«La Seca» se presentaba larga y dura, el llano se cuarteaba bajo un sol al que jamás empaсaba el rostro una triste nube, y durante diez horas diarias hombres y bestias se veían obligados a soportar un calor asfixiante, que en los mediodías aquietaba al mundo, cortaba la respiración, lo sumía todo en un doloroso silencio, e incluso impedía que las aves — aves sabaneras acostumbradas desde siempre a achicharrarse — alzaran siquiera el vuelo, porque al poco caían como fulminadas por una espada incandescente.

La mayor parte de los «caсos» y esteros se habían agotado, y allí donde aún perduraban unos dedos de agua, ésta parecía hervir de vida, aunque era ya una vida que comenzaba a aletargarse aplastada por la falta de oxígeno y el calor de lo que parecía más una densa sopa demasiado concentrada, que un lugar habitable.

Yacarés, babas, morrocoyes, chigьires, venados, monos, «cachicamos», osos hormigueros y algún que otro cerdo asilvestrado, compartían aquellos últimos bebederos con garzas, garzones, guacamayos, «coro — coro», gavilanes, «zamuros», mochuelos, potros, vacas, becerros, anacondas, pumas, e incluso en la mitad de la noche algún solitario jaguar o «tigre sabanero».

No había lucha. No había ni siquiera miedo en los más débiles, pues ya la sequía en sí aterrorizaba lo suficiente a las posibles víctimas, y ni las más sanguinarias fieras se molestaban en matar, pues muerte y carne fresca era cuanto encontraban constantemente en derredor.

Sólo un acontecimiento conseguía estremecer de tanto en tanto la apatía y el sopor de los habitantes de la llanura en aquellos agotadores y desesperantes días, y era el olor de humo que llegaba del pronto anunciando que el llano ardía; que algún campesino había! echado «candela» a sus agostados «conucos», y que esa «candela» se esparcía de horizonte a horizonte avanzando sin prisas y sin viento, pero sin encontrar tampoco quien frenara su impulso, destruyendo) toda vida a su paso y empujando a las bestias hacia el ínfimo refugio! de aquellos «caсos», aquellos esteros y aquellos ríos que no eran ya más que una triste caricatura de lo que fueron en un tiempo.

— ¡Es estúpido! — protestaba Aurelia—. Yo no entiendo de agricultura, pero he leído que es lo que peor puede hacerse. Al paso de!| fuego únicamente sobreviven las semillas de las plantas más duras y leсosas, y la tierra pierde el humus y la vida microscópica que la airea.

— El llanero aún cree que es la mejor forma que existe de que al aсo siguiente los pastos sean buenos. Y también es la forma de acabar con las serpientes y garrapatas que acosan al ganado.

— ¡Pero es una locura! — insistió Aurelia—. Y una imprudencia. (Cualquier día abrasarán a la gente.

— Con frecuencia ha ocurrido — admitió Aquiles Anaya—. Y raro es el aсo en que alguna familia no tiene que huir abandonando su casa a las llamas. Pero no se inquiete. Aquí estamos a salvo. La ribera del río nos protege por tres lados, y aquella franja de tierra baldía por el cuarto. Esta es la única casa del Arauca que no tiene que temer ni al fuego, ni al agua, ni al rayo, ni al viento: se hizo a conciencia.

Tenía razón el capataz: el viejo caserón del «Hato Cunaguaro» había sido construido pensando en los más mínimos detalles, y era cómodo y fresco pese a sus gruesos tabiques de roble centenario, aunque resultaba evidente que estaba necesitando una buena mano de pintura y una reparación a fondo.

Celeste Báez había prometido traer pintura y brea para el tejado en su próximo viaje, y entretanto, y aprovechando las horas de más calor en que resultaba imposible realizar cualquier trabajo al aire libre, los Mar adentro se entretenían en restaurar muebles, puertas, suelos y ventanas, transformando la fisonomía de la vetusta y semiabandonada mansión.

