Cándido Amado agonizaba de terror.
La promesa que le trajera su madre de que ni Celeste Báez ni los Perdomo Maradentro iban a denunciarle por su complicidad en un intento de rapto no había bastado para tranquilizarle, porque en el fondo, a quien en realidad Cándido Amado temía, era a Ramiro Galeón, y encerrado en el «Cuarto de los Santos» bebiendo hasta que al fin conseguía aturdirse, en cuanto recobraba nuevamente la razón se golpeaba la frente contra un muro maldiciéndose por la estúpida ocurrencia que había tenido de intentar matar a su capataz con el único fin de ahorrarse cincuenta mil cochinos bolívares.
Aunque de lo que en verdad Cándido Amado se arrepentía no era de su intento de matar a Ramiro Galeón, sino del hecho de no haber sido capaz de conseguirlo, fallando incomprensiblemente sus disparos a menos de diez metros de distancia.
Era como si una mano invisible hubiera elevado el caсón del arma en el último momento; la misma mano que había desviado luego el pesado rifle con el que acostumbraba abatir venados a la carrera, y cuando cesaba de golpearse histéricamente la cabeza, se mordía los nudillos odiándose por aquella vergonzosa cobardía que le había hecho temblar como una niсa, permitiendo que el asqueroso bizco se perdiera de vista en la llanura.
¡Y volvería!
Estaba convencido de que regresaría, y aquél sí que era un hombre al que jamás le temblaría el pulso a la hora de meterle una bala entre los ojos.
Y si no era él, sería Goyo.
¡Goyo Galeón!
«Goyo Galeón no tiene enemigos, porque uno por uno los fue enterrando a todos.» Aquélla era una frase acuсada al sur del Apure; una frase eminentemente llanera que le martilleaba constantemente los oídos, porque estaba convencido de que se había convertido de la noche a la maсana en el próximo enemigo que Goyo Galeón trataría de enterrar.
Contaba con una docena de peones armados, pero, ¿qué significaban frente al terror que producía el solo nombre de Goyo Galeón? En cuanto supieran que era al hermano de su antiguo capataz a quien tenían que enfrentarse, aquellos doce pobres vaqueros perderían el culo, sabana adelante, dejándole sin más ayuda que una retrasada mental y un montón de imágenes de santos frente al asesino más peligroso que había galopado por aquellas llanuras desde los tiempos de Boves.
Tenía que huir. Tenía que marcharse para siempre a donde los Galeones no supieran encontrarle, pero la idea de aventurarse solo por aquella infinita extensión de tierra empantanada, bajo una lluvia obsesiva y unos rayos que apenas permitían unas horas de descanso, le producía tanto terror como quedarse a la espera del milagro de que Ramiro Galeón decidiera renunciar a la venganza.
Sin decir nada a nadie había ido reuniendo todo el dinero que escondía en la casa o tenía enterrado en un rincón de la quesera, y cada maсana se encerraba a recontar los ciento setenta y cuatro mil bolívares que constituían aquella pequeсa fortuna con la que tal vez pudiera recomenzar su vida lejos de los Llanos.
Pero, ¿y si le robaban…? Y si en su largo viaje a través de la salvaje sabana de la que el agua había borrado ya todos los senderos tropezaba con merodeadores de los que en aquella época aprovechaban para levantar ganado, y le despojaban de su dinero e incluso de la vida?
Cándido Amado había nacido en el Llano y había pasado en él toda su existencia, pero le temía de igual modo que le hubiera temido a la selva, las montaсas, el mar o las ciudades si hubiera habitado en ellas, porque un miedo visceral le había sido transmitido por su propia madre en el momento mismo de la gestación, ya que a primera reacción de Esmeralda Báez al saber que esperaba un hijo había sido aterrorizarse ante la idea de que pudiera nacer tan tarado como ella.
Hora tras hora, durante nueve meses, la pobre mujer había experimentado aquel pánico invencible, y treinta y tantos aсos después su hijo continuaba padeciéndolo, porque la raíz de todos sus problemas estribaba en el temor de ser tan anormal como ella, y atrapado ahora entre el miedo a escapar y el miedo a quedarse, dejaba pasar las horas con los ojos clavados en el punto del horizonte por el que había desaparecido el gran caballo de Ramiro Galeón.
— Te quedarás ciego de tanto mirar la sabana.
— ¿Es que hay alguna otra cosa que mirar?
— No lo sé, pero se me antoja que más que un hijo tuve un búho — replicó con un deje de irónica amargura—. Hasta las lechuzas se aburrirían de hacerte compaсía, porque ellas, de tanto en tanto parpadean.
