Celeste Báez amaba a los caballos.
Los amaba mucho más que a cualquier ser humano, porque de las bestias no había recibido más que afecto, mientras que de las personas, escasos recuerdos gratos conservaba.
Su madre murió joven y su padre le fue llenando la casa de amantes temporales que la relegaban a un segundo término empujándola cada vez más hacia las cuadras, los potreros y las largas cabalgadas por la llanura ilimitada, y por ello no resultó sorprendente que una calurosa tarde de verano, cuando aún no había cumplido los dieciséis aсos, un zafio peón la colocara a cuatro patas sobre un montón de paja y la montara exactamente igual que habían visto esa maсana cómo el más potente de los garaсones, Centurión, montaba a la más joven y delicada de las yeguas.
Aquella sofocante tarde, y las otras cien que le siguieron, constituían quizás el único recuerdo valioso que Celeste conservaba de su relación con los hombres, pues el analfabeto y bestial Facundo Camorra unía a su gigantesco pene una desesperante capacidad de autocontrol que le permitía permanecer durante más de una hora entrando y saliendo sin cesar en el cuerpo de la hembra que se arriesgaba a colocarse de espaldas a él y que tenía que acabar por dar mordiscos a una vieja fusta para evitar que sus gritos de placer acabaran por echar abajo las paredes.
Pero una malhadada tarde la amante de turno tuvo la estúpida ocurrencia de comenzar a menstruar en el momento más inoportuno, lo que hizo que Don Leónidas Báez abandonara su dormitorio en hora inapropiada y decidiese ensillar por sí mismo su caballo.
Lo que vio en la cuadra no debió gustarle en absoluto ya que salió al instante y nada dijo, pero Facundo Camorra apareció muerto dos días más tarde a orillas de un «caсo» seco, pues según contaron debió tener la mala ocurrencia de ponerse a orinar muy cerca del nido de una «mapanare» que le picó en la cabeza de su inmensa pinga matándole en pocos minutos entre los más atroces sufrimientos que hubiera podido experimentar jamás llanero alguno.
A Celeste la enviaron al «Hato Cunaguaro», el más alejado y abandonado de la mano de Dios de cuantos poseía la familia Báez a todo lo ancho y largo de la geografía venezolana y en compaсía de un silencioso matrimonio de viejos sirvientes permaneció hasta que vino al mundo — del que se fue en contadísimos minutos — el poco deseado vástago del infortunado Facundo Camorra.
Cuando regresó a la «Hacienda Madre», Celeste se había transformado en una mujer enjuta y de marcados rasgos impropios de su edad, que pareció limitar su vida al cuidado de los caballos y la paciente espera del día en que entre el ron y las putas echaran a su padre de este mundo.
Dos aсos más tarde, hizo sin embargo su aparición Mansur Tafuri, un argentino de origen turco que venía precedido por la fama de ser el mejor entrenador de caballos del Continente y uno de los hombres más violentos y viciosos que hubiera puesto jamás los pies sobre la pista del hipódromo.
Nadie pudo entender cómo se las arregló Tafuri para convencer a la rica heredera de los Báez para que se casara con él y no pidiera luego el divorcio pese al millón de motivos y las trescientas palizas que le propinó a lo largo de su agitada vida en común, pero lo cierto fue que hasta que Cantaclaro no mató al turco de una oportuna coz en la nuca, Celeste Báez no consiguió disfrutar de una sola hora de auténtica felicidad en quince aсos.
Tal vez esa coz era otra de las razones por las que Celeste amaba tanto a los caballos a los que a partir de ese momento había dedicado, con más entusiasmo que nunca, toda su atención y todos sus afanes, y le molestaba verse en la obligación de admitir que, pese a presumir de saberlo todo sobre ellos, se enfrentaba de improviso al hecho de que alguien que confesaba no haber visto nunca uno de cerca, parecía tener más dominio sobre los animales del que hubieran tenido nunca ella, su padre, o incluso el mismísimo Mansur Tafuri, y a solas camino de Guanare se esforzaba una y otra vez por apartar de su mente el recuerdo de la muchacha que había dejado una hora antes en compaсía de su madre y sus hermanos en el corazón mismo de San Carlos.
— ¿Qué van a hacer? — se preguntó cuando dejaba atrás las últimas casas, pese a que había llegado tiempo atrás a la conclusión de que nadie podía solucionar los problemas de las innumerables familias de emigrantes que arribaban constantemente a las costas de Venezuela en busca de un destino que la mayoría de las veces no se semejaba en absoluto al que habían imaginado al otro lado del mar.
El país era inmenso, se encontraba escasamente poblado, y ofrecía infinitas oportunidades a los recién llegados, pero aunque nada podía oponerse a la política de puertas abiertas que estaban practicando los últimos gobiernos, lo cierto era que ninguno de ellos se había preocupado por el hecho de que esa masiva e indiscriminada emigración no estaba siendo encarrilada ni recibía ayuda suficiente.
Hambrientos y desesperados, hombres, mujeres y niсos de otras geografías, otros climas y otras costumbres, se enfrentaban sin preparación previa a la enloquecida ansiedad de riqueza de una Caracas caótica y desbordada o al semi-salvajismo de un interior brutal, desolado y sin infraestructuras apropiadas en el que fieras, insectos, hombres violentos, indios primitivos y paisajes insólitos envolvían a los recién llegados en una desconcertante y compleja tela de araсa de la que, con frecuencia, nunca conseguían desprenderse.
Familias como la que acababa de abandonar en San Carlos vagaban de un extremo a otro de Venezuela tratando inútilmente de encontrar un lugar al que adaptarse y en el que sobrevivir, y muchas de ellas concluían convirtiéndose en nómadas eternos a los que consumía la nostalgia, mientras la xenofobia, un sentimiento desconocido para el criollo hasta pocos aсos antes, comenzaba a hacer su aparición entre las clases más bajas y menos preparadas, que veían en aquel aluvión de extranjeros desesperados un evidente peligro para sus tradicionales formas de vida.
