En Puerto Nutrias concluía todo vestigio de carretera — cuyo asfalto había desaparecido muchísimos kilómetros atrás — y en Puerto Nutrias era Como si acabara el mundo, o, por lo menos, como si acabara la civilización del siglo XX.
Era verano, las aguas del Apure bajaban escasas y un cuarto de hora separaba el pueblo del punto en que se encontraba atracada la balsa, por lo que costaba un notable esfuerzo imaginar que meses más tarde, cuando las grandes lluvias confiriesen al río toda su fuerza y esplendor, aquella pacífica corriente de apenas trescientos metros de anchura y nula profundidad, alcanzaría a lamer las primeras casuchas de barro del distante villorrio.
— Pero en invierno — puntualizó Celeste Báez—, nadie sueсa cruzarlo, pues el agua sobrepasa las copas de los árboles y el río es como un mar furioso capaz en sus mayores crecidas de arrasarlo todo.
Tras recorrer muy despacio la fangosa orilla, la camioneta había sido embarcada en un destartalado «bongó», construido a base de troncos y bidones vacíos, al que cuatro nombres empujaban clavando largas pértigas en el limo del fondo para caminar luego de proa a popa, extraer la pértiga del agua, y reiniciar el monótono ciclo.
Al otro lado y a casi idéntica distancia del borde del agua que se hallaba Puerto Nutrias, se alzaba Bruzual, que estaba considerado con toda propiedad el primer y último auténtico pueblo del Llano, y el principio y el fin de todos los caminos que de él llegaban o a él conducían.
Sus calles eran anchas y polvorientas, flanqueadas por casas de: blancas paredes y techos de palma o planchas de zinc, con amplias 5 ventanas pintadas de rabiosos colores y altas puertas ante las que se;' alzaba una barra de atar caballos.
Bruzual era ante todo un pueblo pensado para los caballos, que lo compartían más con vacas, cerdos, perros y gallinas, que con seres humanos, y las pocas personas que alcanzaron a ver mientras lo atravesaban fueron descalzos jinetes, desharrapados chicuelos, un par de mujeres de rostro oscuro y ojos profundos que contemplaban, en melancólico silencio, el paso del vehículo.
Quinientos metros más allá de la última casa, cuando habían] quedado también atrás las rústicas cochiqueras y dos huertos abandonados, desaparecía por completo todo rastro de carretera, camino o sendero, pues era allí donde en verdad comenzaba la sabana y la sabana no admitía carreteras, caminos ni senderos, porque cuantos se trazaban un aсo durante la sequía, desaparecían con las inundaciones del invierno siguiente.
Y fue allí, al borde mismo del pajonal sin horizonte, donde Celeste Báez detuvo la camioneta, pidió a todos que descendieran y apartando el respaldo de su asiento dejó a la vista un arsenal de armas perfectamente engrasadas.
Extrajo en primer lugar un reluciente «Remington», se cercioró de que estaba debidamente cargado y con una bala en la recámara y se lo tendió a Asdrúbal Perdomo.
— ¿Sabe usarlo? — inquirió.
Los cuatro se miraron un tanto desconcertados, y al fin el aludido asintió sin convicción.
— En la Marina me dieron un mosquetón — admitió—. Pero no hice más de diez disparos y no recuerdo si se parecía a éste.
— ¿Y usted?
Sebastián, a quien iba ahora dirigida la pregunta, se encogió de hombros.
— Lo mismo. — Lanzó una mirada a la llanura que se extendía ante él—. Pero imagino que no vamos a la guerra.
— No, desde luego — ratificó la mujer—. No vamos a la guerra, pero el Llano está infestado de ladrones de ganado, y si en el camino nos topamos con ellos, el único lenguaje que entienden es el del plomo. Este es el gatillo, éste el seguro, y éste el cerrojo — indicó—. Está cargado, y que sean capaces o no de atizarle a un cuatrero es cosa suya, pero les aconsejo que practiquen porque lo único que les va a sobrar aquí es munición y ocasión de utilizarla.
Sebastián Perdomo la observó fijamente.
— ¡Oiga! — inquirió al fin—. ¿Está hablando en serio?
Le miró de hito en hito.
— ¿Tengo aspecto de gastar bromas?
Los Perdomo Maradentro repararon una vez más en aquel cuerpo delgado y fibroso; el trazo enérgico de las facciones de su rostro; el cabello recogido bajo el viejo sombrero de color indefinido, y los ojos, fríos, negros, y profundos, y al fin Sebastián negó con un casi imperceptible ademán de cabeza.
