Capítulo 16

Miércoles, 18 de julio de 2007

Þóra dejó el periódico y suspiró. Claro que siempre podía consolarse pensando que la foto de la primera página habría podido corresponder a cualquier cincuentón apuesto. Había muchos del mismo estilo. Pero eso no sería más que un pobre consuelo para Markús, que la miraba fijamente, con cara de culpable, desde una fotografía bastante mala. Los periodistas debían de haber revuelto Roma con Santiago para encontrar una foto de su cliente con gesto atrabiliario. Aunque los rasgos estaban bastante confusos, aquel hombre parecía claramente capaz de cualquier cosa. El titular «Cuatro muertos: asesinato según la autopsia» estaba elegido con la finalidad de presentar a Markús como un criminal. El artículo publicado en páginas interiores no decía prácticamente nada más que lo que figuraba en el informe de la investigación policial, aparte de poner de relieve que la policía estaba investigando a Markús Magnusson, hombre de negocios de Reikiavik, por su participación en el caso. En un recuadro especial se incluía una breve biografía, en la parte baja de la página, en la que se señalaba que Markús vivía en Heimaey cuando aquellos hombres fueron asesinados. Lo que olvidaban mencionar era su corta edad en esos años. No se habían contentado con sacar a Markús en la foto de la primera página, porque también ilustraban con una imagen suya el artículo de las páginas interiores, junto con dos fotografías de la excavación y una vista general de Heimaey. Saltaba a la vista que los periodistas no habían podido acceder a los informes de la autopsia propiamente dichos y que tampoco relacionaban a Alda con el caso. El artículo era básicamente un resumen de lo que había ido apareciendo previamente, aunque ahora se presentaba a Markús a la luz pública y el hallazgo de unos cadáveres se había convertido en la investigación de unos asesinatos. Ahora habría que esperar a que algún medio de comunicación empezara a mencionar el nombre de Alda en relación con el caso.

Þóra pensó que era fundamental aprovechar el tiempo y meterse a fondo en la parte que se relacionaba con la enfermera. En cuanto los periodistas empezaran a interesarse por Alda, se le cerrarían muchas puertas. Þóra hojeó las notas que había ido tomando y repasó las pocas que tenía sobre Alda. Pensó que debía ponerse en contacto con el instituto de Ísafjörður para rastrear las huellas de sus amigas de entonces, hablar con los médicos con los que trabajaba Alda y con los empleados del servicio de urgencias donde había hecho guardias nocturnas y de fin de semana. Þóra le dio vueltas a la posibilidad de hablar con un médico al que conocía bastante bien (su propio ex marido), pero decidió dejarlo por el momento, no fuera a ser que le pidiera a ella que le devolviera el favor. La experiencia le había enseñado que el viejo dicho de que los regalos acaban pagándose encajaba especialmente bien en la relación entre ambos, y no estaban en igualdad de condiciones.

Buscó el número del instituto de Ísafjörður y cruzó los dedos con la esperanza de que alguien respondiera. Era pleno verano y no estaba nada claro que fuera a haber alguien. Afortunadamente, la secretaría resultó que estaba abierta y Þóra dio con una funcionaría dispuesta a ayudarla en todo lo posible.

Þóra prefirió esperar al teléfono mientras la mujer intentaba encontrar la referencia de Alda, por miedo a no poder establecer contacto más tarde. Después de un rato larguísimo, la mujer volvió a ponerse al teléfono.

– Pues mira, el invierno de 1972-1973 no hubo ninguna Alda Þorgeirsdóttir matriculada en el instituto -dijo la mujer, que parecía triste por no haber podido encontrar los datos solicitados-. ¿Puede ser que tuviera algún otro nombre de pila? Lo único que tenemos son registros en papel y en orden alfabético. Llevamos tiempo pensando en informatizarlo, pero nunca hay tiempo. Por eso necesito el nombre completo, lo siento.

– No -respondió Þóra, vacilante-. Creo que ése es el único. ¿Puede ser que no figure la matrícula porque empezara cuando el curso ya estaba iniciado? A finales de enero, después de la erupción en las Vestmann.

– Eso no cambia las cosas -dijo la mujer, aún con pena en la voz-. Naturalmente, es posible que haya habido algún error, pero me parece bastante improbable. La financiación del instituto por los poderes públicos se asigna de acuerdo con el número de alumnos, y siempre hemos tenido mucho cuidado en que nuestras matrículas estén perfectamente en orden. Aunque hoy día hay muchas cosas que no siguen ya el mismo patrón, esta es una de las pocas que se mantienen inalteradas.

