Capítulo 19

Viernes, 20 de julio de 2007

Del cielo tormentoso del día anterior no quedaba ni rastro, y en su lugar había solamente unas finas nubecillas desperdigadas en medio de un azul brillante. Era como si Dios se estuviese fumando un puro y echara el humo hacia Islandia. Þóra estaba sentada en el porche de su casa disfrutando de la mañana. El ejemplar de Morgunblaðið que tenía en la mesa delante de ella se agitaba con la brisa, y una columna de vapor se elevaba desde su taza de café. Þóra cerró el periódico y tomó un sorbo de café. El diario, gracias a Dios, hablaba de modo muy matizado de la detención de Markús y su ingreso en prisión preventiva. Seguramente no era tan extraño, porque el juez dudó bastante. Por un rato, Þóra incluso llegó a pensar que rechazaría la solicitud del fiscal. Pero esa impresión duró poco, aunque redujo a cinco días la petición de tres semanas de prisión preventiva. La intervención de Þóra y los indicios que podían apuntar a la inocencia de Markús tuvieron quizá cierta influencia en la decisión. Por primera vez en su vida tuvo ganas de fumarse un cigarrillo, o al menos de sentir el olor del humo de un cigarrillo. Sin duda, el constante fumar de Bella tenía su parte de culpa. O a lo mejor era que empezaba a apetecerle fumar. No podía perder su salud mental ese día, porque tenía que llevar el informe de la prisión preventiva al tribunal de segunda instancia a lo largo de la mañana.

Como es lógico, Markús quería apelar la decisión. Es verdad que solo quedaban tres de los cinco días que había impuesto el juez, pero ella no le reprochaba aquel deseo a su cliente. Tres días son como mil; nadie quiere estar entre barrotes siendo inocente. Miró el reloj y vio que todavía ni siquiera eran las ocho. Si salía de casa dentro de una hora tendría incluso tiempo de sobra para pensar en algo más que pudiera anular la decisión del juez. Aunque no acababa de ver claro qué sería mejor aducir. Sin duda, el diario de Alda de 1973 tendría bastante importancia a la hora de que el juez de apelación pusiera un signo de interrogación a la culpabilidad de Markús. Þóra se lo había entregado a la policía nada más terminar el interrogatorio. Stefán reaccionó con auténtica furia. Y la acusó de ocultar pruebas a la policía. Þóra intentó explicarse, pero sin éxito. Cuando el fiscal intentó que se excluyera el diario como prueba, el juez se puso de parte de ella y dijo que, analizando las circunstancias, la entrega del diario no había incurrido en anomalía alguna. Otra pequeña victoria fue que el juez preguntó bastante sobre los indicios que apuntaban a que los tres cadáveres habían sido introducidos en el sótano después del comienzo de la erupción, momento en el que Markús no se encontraba ya en la isla. La policía no tenía mucho contra Markús en lo concerniente a los cadáveres del sótano, con excepción de la cabeza de la caja.

