Imelda Camorra alzó los ojos del vaso que contemplaba absorta desde hacía largo rato, y se sorprendió al advertir que su visitante nocturno era Ramiro Galeón.

— ¿Qué haces aquí? — inquirió molesta—. Cándido aún no ha venido, y si te encuentra se va a enfadar.

— Ya no vendrá.

Había algo en el tono de voz del estrábico que hizo que la mujerona le prestase una atención especial.

— ¿Qué quieres decir? — inquirió—. ¿Ocurre algo? Hace rato le vi en el porche y parecía estar bien.

— Allí sigue. Y sigue bien. Bebiendo hasta reventar con la vista fija hacia los lados de «Cunaguaro».

— Eso no es nuevo. Así lleva la vida.

— Es nuevo. Ahora es distinto.

Imelda observó con fijeza al hombretón que, pasando una de sus largas piernas sobre el respaldo de la silla, había ido a tomar asiento en el lugar que normalmente ocupaba Cándido Amado, y se servía en su vaso. Permitió que llenara el suyo también y, antes de beber, inquirió:

— ¿Acabarás con los secretos? ¿Qué carajo ocurre?

El otro sonrió apenas, entre burlón e irónico.

— Tu enamorado, se ha enamorado — dijo.

Restalló una sonora carcajada, e Imelda extendió la mano en forma de cuenco.

— ¡Tú estás loco! — exclamó—. Candidito Amado comerá en esta mano hasta que yo quiera. ¿Lo oyes? Hasta que Imelda Camorra quiera.

— Mierda.

— ¿Cómo dices?

— Lo has oído: «mierda» — repitió, recalcando mucho la palabra, y tras beber muy despacio para mantener así más tiempo su interés, aсadió —: El patrón dejó de comer en tu mano desde el momento en que vio a esa muchacha.

— ¿Qué muchacha?

Aunque trató de evitarlo, el timbre de voz mostraba una innegable alarma.

— La que vive en la casa grande. — Lanzó un silbido de admiración—. ¡Guá! ¡Tendrías que verla! Te juro que cuando comenzó a surgir de entre las vacas con un cántaro en la mano, se me pusieron los ojos rectitos por primera vez en mi perra vida… ¡Guá! — insistió, silbando de nuevo—. Ni en sueсos imaginé que pudiera existir una hembra semejante, pero allí estaba, joven, limpia, tímida y callada. Al patrón se le aflojaron las piernas, y tanto le temblaba la mano al agarrar el cántaro, que se echó el agua por la pechera.

— ¡Estás mintiendo!

— Eso es lo que tú quisieras. — Hizo una pausa y la miró con fijeza—. Pero ayer no vino, ¿verdad? Empleó la noche en baсarse y afeitarse, y creo que ni siquiera se acostó, porque con las tinieblas ya me tenía llano adelante rumbeando hacia el río. — Agitó la cabeza mientras bebía de nuevo—. ¡Tendrías que haberlo visto!: Repeinadita la calva, recortado el bigote, oliendo a limpio y llorándole al viejo zorro de Aquiles para que le dejara entrar en la casa, o que «al menos la muchacha le trajera un poco de agua, porque se moría de sed…» ¡Vaina! Nunca vi a nadie humillarse de ese modo, ni aun por salvar la vida.

Imelda Camorra tardó en hablar. Había escuchado en silencio la larga perorata, y ya no dudaba de su veracidad. Sus ojos centellearon, su labio superior se agitó presa de un leve temblor, y su cerebro ' trabajó a mayor velocidad de lo habitual.

— ¿Quién es? — quiso saber al fin.

— ¿La «guaricha»? — inquirió Ramiro Galeón encogiéndose de hombros—. ¡Ni idea! Ni aun su nombre averiguamos, porque hoy ni siquiera asomó los hocicos, y de veras que eso fue aún peor, porque el patrón se calentó y el viaje de vuelta lo hicimos al galope. Casi revienta la potranca y si no fuera tan mal jinete le habría perdido de vista el rabo. Parece como si se le hubieran «barajustado» las ladillas y las garrapatas. La «godita» lo entonteció aún más con sus ojazos verdes.