Þóra le dio las gracias y se despidió. ¿Habría ido Alda al colegio con otro nombre o sencillamente Jóhanna recordó mal el nombre de la escuela a la que asistió su hermana después de la erupción? Esto era probablemente lo que pasaba, porque la historia de Jóhanna no encajaba en absoluto. Los alumnos no cambiaban de clase y de curso de la noche a la mañana en pleno invierno. Þóra estuvo pensando en quién podría conducirla a la verdad del asunto, y su conclusión fue que tenía que hablar con la madre de Alda sin demora. La madre probablemente recordaría sin confusión alguna todo aquello, y Þóra podría, además, aprovechar la ocasión para preguntarle una serie de cosas. Entre las notas que había tomado figuraba el número del móvil de Jóhanna, la hermana de Alda, pero cuando la llamó para ver cómo organizar una reunión con su madre no hubo respuesta. Jóhanna seguramente estaba muy ocupada con su trabajo de cajera y lo único que Þóra podía hacer era volver a intentarlo más tarde. También quería informarla de que en los diarios no había nada anómalo sobre la relación de Alda con su padre.

Decidió hacer otro intento y preguntar a las amigas de la infancia de Alda lo que fue de ella después de la erupción, por si entretanto hubieran recordado algo más. Solo contestaron dos de ellas, y por el tono de ambas estaba claro que temían que sus llamadas telefónicas fueran a hacerse demasiado frecuentes y que habían cometido un error al atenderla cuando llamó por primera vez. Por lo menos, las dos tuvieron en común el atender a Þóra mucho peor que la otra vez. Ninguna de las dos dijo recordar nada importante, aparte de lo que ya le habían contado, y siguieron empecinadas en que Alda había ido al instituto de Reikiavik, aunque no sabían cuándo había empezado a asistir ni si llegó a hacer el examen final de acceso a la universidad. Después, la primera mujer empezó a protestar porque se le estaba haciendo tarde y se despidió, sin dar ocasión a Þóra de hacerle más preguntas. Afortunadamente, la otra mujer no se mostró tan antipática y Þóra consiguió preguntarle muchas cosas que se le habían ocurrido después de leer el artículo publicado en el periódico.

– ¿Puede ser que a Alda le sucediera algo justo antes de la erupción, algo que la hiciera ser distinta a como era habitualmente? -preguntó Þóra.

– Dios mío, hace tantísimo tiempo de eso… -respondió la mujer; se podía apreciar que se sentía como si la conversación no fuera a acabar nunca-. Si pasó algo, yo no lo recuerdo.

– No sé, ¿baja de ánimos, malhumorada o algo por el estilo? -insistió Þóra.

– No lo recuerdo -respondió la mujer, pero entonces se calló un momento, como si se tomara tiempo para pensar-. En realidad, todos tuvimos ciertos problemillas el fin de semana anterior; ya lo tenía completamente olvidado.

– ¿Qué pasó? -preguntó Þóra expectante.

– Bueno, una típica tontería de adolescentes -dijo la mujer-. Probamos el alcohol por primera vez el fin de semana antes de la erupción. Nos emborrachamos a muerte y se supo todo. A mí me castigaron sin salir por la tarde durante dos meses, pero naturalmente el castigo cesó con la erupción. Si Alda estaba mustia sería probablemente por cómo se enfadaron sus padres con ella.

– ¿Dónde estuvisteis bebiendo? -preguntó Þóra-. ¿En alguna casa? -apuntó entonces, a la luz de su propia experiencia.

– No, en el baile del colegio -respondió la mujer-. Claro, se descubrió enseguida y nos mandaron a todos a casa, incluso a quienes no habían bebido.

Þóra insistió en el tema, pero no sacó mucho más en claro. Los chicos se habían dedicado a robar bebidas en sus casas: cada uno llenó una botella pequeña de Coca-Cola con lo que encontraba, la mayoría cogió una copita de cada tipo de alcohol para que nadie sospechara. Así acabaron con toda clase de mezclas y se armó la de San Quintín, como era de esperar. La mujer con la que estaba hablando Þóra se puso mala en el baile, así que llamaron a sus padres para que fueran a buscarla, como les pasó a otros muchos; tenía una vomitona de aupa. Por eso no podía decirle si Alda había podido irse a casa sola o si también la habían ido a recoger. No recordaba nada de la última parte de la fiesta por culpa de la borrachera. Así que Þóra decidió no seguir preguntándole por ese tema: le preguntaría a Markús en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo. Ojalá no tuviera él tanto problema para recordar y contar lo sucedido.

