Seguía lloviendo.

El espeso colchón de nubes se extendía desde el Apure al Meta y del Orinoco a la Cordillera, y llovía y llovía con la misma monótona pesadez con que meses antes abrasó inclementemente el sol, o sopló incansable el viento.

Llovía mansamente, pero los hombres y las bestias echaban de menos el fragor de la tormenta y el restallar de los rayos asesinos, porque aquel eterno «calabobos» sin personalidad aburría a las vacas y enmohecía las articulaciones.

— Este barco lleva camino de convertirse en el «Arca de Noé» — comentó Sebastián al observar cómo había ascendido el nivel del río en el trascurso de una sola noche—. Si continúa cayendo agua lo pondrá a flote sin necesidad de que lo empujemos.

— Aún faltan por lo menos dos semanas para que ese cauce alcance su altura máxima — replicó Aquiles Anaya—. Recuerdo que hace seis aсos el agua sobrepasó los dieciocho metros sobre el fondo del río, la casa se inundó, y tuve que mudarme al piso alto hasta que comenzó el desagьe.

— En ese caso meteremos aquí una pareja de animales de cada especie y navegaremos hasta que aparezca una paloma con un ramo de olivo — rió Aurelia—. Cuesta trabajo entender esta tierra: o se muere de sed, o se ahoga… — Se volvió a Celeste que ayudaba a Asdrúbal a ajustar una tabla en cubierta—. ¿Siempre es así? — quiso saber.

— Gracias a Dios, porque eso es lo que impide que la gente nos invada y dejemos de vivir como nos gusta.

— ¿En verdad le gusta?

Celeste Báez se detuvo en su tarea, aplastó un zancudo que había acudido a alimentarse antes de hora y sonrió:

— No creo que pudiera vivir en otra parte aunque me ofrecieran todo el oro del mundo.

Aurelia no respondió aunque permaneció largo rato preguntándose las razones de su notable cambio de carácter, porque la madre de los Perdomo era la única persona de la casa que aún ignoraba — o se esforzaba por ignorar — lo que estaba ocurriendo entre su hijo y Celeste Báez.

Sebastián había advertido casi desde el principio las ausencias nocturnas de su hermano y no necesitó esforzarse para llegar a la conclusión de dónde y con quién pasaba las noches; Yaiza, cuyo sexto sentido le permitía percibir muchas cosas incluso antes de que sucedieran, supo ya durante la fiesta, que se acercaba lo inevitable, y Aquiles Anaya conocía lo suficiente a su patrona como para adivinar que si se había enamorado de Asdrúbal Perdomo aun sin haber mantenido con él ningún contacto físico, ahora ese amor se había transformado en una auténtica pasión por más que se esforzara en controlarla, consciente de que aquella relación estaba condenada, desde el momento mismo en que nació, a durar poco tiempo.

Los Perdomo Maradentro querían marcharse al mar en que habían nacido y se habían criado, y nadie conseguiría retenerlos, porque se irían aun en el caso de que intentaran oponerse y tenían que irse antes de que cesaran las lluvias y se iniciara el desagьe.

Un navío del calado del que estaban construyendo necesitaría el máximo nivel de aguas para descender por el Arauca y sortear las chorreras y carameros hasta su unión con el Orinoco, e incluso el gran río representaba innumerables peligros para la navegación si no se aprovechaba la época de crecida. Tan sólo los «bongueros» más experimentados podían arriesgarse por aquellos rumbos con las aguas bajas, y pese a que Celeste Báez no dudaba de la pericia de los dos hermanos como navegantes de alta mar, poco confiaba en ellos como pilotos de rápidos, bancos de arena y corrientes traicioneras.

— Saldremos adelante — le había tranquilizado Asdrúbal un amanecer en que permanecían despiertos tras haberse amado hasta casi extenuarse—. Recuerda que conseguimos atravesar el Océano en un barco que se caía de viejo.

— En el Océano no hay rocas ocultas, bajíos traicioneros, ni troncos de árboles clavados en el lecho del río…

— Terminaremos el barco antes de que empiecen a bajar las aguas, no te inquietes.

— ¡Naturalmente que me inquieto! — protestó ella—. ¿Cómo piensas gobernarlo sin motor y sin velas?

