Domingo, 15 de julio de 2007
– ¿Tú sabes algo de la erupción? -preguntó Þóra a Bella cuando salían del hotel para disfrutar del buen tiempo.
– No -respondió Bella-. Solo que hubo una erupción.
– Sí, eso suele pasar en las erupciones -respondió Þóra, extrañada de que se le hubiera ocurrido hacer participar a la secretaria-. Bueno, ya te informarás luego. El hombre al que vamos a visitar ahora lo sabe todo; eso dice Markús.
Tampoco Þóra era ninguna especialista en conflictos telúricos del pasado. En aquella época era demasiado joven para recordar cualquier cosa que no fueran simples retazos, y aún no había podido echar un buen vistazo al libro de la biblioteca.
– Fastuoso -dijo Bella con ironía, sacando del bolsillo del chaquetón un paquete de cigarrillos.
Þóra no se dio por enterada, y siguió caminando cuando Bella se detuvo para encender un cigarrillo. Luego, la secretaria no aceleró el paso para alcanzar a Þóra una vez lo tuvo encendido, de modo que por un rato caminaron separadas el trecho que quedaba para llegar a la administración del puerto. Þóra provecho el rato para pensar en lo que quería conseguir de ese tal Kjartan Helgason al que iban a visitar. Había navegado mucho en sus tiempos y ahora trabajaba como vigilante del puerto. Markús le consideraba uno de los mejores conocedores de la erupción y del trabajo de recuperación y salvamento que la siguió. Kjartan era amigo del padre de Markús y resultaría sencillo interrogarle. Þóra no se hacía muchas esperanzas de que fueran a salir demasiadas cosas de esa entrevista, pero ella y Bella acabarían, por lo menos, con más información que antes sobre aquellos sucesos. A lo mejor él había pensado por su cuenta en quiénes podían ser los hombres del sótano y podría poner a Þóra en la pista. Þóra sabía que la policía trabajaba sin pausa para descubrir eso precisamente, y que la institución disponía de información muy superior a la que podía soñar Þóra, por mucho que se hubiera empapado de la colección Nuestro Siglo. Pero tenía claro, por otra parte, que conocer el lugar de origen de aquellos hombres haría progresar considerablemente el caso, de forma que había mucho que ganar como para intentar averiguarlo. Le proporcionaría pistas sobre las personas que habían podido tener trato con ellos, y sobre los motivos de su presencia en Heimaey. Cómo viven las personas tiene mucho que ver con la forma en que mueren.
Kjartan las recibió en la explanada que había delante del edificio de la administración portuaria. Estaba allí fumando en compañía de un hombre más joven que él. Se presentó en cuanto apareció Þóra, y le estrechó la mano con mucha fuerza. Le faltaba la última falange del dedo índice de la mano derecha, y la palma era rugosa al tacto. Parecía estar ya cerca de la edad de la jubilación, y aún podían verse algunos cabellos oscuros en una cabeza principalmente blanca; pero pocos. Cojeó un poco cuando las guió para entrar en el edificio, y les contó, sin necesidad de que le preguntaran, que eran secuelas de la caída de una botavara sobre la pierna hacía casi veinte años.
– Por eso dejé de embarcarme -dijo con una sonrisa cansina-. Ya no se tienen las piernas tan firmes con una herida como esta -se dio una palmada en la parte superior del muslo de la pierna herida.
– ¿Y empezaste directamente a trabajar aquí? -preguntó Þóra mientras subían al segundo piso del edificio.
– No, cariño -respondió Kjartan subiendo otro escalón con bastantes dificultades-. Me dediqué a cosas diversas cuando tuve que quedarme en tierra. Aquí solo llevo cinco años.
– ¿No puedes tener el despacho en la planta baja? -preguntó Þóra extrañada de que un hombre medio tullido hubiera de subir tantas escaleras.
– Sí, claro que sí -respondió Kjartan-. Pero no me importa. Tener que trepar por estas escaleras me merece la pena -abrió la puerta que daba a un pequeño despacho-. Tengo que ver el mar -dijo señalando con la mano la ventana por la que se veían el puerto y el acantilado de Heimaklettur-. En eso soy como esa ave marina llamada frailecillo: no puedo echar a volar sin tener el mar delante de los ojos -movió los brazos a su alrededor-. Si no es así, no consigo hacer nada.
