Capítulo 5

Miércoles, 11 de julio de 2007

Markús se frotaba la frente con la mano. Þóra ya había tenido sesiones con otros clientes que se encontraban en estado de desesperación y había empezado a cogerle el tranquillo. De nada servía soltar unas palabritas para asegurarles que todo iría bien, que no tenía por qué preocuparse, que aquello acabaría enseguida y que pronto estaría totalmente libre. Eso distaba mucho de resultar efectivo, y lo único que se conseguía con ello era posponer medidas inevitables. Acababan de regresar del interrogatorio en la comisaría. En realidad podría haber ido peor, pero también podría haber ido mejor. Markús había reaccionado con mucho malhumor cuando le pidieron muestras para el análisis, pero al final se calmó y dejó que la policía le tomara muestras de saliva y pelo.

– Lo positivo de esto, Markús, ha sido que apenas hicieron preguntas sobre tus relaciones con Alda en el pasado. O bien piensan que su muerte se produjo de manera natural, o que tú no eres sospechoso de haber causado su muerte -le miró muy seria-. Lo negativo, en cambio, es que ahora Alda ya no podrá confirmar tu versión sobre la cabeza de la caja.

– ¿Me lo dices o me lo cuentas? -exclamó Markús.

Þóra no prestó atención al exabrupto.

– ¿Estás totalmente seguro de que no habéis tratado este asunto por correo electrónico y de que nadie ha podido oíros? Compañeros de trabajo, por ejemplo.

Markús dirigía una empresa dedicada a toda clase de productos para la maquinaria de barcos, y aunque Þóra no entendía en absoluto a qué se dedicaba la tal empresa, sabía que iba bien y que tenía varios empleados. Sin duda eran unos trabajadores espléndidos, porque Markús no parecía ser insustituible, nunca había tenido que aplazar citas ni disculparse por cuestiones de trabajo.

– Nadie oyó nada -respondió Markús con convicción-. Alda y yo solíamos hablar por teléfono, y eso siempre lo hago en privado. Nos veíamos de forma esporádica y rarísima vez había alguien más con nosotros, y cuando había alguien presente nunca hablábamos de este asunto. Y el correo electrónico solo lo utilizo para temas relacionados con la empresa. Yo no soy de esos que están siempre enviándose chistes o fotos de gatitos.

A Þóra nunca se le habría pasado por la cabeza pensar que aquel hombre se pudiera dedicar a semejante género de cosas.

– ¿Y no hay testigos de vuestras conversaciones?

Markús sacudió la cabeza con gesto de enfado.

– No.

– Cuando le dijiste a la policía que Alda te llamó la tarde del día antes de ir a Heimaey, les interesó mucho. A juzgar por lo que preguntaron sobre esa conversación, debió de tener lugar poco antes de su muerte -Þóra hojeó la fotocopia de la declaración que le habían dado al acabar el interrogatorio. Leyó por encima la parte del texto en que se trataba ese asunto-. Dijiste que Alda estaba rara, de peor humor que lo habitual, y distraída, y que pensaste que estaba nerviosa por tu viaje de la mañana siguiente, o que había alguien en su casa y no podía hablar contigo con total tranquilidad. Además ibas conduciendo y no pudiste hablar mucho rato con ella.

– Solo fueron sensaciones que tuve. No dijo nada que pudiera indicar que había alguien en su casa, aunque sí sonaba como si lo hubiera.

– La razón por la que te lo pregunto es que a lo mejor hubo alguien que fue testigo de vuestra última conversación y que podría confirmar que ella estaba enterada de que ibas a entrar en el sótano. Eso podría ayudarnos, en especial si mencionó la caja y si dijo algo así como que ella te había encargado que la recogieras -Þóra envió a Markús una débil sonrisa.

Markús hizo una mueca.