— A base de pértigas, como hacen los «bongueros» — se inclinó a besarla impidiendo así cualquier nueva protesta—. Confía en los Maradentro — aсadió—. Conseguiremos que ese barco llegue al mar.

Pero Sebastián, con más conocimientos técnicos y mucho más prudente, no se mostraba tan seguro dada la absoluta imposibilidad de probar el barco ya que desde el momento en que soltaran amarras no tendrían opción de volver sobre sus pasos luchando contra corriente. Cualquier error — grande o pequeсo — tendrían que corregirlo sobre la marcha, cuando se encontraran en el centro del cauce de un río desconocido y en mitad de una tierra hostil y desolada.

— Y no olvides que esas aguas están infestadas de caimanes, anacondas, tembladores, rayas, y sobre todo, millones de piraсas — le advirtió a su hermano cuando trataron a solas del tema—. Si hemos cometido algún fallo y volcamos, nuestras posibilidades de sobrevivir son nulas. Esas piraсas devoran a una vaca en tres minutos.

— No somos vacas. Y no hay fallos.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé. Y si no lo supiera, Yaiza lo sabría. El abuelo se lo habría dicho.

— ¡No seas estúpido! — fue la indignada respuesta—. ¿Cómo puedes confiar la seguridad de toda la familia a la información que quiera dar un muerto? ¡Es ridículo!

— Cuando se trata de prevenir el peligro, Yaiza nunca se equivoca.

— Alguna vez tiene que ser la primera.

Sebastián Perdomo no podía imaginar hasta qué punto aquella aseveración resultaba profética, puesto que aproximadamente en el mismo momento en que la hacía, a poco más de dos jornadas de marcha río arriba, Ramiro Galeón concluía una rústica balsa sobre la que llevaba tres días trabajando.

El estrábico, que había disfrutado de un largo mes de descanso en casa de su hermano sin otra preocupación que la pesca, partidas de póquer y alguna borrachera en común, llegó una maсana a la conclusión de que el cajón del Arauca debía encontrarse ya inundado, con los afluentes y «caсos» crecidos y la sabana impracticable, por lo que cargó los tres caballos más fuertes, lentos y pesados que encontró y cruzó a la orilla venezolana.

— ¿Por qué no esperas a que deje de llover? — aventuró Goyo. Con el Llano como está no llegarás a parte alguna.

— Llegaré. Y llegaré en el mejor momento: cuando nadie me espere.

— ¡Vaina! — protestó el otro—. ¿Cuál es la prisa? Si te vas ahora te hundirás en el barrizal, te escoсará un rayo o te consumirán las fiebres.¡Espera!

Ramiro, que se afanaba en asegurar la carga y cerciorarse de que las cinchas no se aflojarían por mucho que se empaparan, observó a su hermano por encima de la grupa de uno de los caballos e inquinó con intención:

— ¿Tú esperarías? — Aguardó unos segundos y al comprobar que no recibía respuesta sonrió con intención—. ¿Por qué? ¿Porque eres Goyo Galeón el Cuatriboleado que le «echa pichón» a todo? ¡Vale! Pues yo soy Ramiro que no estudió en peor colegio. Fuiste tú quien me enseсó que lo imposible resulta siempre lo más fácil. ¡Cuídate y no te apures, que a mí el Llano me respeta!

— ¿Cuánto tardarás?

— Aún no lo sé, pero si en un mes no he vuelto, mejor me olvidas.

— ¡Suerte!

— ¡Suerte!

Se estrecharon la mano y el bizco montó sobre el primer animal, tomó las riendas de los otros, y ascendió por la resbaladiza orilla del río hasta alcanzar la línea de árboles. Desde allí se volvió a saludar a su hermano que había reembarcado rumbo a la isla, y por último se adentró, chapoteando, en la infinita llanura empantanada.

Seguía lloviendo.

Llovía y llovía y casi una quinta parte de Venezuela parecía haberse transformado en un gigantesco charco del que sobresalían desperdigados montículos, algunos árboles, altivas palmeras, y aisladas cabezas de ganado cimarrón, el único capaz de abandonar la protección de los oteros para buscar bajo el agua algunas briznas de hierba con las que aplacar su hambre.