En las maсanas, después del paseo al alba — que era ya el único momento en que merecía la pena pasear—, las mujeres se ocupaban de ordeсar las mansas vacas del establo, mientras los hombres acompaсaban al capataz en su tarea de intentar salvar a los desconcertados animales, conduciéndolos como buenamente podían a los escasos bebederos que iban quedando en la llanura.

Asdrúbal había aprendido a montar con más soltura que su hermano, y siendo más fuerte y resistente soportaba mejor las largas jornadas al sol y las agotadoras galopadas de las que con frecuencia Sebastián regresaba molido y derrengado, ya que, si conservaba intactos los huesos era porque su ángel de la guarda particular amortiguaba las caídas cada vez que salía volando por encima de las orejas de su montura.

— ¡Todo parece ir bien! — se lamentaba, llevándose las manos a los riсones—. Pero de pronto, cuando estoy más confiado, ese maldito animal se para en seco, y ahí voy yo, como si me estuviera lanzando al mar desde la proa de un barco.

Aurelia, por su parte, había renunciado a todo lo que no fuera acercarse hasta la ranchería y regresar al paso lento de su cabalgadura, mientras Yaiza y su alazán parecían haberse convertido en un sólo cuerpo a partir del tercer día, y Aquiles Anaya llegó a preguntarse para qué demonios necesitaba aquella criatura sus lecciones, si se diría que el potro obedecía sus órdenes sin necesidad de que se las dictase.

El llanero iba renunciando con el paso del tiempo a todo intento de entender nada de cuanto se relacionase con aquel extraсo ser llegado, no ya de otro país y otro Continente, sino incluso aparentemente de otra dimensión, resignándose a adoptar la actitud de Aurelia y sus hijos, que aceptaban portentos y extravagancias con un «¡Cosas de Yaiza!», que si bien no aclaraba nunca nada, al menos evitaba romperse la cabeza buscando explicación a lo absolutamente inexplicable.

Que las vacas dieran más leche cuando las ordeсaba, las gallinas pusieran huevos cuando se lo pedía, o aquel gallo cabrón que picaba a propios y extraсos se acurrucara a sus pies como un perro faldero, eran cosas que si algún día se las hubieran contado jamás habría creído, pero que ahora se le antojaban tan comunes como el hecho de que saliera el sol cada maсana.

Era otro el «Hato» desde que los Perdomo Maradentro llegaran, y el viejo había decidido rogarle a su patrona que no lo trasladara nunca a la «Hacienda Madre», pues en «Cunaguaro» era donde siempre había deseado morir, y ahora incluso había desaparecido la agobiante soledad que antaсo a menudo le deprimía.

Era como si en los postreros aсos de su vida hubiera encontrado una familia que le quería y respetaba, y que permanecía atenta cuando en las noches contaba viejas historias del Llano o de las selvas, pues Aquiles Anaya era hombre que había corrido mucho mundo y de joven ejerció de «baqueano» y «siringueiro» allá por los confines del Cunaviche, el Alto Orinoco, o las estribaciones del Roraima, ya en la frontera con Brasil.

— Esta cicatriz es el recuerdo de una flecha «motilona»; en la pierna llevo una bala de los cuatreros colombianos, y en una parte que no puedo enseсar por respeto a las seсoras, me mordió una piraсa una tarde en que vadeábamos el Arauca con una punta de ganado.

Largas charlas nocturnas, buena comida, sorprendentes prodigios, mucho trabajo y agradable compaсía conformaban su existencia, mientras el calor, el polvo y la sequía iban transformando la llanura en un infierno, los mosquitos y «gengenes» parecían haberse vuelto locos, y cada maсana mil ojos se elevaban al cielo con la muda esperanza de que hacia el Este hicieran su aparición tímidas nubes anunciadoras del fin de su agonía.