– Naturalmente, no recuerdo la conversación en todos sus detalles, pero juraría que no dijo nada por el estilo. Me pidió que no estropease las cosas y yo entendí que debía llevarme una bolsa por si la caja estaba podrida -Markús se estremeció-. Podía haberme dicho qué era lo que tenía que ir a buscar. No comprendo cómo pudo pasársele por la mente que iba a meter la cabeza en la bolsa y subir como si no hubiera pasado nada. Ni siquiera habría sido capaz de tocarla.

– Teniendo en cuenta todo lo que, al parecer, fuiste capaz de hacer por ella hasta ese momento sin preguntar nada, seguramente imaginó que llegarías hasta el final -respondió Þóra.

– En aquella época yo no era más que un chaval -dijo Markús con suficiencia-. Desde entonces han cambiado bastantes cosas -se irguió en la silla; no era necesario consultar la prensa para cerciorarse de que él no era el recadero de nadie. Aquel hombre tenía un indudable encanto varonil. Sus rasgos eran de todo menos delicados, pero su dureza no sobrepasaba el punto en que empezaría a convertirse en tosquedad. Þóra tuvo la sospecha de que se teñía el pelo, pues no se veía ni un cabello gris aunque ya debía de haber cumplido los cincuenta. Eso indicaba que Markús presumía de su apariencia física, lo que ciertamente estaba en consonancia con la ropa, indudable y evidentemente cara, que usaba en todo momento.

– Sí, ya imagino -dijo Þóra-. Pero tal vez ella no se había dado cuenta del todo -dejó el informe sobre la mesa-. Le preguntaré a la policía si tienen alguna información sobre posibles visitantes de la casa de Alda esa tarde. A lo mejor la suerte nos acompaña -miró a Markús-. Queda, obviamente, tu afirmación de que no sabías nada de los cuerpos del sótano. ¿Cómo podemos plantear ese asunto? -se echó para atrás en la silla-. La única persona que planteó objeciones cuando se iba a excavar la casa fuiste tú. Se podría pensar que quien dejó allí los cuerpos habría intentado impedirlo a toda costa -preparó con mucho cuidado lo que iba a decir a continuación-: Tengo entendido que tus padres viven todavía. ¿Tal vez alguno de ellos te animó a no cejar en tus esfuerzos por detener la excavación?

Markús calló un instante y miró a Þóra fijamente.

– Si estás insinuando que ellos pudieron tener cualquier participación en eso, estás total y absolutamente equivocada.

– No has contestado a mi pregunta -dijo Þóra con tranquilidad-. ¿Te animaron o te disuadieron?

Markús sonrió irónico.

– Mi padre tiene Alzheimer. No está en disposición de animar ni disuadir a nadie. En cuanto a mi madre, ella está en pleno uso de sus facultades, pero se mostró total y absolutamente contraria a mis intenciones. Más aún, estaba encantada con la idea de la excavación. Esperaba recuperar una batería de cocina que tuvieron que dejar en la casa. Aunque mi padre consiguió recuperar la mayor parte del mobiliario antes de que la casa desapareciera, se quedaron dentro muchísimas cosas. La batería de cocina no le debió de parecer entonces especialmente importante.

Þóra asintió. Sin duda, el buen hombre gastaría toda la pólvora en el aparato de música y cosas por el estilo. El interés de la madre de Markús por la excavación no excluía, naturalmente, a su marido: podría haber llevado allí los cuerpos sin que su mujer lo supiera.

– Alguien colocó allí los cuerpos, eso está claro. ¿Se te ocurre quién?

Markús sacudió la cabeza.

– No recuerdo a todos y cada uno de los habitantes de Heimaey en esos días, pero es ridículo pensar que cualquiera de los que recuerdo pudiera matar a esas tres personas. Eran todos gente muy normal, familias ejemplares de pescadores islandeses -Markús volvió a pasarse la mano por la frente-. Recuerdo especialmente a los de mi pandilla, que no eran más que unos críos, igual que yo.