A la vista de los montones de papel y periódicos viejos que cubrían el despacho, Þóra supuso que su eficiencia debía de ser alta, pese a las vistas al mar.
– Yo también vivo al lado del mar, y conozco esa sensación -dijo ella levantando un aparato de extraño aspecto que estaba encima de la silla en la que iba a sentarse-. ¿Puedo poner esto en algún sitio? -preguntó al tiempo que miraba a su alrededor en busca de algún lugar seguro. Aunque el aparato parecía un trasto inútil, a lo mejor resultaba ser un objeto de extraordinario valor. Suponía que por eso estaría encima de una silla y no en el suelo, como prácticamente todo lo demás que había en aquel despacho.
– Déjalo en el suelo -respondió Kjartan, y se sentó.
Þóra dejó con mucho cuidado el objeto aquel al lado de la silla y se sentó ella también. Bella arrastró otra silla hacia el escritorio de Kjartan y se sentó después de retirar una bolsa de plástico que parecía contener vasos o tazas. Dejó la bolsa en el suelo sin el más mínimo cuidado y Þóra tuvo que esperar para empezar a hablar hasta que cesó el tintineo del cristal.
– Espero que no te hayamos hecho salir de casa para venir a vernos -dijo Þóra-. Markús nos indicó que estarías aquí, pero como es domingo tengo ciertos remordimientos.
– No te preocupes, cariño -respondió Kjartan-. Tenía que trabajar el fin de semana -añadió-. Aquí somos dos intentando sacar adelante el curro de las tasas de todas las operaciones que se realizan a lo largo de la semana. Hay que estar todo el rato encima para que no se queden sin pagar.
Þóra se sintió aliviada, pero al mismo tiempo sintió pena por aquel hombre al que parecía sobrarle el trabajo, si algo significaba el estado del despacho.
– Muy bien -dijo, para entrar en el tema-. Quizá Markús te haya explicado cuál es el objetivo de mi visita; digamos que estoy asesorándole en un caso que parece estar relacionado con la erupción -dijo Þóra-. Me aseguró que tú lo sabías todo de todo -esperanzada, se apresuró a añadir-: Y que conocías a todo el mundo.
– Eso son los demás quienes tienen que decirlo -respondió Kjartan, que sonrió vanidoso-. Pero sí que conozco el caso de Markús que acabas de mencionar -no apartaba los ojos de Þóra-. Este es un sitio pequeño. Todo hijo de vecino sabe más o menos los detalles de esos cadáveres que han aparecido, tanto lo que ha salido en los periódicos como otras cosas no tan de dominio público.
Þóra sonrió sin muchas ganas. Más o menos era lo que se podía esperar. En Heimaey, única isla habitada de todas las Vestmann, vivían poco más de cuatro mil personas en una superficie de trece kilómetros cuadrados, de modo que la noticia debió de circular bastante deprisa. Ahora tenía que confiar en que sucediera lo mismo con la historia que había detrás de los cadáveres.
– ¿Qué sucedió realmente en Heimaey la noche de la erupción y los días anteriores a que la casa de Markús quedara cubierta de ceniza? -avivó su sonrisa-. Markús me contó lo que recuerda; pero, claro, no era más que un adolescente y por eso lo mandaron a tierra firme de los primeros, esa misma noche. Tengo entendido que no volvió a las islas hasta bastante más tarde, y para entonces la casa ya había desaparecido.
– Imagino que lo que esperas es que quien bajó al sótano fuera cualquier persona en vez de Markús -dijo Kjartan. Se meció adelante y atrás en su silla del escritorio. El respaldo de la silla crujió y chirrió.
– Me interesa saber si es factible excluir esa posibilidad -respondió Þóra, que prosiguió. Debía tener cuidado de que el anciano no le diera la vuelta a las cosas y que la reunión acabara por enfriarle la curiosidad-. Quizá podrías explicarme cómo fue todo, e intentar recordar algo que pudiera tener importancia para el caso de Markús.
– No sé si lo que recuerdo puede servirle de ayuda a Markús -Kjartan se inclinó de pronto sobre la mesa. Con el movimiento, la silla crujió y rechinó-. Ojalá sea así…, me cae bien el chico. Su padre y yo éramos grandes amigos. Aquí le llamábamos Krúsi «Pasta» en los viejos tiempos, porque estaba siempre hablando de dinero.