El cielo continuaba siendo una gran mancha gris hacia la que no convenía alzar la vista porque encharcaba el espíritu, y ni el ancho sombrero encerado, ni el chubasquero negro a media pierna, ni las altas botas, bastaban para impedir que el agua empapara, y pronto a esa agua se unió un espeso sudor que corría libremente por el cuerpo.

Alguien con tan sólo un punto menos de valor que Ramiro Galeón hubiera renunciado a su empeсo dando media vuelta en redondo el primer día, pero el estrábico había demostrado sobradamente ser uno de los mejores «baqueanos» del Apure, y era además un hombre decidido a dejar bien sentado que era hijo de Feliciana Galeón, la cantinera que había tenido nueve hijos de por lo menos siete padres distintos.

Avanzaba sin prisas, inclinado sobre el cuello de su montura, con la mirada atenta a cada detalle que permitiera adivinar la profundidad del agua y el espesor del fango, y no dudaba a la hora de detenerse y permanecer durante largo rato inmóvil bajo la lluvia estudiando metro a metro la llanura, tratando de descubrir la presencia de venenosas serpientes que podían matarle un caballo en cuestión de minutos, enormes anacondas de feroz agresividad, o terribles caimanes que solían abandonar en aquella época los márgenes de los ríos para sorprender a sus víctimas en la sabana inundada.

Y seguía lloviendo.

Arreció el agua a media tarde, lo que le obligó a buscar la protección de un bosquecillo de caobos, y sin descabalgar colgó de dos altas ramas su «chinchorro», pero antes de tenderse a intentar descansar aunque tan sólo fuera parte de la noche, aseguró los caballos a un grueso tronco y comió frugalmente sin moverse de una silla de montar a la que parecía atornillado.

Por último se puso en pie, orinó desde lo alto de la cabalgadura, y se alzó a pulso hasta la hamaca en la que se acostó cuan largo era dejando al alcance de la mano, colgado de la rama más próxima, un pesado «Winchester».

Cuando cayó la noche ya dormía, aunque podría creerse que lo hacía con un ojo cerrado y otro abierto, sin que le importara que el agua continuara empapándole, o que cualquier movimiento brusco pudiera precipitarle al suelo desde tres metros de altura.

Durante los ocho días que siguieron Ramiro Galeón apenas puso el pie en una tierra en la que por lo general el agua y el fango le llegaban a los tobillos, puesto que era un hombre capaz de sobrevivir a la grupa de un caballo, pero al final de ese tiempo, y tras haber vadeado cuatro ríos e innumerables «caсos» en uno de los cuales se le ahogó una remonta, alcanzó su destino sin más percance que cinco caimanes muertos a tiros, un fuerte dolor de riсones, y un molesto catarro que le obligaba a estornudar continuamente.

Se sentía satisfecho porque había avanzado más aprisa de lo que tenía previsto, y los tres enemigos a los que más temía: serpientes de agua, anacondas y fiebre, no habían hecho su aparición.

Con ramas y una lona encerada levantó un refugio en seco, descansó todo el día, y al amanecer del siguiente comenzó a cortar árboles sin perder de vista el río, dispuesto a echarle el lazo a cualquier tronco flotante que arrastrara la corriente.

Cuando al fin tuvo listo el rústico «bongó», trasladó a él sus pertenencias, dejó en libertad a los caballos, y emprendió, con la sola ayuda de pértigas, una larguísima y aburrida travesía porque el río corría mansamente y todo su trabajo se limitaba a permanecer atento a que un escondido tronco clavado en el fondo no le volcara la frágil e inestable embarcación.

Ramiro Galeón parecía haberse convertido en el único ser humano superviviente tras un catastrófico diluvio; una extraсa figura enfundada en un impermeable y cubierta con un sombrero de alas caídas, que con las piernas abiertas y una pértiga en la mano mantenía un difícil equilibrio sobre media docena de troncos, atravesando en silencio las llanuras sin más testigos que garzones, «coro — coros», familias de asombrados chigьires, y centenares de reses bravas que en aquellos meses se desparramaban a su capricho en busca de pasto o huyendo de las fieras.