– ¿Estás completamente seguro de que tu padre no puede tener relación alguna con el asunto? -preguntó Þóra -. Era vuestra casa, y me parece improbable que alguien la forzara para entrar y esconder unos cadáveres.

– ¿Que la forzara? -Markús repitió las palabras de Þóra-. No había ninguna necesidad de forzar una casa. No había nada cerrado con llave. Se pidió a la gente que no cerrara las casas con llave para que los del equipo de rescate pudieran entrar y salir según necesitaran -se le alegró el semblante-. Naturalmente, después de la noche de la erupción todo se llenó de forasteros. No sé el número, pero el trabajo de rescate exigió mucha mano de obra y solo una pequeña parte de los que se hicieron cargo eran de la isla. Nuestra casa no quedó cubierta de ceniza enseguida.

Þóra pensó un momento.

– De modo que crees muy improbable que alguno de ellos hubiera llevado los cuerpos hasta allí.

Markús se encogió de hombros.

– ¡Yo qué sé! Lo único que está total y absolutamente claro para mí es que yo no tuve nada que ver.

Þóra confió en que así fuera. Siempre era más agradable luchar por una causa justa.

– Quizá sea mejor dejarnos de especulaciones. Esperaremos los resultados de la autopsia de los cadáveres y de la cabeza -dirigió a Markús una sonrisa apagada. ¿Cómo se haría la autopsia de una cabeza?-. ¿Quién sabe si esos hombres murieron sencillamente de muerte natural o si se asfixiaron en el sótano? ¿No fue así como se produjo la única muerte en la erupción?

– En la erupción no murió nadie -dijo Markús ofendido, casi como si Þóra le hubiera echado a él la culpa de la erupción.

– ¿Y eso? -preguntó Þóra, extrañada-. Siempre he estado convencida de que hubo un muerto. Y precisamente en el interior de un sótano.

– Ah, sí, ese -dijo Markús-. Ese no cuenta. Era un alcohólico -el gesto de asombro de Þóra obligó a Markús a explicarse un poco mejor-. Bajó al sótano de la farmacia en busca de alcohol de 90°. No fue culpa de la erupción.

A menos, naturalmente, que los gases tóxicos que lo mataron se hubieran producido en la erupción. Pero Þóra prefirió no perder el tiempo en razonar. Cogió de nuevo el informe y pasó las páginas.

– ¿Y esto? ¿Estoy en lo cierto de que no te han preguntado si habías visto antes a alguno de esos hombres?

Markús movió la cabeza, extrañado.

– No preguntaron, pero es que los cuerpos estaban en tal estado que era bastante difícil reconocerlos. Además, no los pude ver bien en el sótano.

– ¿Así que crees que no los habías visto nunca? -si se pudiera averiguar quiénes eran, resultaría más sencillo saber qué les había sucedido.

Markús sacudió la cabeza con tranquilidad.

– No, realmente no lo creo -respondió-. Pero, como ya he dicho, podría tratarse perfectamente de personas conocidas. Tendría que volver a verlos en mejores condiciones, pero realmente dudo de que eso tenga demasiada importancia.

Þóra vio de nuevo aquellos cuerpos resecos y llenos de ceniza y comprendió que sería difícil reconocerlos si no era con los métodos de la ciencia forense.

– Tienen que ser extranjeros. Aunque hay casos de islandeses desaparecidos sin dejar huella, es imposible que les pueda suceder a tres hombres al mismo tiempo -se apresuró a añadir-: Cuatro, quiero decir -la cabeza le resultaba todavía algo tan irreal que una y otra vez no la tenía en cuenta. Reflexionó un instante-. ¿Tal vez se pueda tratar de marinos? -preguntó-. ¿Podría tratarse quizá de la tripulación de un barco que hubiera naufragado?

– ¿Y cómo acabaron esos tripulantes en nuestro sótano? -preguntó Markús, indignado.