— ¡Déjame en paz!
— «Dejarte» puedo, pero «en paz» lo veo peludo, porque tú no vas a encontrar la paz mientras un Galeón monte a caballo. — Esmeralda Báez había tomado asiento a su lado, y sin mirarle, aсadió —; ¿Cuándo piensas marcharte?
— ¿Marcharme? — fingió asombrarse su hijo—. ¿Quién ha dicho que pienso marcharme?
— Nadie, pero andas como urraca en invierno desenterrando hasta nuestra última «locha» y ante eso, incluso yo puedo deducir que quieres marcharte. ¿Adónde vas?
— No he dicho que me vaya. Recojo el dinero porque prefiero tenerlo todo junto.
— ¿Para que Ramiro Galeón te lo robe más fácilmente, o para ofrecérselo a cambio de que te perdone? — Negó con firmeza—. No es ésa la solución — aсadió—. La única solución es Dios. ¡Si rezaras…! — Extendió las manos y tomó una de él, apretándosela con fuerza—. ¿Por qué no le ofrecemos una novena a san Jenaro para que nos libre de los Galeones? Es tan hermoso. ¡Y cumple tan bien cuando se le pide algo!
Su hijo dejó de mirar el horizonte y se volvió a ella, contemplándola anonadado, puesto que a pesar de los aсos transcurridos, con frecuencia le sorprendía aún con la profundidad de su simpleza.
— A veces me pregunto si en verdad eres tan tonta como aparentas, o lo exageras a propósito — replicó con manifiesto desprecio—. ¡Te arrodillas ante unos mamarrachos y te pasas horas pidiendo gracias que nunca, ninguno, te concedió jamás. ¡Estás loca!;Eres tonta, retrasada mental y loca! Después de más de medio siglo de rezarles no han sido capaces de proporcionarte ni tan siquiera una pizca de cerebro, y aún insistes.
Esmeralda soltó la mano de su hijo, se puso trabajosamente en pie, descendió los escalones y salió a la lluvia y el barro de la llanura. Desde allí se volvió a mirarle.
— Tienes razón, y es muy posible que no me hayan proporcionado ni tan siquiera un poco de cerebro. Pero me han concedido corazón, y paz, y una gran resignación a la hora de soportarte. — Se pasó el dedo por la nariz lo que concluyó de enervar a su hijo—. Y también me concedieron valor para enfrentarme a la vida, y eso es algo que tú nunca conseguirás aunque reces mil aсos.
Se alejó llanura adelante sin importarle que la lluvia la empapara y los zapatos se le hubieran quedado clavados en el fango y él la observó mientras iba empequeсeciéndose en la distancia, menuda y encorvada; contrahecha y repelente; odiosa y tambaleante.
Luego, muy despacio se puso en pie y penetró en la casa encaminándose directamente al «Cuarto de los Santos» donde, de una seca patada, abrió de par en par una ventana que siempre había permanecido cerrada a cal y canto. Observó a su madre que continuaba alejándose sin rumbo por un llano que no conducía a ninguna parte, y extendiendo la mano, tomó la primera imagen que encontró y la estudió con detenimiento.
— Santa Águeda — dijo y la lanzó por encima de la galería.
El segundo era un san Francisco que siguió idéntico camino, y uno tras otro, santos, santas, vírgenes, mártires, ángeles y arcángeles salieron volando en forma de imágenes, cuadros, escapularios, medallas y estampas, hasta que en la amplia estancia no quedaron más que desnudas paredes de las que descolgó en último lugar al inmenso y apolillado san Jenaro.
Con él en las manos salió al porche, lo regó con petróleo de un quinqué, le prendió fuego arrojándolo sobre los otros y se sirvió un gran vaso de coсac, del que bebió muy despacio, mientras contemplaba cómo la hoguera iba ganando intensidad, y cómo los lienzos se convertían en cenizas, los pedazos de madera en carbón, los vestidos y cabellos en humo, y los pintados rostros de escayola en desportilladas masas informes.
Cuando alzó de nuevo el rostro fue para descubrir a Imelda Camorra en la puerta de su cabaсa y tras reflexionar unos instantes llenó de nuevo el vaso, lo apuró de un trago y se dirigió hacia ella.
Imelda lo observó mientras se aproximaba, pero cuando se encontraba a menos de veinte metros de distancia penetró en la casa, tomó asiento tras la mesa colocando sobre ella una botella,
ni siquiera le miró al entrar fingiendo concentrarse en llenar os vasos.
