La tal Sheila grita que todo el mundo se calle. Comprueba las convocatorias y dice:
– Número 21… necesito al número 21.
Estamos todos conteniendo la respiración, con los dedos cruzados, las orejas enhiestas para oír nuestro número. Comprobando su portapapeles, Sheila dice:
– Número 283 y número 544. -Con una mano le hace una señal a los tipos para que la sigan al set, diciendo-: Por aquí, caballeros.
En los monitores, estamos mirando cómo Cassie Wright lleva unas braguitas blancas para interpretar a una bella sureña frustrada y desesperada por ser aceptada en la familia de ricos plantadores de su marido. El tipo es un lanzador de béisbol semiprofesional y acabado que bebe demasiado y que hace tanto tiempo que no se la hinca que ella tiene miedo de que sea marica. A Cassie la agobia su suegro, llamado Gran Papi, y también sus sobrinas y sobrinos, a quienes llama monstruos cuellicortos. Acariciándose de arriba abajo las caderas de satén blanco, Cassie dice:
– Me siento… -Dice-: Me siento como un coño en un tejado de cinc caliente.
Esta se acabaría editando como La zorra sobre el tejado de cinc.
Más tarde reeditada como El coño sobre el tejado de cinc.
Cord interpreta al marido tal vez marica, y, sentado en una silla de ruedas, dice:
– ¡Pues salta, Maggie! ¡Salta!
Pero nadie mira la película. Estamos todos frunciendo los ojos, contemplando a Sheila y a los tres tipos, esperando a que lleguen a lo alto de las escaleras, donde Sheila pasa su tarjeta magnética y la puerta de los decorados se abre con un clic. Todos los tíos que estamos aquí, levantando una mano a modo de visera para protegernos los ojos de ese estallido de luz brillante, los focos y las luces de relleno, las bombillas halógenas y el resplandor de los reflectores de Mylar, tan luminoso que duele mirarlo. Pero, aun así, los tíos miran. El costado de todas las caras se ilumina de blanco mientras las siluetas oscuras de Sheila y de los tres tipos se funden y desaparecen en el resplandor blanco.
Los tipos que seguimos esperando, frunciendo los ojos, ciegos como topos y mirando a través de las pestañas, no podemos ver nada salvo tal vez piel blanca con fondo de sábanas blancas, pelo y uñas rubio platino, todo eso derretido bajo unas luces increíblemente blancas, que lo cuecen todo de tanto que brillan. Olor a lejía, a amoníaco, a limpiador. Y una ráfaga de aire acondicionado frío.
En ese destello, la cruz de plata que lleva el chico y el relicario de oro que me dio Cassie, las dos cosas centellean, recalentadas por la luz que han reflejado durante un solo latido del corazón.
Los ojos de los tíos todavía se están acostumbrando a la luz y la puerta ya se está cerrando, cerrando, ya está cerrada. Este sótano en el que esperamos, este suelo pringoso de refresco derramado y de migas de patatas fritas que se nos pegan a los pies descalzos, después de ese único vistazo este lugar queda mucho más oscuro. Nuestro vislumbre de la nada luminosa nos ha dejado ciegos.
Yo me toco el collar que me dio Cassie, el relicario y le digo algo al tipo de la televisión que lleva el peluche.
Y el chaval número 72 aparece a mi lado y pide permiso para hablar.
– Contigo no -le dice al número 137. El chaval está manoseando algo que le cuelga del cuello con una cadenilla, la crucecita de plata, una especie de cruz eclesiástica, y va y dice-: Necesito preguntarle algo al señor Bacardi.
Me apuesto a que al tipo de la televisión, el número 137, le corre en las venas algo de sangre sucia. Ahora se encoge de hombros y se aleja, pero no demasiado, un par de pasos nada más.
Me acerco al chico, me pongo a darle golpecitos con el dedo en la cara, y le digo:
– Chaval, ¿has venido para ayudar a tu vieja o para castigarla?
Al chaval se le ponen a temblar los labios y va y dice:
– He venido a salvarla.
La razón de que las chatis que se dedican a esto no utilizan ninguna clase de contracepción es que la píldora puede hacer que se te agriete la piel. Te puede poner el pelo grasiento y greñudo. Ni el diafragma ni la esponja son cosas que quieras tener dentro del aparato, no si te están trincando en tándem un par de pollas profesionales como las de Cord o Beam o la de un servidor. Ninguna chati que está haciendo penetración doble quiere nada de alambre metido dentro, le digo al chaval. No es imposible para nada que él sea hijo de Cassie Wright.
– Ella me dio en adopción -dice él-. Intentó darme una vida mejor. Yo solo quiero devolverle el favor.
– ¿Colándote aquí? -le digo.
– Si es lo que hace falta -dice el chaval, sacando barbilla en dirección a mí.