— ¿Cómo sabes que es espaсola?

— Eso se nota aunque no hable. Criolla es criolla, y ella no lo era., Ni su madre, que se le parece mucho, ni los dos fulanos que vi y que deben ser sus hermanos.

— Puede que uno de ellos sea su marido.

— Esa potranca no tiene aspecto de haber conocido «padrote». Es: muy joven y mira como las vírgenes.

— ¡Qué sabrás tú de vírgenes! ¿Cuándo has visto una?

— ¡A mí «pata — e — rolo»! — Fue la agresiva respuesta—. Lo que importa | es la opinión del amo, que al venir acá me dijo: «Ni media palabra al nadie, pero con esa carajita me caso. Tú de "Juan Callao", o ya estás agarrando tus "corotos" y largándote de "Morrocoy".»

— ¡Mientes!

— No miento y lo sabes. Has perdido tu tiempo tratando de convertirte en dueсa de un «Hato» sin tener en cuenta que no perteneces a la raza de los patrones «blancos», sino a la de los peones «oscuros», muertos de hambre y «abusados». Te lo vengo diciendo, y nunca me escuchas.

—;Y qué quieres que haga? ¿Seguirte a pasar miseria por esas sabanas hasta que también te canses? Yo sé bien que Cándido Amado es un «comemierda», pero es la única oportunidad que he tenido de casarme y dejar de ser puta. — Bebió muy despacio, y mientras lo hacía parecía meditar en su nueva situación—. Y no me voy a dejar joder tan fácilmente — continuó—. Al fin y al cabo, una cosa es que a él le guste, y otra que ella le acepte.

— Olvidas la plata.

— ¿Qué plata?

— La del patrón. Tiene mucha, porque desde que nació no ha hecho otra cosa que «cachapear» ganado de sus vecinos, vendiéndolo como propio y amarrando cada «fuerte» a la espera del día que pudiera comprar «Cunaguaro». Si le ofrece sacarla del establo para convertirse en ama, tal vez le dé resultado. — Hizo una significativa pausa—. Contigo se lo dio.

La mano de Imelda Camorra se cerró en torno a la botella, y por unos momentos pareció a punto de lanzársela a la cabeza, pero resultaba evidente que Ramiro Galeón era demasiado hombre incluso para ella, y cambió de opinión, tratando de aparentar serenidad.

— ¡Bien! — masculló—. Yo no soy de las que corren antes de que «ronque» el tigre. ¡Esperaré! Esperaré, pero puedes jurar que no voy a permitir que me deje plantada.

— Acabarás quedándote sin el chivo ni el «mecate». — La voz de Ramiro Galeón sonaba claramente amenazadora—. Empiezo a cansarme de que estés tan ciega. ¡Nunca se casará contigo!

— ¡Aún no conoces a Imelda Camorra!

El la observó como si la viera por primera vez. Pareció a punto de montar en cólera, pero de improviso su expresión cambió, suavizándose, y alargó una mano para acariciar la de ella.

— Sabes que te quiero — dijo—. Que incluso me aparté de mis hermanos por ti. — Su tono era de súplica—. Eres una mujer de verdad y mereces algo más que ese «huevón» impotente y medio tonto. ¡Cásate conmigo!

— Voy a casarme con Cándido Amado. Y voy a ser la dueсa de la «Hacienda El Tigre». — Imelda sonrió malignamente y jugueteó con la mano que la acariciaba—. Y cuando sea la patrona, me acostaré contigo los días que me apetezca. — Le guiсó un ojo con picardía—. Tal vez esta noche me apetezca. ¿Estás seguro de que no va a venir?

— O poco le conozco, o ya se está poniendo bello, y en cuanto cene hará sonar la campana para que me presente. De nuevo me veo de noche hacia «Cunaguaro», y si le dejo solo se cae a un «caсo» y te quedas sin sacristán antes de que el cura oficie la boda.