Þóra sonrió para sí. Hacía decenios que Markús había dejado de ser un chico, pero, al parecer, en la memoria de aquel hombre se había quedado fijado como tal.
– De todos modos, me gustaría oír tu historia. Nunca se sabe lo que puede resultar importante en estas situaciones -dijo Þóra-. ¿Cuándo empezó? Tengo entendido que la erupción se produjo sin previo aviso.
Ahora le había llegado a Kjartan el turno de sonreír.
– La erupción que hizo nacer la isla de Surtsey, al suroeste de aquí, fue un magnífico ejemplo, creo yo -se estiró hacia la pared detrás de él y cogió un mapa enmarcado de las islas. El mapa estaba descolorido y polvoriento. Kjartan sopló para quitar toda la suciedad posible. Señaló Surtsey con el dedo y lo fue pasando por las demás islas, que formaban una línea desde allí hasta la misma Heimaey-. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que aquí está el cinturón de fuego. Y la distancia no es muy grande -dijo colocando el meñique en Heimaey y el pulgar en Surtsey-. Unas trece o catorce millas marinas -puso el mapa sobre la mesa, delante de él-. La erupción del Surtsey empezó el año 1963 y la del Eldfell, el volcán de Heimaey, se produjo en 1973. Diez años es un tiempo muy breve en términos geológicos.
– Quizá-dijo Þóra-. Pero es un tiempo significativo para la gente normal. Supongo que los habitantes de las Vestmann dejarían de pensar en erupciones mucho después de que acabara la del Surtsey.
– Cierto, cierto, muy cierto -dijo Kjartan-. En realidad, los únicos avisos fueron varios terremotos la noche antes del comienzo de la erupción. A decir verdad, nadie vio ningún indicio en ellos, pues pensaron que los temblores venían de la zona donde acababan de construir la planta hidroeléctrica de Búrfell, aunque estuviera lejos de las islas. Bueno, yo no soy especialista en sismología, pero se decía que uno de los tres sismógrafos que midieron esos temblores de la corteza terrestre estaba estropeado y que eso impidió determinar el epicentro con más precisión. Ni una sola persona apagó ni siquiera una bombilla por esos temblores -Kjartan calló-. En realidad hubo varios indicios a los que nadie prestó atención -añadió después, apartando los ojos de Þóra-. Una mujer que vivía en la periferia de la zona en la que comenzó la erupción se extrañó, dos días antes de la erupción, de que los elfos estuvieran haciendo las maletas para mudarse de casa.
– ¿Los elfos? -repitió Þóra-. Comprendo -decidió no decir más sobre el tema.
– Sí, y una niña les dijo a sus padres que iba a haber una erupción enseguida en un sitio en el que aparecieron fisuras volcánicas unos días antes -Kjartan se encogió de hombros-. Circulan más historias de este tenor sobre hechos inexplicables que sucedieron los días inmediatamente anteriores, pero hasta que no empieza, nadie sabe si hay que hacerles mucho o poco caso. Por ejemplo, un pintor aficionado pintó un cuadro de la zona que mostraba el volcán y la lava antes de que sucediera nada. En realidad, yo estoy convencido de que hay algunas personas que perciben catástrofes como esa de alguna forma inexplicable… Igual que dicen que sucede con los animales. Aunque yo no estaba entre esas personas.
Þóra dio gracias a Dios de que fuera así.
– ¿De modo que la erupción comenzó a media noche?
– Sí -dijo Kjartan, aparentemente aliviado de que Þóra no preguntara nada más sobre cosas sobrenaturales-. La fisura se abrió a las dos de la madrugada y empezó a escupir lava. Estaba solo a doscientos metros de la casa más próxima, de modo que os podéis imaginar que fue un auténtico milagro que todo el mundo se salvara.
– La gente debió de llevarse un susto espantoso -dijo Þóra-. Yo nunca he estado cerca de una erupción, pero el estruendo tiene que ser aterrador.