Muy distinto era el caso del asesinato de Alda. Apenas había algo a favor de Markús, y tanto testigos como pruebas indicaban que había estado en el lugar de los hechos. El testigo resultó ser un chico que iba anunciando una recogida de latas en beneficio de un club deportivo la noche en que Alda fue asesinada. La policía encontró el folleto y localizó al muchacho. El chico describió a un hombre que llegó por allí a la misma hora en que él salía de la casa, esto es, hacia las siete y media. La descripción encajaba con Markús, y además, cuando le mostraron una serie de fotografías, el muchacho eligió la suya. Dijo que había visto al hombre caminar hacia la casa, pero que no le vio salir de ningún coche ni recordaba bien los coches que había esa tarde en la calle. Þóra llamó la atención sobre el hecho de que el coche de Markús era de un tipo que despertaría el interés de cualquier chico normal, pero no sirvió de nada. Alegaron que Markús habría podido aparcar en algún otro sitio, sobre todo si tenía intenciones no especialmente buenas y no quería que nadie se diese cuenta de su presencia. La réplica de Þóra a todo esto, señalando que Markús tenía un aspecto de lo más corriente y que la descripción del chico del club deportivo habría podido corresponder a muchísimos otros hombres, tampoco tuvo mucho efecto, porque difícilmente habría podido elegir al azar la de Markús entre un montón de fotos. Pero tenía la esperanza de que esa declaración pudiera ser puesta en duda en cuanto tuviera ocasión de ver las fotos que le enseñaron al muchacho, porque era perfectamente posible que la policía le hubiera enseñado un grupo de fotos en el que solo Markús encajara con la descripción. Las podría ver más tarde, y también esperaba conseguir al mismo tiempo la lista de llamadas entrantes y salientes de los teléfonos de Markús y Alda. Þóra albergaba esperanzas de que la comparación de ambas listas permitiera demostrar que Alda llamó a Markús mientras este iba hacia las montañas, como él afirmaba. Aquello apoyaría su declaración, porque Alda difícilmente habría llamado a Markús por teléfono si estaba con ella. Algo muy distinto era cómo conseguiría explicar Þóra las huellas biológicas encontradas en el cuerpo de Alda, que resultaba que pertenecían a Markús. Se trataba de un cabello que se encontró al cepillar el vello púbico de la mujer. Se comparó con la muestra de cabello que había proporcionado Markús con anterioridad, y resultaron ser coincidentes. La autopsia no había puesto de manifiesto la existencia de relaciones sexuales recientes, y en consecuencia se habían estudiado los órganos sexuales de Alda en busca de saliva de Markús, que no se encontró. Qué hizo la cabeza de él entre los muslos de la mujer quedó por tanto envuelto en la duda. Y Markús no pudo proporcionar aclaración alguna sobre ese aspecto del caso, porque no hacía más que repetir una y otra vez que él no había estado ese día en casa de Alda, y mucho menos con la cabeza en el lugar mencionado. El único recurso que pudo utilizar Þóra fue que el cabello podría proceder del papel higiénico o de cualquier otra cosa con la que hubiera entrado en contacto Markús en el transcurso de su visita la noche anterior. Era lógico que esa explicación no se tomara en consideración en aquel momento procesal. En cambio, ante un tribunal la acusación tendría que demostrar de forma incontrovertible que aquel cabello había caído en el lugar indicado la noche de autos y en relación con el crimen, y no antes de este ni de manera casual. Markús recibió la decisión del juez con una tranquilidad pasmosa. Naturalmente, no le gustaba nada, pero se daba cuenta de que no tendría más remedio que aguantar y esperar a la apelación ante el tribunal de segunda instancia. Þóra alabó su estoicismo y se encargó de informar a la familia, incluyendo a Hjalti, el único hijo de Markús, que vivía en casa de la ex mujer de este cuando no estaba en las islas en casa de su tío Leifur. Esa conversación le resultó difícil a Þóra, Hjalti era un poco mayor que su hijo Gylfi, tenía diecinueve años, y pareció muy afectado por la noticia. No hacía más que preguntar si condenarían a su padre a prisión. A pesar de que Þóra intentó explicarle que por el momento no había nada por el estilo en el horizonte, no acababa de convencerse. Sí que se calmó un poco cuando Þóra le transmitió un mensaje de Markús, que le decía que todo iría bien y que no se preocupara. Por compasión hacia el pobre muchacho, Þóra le dijo, al final de la conversación, que podía llamarla si tenía alguna pregunta o si quería hablar con ella sobre el caso de su padre. Þóra insistió para que le tomara la palabra y se pusiera en contacto, sobre todo ahora que el nombre de su padre ya estaba en los periódicos.

Þóra tomó más café y se levantó. Miró las tranquilas olas y se hizo sombra en los ojos con la mano. Respiró por la nariz y cerró los ojos. Pensó cuál sería la mejor manera de utilizar sus esfuerzos, sin llegar a una conclusión. Estaba claro que la madre y la hermana de Alda no la recibirían ya con los brazos abiertos. Y aunque los colegas de trabajo de Alda no estaban unidos a ella por los mismos lazos que sus parientes más próximos, tendrían muchos reparos en hablar con Þóra. Así que decidió empezar por los colegas. El día anterior había recibido un mensaje de Dís, uno de los médicos de la clínica en que trabajaba Alda, quien se mostró dispuesta a tener una reunión con Þóra. Nunca se podía saber si disponía de información que pudiera resultar de utilidad. A lo mejor conocía los auténticos motivos por los que Alda había abandonado su trabajo en urgencias. La teoría de la hermana de Alda de que había sido un violador en busca de venganza había acabado por resultarle convincente; claro que no tenía muchas más cosas a las que agarrarse.

Þóra abrió los ojos y miró el mar en calma, una vista aún más bella que la de su descuidado jardín. Aquel verano, Þóra había decidido arreglarlo, pero iba atrasadísima. Había hecho mucho menos de lo que tenía previsto, aparte de cortar el césped. El seto tenía ya más altura que una persona, y no estaba nada bonito. Las ramas se extendían hacia el cielo en un caos total. Los macizos de flores no iban demasiado bien, por culpa de las malas hierbas. Comprendía perfectamente que ciudades enteras pudieran desaparecer bajo la espesa vegetación de las selvas tropicales, viendo lo rápido que crecía todo en aquella región casi polar. Se volvió hacia la casa y entró en ella. Ya se ocuparía del jardín el resto del año.