– Una cosita más, y prometo dejarte en paz -dijo Þóra-. ¿Sabes por qué estaba tan molesta Alda con su pelo?

Þóra esperaba que la mujer dijese que no sabía de qué le estaba hablando, pero no fue así.

– Ah, eso -respondió, con voz apagada-. Menuda barbaridad.

– ¿Le pasó algo a su pelo? -por la mente de Þóra pasaron todas las historias terroríficas que había oído a lo largo de los años sobre peluqueros que les quemaban el pelo a sus clientes con el líquido de la permanente o con los tintes.

– Se lo cortaron -respondió la mujer-. El curso entero hizo una acampada en el gimnasio al terminar los exámenes, antes de las navidades, y cuando Alda se despertó por la mañana le habían cortado el pelo, probablemente mientras dormía. Nunca se descubrió quién había sido.

Þóra frunció las cejas.

– ¿Quiénes estaban allí, y quiénes tenían acceso al gimnasio?

– El curso entero, si no recuerdo mal. Claro que hubo algunos que prefirieron no participar o que estaban enfermos, pero la mayoría de los chicos y las chicas estaban allí. También había dos profesores y el conserje. Puede ser que hubiera más adultos, pero no lo recuerdo. Naturalmente, me habría olvidado de todo si no hubiese sido por lo del pelo de Alda. Como es lógico, se puso hecha un basilisco, pues tenía un pelo especialmente bonito, largo y rubio. Se lo cortaron con unas tijeras y casi la dejaron al cero. Naturalmente, tuvo que ir a una peluquería al día siguiente para que se lo arreglaran, pero fue una imbecilidad. Demasiado corto, igual que un chico.

Þóra se despidió. Estaba de lo más confusa, porque recordaba perfectamente lo importante que era el pelo en la adolescencia. Era absurdo pensar que aquel desagradable suceso pudiera tener alguna relación con el caso, pero nunca se sabe. Otro detalle más que preguntarle a Markús, junto a lo que había dicho la mujer sobre la borrachera adolescente del fin de semana anterior a la erupción, la noche antes de que apareciera la sangre en el muelle.

Þóra pasó a ocuparse de la clínica en la que trabajaba Alda. Vio en la Red que la llevaban dos cirujanos plásticos, Dís Hafliðadóttir y Ágúst Ágústsson. Þóra tuvo la sensación de que el nombre del tal Ágúst le resultaba conocido. Efectivamente, lo había oído mencionar de pasada en una reunión de su grupo de amigas, hablando de tratamientos de belleza. Las amigas más enteradas decían que era el mejor especialista en senos de toda la ciudad. Había además rumores menos contrastados sobre personas que venían incluso desde Hollywood para ponerse en sus manos, y Þóra recordó que aquello le había sonado un poco excesivo. Si en Hollywood no se podían conseguir unos senos decentes, sería absurdo que tuvieran que marcharse nada menos que a Reikiavik para operarse. La práctica hace al maestro, según dicen. En cambio, a la tal Dís no la había mencionado nadie, y si miles de personas iban a someterse a sus tratamientos desde el otro extremo del mundo, su grupo de amigas no se había enterado.

El contestador informó a Þóra de que la petición de hora se debía hacer antes del mediodía en días laborables. Le indicó igualmente que si necesitaba contactar con alguno de los doctores en relación con intervenciones ya realizadas podía llamar al número que figuraba en su parte de alta. El número de emergencias, evidentemente, no era público. Þóra decidió dejar un mensaje en el contestador.

Ya no le quedaba más que hablar con el servicio de urgencias, pero el número le recordaba a Þóra muchos años de matrimonio con un médico que volvía siempre tardísimo después de las guardias. Siempre se alargaban lo indecible. Incluso le sonó familiar la voz de la mujer que respondió, aunque llevaba ya cinco años separada de Hannes. Pero no le pasó lo mismo a la mujer al otro lado de la línea, la voz de Þóra no pareció encender ninguna lucecita en su memoria, ni pasó a un registro de mayor familiaridad al oír su nombre. Þóra intentó consolarse pensando que allí trabajaba mucha gente y que a lo largo del tiempo unos se iban y otros venían, además de que su nombre era relativamente común. Después de esperar para hablar con la supervisora de Alda Þorgeirsdóttir, informaron a Þóra con cierta desgana de que trasladaban su llamada a la jefa de enfermería que estaba de guardia en esos momentos. Þóra le dio las gracias, pero antes de que acabara su frase la mujer ya había transferido la llamada. En los oídos de Þóra sonó una espantosa melodía electrónica que seguramente jamás habría podido entrar en ninguna lista de éxitos.