Ramiro Galeón demostró conocer bien a su patrón, porque sobre las nueve repicó por tres veces la campana del porche, lo que indicaba que el capataz tenía que acercarse hasta la casa principal, y cuando lo hizo, fue para recibir la orden de que esa noche emprendería el camino tres horas antes que la anterior, porque tenían que estar frente a la casa del río al amanecer.

— ¿Llevo el rifle? — quiso saber.

Cándido Amado le observó desconcertado, y al fin alzó el brazo en un ademán despectivo.

— ¡Qué rifle ni qué vaina! No vamos a matar a nadie.

— Después de cómo le trató Aquiles, es lo menos…

— ¿Quién piensa ahora en Aquiles?

— ¡Yo! Me molestó lo que le dijo, porque usted es mi patrón, y si me lo pide le arreglo el cuerpo al viejo para siempre sin que se «barajuste» el personal. Nadie va a enterarse.

El otro agitó la cabeza una y otra vez, como quien está tratando con un mostrenco al que no le entra idea alguna en la mollera, hizo una pausa en la que se cercioró que del interior de la casa llegaba el monótono canturreo de su madre rezando uno de sus incansables rosarios, e inclinándose hacia delante sobre la baranda replicó bajando la voz:

— Vosotros los Galeones todo lo arregláis a tiros. Te agradezco el gesto porque sé que me aprecias, pero a mí lo que me interesa es ese hembrón, y el viejo que se vaya al cono de su madre, que a mí ya me pasó la calentera. — Bajó aún más la voz—. Te lo dije y te lo repito: «Con esa carajita me caso».

Ramiro hizo un gesto hacia el interior de la casa.

— ¿Y qué dirá su seсora madre?

— Ya soy mayorcito. No tengo que pedirle permiso.

— Siempre se opuso a que se casara con Imelda. ¿Y si continúa en sus trece, le retira la firma y ya no puede usted comprar ni vender nada?

— Imelda es Imelda. Esto será distinto.

— ¿Cómo lo sabe? No la ha visto más que una vez. Ni siquiera le habló. Y es casi una niсa.

— ¿Una niсa? — se asombró su patrón—. Es la mujer más mujer que he visto nunca. ¿Y qué importa si habla o no? Me he pasado la vida junto a una idiota que no sabe más que rezar… — Hizo un gesto de impaciencia, dando por concluida la conversación—. Y ahora vete a dormir, porque a las cuatro te quiero aquí con los caballos listos y provisiones para el día.

A las cuatro en punto de la maсana, con un gajo de luna en un cielo en el que se amontonaban casi tantas estrellas como mosquitos en el estero, Ramiro Galeón se encontraba ya al pie de la balaustrada montando su enorme caballo marmoleado y manteniendo de la rienda la yegua leonada de su amo, aquella hija de Torpedero en Caradeángel que él mismo «requisó» una noche semejante del «Hato» hacia el que ahora pensaba dirigirse.

Más puesto, más peinado, más perfumado y acicalado que nunca, Cándido Amado hizo su aparición en la puerta de la casa, se acomodó un rojo foulard anudado al cuello, trastabilleó a causa de unas botas demasiado estrechas y trepó trabajosamente a su montura por culpa de unos pantalones excesivamente nuevos y cortos de tiro.

Otro que no hubiera sido Ramiro Galeón tal vez hubiera soltado la carcajada, o al menos habría dejado escapar una leve risa burlona, pero los estrábicos ojos y el cetrino rostro permanecieron impávidos, y se limitó a entregar las riendas a su patrón y presionar las rodillas para que su montura se pusiera en movimiento.

Un minuto después, las tinieblas, que eran dueсas absolutas de la sabana, se los había tragado, convirtiéndolos en parte de ellas mismas.

Sólo un hombre como Ramiro Galeón sería capaz de encontrar en aquella noche su camino.

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