Fue una noche agitada.

Un «yacabó» lanzó durante horas su fúnebre grito: «¡ya — acabó!», «¡ya — acabó!», presagio casi siempre en la sabana de tétricos acontecimientos, y el maldito pajarraco tan sólo decidió guardar silencio cuando comenzó a rugir junto al río un tigre en celo que «roncó» furioso hasta que debió asustarle la presencia del espíritu de don Abigail Báez, que llegó para lamentarse una vez más de que no quedara en su familia un auténtico hombre capaz de sacar de su cama a Yaiza Perdomo, llevársela sobre la grupa llano adentro y fundar con ella una nueva estirpe prodigiosa.

— Un hijo tuyo que llevara la sangre de los Báez levantaría un imperio en estas tierras, sería líder del Arauca y redentor de esas tribus condenadas a extinguirse sin remedio. Un hijo tuyo, y de los Báez, alcanzaría tanta gloria como el mismo Bolívar.

Escuchándole, Yaiza incluso abrió el sueсo posible de dar vida en su seno a un hijo de los Báez, y más tarde, sentada bajo el paraguatán a la orilla del río, en su cotidiano extasiarse ante el portento del amanecer llanero, se regodeó en la evocación de las palabras del difunto, tratando de hacerse una idea de lo que significaría traer al mundo a un ser destinado a grandiosas empresas.

Nunca, que se recordase en los anales de Lanzarote, se había dado el caso de un niсo que heredase un «Don» reservado exclusivamente a las mujeres, pero tal vez allí, tan lejos de la isla, pudiera acontecer, y por primera vez un hombre «atrajera a los peces, amansara a las bestias, aliviara a los enfermos y agradara a los muertos», aprendiendo además a utilizar provechosamente tales dones, convirtiéndose, como don Abigail aseguraba, en guía y redentor de los desheredados.

Yaiza jamás había entendido por qué la Naturaleza malgastaba con ella unos prodigios que para nada servían más que para desconcertarla y atraer la desgracia, y aunque ansiaba desprenderse para siempre de unos atributos que no había solicitado, a veces especulaba con la posibilidad de traspasárselos a alguien que supiera encarrilarlos, ya que resultaba evidente que a ella no le habían servido más que para sembrar el caos a su alrededor.

Demasiado joven para soportar el peso de su responsabilidad en tantas muertes y en la infelicidad que había llevado al seno de su propia familia, en ocasiones se preguntaba si no resultaría en verdad desmoralizador e injusto que algún día sus poderes desaparecieran sin haber dejado a su paso más que una trágica estela de dolor.

¿Qué terrible pecado habría cometido aquella lejanísima antepasada que por primera vez recibió de nadie sabía quién la pesada carga de un. «Don» incontrolable? ¿Había sido, como contaba la leyenda, la hechicera Armida, que se vio de ese modo castigada por haber seducido con malas artes al Caballero Reinaldo, apartándolo durante los aсos que lo mantuvo enamorado de la misión de encontrar el Santo Grial para la que Dios le había elegido? ¿Era Yaiza en verdad la última descendiente de aquellos amores malditos, y por eso en ella se unían la hermosura de Reinaldo y las mágicas artes de Armida?

Aquélla era la confusa historia que intentó contarle durante una de sus visitas el espíritu de «Seсá» Florinda — la que leía el futuro en las tripas de los marrajos—, pero era sabido que, incluso en vida, «Seсá» Florinda con frecuencia desbarraba, y Aurelia, que era la persona más equilibrada e inteligente que Yaiza hubiera conocido nunca, y que además la amaba más que nadie, insistió en que no debía aceptar ningún tipo de explicación fantasiosa que pretendieran darle sobre sí misma y unos atributos que tan sólo debían considerarse como lógica consecuencia de una sensibilidad demasiado acusada.

Pero la muchacha había comprendido que ningún exceso de sensibilidad justificaba que tantos muertos a menudo desconocidos acudieran a buscar su consuelo o que con tanta frecuencia sus predicciones se cumpliesen, y tras noches como aquélla, en la que los difuntos le hablaban con mayor naturalidad de lo que solían hablarle los vivos, no conseguían evitar que su imaginación se desatase tratando de hallar una respuesta más convincente de la que su madre daba.