– Sí, claro -dijo Þóra con una sonrisa-. Tendremos que esperar a la autopsia. Supongo que la policía volverá a llamarte para interrogarte otra vez cuando esté terminada la necropsia y tengan el informe del forense. Hasta entonces intentaré rastrear la existencia de testigos o de cualquier cosa que pueda apoyar la versión tuya y de Alda sobre la caja en cuestión.

Markús se puso en pie y dejó escapar un bufido.

– Ya está bien -dijo comprendiendo la situación-. Ella era la única que podía hacerlo.

Þóra intentó sonreír para darle ánimos, pero sin éxito. Aquello tenía mala pinta; la única esperanza de que Markús pudiera escapar del todo de aquel asunto era que se descubriese que aquellos hombres se habían asfixiado en el sótano. Había olvidado la cabeza otra vez. ¿Cómo demonios explicar eso?


Stefán dejó el teléfono, cerró los ojos, contó hasta diez y se estiró.

– Era el forense -le dijo al agente que estaba sentado delante de él, esforzándose por conservar la calma-. Duda que Alda se haya suicidado. La autopsia puso de manifiesto ciertos detalles que precisan de explicaciones más exactas -borró de sus labios una sonrisa antes de entrar en materia-. ¿Cómo es que no examinasteis nada más que el dormitorio? Es imposible confiar en vosotros si me ausento un momento -Stefán golpeó con el dedo índice el montón de papeles que había encima de la mesa, para prestar mayor énfasis a sus palabras. El joven agente de policía enrojeció, aunque Stefán no supo exactamente si era de vergüenza o de furia. Prosiguió-: ¿Cómo dejasteis la casa? ¿Hay alguna advertencia para que los deudos de la difunta comprendan que no pueden entrar u os limitasteis a echar la llave y marcharos?

– Uf -dijo el policía joven, con las mejillas aún más rojas.

– ¿Uf? -le imitó Stefán-. ¿Qué significa «uf»?

– No marcamos la casa de ninguna forma especial -respondió el joven-. Todo parecía indicar que se trataba de un suicidio. Yo ya he estado en varios -añadió con cara de triunfo.

– No me vengas con gilipolleces -exclamó Stefán con aspereza-. A mí me da igual si has estado en mil suicidios o solo en tres. Es con este caso concreto con el que no estoy nada satisfecho, y no estoy dispuesto a tener que soportar broncas del forense por culpa de los métodos de trabajo de mis hombres -se calmó un poco-. Según él, faltan varias cosas: prácticamente no hicisteis fotos del escenario y vuestro informe de la inspección de la casa no cubre más espacios habitables que el dormitorio. Dice además que en el informe no se hace mención alguna de sangre, pero el cadáver indica que tenía que haber sangre en algún lugar.

– Había sangre -dijo el joven policía con un hilo de voz y el rostro tan rojo que parecía ensangrentado-. Había unos charquitos a ambos lados de la cabeza, correspondientes a unas pequeñas heridas en las mejillas y el cuello de la mujer.

– ¡Qué me estás diciendo! -exclamó Stefán en voz muy alta-. ¿Es que tengo que explicarte cómo se hace un informe? Estoy tan asombrado que casi no tengo ni palabras -el estado psíquico de Stefán en esos momentos tenía varias características, pero quedarse sin palabras no era una de ellas.

– Nos dijeron que las heridas que tenía la mujer se las había producido ella misma. Y ciertamente, debajo de las uñas tenía sangre y restos de piel -el joven se irguió-. Quiero poner de relieve que el médico que llegó en la ambulancia lo calificó, allí mismo, de suicidio. También fue él quien explicó lo de la sangre, por eso no me pareció necesario mencionarlo en el informe. Actuamos en consonancia con que se trataba de un suicidio y que no había nada que apuntara a otra cosa -miró a su superior con ojos expectantes-. ¿Y qué se ha averiguado realmente en la autopsia?