— Veo que te has decidido — dijo, no obstante—. Siempre me pregunté cuánto tardarías en quitarle lo único que le habías dejado.
— Muerto el perro se acabó la rabia. Ahora tendrá que buscarse algo de provecho en qué pensar. Esos monigotes la estaban volviendo loca.
— Más bien creo que eran ellos los que la ayudaban a no volverse loca, pero ni ése es mi problema, ni soy quien para opinar.
— Cierra la boca entonces.
— Lo haré cuando me salga del cono. Al fin y al cabo le tengo ley a la vieja. Me ha empachado a novenas, pero en cierto modo le estoy agradecida: impidió que me casara contigo.
— Creí que era eso lo que buscabas.
— Ya no, aunque lo cierto es que sería el mejor momento, porque en cuestión de días me quedaría viuda, con plata y respetada.
— ¿Tan segura estás de que Ramiro podrá matarme?
— Con una mano atada a la espalda y uno solo de sus bizcos ojos — replicó alargándole un vaso cuando él hubo tomado asiento frente a ella—. Aunque aposté con los muchachos a que no sería Ramiro el que te matará, sino Goyo. — Rió divertida—. ¿Qué pasa? Te pones verde cuando menciono a Goyo… Recuerdas aquella vez que mató al gordo Enríquez con un hierro de marcar ganado. Le estuvo grabando al rojo el culo, la barriga, el pecho y los brazos hasta que no le quedó un pedazo de piel sana… — Paladeó su ron intencionadamente y chascó la lengua con satisfacción—. Un tipo con imaginación Goyo Galeón; capaz de inventar cien maneras de acabar con un «cristiano».
— No le resultará fácil conmigo.
— ¿Y cómo te las arreglarás para impedírselo? ¿Disparándole? Tendrías que pedirle un caсón al Ejército y aún así dudo que acertaras. — Agitó la cabeza negativamente—. ¡Dios! Si no lo veo no lo creo; lo tenías tirado en el suelo, cojitranco, escoсado y sin un puto matojo tras el que esconderse, y te dedicaste a hacerle agujeros al barro. ¡Hasta un niсo le hubiera acribillado, pero tú andabas ocupado cagándote los pantalones!
— No he venido a empezar con lo de siempre.
— ¿Ah, no? — fingió sorprenderse Imelda Camorra—. ¿A qué has venido entonces? ¿A comerme el cono? Porque coger, lo que se dice «coger», lo dudo. El miedo impide que se te empine.
— A veces me pregunto cómo he podido soportarte tanto tiempo.
— Porque yo he sido la única suficientemente pendeja como para soportarte a ti. Pero se acabó. Me ofreciste siete mil bolívares por marcharme. ¡Bien! En cuanto me los des y deje un solo día de llover, me largo.
— Cambié de idea.
— ¿Cómo has dicho?
— Que cambié de idea. Cuando te los ofrecí no los quisiste, y ahora la situación es distinta. Puedes largarte, pero no te pienso dar ni un «fuerte».
Imelda Camorra no dijo nada porque resultaba evidente que en cierto modo aquello era algo que esperaba, y jugueteó con su vaso vacío haciéndolo girar alrededor de su dedo índice. Transcurrió un largo rato mientras permanecía con la cabeza gacha, y por último, con la voz aún más ronca que de costumbre, comentó:
— Si me das ese dinero nunca más volverás a saber de mí, pero si me quedo, cualquier noche puedo entrar en tu casa, pegarte un tiro y llevarme todo lo que encuentre. Sabes que me sobran cojones para hacerlo.
— Es posible — admitió «el amado de los "zamuros" y los buitres»—. Es muy posible que te sobren cojones, pero tendrás que hacerlo esta noche, porque maсana le diré a los muchachos que te echen de «Morrocoy».
Sin soltar el vaso, Imelda Camorra lo estrelló sobre el rostro de Cándido Amado, y aprovechando su aturdimiento y que la sangre le cegaba, le volcó la mesa encima y se lanzó de inmediato contra él.
Resulta difícil asegurar que era realmente una mujer la que luchaba, pues Imelda Camorra se había convertido como por arte de magia en una bestia, una arpía, o un ente endemoniado al que el odio, la furia o los ocultos poderes del averno habían dotado de una fuerza sobrehumana que le permitían golpear, machacar, morder, araсar, patear e incluso aplastar con su peso a un hombre confuso y asustado al que el dolor, la sangre, un pánico cerval y un profundo desconcierto impedían reaccionar.