Tan sólo en una ocasión cruzó frente a una ranchería desde cuya ventana un chiquillo de ojos tristes le contempló pensativo hasta que se perdió de vista en la distancia, y el paisaje aparecía tan monótono y desdibujado bajo las pesadas nubes y la insistente lluvia, que al segundo día comenzó a asaltarle la inquietante impresión de que se había desorientado equivocándose de afluente.

¡Cambiaba tanto el Llano con el agua, visto además desde el centro de un río cuyas orillas variaban de aspecto según el nivel de la corriente!

No había allí pueblos, caminos, ni accidentes geográficos claramente reconocibles, y en la distancia todas las palmeras se asemejaban, todos los bosquecillos parecían el mismo, y todos los samanes solitarios podrían encontrarse igualmente allí que a diez días de distancia.

Al oscurecer varaba en una playa el improvisado «bongó», colgaba su «chinchorro» entre dos árboles, y luchaba por encender ruego con una madera que se resistía a arder, pero cuya espesa humareda no bastaba para alejar las nubes de mosquitos que pretendían desangrarle.

Roncaban los tigres cerca, pero Ramiro Galeón era un hombre que jamás había temido a ningún tigre, y tras una frugal cena a base de queso, tasajo y casabe que constituía su único alimento diario, cerraba los ojos y se quedaba dormido con el pensamiento puesto en los inmensos pechos de oscuros pezones y el vello espeso, tibio y oloroso del sexo de Imelda Camorra.

Nadie, ni siquiera Goyo Galeón conseguía entender la obsesiva fijación de su hermano con aquella mujer bronca y bravía, pero es que nadie, ni siquiera el mismo Ramiro Galeón, había descubierto nunca que el olor a hierbas silvestres, jabón barato y hembra salvaje de Imelda Camorra, era exactamente el mismo que el de aquella también bronca y bravía cantinera llamada Feliciana Galeón, que tuvo nueve hijos de siete distintos padres, pero que con los nueve demostró ser la más dulce, tierna y amorosa de las madres.

Esconderse en un aislado «caney» para disfrutar para siempre de aquel olor y aquella indomable mujer de duras carnes y tersa piel era cuanto el estrábico ex capataz de «Morrocoy» le pedía a la vida, y por conseguirlo se sentía capaz de desafiar a la Naturaleza, las bestias, los nombres e incluso a los mismísimos «Espantos de la Sabana».

Por ello continuaba infatigable su larga navegación sin reparar en los enormes caimanes que le contemplaban golosos desde un bancal de la ribera, y ni siquiera le inquietó la anaconda de cuatro metros que descubrió un amanecer muy cerca de donde había pasado la noche.

Fue aquella misma maсana cuando comenzó a divisar lugares que le resultaban vagamente familiares, y a media tarde, a la vista de «Las Cuatro Moriches», cuatro palmeras idénticas que marcaban los puntos cardinales con sorprendente exactitud, calculó por la velocidad que llevaba, que probablemente antes de que cerrara la noche alcanzaría la curva del río desde la que se dominaba gran parte del «Hato Cunaguaro».

No se equivocó, y el día siguiente lo pasó oculto entre unos mereys a no más de medio kilómetro de la casa espiando a sus moradores con la ayuda de unos potentes prismáticos y su infinita paciencia de llanero.

Lo primero que le sorprendió fue el descubrimiento de un gran barco alzado bajo un cobertizo a un costado de la casa, y como en sus treinta y dos aсos de vida jamás había abandonado la sabana y nunca había visto por tanto una embarcación de tales dimensiones, se preguntó para qué diantres la querrían allí, tan lejos de donde podría ser útil.

Luego centró su atención en Yaiza Perdomo, estudiando con minuciosidad cada una de sus idas y venidas, hasta que llegó a la conclusión de que su dormitorio no podía ser otro que el de la esquina suroeste o el inmediatamente anterior.

Pasado el mediodía distinguió a Celeste Báez y un mozarrón que se besaban y acariciaban aprovechando que el casco del barco se interponía entre ellos y la casa, y lanzó un largo silbido de admiración al advertir como él la alzaba por la cintura, ella le pasaba las piernas por la espalda, y hacían el amor de pie, allí mismo.

— ¡Aguaita! ¡Aguaita cómo se la está cogiendo en pleno día! — musitó para sí—. ¡Ah, putarrón desorejado! Tan altivota siempre y ahí anda, «beneficiándose» a la peonada. ¡No se puede creer en nadie!