¿Quién acogería en San Carlos a los Perdomo Maradentro! ¿Quién ofrecería un trabajo mínimamente digno a unos seres que admitían que su única habilidad reconocida era pescar?
— ¡Están locos! — masculló deseando dar por liquidado el tema, aunque presentía que continuaría obsesionándole la desconcertante escena en que una bestia cerrera y resabiada, de mirar atravesado y ojos enloquecidos, inclinaba sumisamente la testuz como si reconociera en aquella muchacha a su seсora natural.
Había «algo» diferente e inexplicable en la isleсa de almendrados ojos verdes e indefinible hermosura; «algo» que había percibido casi desde el momento en que detuvo la camioneta al borde del camino y que iba mucho más allá de su cuerpo explosivo o la fiera ingenuidad de su rostro. Era como un halo de misterio y lejanía que la distinguía de cuantos la rodeaban, y cuando se sentó a su lado Celeste Báez experimentó una inquietante sensación mezcla de bienestar y desasosiego que se había exacerbado tras la escena del potrero.
¿Quién era?
Una muerta de hambre «pata — en — el — suelo» según la expresión llanera que más gráficamente definía al miserable que no poseía tan siquiera una triste montura que lo aislara del peligro de las innumerables serpientes, alacranes y escorpiones de la sabana.
¿Dónde estaba Lanzarote y cómo cabía imaginar un lugar en el mundo donde la tierra fuera de roca y lava, y no existieran vacas ni caballos?
Apretó el acelerador deseosa de distinguir cuanto antes las primeras casas de Guanaro y encontrar aún despierta a su tía Encarnación que comenzaría de inmediato a relatarle los mil chismes de las innumerables y olvidadas ramas de la familia, permitiéndole de ese modo dejar definitivamente a un lado la imagen de Yaiza Perdomo, pero ni la cháchara de su tía, ni incluso cuanto le contaron sus primas que por casualidad estaban también en casa, consiguió distraerla y fue Violeta — en su familia por tradición las mujeres llevaban siempre nombres de colores — la que se lo hizo notar.
— ¿Qué te ocurre? — quiso saber—. Llevas toda la noche como ida, y apenas has cenado. — Sonrió con picardía—. ¿Es que te has enamorado en Maracay?
Negó suavemente y por unos instantes estuvo a punto de contar lo ocurrido, pero prefirió no hacerlo porque tenía la impresión de que era algo que únicamente a ella pertenecía.
— Naturalmente que no — replicó al fin tratando de desviarse del tema—. Es que tengo problemas en la hacienda. Cuatreros.
— ¿Indios?
— Esos no me preocupan. De tanto en tanto roban un par de vacas para comer, pero no es grave. Son los otros; las bandas organizadas que se llevan de golpe veinte o treinta cabezas y las pasan a Colombia. Día a día se envalentonan, y si les haces frente es peor. El mes pasado hirieron a un peón. Le metieron una bala en la rodilla y lo han dejado cojo para siempre.
— La culpa es tuya — sentenció su tía Encarnación que había insistido una y mil veces en el tema—. «La Hacienda Madre» es demasiado para una mujer. Deberías venderla e irte a Caracas. O a Europa, a vivir como una reina. Estás quemando tu vida inútilmente. ¡Y total para qué! ¡Ni siquiera tienes hijos que un día te agradezcan la herencia que les dejes! — Hizo una leve pausa y sus palabras tenían una marcada intención hiriente—. Ya no eres ninguna niсa, Celeste, y si no te diviertes ahora, nunca podrás hacerlo.
— Criar caballos me divierte — fue la seca respuesta—. Nada hay que me produzca más placer que lo que hago. — Agitó la cabeza mientras se servía un largo vaso de ron que apuró despacio, paladeándolo porque era el primero de la noche—. ¿Qué encontraría en Caracas? ¿O en Europa? ¿Tipos dispuestos a «entretener» a una llanera que apesta a cuadra? ¿Hermosos vestidos que me sentarían como a un caimán unas enaguas? ¿Gente fina que se reiría de mí? — Bebió de nuevo y comenzó a sentirse mejor—. No, tía… — aсadió—. Me conozco y conozco mis limitaciones: lo mío es el Llano y los caballos.
— Y el ron.
Alzó el vaso y lo contempló al trasluz.
— Y el ron, en efecto. Es lo único que contribuye a hacer la vida más agradable sin pedir nada a cambio.
— A la larga lo pide. Piensa en tu padre. Y en el tío Jorge…
¿De qué valía pensar en ellos? Poco importaban unos vasos de ron cuando las calurosas noches se hacían eternas o en el sopor de la inedia tarde la imaginación echaba a andar por sí sola hacia las cuadras en busca del recuerdo de un Facundo Camorra que se encontraba tan increíblemente dotado que podía penetrarla y sentarse en sus nalgas como si galopara sobre su nervioso caballejo blanquinegro.
A solas en la cama cayó de improviso en la cuenta de que a partir del tercer vaso de ron, cuando había dejado de importarle en absoluto el cotorreo de su tía y de sus primas, no era únicamente el rostro de Yaiza Perdomo el que regresaba una y otra vez a su memoria, sino también y con monótona insistencia, el del menor de sus hermanos; aquel del pelo rebelde y el pecho de toro; el que no había dicho una sola palabra pero cuyo rostro se le antojaba vagamente familiar.
A punto de dormirse, descubrió que en sus recuerdos, los rasgos de Asdrúbal Perdomo se entremezclaban con los ya casi olvidados de Facundo Camorra.