Solía suceder que luego, de improviso, volvía a la realidad, se espantaba de sí misma y huía por el sistema de encerrarse en un mutismo que constituía un auténtico caparazón, procurando entonces, a través de un agotador esfuerzo físico, cansarse de tal forma que no le quedaba tiempo para pensar y angustiarse con sus abrumadoras obsesiones.

Era en esos momentos cuando el miedo a la locura invadía su ánimo con más fuerza, y consideraba entonces que la solución a sus desgracias no estaba en la esperanza de tener un hijo que emulase a Reinaldo buscando un imposible Santo Grial, sino arrojarse al río de aguas turbias y reunirse para siempre con aquel que hubiera podido ser «El último Báez merecedor de tal nombre».

Pero aquella maсana ni tan siquiera el río significaba una solución, puesto que su cauce había descendido de tal modo que en parte se vadeaba sin mojarse los tobillos, en las más profundas hoyas no cubría por encima de la cintura, y era tal la acumulación de galápagos, caimanes y peces, que casi hubieran conseguido mantener a flote a cualquier objeto que cayera en su interior.

El ganado, esquelético y aterrorizado, mugía continuamente sin alejarse de los escasos bebederos, temiendo que pudieran arrebatárselos, al igual que les habían arrebatado uno por uno los que meses antes se desperdigaban por la llanura, y los odiosos «zamuros» parecían haberse multiplicado hasta el infinito, como si nacieran de las entraсas mismas de cada animal que moría, ensuciando el cielo con su negro vuelo amenazante o cubriendo de luto inmensas extensiones de la sabana.

Los observaba asqueada, siguiendo con los ojos sus monótonas evoluciones, cuando de nuevo le sorprendió aquella especie de nervioso graznido.

— ¡Buenos días!

Le alarmó su proximidad, y más aún le alarmó descubrir que no había advertido su presencia ni tenía la menor idea de dónde podía haber surgido tan inesperadamente, y él pareció comprenderlo, porque se apresuró a abrir los brazos en un ademán que intentaba ser tranquilizador.

— No se asuste — rogó—. No pretendo hacerle daсo. ¿Me permite?

En la mano izquierda sostenía un reluciente sombrero, y en la otra un ramillete de rosas que adelantaba en lo que pretendía ser un gesto galante y en verdad resultaba ridículo. Con el ralo y largo cabello engominado luchando inútilmente por cubrir su blanquecina calva; los dos colores, tan distintos, de rostro y frente; la endeble constitución que destacaba aún más lo desmesurado de su absurdo bigote, y aquella vestimenta de campesino endomingado en la que todo parecía quedarle demasiado ancho o demasiado estrecho, ofrecía un aspecto que invitaba a la risa, pero él no parecía darse cuenta, y al advertir que Yaiza no hacía ademán de tomar las flores, se limitó a colocarlas a sus pies con la deferencia con que podría haberlas colocado ante el altar de la mismísima Virgen María.

— Son del jardín — seсaló—. Mi madre las cultiva todo el aсo para sus santos. Tiene tantos santos que siempre necesita montaсas de flores, pero creo que hoy tendrá que adornarlos con serpentinas. — Rió estúpidamente su propio chiste—. Con su permiso voy a sentarme — aсadió—. Estas botas me están matando.

Yaiza permaneció en silencio, y resultaba evidente que le desagradaba la presencia del hombrecillo que acomodándose a poco más de un metro de ella lanzó un hondo suspiro, y con un gesto que resultaba sin duda superior a sus fuerzas, se descalzó y comenzó a agitar los desnudos dedos de los pies con la desesperación de quien acababa de escapar de la más insoportable de las torturas.

Cerró los ojos como si se concentrara en el hecho de conseguir que el dolor cesara con mayor rapidez, y tras lanzar varios breves mugidos entrecortados, los abrió de nuevo y la miró.

— ¡Santo cielo! — exclamó aliviado—. Creí que iba a volverme loco.

Yaiza estaba acostumbrada a que los muchachos de Playa Blanca anduvieran descalzos, pues la mayoría eran pescadores poco acostumbrados a los zapatos, pero se le antojó desconcertante que un hombre que le doblaba la edad, era dueсo de un «Hato» llanero y vestía de forma tan aparatosa, se le aproximara cuando aún el sol ni siquiera había hecho su aparición en el horizonte, le entregara un ramo de flores y le deleitara con una gratuita exhibición de gimnasia pedicular.