La «selección natural» comenzó su tarea, y las bestias más débiles tapizaron de cadáveres el llano, mientras las aves carroсeras — los únicos seres felices en semejante época del aсo — se atiborraban de carne o trazaban círculos cada vez más cerrados en torno a becerros y potros que avanzaban tambaleantes y sin rumbo por aquel infinito mar petrificado.

Si alguna criatura viviente existía sobre la tierra a la que Yaiza Perdomo aborreciera, esa criatura era el «zamuro», aquel negro pajarraco maloliente capaz de saltarle los ojos a una vaquilla que todavía conservara un hálito de vida o de introducirse en el estómago de una yegua a devorarle las entraсas aún palpitantes, y pese a haber soportado sin inmutarse el ataque de un monstruo marino en la más oscura noche o pasearse sin armas entre las fieras que infestaban los esteros, los «caсos» y el monte bravo, se estremecía ante la sola visión de una de aquellas aves cobardes, repelentes, e incapaces de enfrentarse a quien no se encontrara ya en los umbrales de la muerte.

¿Por qué?

Resultaba inútil que constantemente buscara en su interior respuesta a esa pregunta, pues se diría que los «zamuros», más que con su pasado, se encontraban relacionados con su futuro; un futuro que no lograba entrever, pero en el que presentía que algún papel importante desempeсarían los pájaros carroсeros, y aquella maсana los había visto volar con más insistencia que nunca sin conseguir apartarlos de su mente, cuando a sus espaldas resonó una voz que era casi un graznido:

— ¿Hay alguien ahí?

Se alzaron por entre los animales que ordeсaban, y desde la penumbra del establo observaron a los dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra la furiosa luz exterior.

— Sí. Hay alguien — replicó Aurelia—. ¿Quiénes son ustedes?

— Gente de paz. Buscamos a Aquiles.

— No está. Volverá al atardecer.

— ¿Podrían darnos un poco de agua? Esa sabana abrasa.

Fue Yaiza la que avanzó hasta el fondo de la amplia estancia y regresó con un cántaro lleno de agua que alargó a los desconocidos.

Cándido Amado tardó en tomarlo, porque toda su atención estaba puesta en la muchacha que había ido surgiendo hacia la luz y que parecía haberle deslumbrado con mayor intensidad que el sol (e fuego que brillaba a sus espaldas, pero ante su insistencia bebió con avidez y pasó luego el recipiente a Ramiro, que permanecía retrasado, aunque sus ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor.

— ¡Gracias! — dijo, mientras el peón bebía—. Ustedes son nuevas aquí, ¿verdad?

Ante el mudo asentimiento de Yaiza, aсadió:

— ¿Trabajan para mi prima?

Ahora fue Aurelia la que avanzó, y con un gesto de la cabeza indicó a su hija que regresara junto a las vacas.

— Trabajamos para doсa Celeste — replicó con sequedad—. Pero ella no está, y ya le he dicho que su capataz no regresará hasta la tarde.

Cándido Amado se despojó del mugriento sombrero y se pasó un paсuelo por la sudada calva que contrastaba, muy blanca, con su rostro requemado por el sol hasta la raya de la frente. Durante unos instantes observó a Aurelia, pero su atención volvió de inmediato a Yaiza, que acababa de reanudar su trabajo.

— Esperaremos — dijo.

— No aquí — replicó Aurelia con rapidez—. Ni en la casa. Ignoro las costumbres, pero tengo orden de no permitir la entrada a nadie.

Los dos hombres la observaron sorprendidos por la firmeza de sus palabras, y fue Ramiro el que intervino:

— Pero mi patrón es primo de fa seсora — seсaló—. No somos vagabundos.

— ¡Lo imagino! — El tono de voz y la decisión no cambiaban—. Pero yo me atengo a lo que me han dicho. Pueden esperar en la ranchería o entre los árboles. Les llevaré agua y comida.