— No — admitió—. No tiene aspecto de gastar bromas, pero yo creía que estas cosas sólo ocurrían en las películas.
— Escuche — fue la seca respuesta—. Al otro lado del río acabó la civilización y allá delante, donde mueren los Llanos, empiezan las selvas del Orinoco, que es tanto como decir que empieza la prehistoria. Háganse a la idea de que cada jornada que avancemos, será como si retrocediésemos un siglo. — Concluyó de ajustarse un resobado cinturón — canana del que colgaba un pesado revólver, y comenzó a repartir el resto de las armas como quien reparte cuchillos y tenedores al comienzo de un almuerzo campestre—. Acostúmbrate a llevarlas — aсadió—. Aquí, además de merodeadores y cuatreros, hay serpientes, pumas, caimanes, anacondas, toros que embisten sin provocación y traicioneros jaguares a los que nosotros llamamos «tigres». — Le tendió a Aurelia un hermoso «Cok» niquelado, pero ésta lo rechazó con un gesto.
— ¡No, gracias! — Hizo una corta pausa y resultaba evidente que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a decir—. Tendrá usted que perdonarnos — continuó—, pero creo que hemos cometido un error al aceptar su oferta. ¡Este no es lugar para nosotros! Entiéndame: No es que me asusten las bestias, pero es que ya uno de mis hijos tuvo que matar a un hombre, y no deseo que esa ocasión vuelva a presentarse. — Se dirigió ahora a Asdrúbal y Sebastián—. Lo siento — aсadió—. Pero sería mucho mejor que regresáramos cuando aún estamos a tiempo.
Sus hijos se miraron decepcionados y un tanto incómodos pero no tuvieron tiempo de reaccionar, porque fue la propia Celeste Báez la que intervino con manifiesta acritud:
— ¡No diga tonterías! — exclamó—. ¿Adónde van a ir? El problema de ustedes no será nunca los cuatreros, a los que bastará con que les disparen a las patas o por encima de la cabeza procurando no acertar. — Se volvió a Yaiza—. Su problema es ella, y no pueden pasearla por Venezuela eternamente «embarazada». Este es un país duro en el que el «macho» está acostumbrado a apoderarse de lo que se le antoja, sobre todo si lo que se le antoja es una mujer. — Trató de sonreír y por un momento pareció casi humana—. ¡Créame! — aсadió—. Sus hijos correrán más peligro protegiendo a su hermana fuera del Llano, que a mis caballos y mis vacas dentro de él.
Aurelia no supo qué replicar porque se la advertía desconcertada e instintivamente buscó el consejo de Sebastián, que inclinó de modo casi imperceptible la cabeza.
— Tiene razón — dijo—. Ya viste lo que ocurrió en Caracas y no podemos condenar a Yaiza a vivir para siempre con un cojín en la cintura. — Guiсó un ojo—. ¡Ten confianza! — aсadió—. Aunque nos lo propusiéramos, jamás seríamos capaces de acertarle a un cuatrero ni a dos metros de distancia. Nunca mataremos a nadie — concluyó.
Su madre no parecía muy convencida, pero resultaba evidente que tampoco se le ofrecía mucho donde elegir y decidió resignarse.
— ¡De acuerdo! — dijo—. ¡Ojalá ocurra como dices!
— Ocurrirá, no se preocupe — la tranquilizó Celeste Báez—. Y: ahora todos arriba; el camino es largo.
— Perdone una pregunta — le interrumpió Asdrúbal extendiendo la mano y seсalando la monótona uniformidad de la llanura de alta hierba reseca que se extendía ante ellos—. ¿A qué camino se refiere? Yo no veo ningún camino. ¿Cómo sabe adónde vamos?
La llanera le miró, y en sus ojos brilló una chispa de burla.
— Dígame — inquirió—. ¿Tenían ustedes bien marcados los caminos en el mar?
— No, desde luego — replicó Asdrúbal confuso.
— Pues aquí es lo mismo. De momento, hay que seguir en aquella dirección, siempre hacia el Sur. Cruzaremos un «caсo», luego un río y por último otro «caсo», que si los cálculos y la memoria no me fallan, debe ser ya «Caсo Setenta». Desde allí hacia el Suroeste, buscando un paso en el Guaritico si es que no lleva demasiada agua, y vadeado el Guaritico probablemente encontraremos algún «baqueano» que nos sepa llevar hasta el «Hato».