— «Distintos países, distintas costumbres» — comentó—. Es lo que siempre dice don Aquiles. ¿No es cierto?

El otro la observó un tanto confuso, reparó en que los luminosos ojos verdes parecían fascinados por los movimientos de sus pies y no tuvo otra ocurrencia que cubrirlos con el inmenso sombrero gris, pues encontró que ésa era sin duda la mejor solución para ocultarlos y poder continuar al propio tiempo reactivando la circulación de la sangre.

— Usted perdone — se disculpó—. No es mi costumbre ni la de ningún llanero, pero ya sabe: uno aquí, tan aislado de todo, usa siempre las mismas botas, y no estaban presentables. Apestaban a estiércol.

La miró con fijeza, como si quisiera cerciorarse de que en efecto era tan hermosa como le pareció la primera vez que la vio, y tras un leve instante de duda inquirió.

— Perdone. ¿Está usted casada?

— No.

— ¿Se quiere casar conmigo?

— ¿Cómo ha dicho? — inquirió ella, sorprendida.

— Que si se quiere casar conmigo.

— Pero si ni siquiera sabe quién soy ni cómo me llamo…

— Para mí es la mujer más maravillosa de la tierra. En cuanto al nombre, no importa. ¿Cómo se llama?

— Yaiza.

— ¡Yaiza! — repitió él admirativamente—. También es precioso. — Hizo una corta pausa como regodeándose en la belleza del nombre, y por último aсadió —: Yo me llamo Cándido Amado, tengo treinta y siete aсos y soy el dueсo del «Hato Morrocoy», que carga unas seis mil cabezas de ganado sin contar los caballos. Si se casa conmigo todo será suyo, y también la casa donde ahora vive, porque espero comprarla muy pronto.

— Celeste nunca sé la venderá.

Su expresión cambió, y por unos instantes volvió a ser el bebedor colérico y violento capaz de golpear a una mujer con una silla, insultar a su propia madre, o maltratar a sus peones, porque Cándido Amado era un hombre al que una determinada persona podía || transformar de inmediato con su sola presencia.

Acomplejado e inseguro desde niсo, sabiéndose hijo de una deficiente mental y un enclenque sacristán despreciado por cuantos conocían la canallesca y rastrera forma en que había adquirido su fortuna, se había sabido siempre «fruto de confesionario» e indigno por su origen, carácter y constitución física, de formar parte de la raza de los auténticos llaneros, y por lo tanto había crecido sin tener una idea muy clara de a qué mundo pertenecía, pues ni la sabana le aceptaba, ni él aceptaba la beatería que su madre pretendió siempre inculcarle.

Había luchado mucho para tratar de parecer llanero, pero en esa lucha había confundido dureza con crueldad, firmeza con violencia, y hombría con machismo, y a consecuencia de ello se había convertido en una caricatura de su propia ilusión, y lo sabia.

Su madre lo trataba como a un niсo tan retrasado como ella; Imelda le pegaba y ofendía; sus peones le despreciaban, y su capataz, aquel impasible Ramiro Galeón que sí era por derecho un auténtico llanero, le acomplejaba con su temible y recia personalidad.

Pero de todos los seres de este mundo, quien más le ofendía, despreciaba y acomplejaba sin haberle visto nunca, era sin lugar a dudas su prima Celeste Báez.

— Acatará cediendo — masculló, cesando casi instantáneamente de agitar los pies que, como por ensalmo, habían dejado de molestarle—. Al fin comprenderá que le conviene aceptar mi oferta, porque se me acabó la paciencia y conmigo no se juega.

— No puede obligar a nadie a vender lo que es suyo — le hizo notar la muchacha—. Y ella no quiere vender.

— Pero es que no es suyo — fue la rápida y rabiosa respuesta—. La «Hacienda El Tigre» le correspondía a mi madre, pero mi abuelo quiso castigar a mi padre y la partió, sin tener en cuenta que a quien en el fondo castigaba era a mi madre y a mí. Ella era demasiado inocente para tener culpa de nada, y yo aún ni siquiera había nacido. — Tomó una piedra y se la lanzó a un toro que se había aproximado demasiado—. ¡No es justo! — exclamó, convencido—. No es justo que mi tío Leónidas se aprovechara de que mi madre no estuviera en condiciones de defender lo que era suyo—. Hizo una corta pausa y aсadió —: Pero yo repararé esa injusticia y lo recuperaré por las buenas o por las malas.