Un relámpago de furia cruzó por los ojos de Cándido Amado, y por un instante se le creería a punto de abalanzarse sobre la mujer y golpearla, pero la presencia de Yaiza, que le observaba con fijeza, le obligó a contenerse, y por último masculló, mordiendo las palabras:

— ¡Está bien! Nos vamos. Pero adviértale a Aquiles que volveré maсana, y que si no está le esperaré en la casa, le guste a usted o no… ¡Buenos días!

Dio media vuelta sin aguardar respuesta, y trepando a su hermosa potranca clavó con furia las espuelas y partió al galope.

Aurelia les observó mientras se alejaban dejando a sus espaldas una densa columna de polvo, y agitando la cabeza regresó a tomar asiento no lejos de su hija.

— No me gusta ese hombre — masculló—. Tenía razón Celeste, y no me gusta su primo.

— El otro es peor — le hizo notar Yaiza.

— ¿Cómo lo sabes?

— Se lo leí en los ojos.

— ¡Pues eso sí que es un milagro, porque los tiene tan atravesados que ni un chino leería en ellos! — Rió su propio chiste, pero de inmediato su rostro se ensombreció y alzó la mirada hacia su hija —: Pero ahora que lo dices, es cierto; nunca conocí a nadie de aspecto tan siniestro.

— Es Ramiro Galeón — aclaró Aquiles Anaya cuando le hablaron de la visita que había recibido—. El menor de los Galeones, nueve hermanos cuatreros, ladrones y asesinos, aunque por fortuna ya sólo sobreviven seis. — Cortó un enorme pedazo de carne jugosa y sangrante, porque estaban cenando y era así como le gustaba comerla y Aurelia lo sabía—. Uno de ellos, Goyo, alardea de haber matado por lo menos a doscientas personas, y es el hombre más temido del Llano. — Masticó despacio su carne—. Ramiro también tiene una larga historia, pero últimamente está muy tranquilo de capataz y mano derecha de Candidito Amado.

— Volverán maсana.

— Les estaré esperando. Y les enseсaré muy clarito el camino de regreso. — Con un gesto seсaló un pesado fusil que colgaba sobre la chimenea—. Hace tiempo que me ronda la cabeza llevarme por delante a un Amado o, en su defecto, un Galeón.

— ¿Por qué?

— Me han «cachapeado» ya tantas reses, que ni con mil de sus cochinas vidas pagarían, y lo que me faltaba era verles «tigreando» en torno a la casa.

— ¿«Tigreando»? — se sorprendió Yaiza.

— Rondando, husmeando, jeringando, jodiendo… La palabra no importa. Lo que importa es pararles las patas, porque son gente arrecha.

— ¡No se meta en problemas…!

El anciano se volvió a Aurelia, que era quien había hablado.

— En el Llano, seсora, la mejor manera de tener problemas es no querer tener problemas. Esta es una tierra dura, y cuando no te encaras a las cosas o a la gente, acaban encarándose ellas a ti. — Pareció haber perdido de improviso su acostumbrado buen apetito, y apartando a un lado el plato comenzó a liar uno de sus amarillentos y apestosos cigarrillos—. Cándido Amado sabe que tiene prohibido acercarse a la casa. Así fue siempre y así seguirá siendo mientras «Cunaguaro» pertenezca a los Báez.

— ¡Pero de eso a liarse a tiros…!

— «A cada musiú su idioma» — sentenció el llanero—. Y el «plomo» es el único idioma que entienden los cuatreros.

— Siempre existe alguna otra manera de entenderse.

— ¡Escucha, hijo! — Sus palabras iban dirigidas ahora a Sebastián—. Si todo el mundo entendiera cuando se trata de razonar, ustedes continuarían en Lanzarote, su padre no habría muerto, y no hubieran tenido que atravesar el Océano en un barco de juguete. Estoy tratando de enseсarles a sobrevivir en la sabana, y deben escucharme o acabarán como el gallo pelón: sin plumas y cacareando.