Unos minutos más tarde se presentó con voz fría una mujer llamada Elin, a quien no parecían quedarle muchas ganas de hablar después de haberse pasados unas cuantas horas aliviando los sufrimientos de las personas que llegaban al servicio. Þóra se presentó y explicó el motivo de su llamada. Dijo que buscaba información sobre Alda Þorgeirsdóttir y preguntó si podría pasarse por allí a hablar con sus antiguos compañeros de trabajo, por un asunto que afectaba a un amigo de la infancia de la enfermera recientemente fallecida.

– Sé perfectamente cómo estáis de liados y os molestaré lo menos posible -dijo finalmente, con la esperanza de ser mejor recibida. Aquella gente tenía muchísimo que hacer, pocos lo sabían mejor que Þóra, e imaginó que acabaría teniendo que hablar con ellos mientras curaban alguna herida abierta.

– Alda Þorgeirsdóttir había dejado de trabajar aquí ya antes de su fallecimiento -dijo la enfermera jefe-. En realidad nunca fue empleada fija, sino que se limitaba a hacer algunas guardias los fines de semana y algunas noches. Trabajaba en una clínica privada en el centro, por lo que creo que deberías ponerte en contacto con ellos.

Siempre venían bien los consejos de los demás, sobre todo si eran obvios.

– Claro, pienso hacerlo -respondió Þóra, algo molesta por la frialdad de la voz al otro lado de la línea-. Pero preferiría poder hablar también con vosotros.

– No creo que sea posible -fue la respuesta-. En primer lugar, no tenemos nada que decir, además es muy dudoso que sea ético, y por último no tenemos obligación ninguna de hablar con un abogado de la ciudad. La ética ocupa aquí un lugar prioritario.

¿Ética? Þóra intentó adivinar la edad de aquella mujer. ¿Cien años? ¿Ciento cincuenta?

– Naturalmente, no tenéis ninguna obligación de recibirme -respondió-; claro, a menos que tenga un accidente. Pero en todo caso siempre podría llamaros a testificar ante un tribunal y enterarme entonces de si tenéis información que afecte al caso. Tal vez esa sea la mejor solución.

– ¿Ante un tribunal? -exclamó la mujer, menos orgullosa que antes-. Creo que eso será totalmente innecesario. Ya te he dicho que dejó de trabajar aquí -se la notó vacilar por un momento-. ¿De qué va todo esto, si puedo preguntar? ¿De la muerte de Alda?

– De un caso en el que trabajo para un señor que conocía a Alda -respondió Þóra, aprovechando la situación para jugar sus cartas.

– ¿Se trata de un caso de violación? -preguntó la mujer, y ahora su voz estaba llena de recelo-. Ya hemos dicho todo lo que tenemos que decir. Nosotros no protegemos a nadie, y de nada sirve presentarse con subterfugios. Este caso va a resolverse en el tribunal, que es el que decide la culpabilidad, y ahí termina nuestra labor. Seguimos las normas habituales en este tipo de casos, y entre ellas no figura el tener reuniones con abogados de la calle sobre cualquier tema del que a ellos les apetezca hablar.

Ahora fue Þóra quien titubeó. ¿Un caso de violación? Tenía que andarse con cuidado para no meterse en algo que no tuviera nada que ver con ella y con el caso de Markús. En realidad, la enfermera tenía toda la razón; el hospital no tenía ninguna obligación de atenderlos a ella ni a Markús y los intereses de quienes se veían obligados a recurrir a sus servicios tenían que quedar siempre en primer plano.

– No, no se trata de ningún caso de violación. Te lo prometo -dijo Þóra, esforzándose al máximo para ser amable-. Ya veo que desgraciadamente no va a ser posible, así que mejor lo dejamos. Tenéis mucho trabajo.

Þóra colgó. No había abandonado su intención de hablar con los trabajadores de urgencias por respeto a las normas de trabajo del hospital o el juramento hipocrático. Sencillamente, entraría por la puerta de atrás. Se tragó una parte de su orgullo y marcó el número de teléfono de su ex marido.