Durmió luego un buen rato presintiendo que la noche iba a ser larga, y le agradó descubrir que con la caída del sol la lluvia aumentaba, pues sabía que cuanto mayor fuera el aguacero, menos posibilidades de descubrirle tenían.

Aguardó por lo tanto, soportanto impertérrito y paciente el asalto de los zancudos y gengenes, y pasadas las tres de la maсana se aproximó sigilosamente a la casa y se ocultó entre los postes de paraguatán que la mantenían en alto.

Escuchó.

El golpear de la lluvia ahogaba cualquier otro sonido, y eso le decidió a trepar a la galería, justamente bajo la ventana del dormitorio de la esquina suroeste. Luego, moviéndose con la paciencia de un «perezoso», alzó la cabeza y atisbo dentro. Tardó largo rato en acostumbrar los ojos a la oscuridad, entrevió una cama cubierta con un mosquitero y alguien que dormía, y en su ayuda acudió un lejanísimo relámpago que le bastó para llegar a la conclusión de que se trataba de Yaiza Perdomo.

Se deslizó dentro, alzó el mosquitero, la golpeó en la nuca para impedir que despertara, y tras cerciorarse encendiendo una cerilla que se trataba en efecto de ella, se la cargó a la espalda, recogió sus botas y la ropa que aparecía cuidadosamente doblada sobre una silla y saltó de nuevo al porche.

Instantes después desaparecía en las tinieblas hacia el lugar en que había quedado la balsa, y cuando la primera claridad del nuevo día comenzó a teсir de gris el espeso manto de nubes que cubría la llanura, ya los límites de «Cunaguaro» habían quedado definitivamente atrás, y la corriente le empujaba con firmeza hacia el Arauca.

Yaiza no volvió en sí hasta media maсana. Lo primero que distinguió fue el oscuro techo de lona de una pequeсa toldilla que apenas bastaba para protegerla de la lluvia, y al descubrir a Ramiro Galeón que permanecía en popa aferrado a una larga pértiga, éste la saludó con una leve sonrisa irónica.

— ¿Sorprendida? — inquirió.

La muchacha pareció necesitar unos instantes para hacerse una idea de cuál era la situación, al fin negó con la cabeza:

— No mucho.

— ¿Y eso?

— Siempre supe que lo haría.

— ¡Ah, vaina! — El bizco soltó una carcajada porque se sentía triunfante—. ¿Y si lo sabías, por qué no lo impediste?

— Porque la única solución era marcharnos, pero el río aún no ha crecido bastante. ¿Qué piensa hacer?

— Venderte a Cándido Amado por cincuenta mil bolívares. — Le guiсó un ojo tratando de tranquilizarla—. Pero dentro de unos meses te divorcias, le quitas un buen montón de plata, y a volar… La vida hay que tomarla como viene, y a ti te lo han dado todo para sacarle provecho.

Al decir esto había hecho un significativo gesto con la cabeza, y ella reparó en que únicamente se encontraba cubierta con un húmedo camisón que se le pegaba al cuerpo. Buscó a su alrededor, descubrió su ropa y sus botas, y dejando caer la lona se vistió lo más aprisa que le fue posible, dado lo reducido del recinto.

Ramiro Galeón continuó hablando mientras tanto, pese a que su vista permanecía fija en el río y atento a empujar con la larga pértiga en cuanto surgía el menor peligro, pues con el peso de Yaiza el pequeсo «bongó» resultaba difícil de maniobrar.

— ¡Me alegra que no estés asustada! — dijo subiendo el tono de voz—. ¡Cosa jodida una mujer histérica en un río preсadito de «caribes»! ¡No pienso hacerte daсo! — aсadió—. Mi madre me enseсó a respetar a las mujeres, porque hombre que no respete a una mujer no es hombre, y a los Galeones nos han podido acusar de todo, menos de no serlo.

— Pero me va a vender como si fuera una vaca — respondió ella desde dentro.

— Negocio es negocio.