— ¡Pero es que estamos cansados de violencia!

— ¿Violencia? — se asombró el llanero—. Cuando tengo oído que en Europa millones de personas se han matado de la manera más cruel v estúpida, ¿llamas violencia al hecho de que yo amenace con caerle a tiros a unos cuatreros? ¡Vaina! — exclamó—. Aquello es «violencia». Aquí, en una tierra donde roncan los tigres y en los ríos acechan los caimanes, eso no es violencia: es lógico.

— Tal vez tenga razón — admitió Asdrúbal.

— ¡La tengo, jovencito! La tengo — insistió Aquiles Anaya—. Son ustedes, los europeos, los que acaban de dar un ejemplo de barbarie que el mundo tardará en olvidar, y por lo tanto no consiento que aсora vengan diciendo que en nuestros países somos «violentos» porque de vez en cuando arreglamos nuestros asuntos a tiros y cuchilladas.

— Estoy de acuerdo — replicó Asdrúbal—. Pero yo, que admito haber matado a alguien, puedo asegurarle que eso es algo que nunca se olvida.

— Podríamos discutir el tema toda la noche — fue la respuesta—. Pero si permito que Cándido Amado o Ramiro Galeón se acerquen a la casa, la estoy poniendo en peligro, y además estoy desobedeciendo las órdenes de mi patrona. — Había encendido su cigarrillo y comenzó a apestar la estancia con un humo denso y casi palpable—. Y ésas son cosas que no estoy dispuesto a hacer. ¡Así que «plomo»!

— No hay plomo que mate a Ramiro Galeón.

Se hizo un silencio; el inquietante y helado silencio que acostumbraba a seguir a las palabras de Yaiza cuando las dejaba caer con aquel tono impersonal y distante que obligaba a imaginar que no era ella quien las había pronunciado, sino alguien a través de su boca.

— Repítelo — pidió por último el llanero.

— He dicho que no hay plomo que mate a Ramiro Galeón.

— ¿Cómo lo sabes?

La muchacha se encogió de hombros.

— Lo sé.

— De acuerdo — aceptó Aquiles Anaya con naturalidad—. Si el plomo no lo mata, cuando llegue la hora fundiré una bala de oro. Aún conservo una «Morocota» de las que gané en el Cunaviche que le partirá el corazón en diez pedazos.

— Tampoco vale — negó Yaiza Perdomo convencida—. Ni plomo, ni oro, ni hierro, ni bronce… — negó de nuevo—. ¡Ningún metal! — puntualizó—. Ninguno le causará daсo.

— ¡Eso es una pendejada!

— Si usted lo dice…

Los Maradentro estaban acostumbrados al hecho de que la menor de la familia jamás discutía cuando se ponía en duda alguna de sus aseveraciones, pero aquello no parecía rezar con el viejo llanero, que trató de hacerla salir del caparazón en que se refugiaba, aclarándole los motivos que tenía para suponer que el estrábico capataz del «Hato Morrocoy» se diferenciaba en algo tan especial del resto de los mortales.

— He visto muchas cosas asombrosas — dijo—. En un par de ocasiones me tropecé con «Espantos de la Sabana», jinetes sin cabeza que galopan llano adentro en las noches de luna llena, e incluso acepté sin rechistar que se te apareciera el espíritu de don Abigail Báez, porque yo, de los muertos, me lo creo todo, pero de eso a que haya un cristiano al que las balas no matan, media un abismo.

— Si le dan, le matan — puntualizó la muchacha—. Pero nunca le darán?

— ¿Por qué?

— Tal vez corra más que ellas. Tal vez sepa esquivarlas. Tal vez tonga un amuleto que le protege. Ya le he dicho que no lo sé.

