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EL SEÑOR 137

¿Sabes esos días en el gimnasio en que estás levantando seis pesas en el banco de musculación, o bien levantando tu peso corporal en la barra olímpica con un solo brazo, y al hacer un repertorio de ejercicios vas a cien mil por hora, cascando series mixtas de máquinas de remar con barras de hombros, machacando repertorios y series tan deprisa como puedes alinear las pesas, pero luego, en la serie siguiente, estás hecho polvo? Agotado. Cada pesa o disco te cuesta más esfuerzo. En lugar de arrasar con todo, estás contando, sudando. Jadeando.

No es un bajón de azúcar. ¿No sabes qué es? El gran cambio se debe a que algún ceporro del mostrador de recepción ha quitado la música. Tal vez no estabas escuchando escuchando, pero cuando la música para, hacer ejercicio se convierte en un simple trabajo.

Es la misma sensación sombría, esa misma caída de la presión sanguínea, que cuando la música se apaga a las tres de la mañana, a la hora del cierre del ManRod o del Eagle, y tú te quedas ahí plantado, sin haber follado todavía y más solo que la una.

Es el gran bajón que notas cuando estás filmando una película. No hay música de acompañamiento. No hay música ambiental. Al final del pasillo, en esa habitación con Cassie Wright, ni siquiera oyes jazz de peli porno con guitarra eléctrica wah-wah. No, solo después de editar, después de doblar todos los diálogos, se añade una pista de música para mejorar la continuidad.

¿Y a que no sabes qué? Traer aquí al señor Totó ha sido un plan terrible.

Pero comprar un frasco entero de Viagra… eso me puede hacer triunfar.

Al otro lado de la zona de espera, el autentico y genuino Branch Bacardi está hablando con el señor 72, ese chaval que tiene un ramo de rosas mustias en la mano. Los dos podrían ser fotos de antes y después del mismo actor. Bacardi lleva calzoncillos largos de satén rojo y está hablando mientras se frota el pecho trazando círculos lentos con la mano. En la otra mano sostiene una cuchilla de afeitar desechable de color azul. Cuando se detiene la mano que estaba frotando, la mano de la maquinilla se desplaza a ese punto y se pone a afeitar una barba invisible, la maquinilla de plástico raspando con esos movimientos breves y rápidos que se usan para arrancar malas hierbas con la azada en un jardín. Branch Bacardi sigue hablando, sin bajar nunca la vista mientras la mano que frota se desplaza a otra área, palpa y por fin tensa la piel bronceada mientras la mano de la maquinilla afeita la piel desde todos los ángulos.

Aquí mismo: Branch Bacardi, estrella de La corrida Da Vinci y de Taladrar a un ruiseñor, de El cartero siempre se corre dos veces y de la primera película porno completamente musical y coreografiada, Chitty Chitty Gang Bang.

Aunque estén bajo techo, Bacardi, Cord Cuervo, Beamer Bushmills, todos esos dinosaurios de la industria del porno, llevan las gafas de sol puestas. Se atusan el pelo y se lo alisan. Son la generación de verdaderos actores teatrales, que estudiaron su oficio en la UCLA o la NYU, pero necesitaban pagar el alquiler entre papeles legítimos. Para ellos, hacer porno era una diversión. Un gesto político radical. Interpretar al protagonista masculino de La dimensión desconocida o Historia de dos suciedades era un chiste que poner en el curriculum. Cuando llegaran a ser estrellas legítimas y taquilleras, aquellos primeros trabajos se convertirían en pasto de anécdotas que contar en programas de entrevistas de medianoche.

Actores de la talla de Branch Bacardi o Post Campari encogían los hombros bronceados y afeitados y decían:

– Joder, hasta Sly Stallone hizo porno para pagar las facturas…

Antes de convertirse en arquitecto de fama mundial, Rem Koolhas hizo porno.

Al otro lado de la sala de espera, una joven que lleva un cronómetro colgando de un cordel negro alrededor del cuello se para junto a Bacardi y le escribe el número «600» en el brazo, con el seis encima, un cero debajo y el segundo cero debajo de todo, igual que numeran a los triatletas con un rotulador. Tinta permanente. Mientras la coordinadora de actores escribe en la parte de afuera de ambos bíceps, rotulando «600» primero en un brazo y después en el otro, Bacardi sigue hablando con el chaval de las rosas, palpándose los abdominales en busca de pelos por afeitar, y tiene la maquinilla de plástico suspendida en el aire, lista.