Dís escuchó el mensaje del contestador y la sonrisa que llevaba en los labios después de una intervención exitosa desapareció como por ensalmo. ¿Y ahora? ¿Una abogada que quería hablar con ellos sobre Alda? No la policía, como había temido, sino la abogada de un amigo de la infancia de Alda al que Dís nunca había oído mencionar. Escuchó de nuevo el mensaje e intentó sacar de él algo más, aunque sin éxito. La voz era suave y amable y no daba a entender en absoluto que Dís y Ágúst escondieran algo sucio ni que estuviera interesada exclusivamente por alguna cuestión formal sin relación ninguna con ellos. Dís pensó en ir a buscar a Ágúst, que estaba terminando la consulta con el último paciente del día, un hombre joven que quería que le borrasen las cicatrices de una pelea. Decidió esperar. Ágúst era un teatrero y ella no tenía ningún interés en alimentar sus propios temores escuchando sus ideas paranoicas. Casi le dieron arcadas de pensar en el único pleito que habían tenido por cuestiones profesionales. En esa época, Ágúst estaba casi antipático, por su permanente preocupación por el caso, aparte de sus absurdas cavilaciones que no renunciaba a exponer en todas las ocasiones posibles. Cuando el pleito terminó en una sentencia, Dís estuvo a punto de añadir su alma a la indemnización que fueron condenados a pagar. Era pura calderilla, sobre todo en comparación con la posibilidad que les proporcionó para poder trabajar en paz.

Dís anotó el número de la abogada y a continuación borró los mensajes. Decidió llamar a la abogada al día siguiente, cuando Ágúst no estuviera en la clínica. Lo más probable era que no se tratara de nada importante, seguramente sería algo relativo a la herencia, querría saber si Alda tenía un seguro de vida a cargo de la clínica o algo parecido. Dís lo solucionaría ella sola, y si por un azar improbable el asunto fuera algo más serio, avisaría a Ágúst. Pero solo si era imprescindible.

Dís se dirigió a la bonita mesa de escritorio de Alda. Tenía un espacio reservado en la recepción, detrás de un tabique que la separaba de la sala de espera. Alda no tenía despacho propio, como Ágúst y ella misma, pues ayudaba sobre todo en el quirófano y algo en el papeleo. Dís observó el pulcro lugar de trabajo, que se parecía, en ese aspecto, al despacho de Ágúst. Pero, a diferencia de este, Alda había dado a aquel pequeño espacio un poco de alma; sobre la mesa había una fotografía enmarcada de una mujer que Dís recordó que era la única hermana de Alda, más pequeña que ella, y había también una maceta de color con un cactus que parecía crecer estupendamente. «Pobre cactus», pensó Dís. Ni ella ni Ágúst eran capaces de mantener con vida ni una mala hierba, y la chica de la recepción tendría problemas para separarse un momento de su teléfono móvil y cuidarlo. Lo más razonable sería, pensó Dís, tirar de inmediato la maceta a la basura, para no tener que ver cómo se marchitaba el cactus, pero no se decidió a hacerlo, por respeto a la memoria de Alda. Mejor sería intentar acordarse de la planta y cuidarla lo mejor posible. De ese modo, si el cactus moría, al menos podría decir que lo había intentado. Por respeto a Alda no podía tirar algo que ella apreciaba.

Encantada con sus nobles pensamientos, Dís se sentó y empezó a examinar la mesa y el ordenador de Alda. Ni se le pasó por la cabeza que aquello pudiera ser inapropiado. Ella tenía una empresa que era propietaria de aquel ordenador, igual que de todo lo demás que había por allí, y si Alda guardaba secretos que no hubiera querido que fueran conocidos en la consulta, a Dís le parecía perfectamente normal disponer de ellos. Ágúst era un cotilla y la chica de la recepción era, si acaso, tonta. Ninguno de los dos tenía la madurez suficiente para honrar la vida particular de otra persona.

Mientras el ordenador arrancaba, Dís repasó los cajones de la mesa. En el de más arriba estaban los objetos de escritorio, tan bien ordenados como Dís nunca habría sido capaz de ponerlos aunque le fuera la vida en ello. En el primer cajón de Dís todo estaba amontonado: plumas, clips, sellos y otras cosas más que iban a parar allí porque no tenían ningún sitio especial.