– Puede sonar increíble, pero el ruido no era tan enorme -respondió Kjartan-. La mayoría de los que vivían cerca del lugar de la erupción se despertaron por el estruendo, pero a muchos que tenían su casa más lejos hubo que despertarlos. Los coches de policía, los coches de bomberos y otros vehículos fueron pasando por las calles de la ciudad con altavoces para avisar a la gente. Poco después decidieron evacuar la isla y se pidió a todo el mundo que bajara al puerto. No hizo falta decirlo dos veces y, por algún motivo, la mayoría estaban ya yendo para allá. Aunque en algún caso hubo que ir a buscar a la gente y convencerla para que saliera.
– ¿Es que no se daban cuenta del peligro? -preguntó Þóra, extrañada-. Se percatarían del riesgo al despertarse con un volcán en erupción justo en el jardín.
– Naturalmente, era plena noche y la gente estaba confusa. Algunos creían que se había producido un incendio, de hecho el primero que se percató de la erupción llamó a la policía y avisó de que había un incendio en una casa. Era el dueño de la granja de Kirkjubær, y el cráter estaba justo enfrente de sus tierras. Afortunadamente a dos kilómetros de distancia, gracias a Dios -Kjartan pareció por un instante estar presumiendo de que aquella no hubiera sido una erupción para turistas-. Bueno, otros creyeron que había estallado la guerra. Por entonces, la guerra fría estaba permanentemente en la cabeza de todos… y naturalmente también la guerra del bacalao. Tampoco se puede uno hacer una idea clara por cómo está ahora todo esto. Pero entonces no había aquí ningún volcán, el que hay se formó con la erupción. Era un terreno llano y de pronto surgieron de la tierra toda una serie de cráteres activos. Desde cierta distancia podrían haber parecido edificios en llamas o grandes fuegos de rastrojos. Además de que, claro está, la forma de reaccionar ante una crisis depende mucho de la forma de ser de cada uno -Kjartan sonrió para sí-. Yo estaba en un grupo que intentó convencer a una mujer para que abandonara su casa, que era de las más cercanas al volcán. Se había levantado y se había puesto a preparar crepes. Tuvimos que echar mano de todas nuestras dotes de persuasión para que dejara las crepes.
Þóra sonrió. Vio que Bella estaba como petrificada, aunque a decir verdad no había hecho gesto alguno desde que se sentó. Þóra no sabía si aquello significaba algo bueno o algo malo. A lo mejor, la chica estaba escuchando, pero parecía que tenía la cabeza a muchos kilómetros de allí.
– Pero al final creo que pudisteis escapar todos de la isla, ¿no?
– Sí, así fue. Se consiguió sacar a todo el mundo de sus casas en algo así como una hora, y todos se congregaron en el puerto. El día anterior había habido muy mala mar y toda la flota estaba en puerto. Si no, habría habido una terrible mortandad, pues pasó poco tiempo desde el principio de la erupción hasta que empezaron a caer sobre la ciudad bombas de lava ardiente. Se creó una situación de lo más seria -Kjartan se reclinó sobre el respaldo-. Los que estábamos en los equipos de rescate tuvimos que trabajar contra reloj. Todo parecía indicar que la lava iba a cerrar el puerto, pues la lengua de fuego fue descendiendo hasta llegar a la misma bocana, a la altura del acantilado de Ystaklett. Entonces habría sido difícil hacer nada…, teníamos que sacar a cinco mil personas. Eso sin mencionar ovejas y gallinas.
– ¿Ovejas y gallinas? -repitió Þóra como una tonta-. ¿Enviasteis el ganado a tierra en los barcos? ¿Y qué pasó con los perros y los gatos? -ni se le había ocurrido pensar en ello. Naturalmente, en la isla no vivían solamente personas.
– En esa época estaba prohibido tener perros [2], pero los gatos se quedaron en su mayoría. No hubo forma de reunirlos a todos. Así que la mayoría murió, sobre todo por los vapores tóxicos. Pero a las ovejas se las envió enseguida a tierra firme en helicópteros de las fuerzas americanas, mientras que las aves de corral fueron en los barcos -respondió Kjartan. Calló un momento-. Aunque he visto mi propia casa desaparecer bajo la lava, lo más triste que presencié durante la erupción fue cuando llevaron las vacas de Kirkjubær al puerto para sacrificarlas. Fue horrible. Esa granja fue la primera en desaparecer, pues el volcán estaba en sus tierras y el granjero era ya viejo y no estaba en situación de volver a empezar con la ganadería. No había otra solución posible, pero aquello fue desolador. Catástrofes como esta se ceban horriblemente sobre los pobres animales y además creo que las vacas percibieron que su viaje al puerto era el último que iban a hacer -carraspeó-. El granjero fue a la casa por la mañana en un avión. Todas sus pertenencias le cupieron en una cajita.