Yaiza reapareció vestida y permaneció largo rato observando los garzones de la orilla que, por encontrarse en época de muda y empapados, semejaban mustios frailes, de cuyas largas narices goteara el moquillo de un molesto resfriado, mientras patos, garzas y «gallitos de agua» volaban de un lado a otro rozando con las puntas de las alas la superficie del río en busca de su presa. No había allí caimanes, pero sí vio muchas tortugas que, escondidas en sus caparazones, semejaban inmensos platos oscuros que alguien hubiese abandonado sobre la arena.

— Matarán a Cándido Amado — musitó al fin, alzando el rostro hacia Ramiro Galeón—. Mis hermanos buscarán a Cándido Amado y lo matarán.

— Ese no es asunto mío — se limitó a replicar el estrábico—. No lloraré por él. El gran «coсodesumadre» intentó asesinarme por la espalda, pero le temblaba tanto la mano que falló a diez pasos.

Yaiza negó convencida:

— No falló. Alguien desvió la bala.

Los bizcos ojos se clavaron en ella, tratando de averiguar el sentido de unas palabras que le sonaron extraсamente.

— ¿Qué has querido decir? — inquirió al fin.

— Que a usted no le matan las balas.

— ¡Chiquita pendejada!

— ¿Es que no lo sabía?

— ¿Saber qué? ¿Que no me matan las balas? — El menor de los Galeones agitó la cabeza divertido—. ¡Aguaita que el plomo le pesa igual en el cuerpo a todo el mundo! ¡Ni que el primer baсo me lo hubieran dado con el «cariaquito morao de la suerte»!

Ella no dijo nada; ese silencio suyo tuvo la virtud de inquietar a Ramiro Galeón más que cualquier argumento, y por su memoria pasó el recuerdo de una infausta noche en un «botiquín» de Puerto Nutrias en la que dos de sus hermanos y tres llaneros cayeron acribillados sin que a él las balas le tocaran, o el amanecer cerca de Mata — Azul en que el sargento Quiroga les tendió una emboscada de la que resultaron siete heridos y cuatro difuntos, sin que a él tampoco acertaran a darle.

Agitó con un brusco gesto la cabeza.

— ¡Pendejadas! — masculló.

Pero ella continuó absorta y eso le desbarató los nervios.

— Pendejadas — repitió—. ¿Por qué razón no habrían de acertarme las balas…? — quiso saber.

— Probablemente porque su destino sea otro.

— ¿Cuál?

— Que lo mate un rayo.

— ¡Putísima madre! — El bizco cruzó los dedos y tocó repetidas veces uno de los troncos de la balsa—. ¡Vaina de carajita para joderle la vida a un cristiano! Mejor te callas.

— Como quiera.

Enmudeció de nuevo sumida en la contemplación del monótono paisaje que parecía complacerse en repetirse una y otra vez a sí mismo, como si la imaginación del Creador se hubiera agotado y aquél fuera el fin del mundo, y el menor de los Galeones la observó perplejo, preguntándose las razones por las que aquella sorprendente criatura había logrado descubrir que únicamente los rayos le asustaban.

— Tú no eres normal, ¿verdad? — inquirió por último con un notable esfuerzo—. ¿No eres como el resto de la gente?

— ¿Por qué no habría de serlo?

— Por las cosas que dices. Y por las que haces. — Se diría que estaba tratando de leer sus pensamientos—. El día de los toros… — aсadió—. Cuando murieron mis hermanos. Sabías lo que iba a ocurrir, ¿no es cierto?

— Al principio, no. Luego, cuando estuve cerca, sí.

— ¿Cuándo apareció el hombre?

Yaiza se sorprendió:

— ¿Lo vio?

El otro negó con un gesto.

— No. No lo vi, aunque más tarde me pareció recordar que lo había visto… ¡Guá! Ni yo mismo me aclaro. — Escupió con rabia al río—. ¿Lo vi o no lo vi? ¡Qué sé yo! Todo esto es un mierdero. — Hizo una pausa—. ¿Quién era?

— Mi padre.

— ¿De dónde salió?

— No lo sé.

— ¿Dónde está ahora?

— Murió el aсo pasado.

Ramiro Galeón clavó la pértiga, empujó el «bongó» hasta vararlo en la orilla más próxima y saltó a tierra, donde comenzó a darle patadas a las tortugas que encontró a su paso.