La observaron estupefactos:
— ¿Quiere decir que no sabe exactamente cómo ir hasta su propio «Hato»?
— Es que es el más pequeсo. — Abrió las manos como dando a entender que no tenía la culpa—. Y hace aсos que no aparezco por allí.
— ¿Cuándo llegaremos?
— Tal vez maсana. Tal vez pasado. Tal vez dentro de cuatro días. ¡Qué más da! Tenemos agua, alimentos y gasolina para dos semanas y no tienen por qué preocuparse. Aquí, lo único que importa es que no se parta un eje o nos metamos hasta los cubos en un «caсo» o un río.
— ¿Qué es un «caсo»…?
— Como un río que no corre, quebradas en las que se queda el agua del invierno que se va secando lentamente a lo largo del verano. Constantemente varían de tamaсo, forma, e incluso dirección, y eso es lo que hace que el paisaje cambie de continuo aun siendo siempre el mismo. — Pareció dar por concluida la charla y trepó a su puesto tras el volante cerrando la portezuela—. ¡No se preocupen! — aсadió—. He pasado toda mi vida en los Llanos y me he perdido más de treinta veces, pero aún estoy viva y pienso seguir estándolo mucho tiempo.
Casi al instante las casas de Bruzual y todo cuanto quedaba a sus espaldas desapareció tragado por la espesa nube de polvo que la camioneta levantaba a su paso y que en la reseca llanura era como un clarín que anunciase a increíbles distancias el avance de un vehículo.
Se inició entonces una diabólica danza bajo el tórrido y pegajoso calor de media maсana, calor que iba ascendiendo con el sol, y que alcanzó pasado el mediodía los cincuenta grados centígrados, espesando el aire, secando las gargantas, y haciendo que cada poro del cuerpo pareciese palpitar como dotado de vida propia en su afán por expulsar diminutas gotas de un sudor espeso y salado.
Espatarrados sobre un revoltijo de cajas, sacos y bidones a los que se creería dotados de voluntad propia pues de continuo saltaban como pretendiendo escapar de aquella enloquecida coctelera, Asdrúbal y Sebastián eran los que con mayor rigor sufrían las fatigas del viaje pues el sol se empeсaba en abrasarles, el polvo ascendía directamente hasta sus fosas nasales, y el traqueteo semejaba una constante lucha con cien borrachos invisibles que estuvieran tratando de arrojarlos violentamente a aquel mar de espesos matorrales.
Dos horas después alcanzaron la orilla del primer «caсo», y Celeste Báez se detuvo a la sombra de un grupo de arbustos del que alzaron el vuelo docenas de ibis rojos y enormes «garzones — soldado» de plumaje blanco y negro cuyo marcial aspecto justificaba a las claras su denominación.
— Dejaremos pasar aquí la «malcalor» y comeremos — dijo—. Pueden refrescarse con cubos, pero no se metan en el agua. Los ríos, al correr, son menos peligrosos pero cuando los «caсos» comienzan a secarse, se concentran bichos que se vuelven cada vez más agresivos. Puede haber anguilas eléctricas, «tembladores», piraсas, rayas, e incluso alguna anaconda. — Seсaló a una masa oscura que se distinguía a unos doscientos metros más abajo, en la ribera opuesta—. Aquellos son caimanes, que los tenemos de dos tipos: el «yacaré» y la «baba», y cualquiera de ellos puede arrancarles una pierna de un mordisco.
Minutos más tarde, mientras derramaba sobre su hermano cubos de agua oscura y tibia que apenas conseguía refrescarles pero les liberaba en parte de la gruesa capa de polvo que les cubría, Asdrúbal se detuvo un instante en su tarea y comentó meditabundo:
— ¿No estaremos cometiendo una locura? A mí no me parece que éste sea lugar apropiado para Yaiza.
— ¿Y cuál lo es? — replicó Sebastián—. ¿Caracas con ese fulano tratando de meterla a puta, o San Carlos, donde nos espiaban como si estuviéramos a punto de robarles? — Tomó a su vez el cubo, lo llenó de agua y la dejó caer muy lentamente sobre la cabeza de su hermano intentando aclarar la pastosa masa que había formado el barro en sus cabellos—. Estoy de acuerdo que el lugar no es apropiado, pero es que no nos han dejado otra opción. Supongo que si alguien ha conseguido hacerse viejo aquí, nosotros lograremos sobrevivir un tiempo. Tan malo no puede ser el sitio.