Þóra alejó la idea…, ya tenía bastante con la caja de Markús.
– ¿De modo que todos se fueron de la ciudad? -preguntó Þóra.
– Entre doscientos y trescientos hombres se quedaron para intentar salvar lo que se pudiera. Todos los demás, incluyendo mujeres y niños, naturalmente, fueron enviados a tierra firme. La misericordia de Dios hizo que toda la flota estuviera en el puerto. Las cosas no habrían podido ir tan bien si barcas y barcos hubieran estado pescando, eso os lo garantizo -Kjartan miró por la ventana, contemplando el puerto durante un instante; luego se volvió de nuevo hacia ellas-. La gente iba apiñada a bordo de los barcos, metida en cualquier sitio donde cupiera una persona. Los mareos eran tremendos. No es nada divertido dar tumbos por el mar aguantando un violento olor a pescado si uno no está acostumbrado. No digamos cuando uno está en shock y sin dormir.
Era evidente que Bella estaba escuchando, porque Þóra se dio cuenta de que hacía una mueca de asco.
– ¿En el puerto había barcos que no fueran de las Vestmann? -preguntó Þóra-. Barcos extranjeros, por ejemplo.
– No, ninguno -respondió Kjartan al tiempo que se le endurecían los rasgos del rostro-. Definitivamente, no.
Þóra decidió no preguntar más al respecto, aunque había confiado en que pudiera haber barcos extranjeros en el muelle.
– ¿Te acuerdas de algo referente a Markús durante esa noche, o sobre su amiga Alda? -preguntó Þóra.
– No -respondió Kjartan sin titubear. Calló, dando a entender claramente que no quería decir nada más al respecto.
– ¿Estás completamente seguro? -preguntó Þóra con cierta extrañeza por la rapidez y seguridad con que había respondido a su pregunta-. ¿No estaba con su padre, que era amigo tuyo?
– Claro que vi a su padre, aunque no recuerdo muy bien cuándo ni dónde -respondió Kjartan molesto-. Formaba parte de los grupos de salvamento y por eso estuvo en la isla los días posteriores a la erupción, de modo que a lo mejor me confundo al pensar que le vi esa misma noche. Al chico no le recuerdo, ni tampoco a Alda. Había un gentío terrible y lo que puedo recordar es solo una masa de gente. Iban todos cargados con lo que consideraron más valioso en el momento en que escaparon de sus casas, eran trastos de lo más variopinto. Lo realmente valioso se quedó atrás en la mayor parte de los casos; álbumes de fotos y otras cosas por el estilo quedaron olvidados en las viviendas arrasadas, para salvar la nueva lámpara de pie o cualquier clase de objetos normales y corrientes que, naturalmente, con el tiempo perderían todo valor.
– Pero sabes quién es la Alda a la que me refiero, ¿verdad? -preguntó Þóra. Le parecía curioso que Kjartan no hubiera vacilado lo más mínimo cuando mencionó su nombre. A lo mejor había oído la versión de Markús sobre la cabeza y se había acordado entonces de quién era aquella chica. Si era aquel el motivo, sería una pena, porque significaría que Markús era más indiscreto de lo conveniente.
– Solo había una Alda en la isla por entonces. Tenía la misma edad que Markús y su padre formaba parte de mi grupo de amigos. Se llamaba Þorgeir y falleció recientemente. Además, era uno de los que se quedaron para participar en el salvamento, junto conmigo y con Magnús, el padre de Markús.
– ¿Sabías que Alda ha muerto esta misma semana? -preguntó Þóra.
– Sí, me he enterado -respondió Kjartan-. Su madre y su hermana viven todavía en la isla y las conozco. Es un suceso realmente triste, por decirlo en pocas palabras, y no consigo entender lo que lleva a la gente a tomar semejantes decisiones irreversibles. La madre de Alda está totalmente destrozada, como se puede comprender -Kjartan echó un rápido vistazo al puerto antes de continuar. Todo indicaba que preferiría cambiar de tema, que le resultaba difícil hablar de cuestiones tan delicadas, como les sucedía a tantos hombres de su generación-. Pero no recuerdo a Alda ni a Markús esa noche. Intenta imaginarte a cinco mil personas ahí fuera. Era un caos absoluto y no había tiempo para charlar con adolescentes en estado de shock.