— No me parece que Celeste sea de las que se dejan convencer por las malas — puntualizó Yaiza—. Yo no le aconsejaría que intentara quitarle la casa.

— ¿Ni aun a sabiendas de que vivirá en ella?

— Ya vivo en ella.

— Pero no como dueсa.

— No me interesa ser dueсa de nada. — Observó unos instantes los «zamuros» que se habían abalanzado sobre una vaca que pataleaba agónicamente al otro lado del río, y bajando el tono de voz aсadió como para sí —: Lo único que desearía es volver a Lanzarote.

— ¿Qué es Lanzarote?

— El lugar donde nací. En Canarias.

— ¡Canarias! Eso está en Espaсa, ¿verdad? — Ante la muda afirmación, seсaló —: En el viaje de bodas iremos a Lanzarote. Siempre quise conocer Espaсa.

Ella lo miró adustamente.

— Usted es un hombre de ideas fijas, ¿no es cierto?

— No mucho. Pero desde el momento en que la vi supe que nos casaríamos. Fue como una premonición. ¿Nunca ha tenido una premonición?

Yaiza Perdomo tuvo que hacer un esfuerzo para evitar sonreír.

— A veces — admitió.

— Pues eso es lo que me ha ocurrido. La vi y dije: Esa es la mujer de mi vida; o me caso con ella, o con ninguna.» Y yo, cuando me propongo algo, lo consigo.

— ¿Como el «Hato Cunaguaro»?

— Hace mal en burlarse — le advirtió endureciendo el tono de voz—. Los llaneros tenemos fama de pacientes, pero el día que esa paciencia acaba, somos temibles. ¿Sabía que en su mayor parte fueron llaneros los que derrotaron en la Guerra de la Independencia a sus antepasados, los espaсoles…?

— No. Pero tampoco creo que fueran mis antepasados. Salvo uno que fue dieciocho veces a China doblando el Cabo de Hornos, los demás jamás se movieron de Lanzarote. Excepto Reinaldo y Armida, claro está.

— ¿Quiénes?

— Es la hora del ordeсo y mi madre me está buscando. No haga caso. ¡Son cosas mías…! — Se puso en pie.

Echó a andar, pero él la detuvo con un gesto.

— ¿Le gustan los caballos? — inquirió, y como ella le miraba un tanto sorprendida y en silencio, aсadió con cierta timidez —: Me gustaría regalarle la potranca más hermosa que ha nacido jamás por estas tierras.

— Lo siento — negó la muchacha—. Ya tengo caballo y nunca lo cambiaré. ¡Adiós!

— ¡Adiós!

Cuando Ramiro Galeón surgió a su lado trayendo de las riendas las monturas, Cándido Amado aún continuaba con los ojos fijos en la espalda de Yaiza que estaba a punto de desaparecer en el palmar.

— ¡Me casaré con ella! — repitió sin volverse a su capataz que seguía la dirección de su mirada—. Ahora estoy seguro: me casaré con ella.

— ¿Y qué pasará con Imelda?

Cándido Amado se volvió sorprendido.

— ¿Imelda? — inquirió—. ¡Por mí como si se la comen los caimanes! — Colgó las botas del arzón de la silla y decidió montar descalzo aunque no le gustaba hacerlo—. La otra noche me amenazó con largarse a un burdel. — De acuerdo. ¡Que se largue! — Desde lo alto de la silla observó al llanero—. ¿Crees que cinco mil «bolos» serán suficiente regalo de despedida?

Los atravesados ojos bizquearon más que nunca, pero el menor de los Galeones contuvo su ira.

— Es su dinero, patrón — dijo—. Cada hombre sabe el precio de lo que una mujer ha hecho por él.

El otro le observó largamente tratando de leerle el pensamiento, pero el rostro y los ojos de Ramiro Galeón hacían imposible cualquier tipo de lectura.

— ¡A veces pareces listo! — comentó por último Cándido Amado—. Incluso demasiado listo. ¡Bien! — concluyó mientras taconeaba a su montura para que se pusiese en movimiento—. Le ofreceré siete mil. Si quiere los toma, y si no la echas de una patada en el culo — rió divertido—. ¡Al fin y al cabo, que le den patadas es lo que más le gusta en este mundo!

Lanzó la yegua al galope y el bizco le siguió.

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