Los hombres que no se dedican a comer patatas fritas se están raspando con maquinillas de afeitar. Estrujándose granos. O bien estrujándose tubos de pomada en las palmas de las manos, frotándose las manos entre sí o bien untándose las caras, los muslos y los cuellos con una capa de color marrón. Crema bronceadora. La piel de alrededor de sus uñas es de color marrón oscuro sucio. Estos actores están de pie con bolsas del gimnasio a los pies, agachándose para pescar tubos de fijador para el pelo, crema bronceadora, maquinillas de plástico, espejos de bolsillo plegables. Hacen flexiones de brazos, con vetas marrones en los pulcros calzoncillos blancos. Entras en el único retrete que hay para seiscientos actores, un cubículo con letrina, lavabo y espejo, y te encuentras con que el desfile de nalgas ha dejado la taza blanca llena de capas y más capas de manchas marrones. El lavabo pringado de huellas de manos color bronce. La puerta blanca embadurnada de una neblina de huellas de dedos y palmas marrones, pertenecientes a dinosaurios del porno que caminan dando tumbos, ciegos tras sus gafas de sol.

Cuesta no imaginarse a Cassie Wright en el decorado, desplomada en una cama de satén blanco, a estas alturas ya embadurnada y manchada y pringada, más y más oscura con cada actor que pasa. Porno de caras pintadas.

Me tomo una pastilla.

La coordinadora de actores se para a mi lado y dice:

– Adelante, quédate ciego, pero luego no nos pidas una compensación por daños y perjuicios.

¿Qué?, le pregunto yo.

– Sildenafil -dice la joven, y da unos golpecitos con el rotulador en la mano donde tengo el frasco de pastillas azules-. Se te pondrá dura, pero, en caso de sobredosis, vigila en busca de síntomas de neuropatía óptica isquémica anterior no arterítica.

Se aleja de mí. Y yo me zampo otra pastilla azul.

Dirigiéndose al chaval de las rosas, Branch Bacardi dice:

– No filman a los actores en orden. -Ahuecando una mano para levantar un músculo pectoral flácido, raspa la piel que hay oculta debajo con la maquinilla y dice-: Oficialmente es porque solo han conseguido tres uniformes oficiales de la Gestapo, uno pequeño, uno mediano y otro grande, y tienen que ir llamando a los tipos según las tallas de los disfraces. -Sin dejar de afeitarse, levanta la vista y mira a lo lejos, en dirección a un monitor de televisión instalado cerca del techo donde están pasando una película porno. Y dice-: Cuando te llegue el turno, no esperes que el uniforme esté seco, ni mucho menos limpio…

En cada esquina del techo hay monitores colgando donde se ven películas de porno duro. Una es El nabo de Oz. Otra muestra el clásico Los melones de la ira. Todas grandes éxitos de Cassie Wright. Ninguna de ellas tiene menos de veinte años de antigüedad. El monitor que está mirando Branch Bacardi lo muestra a él hace una generación montando a Cassie Wright estilo perro en Primera Zorra Mundial: dentro de las trincheras. El Branch Bacardi de la grabación en vídeo no tiene los pectorales flácidos ni caídos. No tiene los brazos irritados de tanto afeitarlos ni llenos de sarpullidos de pelos enquistados. Sus manos agarran la cinturita fina de Cassie Wright de manera que las yemas de sus dedos casi se tocan alrededor de la misma, y sus cutículas no están delineadas con crema bronceadora rancia.

La mano que frota y la mano que afeita del Branch Bacardi de verdad se detienen cuando este mira el monitor. Con la mano de la maquinilla se quita las gafas de sol de la cara. Sigue paralizado. Solo se le mueven los ojos, que van y vienen nerviosamente entre la película y la cara del chaval. Bajo los ojos le cuelgan pliegues arrugados y maltrechos de piel de color púrpura. Bajo el bronceado, las venas de color púrpura le trepan por los costados de la nariz. Más venas de color púrpura le suben por los tobillos.

El joven Branch Bacardi, que ahora saca la polla y dispara su corrida por encima de los labios rosados del coño, es idéntico al chaval de las rosas mustias. El chaval al que la coordinadora de actores ha marcado con el número 72.

El número 72, abrazando sus rosas, está de pie dando la espalda al monitor, sin verlo. El chaval está mirando el monitor de detrás de Bacardi, la película Segunda Zorra Mundial: el desembarco, donde Cassie Wright se mete hasta el fondo de la garganta la erección de un joven Hirohito y la escena se alterna con planos del Enola Gay acercándose a Hiroshima con su cargamento letal.