– Markús dice que le llevaron a tierra en el mismo barco que a Alda, y que estuvieron hablando a bordo -dijo Þóra-. ¿Es posible confirmarlo? En otras palabras, ¿existen registros que digan quién fue esa noche en cada barco hasta tierra firme?
Kjartan se encogió de hombros.
– A decir verdad, no lo sé. La Cruz Roja apuntó los nombres de los que llegaban a tierra y se encargaron de enviar a la gente a Reikiavik o a Þorlákshöfn. Creo que también hicieron un registro de los que iban a vivir a casas de parientes. Pero no sé si esos registros indican qué barco transportó a quién, y mucho menos si se han conservado.
– Probablemente estarán en el Archivo Nacional -surgió inesperadamente de la boca de Bella. Se ruborizó un poco cuando Þóra y Kjartan la miraron extrañados. Ambos se habían olvidado de ella-. Por lo menos, ahí es donde guardaría yo esas cosas -añadió, para callarse inmediatamente.
– También hay un archivo aquí, en la ciudad -dijo Kjartan-. En el piso de encima de la biblioteca. A lo mejor tienen esos papeles allí.
– Si no están allí, entonces estarán en el Archivo Nacional como señalaste, Bella -dijo Þóra, encantada de la atención que estaba poniendo la secretaria a su conversación. Aquella era una posible tarea para la muchacha mientras estuvieran allí, pensó. Bella podía buscar los registros en el archivo municipal y repasarlos a fondo hasta encontrar los nombres de Markús y Alda. Si no aparecían, Bella podría continuar más adelante en Reikiavik. Había alguna probabilidad (aunque esos papeles por sí solos no pudieran librar a Markús de ninguna sospecha) de que al menos pudieran prestar cierto apoyo a su historia. En el barco le había dicho a Alda que la caja se había quedado en el sótano y, aunque Alda ya no pudiera confirmarlo, había que echar mano de todo lo que, por insignificante que fuera, pudiera apoyar la versión de Markús.
Þóra se volvió hacia Kjartan.
– Los hombres que se quedaron para las actividades de salvamento -dijo-, ¿podían viajar por la isla sin restricciones o había algo establecido al respecto?
Kjartan sonrió.
– Los dos o tres primeros días no se puede hablar de organización de ninguna clase. Los hombres se limitaban a apañárselas como Dios les daba a entender para salvar sus propias pertenencias. Luego cambiaron las cosas y empezó a formarse un equipo adecuado. Aunque se había intentado organizar a los hombres, en realidad era la naturaleza, con sus caprichos, la única que mandaba. Luego llegaron otros hombres de tierra firme para colaborar en el salvamento, pero por desgracia no dispongo de cifras exactas sobre su número ni sobre cómo se organizaron los grupos. Pero sí que recuerdo que en los momentos decisivos hubo aquí trescientos o cuatrocientos hombres trabajando en el salvamento -Kjartan miró a Þóra a los ojos-. Si me estás preguntando si alguno de ellos puede haber entrado en la casa a dejar allí los cadáveres o a matar allí a aquella gente, la respuesta, sin duda alguna, es que sí. Más aún, se puede decir que no existía la más mínima dificultad. Esas casas que están excavando ahora no desaparecieron enseguida bajo las cenizas. Pasaron por lo menos dos semanas desde el principio de la erupción hasta que las cubrió la ceniza. En realidad, dudo que yo mismo me hubiera atrevido a entrar allí en aquellos momentos, por la proximidad del cráter, pero es posible que alguien fuera lo suficientemente insensato como para hacer algo así. Quedaron enterradas bajo lava en torno a las cuatrocientas casas, y en esas, naturalmente, no hubo posibilidad de salvar nada. Pero esa fila de casas quedó cubierta de ceniza, que no acarrea la misma destrucción que una lengua de lava ardiendo. Si yo hubiera tenido que deshacerme de unos cadáveres habría elegido una casa que fuera a quedar cubierta por la lava, aunque para ello habría hecho falta una buena dosis de coraje. La lava no se desplaza muy deprisa, pero pocas cosas hay más terroríficas que observar esa masa burbujeante que no se detiene ante nada. Y no era solo la lava ardiendo lo que habría echado atrás a cualquiera, sino también los vapores tóxicos que salían de ella.