Aquiles Anaya se puso en pie, se aproximó al ventanal, y pecando la nariz al cristal — quizás el único que quedaba sano en todo el caserón—, contempló largamente la luna, que comenzaba a hacer mi aparición en el horizonte, más allá del palmar.

— ¡De acuerdo! — admitió sin volverse—. Aceptemos que no se puede matar a ese bizco del demonio… ¿Qué hay del guabinoso de Cándido Amado?

La muchacha le miró sin comprender.

— ¿Qué quiere decir? — inquirió.

— ¿A ése puedo matarle o no puedo matarle?

Yaiza se volvió a sus hermanos en muda súplica, y fue Sebastián el que intervino con cierta sequedad.

— Ella no lo sabe todo sobre todo el mundo — seсaló—. No es una echadora de cartas ni una pitonisa. — El viejo se había vuelto a mirarla de frente y mantuvo con fijeza esa mirada—. No la presione suplicó.

— ¡Vale! No la presiono. Pero ustedes tampoco me presionen sobre cómo debo llevar los asuntos del «Hato». Llanero nací y moriré llanero. «Al que salió barrigón, ni que lo fajen chiquito»… — concluyó.

No se habló más, y al alba ya se encontraba el fusil engrasado y listo para volarle la cabeza a cualquiera — cualquiera, menos Ramiro Galeón—, y por primera vez en aсos Aquiles Anaya no estaba trepado en su montura cuando el sol hizo su aparición sobre las lejanas copas de las moriches y los «palodeagua» de la otra orilla del río, sino que permanecía tumbado en el «chinchorro» de la baranda con el arma al alcance de la mano y la mirada fija en los araguaneys de poniente, que era por donde tenía que hacer su aparición quien viniera de «Morrocoy».

Los dos hombres debían haber iniciado el camino con la noche de frente, pues aún no calentaba en demasía aquel sol sabanero, que más tarde haría sudar hasta el cuero de las riendas, cuando ya se encontraban a la vista avanzando sin prisas sobre el barro reseco y cuarteado de lo que fuera un mes antes el estero.

Cándido Amado parecía otro, desde el sombrero de «pelo — eguama» reluciente que tan sólo utilizaba para ir a la «gallera», a las pulidas botas que le martirizaban el empeine y que no se había] vuelto a poner desde el día en que enterró a su padre, e incluso la calva se la había peinado cubriéndosela con cabellos que le partían casi de la coronilla, y cuando saludó ceremonioso, desde lo alto de la preciosa jaca recién cepillada, el viejo capataz ni siquiera hizo ademán de alargar la mano hacia su rifle.

— ¡Buenos días nos dé Dios!

— Y más frescos, si es posible.

— Tiempo sin vernos, don Aquiles.

— Verdad es, que hasta olerles me cuesta trabajo cuando andan levantándome potros en la sabana.

— ¡Cosas del Llano! ¡Lástima ver tan buenos animales solos, abandonados y sin hierros!

— Solos no están, que sus madres los amamantan; abandonados tampoco, que en los límites del «Hato» están en su casa, y si en.| ella los dejaran, pocos hierros necesitarían hasta que les llegara la edad justa de quemarles el culo.

— Con frecuencia se confunden con los míos.

— Poco llanero es quien no distingue qué potro nació de su padrote y cuál de los del vecino, pero tampoco es cuestión de pedirle mangos al guayabo.

— ¿Dejamos el tema?

— En el corral se queda de momento. ¿A qué se debe el honor de la visita?

— Me informaron que mi prima Celeste andaba por estos rumbos, y se me antojó presentarle mis respetos, conocerla y tratar con ella ciertos negocios que tenemos pendientes.

— Pues le informaron mal, porque ya no anda en «Cunaguaro». Para verla y negociar, mi consejo es que se enrumbe hasta la «Hacienda Madre».

— ¡Muy lejos queda eso!