En los otros dos cajones no había muchas cosas, pero entre ellas había unos documentos que Dís no supo qué eran, a primera vista. Entre ellos estaba el informe de la autopsia de una mujer fallecida en el hospital de Ísafjörður. Dís lo leyó por encima pero no encontró ninguna relación con Alda ni con su trabajo en la clínica. No le era conocido el nombre de la mujer, y cuando el ordenador acabó de ponerse en marcha, intentó revisar las bases de datos. Aquella mujer no había sido paciente suya ni de Ágúst. Dís se encogió de hombros sin querer y supuso que la mujer sería alguna pariente de Alda, o alguna conocida, aunque la diferencia de edad entre ellas hacía esto último más improbable. Dís puso el informe sobre la mesa para que no fuera a parar a una caja con todo lo demás, porque tirarían unas cosas a la basura y otras acabarían en el trastero. A lo mejor podría encontrar una explicación en otro momento, si se presentaba la ocasión. El fallecimiento se había producido en fecha relativamente reciente, de modo que a lo mejor aquello formaba parte de la explicación de por qué Alda se quitó la vida. Aunque un suicidio era algo muy dramático, había cosas aún peores, y no era asunto de Dís recabar información que pudiera aclarar o desmentir las razones que habían llevado a Alda a la muerte.

En el cajón había también una foto de un hombre joven, al que Dís tampoco pudo reconocer. La foto era horrorosamente mala. Evidentemente, el hombre no sabía que le estaban fotografiando. Estaba sentado, o más bien repantigado en una silla mirando al infinito con gesto duro, aunque sin muecas. El hombre no parecía demasiado simpático. Dís no fue capaz de hacerse una idea de cuándo se había tomado la foto. Lo único que se veía era el hombre, una pared amarilla y la silla en la que estaba sentado. Lo que no se podía negar es que era de lo más guapo. Antes de dejar la foto, Dís la levantó para mirarla bien e intentó comprender por qué le parecía tan atractivo aquel hombre. No encontró una explicación, pero pensó que a lo mejor Alda la había conservado porque era de la misma opinión que Dís.

Cerró el cajón y centró su atención en el ordenador. Sonrió para sí al ver la foto que Alda utilizaba como fondo de pantalla. Era un gato retocado con un programa de fotografía que sonreía como un tonto, con una fila de dientes humanos. Dís pensó que no tendría nada en contra de tener gato si pudiera conseguir uno con ese aspecto, y se puso a especular si podría utilizar sus conocimientos para transformar un gato de esa forma. Obviamente, estaba cansada después del largo día.

Dís se hartó enseguida de mirar los documentos del ordenador. Eran infinitos, y después de abrir algunos al azar, no encontró nada que despertara su interés. Así que entró en Internet y comprobó por mero entretenimiento las páginas que Alda tenía marcadas como favoritas. Cuando vio la lista, se quedó boquiabierta de asombro.

Comprobó un enlace tras otro con la esperanza de que no fueran lo que parecían, pero los nombres indicaban claramente que sí. Apareció una página porno tras otra. Dís se quedó boquiabierta. Resulta que Alda no era lo que parecía. ¿Quizá aquello guardaba alguna relación con su trabajo en urgencias? Pero no podía ser ese el motivo. Allí se encontraban todas las variedades del sexo: sadomasoquismo, homosexualidad, relaciones tradicionales entre un hombre y una mujer y muchas otras variantes. Dís respiró aliviada al comprobar que en ningún caso aparecían niños. ¿Qué problema tenía Alda? Tal vez aquello explicaba que no tuviera una relación estable, porque no sabía lo que quería.

Cerró el navegador con la sensación de que hubieran abusado de ella, aunque había elegido voluntariamente mirar todo aquello, sabiendo perfectamente lo que hacía. No era el contenido de las páginas lo que perturbaba su tranquilidad, sino haberse asomado al mundo de Alda por una puerta cuya existencia siempre había ignorado. Puf, sería tremendamente difícil escribir una necrológica sobre ella. Resopló y pensó si no valdría más decidir que ya estaba bien y apagar el ordenador. Pero la curiosidad superó a la prudencia y Dís entró en el correo electrónico de Alda. Decidió que no abriría ningún mensaje que pudiera tener relación con la vida sexual de Alda, pero se vio tentada de ordenar los correos por el nombre de remitentes y receptores, para comprobar los cruzados entre Alda y las personas que ella conocía.

Los mensajes de Ágúst aparecieron ordenados en primer lugar. Dís no había abierto más que un par de mensajes cuando se dio cuenta de lo que había estado pasando. Se reclinó sobre el respaldo. Las páginas web eran un juego de niños en comparación con aquello. Esperó en lo más hondo que el mensaje de la abogada Þóra Guðmundsdóttir no tuviese que ver nada en absoluto con aquello.

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