Inclinándome sobre la señorita Wright, con unas pinzas de cromo en los dedos, cerré las puntas afiladas de las mismas alrededor de un pelo de la ceja. Mordiéndome la lengua. Cerrando los ojos con fuerza al tirar del pelo. Cerrando las pinzas en torno a otro pelo fuera de sitio.
La señorita Wright ni siquiera parpadeó. No se inmutó ni se echó hacia atrás en la silla para apartarse. Me contó que cuando alguien llamado Rodolfo Valentino murió de apendicitis, dos mujeres de Japón se tiraron dentro de un volcán activo. Aquel mancha-pañuelos de Valentino era una estrella del cine mudo, y cuando murió en 1926 una chica de Londres se envenenó encima de una colección de fotos de él. Un ascensorista del hotel Ritz de París se envenenó sobre una colcha donde había una colección parecida. En Nueva York, dos mujeres se plantaron delante del Polyclinic Hospital, donde había muerto Valentino, y se cortaron las venas. En su funeral, una multitud de cien mil personas se desmadró y tiró abajo los ventanales del depósito de cadáveres, destruyendo las coronas y los ramos de flores funerarias.
Algún estruja-plátanos llamado Rudy Vallee grabó una canción de éxito sobre ese enciende-mangueras de Valentino. Titulada «There's a New Star in Heaven», «Hay una estrella nueva en el cielo».
Créetelo.
Cuando sus cejas se vieron igualadas, eché un chorro de hidratante en una esponjita y se lo extendí por la frente. Le pasé la esponjita por las mejillas y alrededor de los ojos.
Nuestro equipo de clava-taladros, nuestros seiscientos lanza-sorbetes, seguían en casa, dormidos, a falta de una hora para que les sonaran los despertadores. El día de hoy todavía era oscuro, apenas era el día de hoy. La iluminación ya estaba lista. La película en su sitio. Las cámaras preparadas. Los uniformes nazis alquilados y en sus perchas, todavía enfundados en el plástico de la lavandería. Aquí no estábamos más que la señorita Wright y yo.
Con los ojos cerrados y con la esponja de hidratante dándole tironcitos de la piel en distintas direcciones, la señorita Wright me contó que los empleados de pompas fúnebres arreglan los cadáveres, les aplican maquillaje y los peinan desde el lado derecho, porque es el lado que la gente va a ver en los funerales de ataúd abierto. El director de pompas fúnebres lava el cadáver a mano. Moja bolitas de algodón en insecticida y te las mete por los orificios nasales para evitar que se aposenten ahí los bichos. Con los dedos abre un conducto de ventilación anal para que no se acumule el gas ahí dentro. Debajo de los párpados mete coquillas de plástico, parecidas a pelotas de ping-pong cortadas por la mitad, para evitar que se abran. Aplica cera fundida con un pincel en los labios para que no se despellejen.
Yo me dediqué a ponerle base de maquillaje con una esponja. A aplicarle un tono de bronceado medio alrededor de la boca. A armonizar los contornos de debajo de la mandíbula.
Acomodada en la silla blanca de la sala de maquillaje, con el babero de papel sujeto con pinzas alrededor del cuello, la señorita Wright me contó que un escupe-leches llamado Jeff Chandler estaba filmando una película titulada Invasión en Birmania en 1961, en las Filipinas, cuando se le salió un disco de la columna. Aquel aprieta-salchichas era un tío famoso, rival de Rock Hudson y de Tony Curtis. Grabó un álbum de éxito y varios singles para la Decca. Entró en el quirófano para una rápida operación de disco. Los médicos le cortaron una arteria. Le metieron veintiún litros de sangre, pero aun así aquel mete-churros murió haciendo aquella película.
Con los ojos cerrados, pestañeando, arqueando las cejas para que yo le pusiera la sombra de ojos, la señorita Wright me contó que el dispara-semillas de Hollywood Tyrone Power cayó muerto de un ataque al corazón mientras filmaba una escena de lucha de espadas en la película Salomón y la reina de Saba.
La señorita Wright me contó que cuando Marilyn Monroe se quitó de en medio, Hugh Hefner compró el nicho del mausoleo de al lado del de ella, porque quería pasar la eternidad acostado junto a la mujer más hermosa que había vivido nunca.
La señorita Wright me contó que el menea-puños Eric Fleming estaba filmando sobre el terreno para su serie de televisión High Jungle cuando su canoa volcó en el Amazonas. La corriente arrastró a Fleming y las pirañas del lugar remataron el trabajo. Con las cámaras todavía rodando.