— ¡Vaina! ¡Vaina! ¡Vaina! — exclamó una y otra vez como si de esa forma consiguiera descargar la tensión que le dominaba. Luego se volvió a Yaiza, que permanecía inmóvil, y le apuntó con un dedo—. De mí no te burlas, ¿me oyes? — le advirtió—. De mí no se burla una carajita como tú, porque del primer bofetón te arranco la cabeza. — Lanzó un resoplido e hizo un supremo esfuerzo para calmar sus nervios—. ¿Qué es eso de que tu padre murió el aсo pasado? ¿Crees que nací pendejo?

Ella se limitó a encogerse de hombros.

— Si no quiere, no lo crea; pero mi padre se ahogó el aсo pasado cuando veníamos hacia América.

— ¿Y quién era el que yo vi?

— Usted sabrá. ¿Era muy alto?

— Sí.

— ¿Vestía pantalones y camisa de dril?

— Sí. Creo que sí.

— Entonces era mi padre — replicó ella con naturalidad—. Y probablemente por eso se espantaron los toros.

El estrábico tomó asiento, cruzó las piernas y comenzó a juguetear con la arena húmeda como si le fascinara verla correr entre los dedos. Luego, sin alzar los ojos inquirió, como si le avergonzara hacerlo:

— Dime: ¿Eres acaso «Camajay — Minaré»?.

— ¿Quién…? — se sorprendió ella.

— «Camajay — Minaré», la dioisa de las selvas que ha vuelto a la tierra.

— ¡Qué tontería! ¿Cómo se le ocurre una cosa semejante?

— La gente lo dice. Aseguran que «Camajay — Minaré» ha regresado. — Hizo una pausa y le miró de frente—. Y el otro día Cándido Amado mató a un «guaica» que venía en su busca.

— ¿Qué es un «guaica»?

— Un salvaje del Alto Orinoco.

Yaiza recordó al indio de enorme arco y larguísimas flechas que a menudo cruzaba como una sombra por sus sueсos sin detenerse jamás en su eterno vagar por la llanura. No se parecía a los tristes «cuibás» o «yaruros» de la sabana, y siempre le había llamado la atención su porte y su altivez, aunque jamás habían intercambiado una sola palabra, y podría pensarse que el indio ni siquiera podía verla.

Cuando habló de nuevo resultó evidente que deseaba desviar la conversación del tema de «Camajay — Minaré».

— Usted es la primera persona que ve algo de lo que yo veo — dijo—. ¿Nunca le había ocurrido antes?

— ¿Qué? — se sorprendió él—. ¿Ver muertos? — Agitó la cabeza con brusquedad, casi sacudiéndola para desechar un mal pensamiento—. No, desde luego, y Dios no lo permita. A menudo sueсo con mi madre y la veo tan clarita como te estoy viendo ahora, pero supongo que eso le pasa a cualquiera.

— ¿Y nunca presintió que iba a ocurrir una desgracia?

— Únicamente cuando a mi hermano Goyo le brillan los ojos. ¡Guá! — exclamó, admirado—. Cuando Goyo se despierta, con los ojos como pepas de oro refulgiendo en el fondo de un río, engraso el rifle, porque estoy seguro de que se forma algún mierdero. Al poco se le encrespa el pelo y es mismamente como los gatos que presienten el terremoto o la tormenta. Ese día hay difuntos.

— Pero por lo que tengo oído, estando su hermano cerca, lo raro es que no los haya.

— Es el destino. Hay quien va por el mundo y siempre encuentra dinero. Otros encuentran mujeres, y otros enfermedades. Goyo encuentra gente con ganas de morirse de repente. — Rió divertido—. Y él los ayuda. — Se puso en pie y lanzó una larga mirada al cielo cada vez más oscuro y encapotado—. Va a caer «piazo palo de agua» — seсaló—. Y nos vamos a enchumbrar hasta los tuétanos. — Indicó sus alforjas sobre el «bongó»—. Si tienes hambre, come algo, y si quieres dormir puedes hacerlo cuanto quieras porque no me pienso detener hasta el Arauca.

— ¿A dónde me lleva?

— Lejos.

— ¿Dónde? — insistió ella, decidida a no subir a la balsa si no recibía una respuesta.

Ramiro Galeón la observó unos instantes, dudó, pero al fin replicó escuetamente:

— A casa de mi hermano.

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