¿Colándose aquí y avergonzando a Cassie cuando ella está concentrada en establecer el récord mundial que va a revivir su carrera? ¿Avergonzándola delante del equipo y de todos sus colegas profesionales? Le digo:
– Chaval, no le hagas esa clase de favor.
Varados aquí, los cuatrocientos o quinientos tíos cambian de postura con gesto aburrido. Miran los monitores que hay colgados del techo. Cassie Wright montando estilo vaquero sobre la polla tiesa de Cord Cuervo, que está sentado en su tilla de ruedas, ella manteniendo el equilibrio con un brazo apoyado en el yeso de su pierna enyesada falsa. El hecho de que nadie se haya marchado da fe de lo que los tíos están dispuestos a soportar con tal de mojar. Si hubiera una tía buena y disponible esperando en lo alto del Monte Everest o en la Luna, ya tendríamos construido un ascensor de alta velocidad. Vuelos espaciales de cercanías cada diez minutos.
– Chaval -le digo-. Créetelo o no… -Señalo con la cabeza en dirección a las escaleras, a la puerta cerrada a cal y canto y las luces y decorados que hay al otro lado, y le digo-: La mujer que está ahí arriba no quiere ser salvada.
Y el chaval dice:
– Ya sabía yo que no lo entenderías.
Los pétalos y las hojas de las flores que tiene en las manos se han puesto todos retorcidos y negros.
El chico cuenta que cuando era pequeño se encontró en Internet la foto de una mujer, una mujer guapísima, y que no podía evitar conectarse para mirarla todos los días después de la escuela. En la foto, la mujer estaba desnuda y jugaba a algo parecido a la lucha libre con unos superhéroes musculosos desnudos. Los tres llevaban las partes íntimas al aire, pero estaban intentando esconderlas los unos dentro de los otros. Alguna clase de juego de pillar. El chaval leyó las letras del nombre que ponía debajo de la foto y las letras decían «Cassie Wright». Tecleó aquellas letras en Internet y aparecieron muchas más fotografías de ella desnuda.
Fotografías y clips de vídeo, un millón de millones de resultados que el chaval tuvo que rastrear.
– Tío -le digo-, el requisito legal es «instancias de sexo». -Le digo al chaval que puede contarle a ella sus sentimientos. Decirle: «Gracias, mamá». Decirle a Cassie que la quiere. Pero ¿no sería posible también meterle un dedo dentro? Tal vez, mientras está estirando los brazos para abrazarla, ¿un dedito se le puede meter por accidente en el culo de ella? Y le digo-: Tío, así matas dos pájaros de un tiro.
El chaval se limita a negar con la cabeza, y me cuenta que creció con las fotos de ella, cazando sus películas, aprendiéndolo todo sobre ella. Cuando le crecieron las pelotas, su obsesión solo fue a peor.
– Tío -le digo-, deja de ser tan egoísta. Hoy es el gran día de ella.
Una tarde, el tío me cuenta que se la estaba cascando y que se olvidó de cerrar con llave la puerta de su dormitorio. Su madre adoptiva debió de llegar a casa temprano del trabajo, lo sorprendió en plena faena y se puso a gritar. Lo pilló bien pillado.
– Tío -le digo-, ¿in fraganti?
– No -dice el chaval número 72-, cascándomela.
La madre adoptiva del chaval se puso a gritarle y a preguntarle si sabía quién era aquella mujer. ¿Acaso sabía el chaval con quién estaba fantaseando? ¿Acaso tenía alguna idea, la más remota idea de la identidad de aquella guarra? Y el chaval allí con la picha en la mano y con una foto del coño abierto de Cassie Wright en el monitor, y su madre adoptiva que no se callaba.
– Tío -le digo.
– Y ella venga a gritar -continúa el chaval-. Y me gritó: «Es tu madre biológica».
Su madre adoptiva le gritó que estaba echando su lechada encima de las fotos de lo que probablemente fuera su propia concepción.
– Tío -le digo-, si a Cassie no se la follan hoy seiscientos tíos, está jodida.
Y el chaval número 72 dice:
– No puedo. -Se dedica a manosear su cruz de plata y dice-: Tal vez si hablara primero con ella, tal vez entonces podría. -Continúa-: Pero desde que mi madre adoptiva me dijo lo que me dijo, desde que me contó la verdad, no he sido capaz de…
El chaval mira sus flores mustias y caídas.
Y yo chasqueo los dedos, levantando el brazo por encima de la cabeza. Chasqueo los dedos y levanto la voz en dirección al tipo de la televisión. Y le digo:
– Tío del peluche, tenemos aquí una emergencia. -Le digo-: El chaval necesita una pastilla o bien hoy aquí nadie va a hacerse famoso.
Se enciende una luz, muy arriba y muy escorada a un lado. La puerta que hay en lo alto de las escaleras se abre y aparece el contorno de una silueta negra.
– Caballeros -dice la silueta-. Necesito los números siguientes…
Y con la mano en el aire yo continúo chasqueando los dedos, haciendo gestos para que nos vengan refuerzos.