— Pues su yegua no es coja, y si como me barrunto es la hija de Torpedero en Caradeángel, que «emigró», no por su gusto, a «Morrocoy», en seis jornadas fe pone cómodamente en la hacienda.

Cándido Amado eludió con descaro la respuesta, y girando la vista a su alrededor indicó con un ademán de la barbilla hacia Asdrúbal y Sebastián, que permanecían a la expectativa cerca de la puerta de los establos.

— ¿Peones nuevos?

— Eso parece.

— Ayer vi dos mujeres.

— Sería que estaban.

— ¿Alguno está casado con alguna?

— No es mi estilo andar pidiendo los papeles a la gente — replicó con manifiesta sorna el capataz—. Y ya conoce el dicho: «Países distintos, distintas costumbres.» Puede que sí, puede que no.

Ahora Cándido Amado hizo un gesto hacia la casa.

— ¿No va a invitarme a entrar? El sol empieza a apretar.

El otro negó con firmeza:

— No es mía la casa y me lo pusieron claro: sólo pueden entrar personas autorizadas.

— Pero yo soy de la familia.

— Razón de más. — Sacó su bolsita de tabaco y papel y comenzó a liar con provocativa parsimonia un cigarrillo—. Usted sabrá disimular, don Cándido, pero a mi edad no puedo jugarme el empleo por capricho. Nadie me ofrecería otro.

— Conmigo lo tendría. Capataz de toda la «Hacienda El Tigre» ¡Y doblándole el sueldo!

— Se me antoja que me está «mamando el gallo» — rió el viejo mientras pasaba la lengua por el borde del papel—. Me ofrece algo que no es suyo, porque, o yo ando errado, ola mitad del «Tigre» continúa perteneciendo a mi patrona. — Indicó luego al silencioso Ramiro Galeón que ni había hablado ni había hecho gesto alguno, como si fuera una estatua de sal—. ¿Y qué haría con su hombre? Tantos aсos de fieles servicios no se pagan de ese modo, don Cándido.

— Ramiro es asunto mío — replicó el otro, inquieto y amoscado—. ¿Por qué no entramos, y a la fresca discutimos mi propuesta?

— Prefiero no hacerlo, y así no se presenta la oportunidad de tener que buscar otro empleo. Estoy contento con éste. — Encendió el cigarrillo y pareció dar por concluida la conversación, aсadiendo con humor —: Por cierto: si se anima a empujarse hasta la «Hacienda Madre», recuérdele a doсa Celeste que prometió enviarme pintura y brea para la casa. Queremos dejarla nuevecita por dentro y por fuera. — Chascó la lengua, lanzando un sonido que quería expresar su entusiasmo y admiración—. Digan lo que digan, nunca habrá otra semejante por estos pagos, ¿no le parece?

Cándido Amado se mordió los labios, y por un instante se podría pensar que iba a echar mano al revólver que ocultaba bajo su ancho y recién planchado «liqui — liqui», pero reparó él en la rápida ojeada que Aquiles Anaya lanzaba al rifle y se contuvo.

— ¡De acuerdo! — dijo al fin—. Si ése es su sentido de la hospitalidad, nos marchamos… ¿Podría pedirle a la muchacha que nos trajera un poco de agua? El camino es largo y el calor aprieta.

El llanero tomó el rifle, y con él en la mano entró en la casa, mientras replicaba:

— Yo la traeré. No me gusta andar molestando a la gente con pendejadas.

Estaba llenando con parsimonia un jarro en la cocina, cuando se Interrumpió sonriendo al escuchar el rumor de cascos de caballo que se alejaban y se volvió a Yaiza, que pelaba patatas no lejos de la ventana.

— El hijo del sacristán venía por ti, y le picó no verte. — Se asomó a ver la nube de polvo—. Va más rascado que chucho con garrapata en el cipote, y disculpa la expresión.

— Se buscó un mal enemigo.

— Siempre fue malo y siempre fue enemigo. Y además, pendejo.

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