Stefán carraspeó.

– Según parece, la causa de su muerte no fue un envenenamiento. El forense analizó la sangre y el contenido del estómago para identificar los componentes de los medicamentos que se encontraron en la mesilla de noche. No había nada que pudiera poner en peligro una vida.

El policía joven arqueó las cejas.

– ¿Y de qué murió entonces?

Stefán estaba ya completamente tranquilo. Se sintió aliviado al oír que el médico que estuvo en el escenario había afirmado que se trataba de un suicidio, lo que liberaba a sus hombres de buena parte de las acusaciones de fastidiar el caso.

– Naturalmente, harán falta exámenes más detallados antes de que se pueda determinar, pero el forense dijo que muy probablemente la mujer murió de asfixia.

– ¿De asfixia? -repitió el policía joven, como un eco-. ¿Estrangulada?

Stefán sacudió la cabeza.

– Aún no está claro. El forense no excluía que hubiera podido deberse a una enfermedad, pero dijo que quería que examinaseis mejor la casa de la difunta para comprobar si alguien pudo haber estado implicado en su muerte.

– Comprendo -dijo el joven, feliz a más no poder de que Stefán volviera a ser el de siempre-. El turno está acabando, ¿quieres que volvamos allí mañana por la mañana o…?

Los ojos de Stefán se cerraron.

– No. Iréis ahora. Ahora mismo -desafió al joven a que le contradijera mirándole fijamente a los ojos-. Examinaréis cada centímetro cuadrado y escribiréis un informe decente, como si se estuviera hablando del escenario de un crimen. Quiero encontrar una fotocopia esperándome en mi mesa mañana por la mañana -señaló la puerta con la mano-. En tu lugar, yo me daría prisa, no vaya a ser que tus compañeros se hayan marchado ya a casa…, dejándote todo el trabajo para ti solo -el joven abrió la boca como para responder, pero se contuvo. Fue hacia la puerta. Cuando estaba en el umbral, Stefán añadió-: Comprueba todas las llamadas entrantes y salientes del teléfono de la casa, así como del móvil de la difunta. Está claro que murió el domingo por la noche, de manera que las llamadas de entonces son, naturalmente, las más importantes.

– Eso haré -respondió el joven con un toque de rencor en la voz. Menudo lío. Estaba ya cansado de todo el día, dispuesto a tumbarse en el sofá y quedarse mirando la tele atontado. No era una idea nada atractiva tener que dedicarse a peinar todo un chalé adosado en busca de Dios sabe qué.

– Sí, y otra cosa -le dijo Stefán con voz fuerte cuando la puerta estaba a punto de encajar en los goznes.

– ¿Eh? -el joven introdujo la cabeza por el hueco de la puerta.

– Tengo especial interés en saber si Alda telefoneó al móvil de Markús Magnusson esa misma tarde, y cuánto duró la conversación. ¿Entendido?

– Entendido.

La puerta se cerró. Stefán se quedó mirando las claras maderas llenas de vetas mientras reflexionaba. Sabía que tendría que llamar a su colega de las Vestmann para ponerle al tanto de la marcha del caso. Pero no le apetecía lo más mínimo. Eso podía esperar. Ahora tenía que pasarse por el Hospital Nacional, reunirse con el forense y echar un vistazo al cadáver de Alda. Se puso en pie. Tenía que confesarse a sí mismo que no era solamente su trabajo lo que le empujaba a hacerlo. El forense había mencionado que la mujer estaba excepcionalmente retocada…, una palabra que Stefán no comprendió hasta que le dieron una explicación más precisa. La mujer de Stefán estaba siempre dando la vara con que quería aumentarse el pecho, por eso quería ver unos pechos de esos con sus propios ojos. ¿Quién sabe si a lo mejor, en caso de que le gustaran, acababa dando luz verde?

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