Créetelo.
Mientras yo me dedicaba a aplicarle el lápiz de ojos, la señorita Wright me contó que al pringa-páginas de Frank Sinatra lo enterraron con una botella de Jack Daniels, un paquete de cigarrillos Camel, un encendedor Zippo y diez monedas de diez centavos para que pudiera hacer llamadas telefónicas. Al humorista Ernie Kovacs lo enterraron con el bolsillo lleno de habanos liados a mano.
Cuando el soba-chichis Bela Lugosi murió en 1956, lo enterraron con su traje de vampiro. Su funeral podría haber sido una de sus películas de Drácula, con sus dientes de vampiro puestos en el ataúd. La capa de satén, todo.
Walt Disney no está congelado, me dijo la señorita Wright. Fue incinerado y sus cenizas selladas en una cripta con las de su mujer. Las cenizas de Greta Garbo fueron echadas al viento en Suecia. Las de Marlon Brando fueron echadas entre las palmeras de su isla privada en los Mares del Sur. En 1988, cuatro años después de morir, Peter Lawford seguía debiendo diez mil dólares a su lugar de descanso final en el Westwood Village Memorial Park, a un tiro de piedra de la mujer más hermosa que había vivido nunca. De manera que fue desahuciado y sus cenizas echadas al mar.
Yo ya le estaba aplicando el colorete con un pincel a la señorita Wright. Perfilando los costados de su nariz con un polvo oscuro. Trazando el contorno de sus labios con lápiz.
Se abrió la puerta que daba al callejón y entraron dos miembros del equipo. Tirando sus cigarrillos detrás de ellos. El técnico de sonido y el cámara, oliendo a humo y a aire frío. La luz del callejón cambió de negro a azul oscuro. Los ecos del ruido del tráfico sonaban como un mar lejano. La hora punta del tráfico matinal.
Mientras yo le aplicaba el color de labios, la señorita Wright me contó que un saca-mantecas llamado Wallace Reid, el apodado «Rey de la Paramount», con su metro noventa de altura, murió intentando quitarse de la morfina en una celda acolchada.
Cuando el cine sonoro le dijo al mundo que la elegante y señorial Marie Prevost hablaba con graznidos de clase baja del Bronx, ella lo dejó todo. Se dio a la bebida hasta matarse. Murió en su apartamento cerrado con llave y su perro salchicha famélico, Maxie, se la estuvo comiendo durante días antes de que el conserje se molestara en llamar a su puerta.
– Marie Prevost pasó de ser la más grande actriz femenina de su momento a ser comida de perro… así -dijo la señorita Wright, y chasqueó los dedos.
El actor de cine Lou Tellegen se arrodilló frente a un saco de sus fotos promocionales y recortes de prensa y se sacó las tripas con unas tijeras. John Bowers se tiró al océano. James Murray se tiró al East River. George Hill se voló los sesos con un rifle de caza. Milton Sills se lanzó con su limusina por la Curva de los Muertos de Sunset Boulevard. La hermosa Peg Entwisde se subió al letrero de Hollywood y se tiró desde lo alto. La modelo de portadas Gwili Andre se quemó viva sobre un montón de sus fotos de revistas.
Una rociada de perfume, unas cuantas pasadas del cepillo y di la tarea por terminada.
La señorita Wright abrió los ojos.
Nada de algodón con insecticida en sus narices. Nada de conducto de ventilación anal. Las lentes de contacto azules, del color del cielo del desierto, le flotaban en los ojos. Nada de pelotas de ping-pong cortadas por la mitad.
El rubio perfecto de Hitler, el estereotipo de muñeca sexual de ojos azules.
La señorita Wright contempló su reflejo en el espejo de encima del tocador. Torció el cuello para ver su perfil derecho y luego el izquierdo. Y dijo:
– Siempre hay formas peores de diñarla… -Su mano sacó un pañuelo de papel de la caja y sus labios dijeron-: He vivido toda mi vida para mí misma. -Con ambas manos tensó el pañuelo y juntó los labios estrujándolos sobre el mismo. Secándoselos. Diciendo-: No es que tenga ni punto de comparación con Joan Crawford.
Sus labios se despegaron del pañuelo de papel, dejando un beso perfecto, y dijo:
– Pero tal vez me ha llegado la hora de hacer algo para el chico.
Extendiendo la mano para coger el pañuelo, yo le pregunté:
– ¿Para su hijo?
Y la señorita Wright no dijo nada. Cogió el pañuelo de papel que había besado con sus labios perfectos. Y me entregó el pañuelo sucio.