.
Y yo no paraba de decirle que todavía no. Agarrándole los brazos con las manos, no paraba de decirle que aquello era para mantenerla a salvo.
En los televisores, estoy en la Antigüedad, tirándome a Cleopatra estilo perro. Soy un astronauta, dando vueltas al mundo en compañía de una chati alienígena verde dentro de una estación espacial con gravedad cero.
Bajo aquellas flores y estrellas, encima de Brenda, no pude parar hasta que ella consiguió meter una rodilla entre mis piernas, me arreó un rodillazo rápido y me aplastó las pelotas. Con aquel golpe, el dolor se adueñó de todo. Mi polla se dobló hasta salir, a presión, todavía dura como la roca, todavía rociando pis, un pis caliente de champán que nos duchó a los dos. Yo me agarré las pelotas aplastadas con las dos manos, soltando los brazos de Brenda, y ella salió rodando de debajo de mí.
Algo me cayó encima golpeándome el costado de la cara, con demasiada fuerza para ser una florecilla, doliéndome demasiado para ser un escupitajo. Brenda agarró su ropa vacía y echó a correr, y aquella fue la última vez que la vi en mi vida: escapándose y vista desde atrás, con mis meados resbalándole por el interior de ambos muslos.
El tío del peluche dice:
– Vale, manda a quien sea, pero mándalo ya.
El tío cierra el teléfono de golpe y me lo da.
Es por eso que le he dado al chaval el consejo que le he dado.
El tío del peluche hace una mueca y escupe algo masticado al suelo. Otro condón. Me mira con los ojos fruncidos y dice:
– ¿Le has sugerido a ese joven confuso que orinara dentro de su madre?
No, le digo. Y le explico lo de la pastilla de cianuro que Cassie quería, el hecho de que se suponía que yo se la iba a llevar dentro del relicario, pero el chaval aceptó ser él quien se la llevara.
Y al tío del peluche se le abre de golpe la boca al mismo tiempo que se le levantan las cejas. El tío recobra la compostura de la cara, traga saliva y dice:
– Esas dos pastillas que me has enseñado… ¿estás diciendo que una era de cianuro?
Y yo asiento con la cabeza: Sí.
Los dos nos quedamos mirando la puerta cerrada del set de rodaje.
En los televisores, soy un cavernícola de la antigüedad haciendo el trenecillo en una orgía con una tribu de humanoides como yo, sucios y peludos y encorvados, ninguno de nosotros humano del todo, sin terminar de evolucionar.
El tío del peluche se encoge de hombros y dice:
– Aunque el chaval tome la pastilla que no es, aun así estableceremos el récord mundial. -Dice el tío-: He llamado a la agencia y la caballería está de camino.
El tío dice que esa agencia conoce a alguien dispuesto a trabajar una hora por menos de cincuenta pavos. Un viejales, dice la agencia, el hazmerreír de la industria del porno, fofo y arrugado, con la piel reseca y costrosa. Los ojos inyectados de sangre y mal aliento. Un dinosaurio del porno al que la agencia no consigue colocar, dicen que van a intentar ponerse en contacto con él, hacerlo venir a toda prisa para que pueda sustituir al chaval número 72. En caso de que el chaval se muera o no se le ponga dura o le diga a Cassie que la quiere y lo echen a patadas.
El tío del peluche dice:
– A la vista de cómo me lo han descrito, me muero de ganas de ver la mala pinta que tiene ese monstruo.
Se dedica a parpadear, a continuación mira con un ojo y después con el otro. Se frota los ojos con la base de las manos, parpadea deprisa y se queda mirando las pantallas de televisión con los ojos guiñados y el ceño fruncido.
En los televisores, soy un modelo super-cachas que está en pelota picada en el centro de una clase de dibujo y a quien se la están chupando un grupo de hermosas estudiantes de arte.
Lo que me rebotó en el cráneo aquella noche, la última noche que pasé con Brenda, lo que me golpeó demasiado fuerte para ser una florecilla rosada… era el anillo de prometida que yo le había regalado.
En mi mano, empezó a sonar el teléfono. Por el número que salía en la pantalla, la llamada entrante era de mi agencia de representantes.