Fue después de que Segunda Zorra Mundial ganara el premio de la Adult Video News a la mejor escena chico-chica-chica, donde Cassie Wright hacía tándem con Rosie Remachadora para chupársela a Winston Churchill, fue entonces cuando se tomó un año sabático larguísimo de hacer cine. Un año entero.

Después de aquello, volvió a su dinámica habitual de dos proyectos al mes. Hizo la epopeya Moby Dick: batalla de arpones. Ganó otro premio de la AVN a la mejor escena anal por Sueño anal de una noche de verano, que llegó a vender un millón de copias en su primer año de publicación. Ya treintañera, Cassie abandonó las películas para lanzar una marca de champú llamada Cien Caricias, un champú de lilas envasado en un frasco alargado que se curvaba demasiado a un lado. Las tiendas odiaban poner en sus estantes aquellos frascos que se caían de lado, y nadie visitaba la página web para hacer pedidos hasta que ella hizo publicidad encubierta en dos películas. En Poco ruido y muchas pollas, la actriz Casino Courvoisier se metía el frasco dentro y hacía una demostración de cómo la forma larga y curvada daba en el cuello del útero y provocaba sin falta perfectos orgasmos vaginales profundos. La actriz Gina Galliano hizo el mismo truco en Noche de reyes (y reinas), y los vendedores al detalle se quedaron sin existencias de Cien Caricias.

Pero ¿a que no sabes qué? A Wal-Mart no le hizo ninguna gracia que les colaran un juguete sexual en el mismo pasillo donde estaban la pasta de dientes y los polvos para el olor de pies. Hubo una reacción airada. Y luego un boicot.

Después de aquello, Cassie Wright intentó escenificar su regreso, pero los monitores de aquí no van a mostrar ninguna de las películas que hizo en aquella época. Películas de chicas poni para el mercado japonés, donde las mujeres llevan sillas de montar y bridas y hacen maniobras de adiestramiento de caballos para un hombre que blande un látigo. O películas fetichistas como El ataque de los aperitivos, perteneciente a un género llamado películas splosh, donde desnudan a mujeres hermosas y las acribillan con pasteles de cumpleaños, nata montada y mousse de fresa, y las rocían con miel y jarabe de chocolate. No, ninguno de los presentes quiere ver el último proyecto de ella, una película especializada que llevaba por título ¡Lassie, córrete, ahora!

Entre los conocedores de la industria, se rumorea que la película que estamos filmando hoy se acabará comercializando con el título Tercera Zorra Mundial: la zorra del fin del mundo.

En el momento de Primera Zorra Mundial en que el polvo estilo perro da paso a los tres soldados que liberan un convento de monjas francesas en Alsacia, justo al empezar la nueva escena, Bacardi se pone las gafas de sol. Sin su hábito y su griñón, a una de las monjas se le ve la línea del tanga. Ninguna de las monjas tiene vello púbico. Bacardi se acaricia con los dedos la piel de alrededor del pezón y la maquinilla empieza a raspar.

La coordinadora de actores, con su cronómetro y su rotulador negro, pasa a mi lado y me dice:

– Son pastillas de un miligramo, o sea que cuidado con los mareos… -Contando con los dedos, dice-:… Náusea, hinchazón de tobillos y piernas…

Me tomo otra pastilla.

Al otro lado de la sala, Branch Bacardi se inclina un poco hacia delante y se lleva las dos manos a la rabadilla. Con una mano se tira del elástico de la cintura de los calzoncillos largos. Con la otra, se mete la maquinilla de plástico dentro del satén rojo para empezar a afeitarse el culo.

La coordinadora de talentos se aleja, sin dejar de enumerar:

– …Angina de pecho… -Dice-: Taquicardia, congestión nasal, dolor de cabeza, diarrea…

Ese año, el único año entero que Cassie Wright dejó de trabajar en pleno clímax de su carrera cinematográfica, los conocedores de la industria rumorean que tuvo un hijo. Un bebé. Que se quedó embarazada montando una polla estilo vaquero de espaldas, cuando Benito Mussolini perdió su carga dentro de ella. Y también se dice que dio a la criatura en adopción.

¿A que no sabes qué? A Mussolini lo interpretaba Branch Bacardi.

Y me tomo otra pastilla.

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