– ¿Tienes alguna idea de quiénes podían ser los que aparecieron en el sótano? -preguntó Þóra-. ¿Sabes de alguien que se le hubiera echado en falta? Alguien del equipo de salvamento, por ejemplo.
– No que yo sepa -respondió Kjartan-. Que yo sepa, al final todos volvieron a sus casas. Durante la erupción no murió nadie.
– Aparte, naturalmente, del que murió en el sótano de la farmacia -dijo Þóra.
– Ese no murió directamente en la erupción -respondió Kjartan-. Era un alcohólico.
Þóra se quedó estupefacta. De modo que así estaban las cosas en las Islas Vestmann: los alcohólicos no contaban. Decidió no permitir que aquel asunto la apartara de sus intenciones.
– Pero habrás pensado en quiénes pudieron ser, ¿no? -dijo entonces-. Esta población no es una gran ciudad, ni mucho menos, y naturalmente lo más probable es que estos hombres tuvieran alguna relación con ella.
– Ni idea -dijo Kjartan, apretando los labios-. Si he leído bien las noticias, nadie sabe quiénes eran ni cómo acabaron en el sótano.
– Exactamente -dijo Þóra con paciencia-. Pero eso no es obstáculo para que tú puedas haber pensado en ello. A mí se me ocurrió que podía haber alguna relación con la guerra del bacalao, que fueran marineros que murieran en alguna colisión en el mar, o en alguna otra clase de enfrentamiento entre islandeses e ingleses. Algo me dice que deben de ser ingleses.
– No lo creo muy probable -respondió Kjartan-. En esa época sucedieron muchas cosas, pero nunca se estuvo cerca de nada como lo que estás imaginando. Además, de suceder algo así, no se habría podido mantener en secreto. Nunca habríamos podido matar a cuatro ingleses sin que se hubiera convertido en una noticia de primera plana. Yo no tengo ni idea de quiénes eran, lo siento.
Þóra decidió dejar las cosas en ese punto, aunque estaba extrañada de que ese hombre no recordara ni siquiera haber pensado por un momento que los muertos hubieran llegado de costas extranjeras. Resultaba totalmente evidente: cuatro islandeses no podían desaparecer sin dejar huellas y sin que nadie les echara en falta. La invadió una cierta sensación de horror, como un escalofrío. El hombre que tenía delante sabía más de lo que quería revelar. Había hablado, y mucho, sobre cosas que no afectaban directamente al caso. Miró a Bella y se dispuso a ponerse en pie.
– Bueno, ha sido de lo más instructivo -se despidió de Kjartan con un apretón de manos-. Quizá tengamos que volver a importunarte si se me ocurre algo más que preguntarte.
Al salir le llamó la atención una fotografía enmarcada que había en la pared, al lado de la puerta. En ella se veía a cinco hombres cogidos por los hombros unos a otros. Todos ellos llevaban casco, y el fondo estaba ocupado por una masa de cenizas. Uno de los hombres era, obviamente, Kjartan en sus años mozos. Todos parecían agotados y ninguno sonreía a la cámara.
– ¿Está el padre de Markús en esta foto?
Kjartan se acercó y señaló a uno de los hombres.
– Este es él. Magnús. Y éste es Geiri, o Þorgeir, el padre de Alda.
– Evidentemente, este eres tú, pero ¿quiénes son los otros dos? -preguntó Þóra con curiosidad.
Kjartan dejó escapar un extraño gruñido.
– Este es Daði -dijo señalando a un hombre bastante feo, más bajo que sus compañeros-. Un pelmazo que estaba casado con una tía aún más pelma que él -movió el dedo-. Y este es Guðni.
– ¿El inspector de policía? -preguntó Þóra volviéndose hacia Kjartan-. ¿Él estaba también en el grupo de amigos que mencionaste?
– Sí, estaba -reconoció Kjartan-. Ahí has dado exactamente en el clavo.