Había cuatro personas en la sala de espera y Þóra tenía la sensación de ser la única de todas ellas que realmente necesitaba visitar a un cirujano plástico. Había dos mujeres jóvenes que podrían tener un aspecto magnífico, si no fuera porque el cabello rubio descolorido no les hacía ningún favor. El cuarto era un hombre joven que Þóra era sencillamente incapaz de imaginar qué quería arreglarse. Por el bien de las mujeres islandesas, esperó en lo más hondo que no estuviera camino del cambio de sexo y que no se encontrara allí en aquel momento para acordar una implantación de senos. La sala de espera era muy sencilla, pero saltaba a la vista que la decoración había costado lo suyo. La comparación con el cuchitril que hacía las veces de sala de espera en el bufete de abogados era de risa, y demostraba de modo fehaciente que los cirujanos plásticos cobraban por hora más que los abogados. Eso tenía un significado claro, y es que a la gente le interesa más el aspecto que la reputación. Þóra miró el reloj de la pared, confiando en que le llegara pronto el turno; era un tanto desagradable estar sentada en una sala de espera sabiendo que los demás la estaban analizando e intentando adivinar qué clase de intervención era la que se quería hacer. Estaba ya casi a punto de hacerle una señal a una de ellas, que no hacía más que mirarle el busto, para decirle que allá cada uno con lo suyo, cuando apareció la secretaria y anunció a Þóra que Dís podía recibirla. Así que se levantó y siguió a aquella mujer delgada, vestida con minifalda y con unos zapatos de tacón tan altos que Þóra sintió dolor en los dedos de los pies. La comparación con el bufete regresó a su mente. Allí navegaba la fragata Bella con ropas góticas y una falda con raja que le llegaba hasta los pies.

– Sígueme -dijo la mujer morena, mostrando sus dientes de un blanco deslumbrante-. Que te vaya fenomenal -abrió la puerta del despacho y se dio media vuelta.

Dís estaba hablando por teléfono y le hizo una seña a Þóra para que tomara asiento. Luego colgó, se puso en pie y le estrechó la mano. Iba vestida con una camisa blanca entallada y pantalones negros que descansaban sobre su esbelta cintura con un cinturón basto que no pegaba nada con el resto de su ropa, que era de lo más chic. Þóra calculó que ambas tendrían aproximadamente la misma edad y se dio cuenta de que la doctora estaba en buenísima forma. El cuerpo no adquiría esas formas gracias al bisturí, sino que exigía sangre, sudor y lágrimas con un entrenador particular varias horas al día. Para una cirujana plástica, debía de ser imprescindible tener buen aspecto.

– Buenos días -saludó Dís, que pareció darse cuenta de que Þóra no quitaba los ojos de su cuerpo. Volvió a sentarse-. Perdona la espera, pensé que no iba a estar tan ocupada. Por regla general, a estas horas esto suele estar bastante tranquilo.

– No tiene importancia -dijo Þóra-. Te agradezco que hayas aceptado recibirme, pese a habértelo pedido con tan poca antelación.

– Me dio la sensación de que era importante -respondió Dís con una sonrisa apagada. Sus facciones no eran muy distintas a las de Þóra: pómulos altos y boca ancha. La boca encajaba especialmente bien con el cabello bien cuidado y un maquillaje muy delicado, mientras que Þóra se peinaba con una chapucera cola de caballo y solo utilizaba rímel-. Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a cazar a quien le hizo esa atrocidad a Alda. Vi en el periódico que tenían un hombre en prisión preventiva en relación con el caso. Espero que lo condenen a algo equiparable a esa monstruosidad.

Þóra carraspeó.

– Bueno, tengo que mencionar que soy precisamente la abogada del hombre que ha sido detenido -notó que aquello no era demasiado bien recibido. La amistosa mirada de la médica se endureció-. Él asegura que es inocente, y es indiscutible que la policía no dispone de muchos indicios que apunten a su culpabilidad. La prisión provisional que se ha decretado es infrecuentemente breve en relación con la gravedad del caso, lo que refleja las dudas del juez sobre la culpabilidad de mi cliente. Y es que hay muchas cosas que apuntan a su inocencia. Estoy buscando información que pudiera reforzar su defensa y al mismo tiempo quiero intentar saber quién pudo ser el auténtico asesino de Alda -Þóra respiró hondo-. Las personas que la apreciaban no pueden desear que se acuse a un inocente.

Dís guardó silencio. Miró pensativa a Þóra, que devolvió la mirada sin vacilar. Los músculos faciales de Dís se relajaron y volvió a parecer más tranquila.

– Naturalmente no es eso lo que quiero -dijo-. Que acusen a un inocente -añadió como para explicarse-. Digamos que estaría dispuesta a ayudarte en el caso improbable de que tu cliente sea inocente.

Þóra intentó no hacer más alegaciones a favor de Markús. No había ido allí a discutir, y su posición no se vería favorecida lo más mínimo llevándole la contraria a su interlocutora.

– Te lo agradezco -empezó con las preguntas para aprovechar el tiempo, pues la ocasión difícilmente volvería a repetirse. Todos los que aguardaban en la salita esperaban, sin duda alguna, para hablar con esa mujer sobre operaciones de estética, que eran mucho más importantes-. Cuando supiste que Alda había sido asesinada -dijo Þóra-, ¿pensaste en los posibles motivos, o en quién podría haberle querido hacer daño?

Dís no lo pensó mucho, pues respondió de inmediato:

– Tengo que confesar que no he sabido que se trataba de un crimen hasta esta mañana, cuando leí que habían metido en prisión preventiva a un sospechoso. Claro, yo encontré a Alda, y en aquel momento pensé que se había suicidado. Los suicidios no suelen aparecer en la prensa, de manera que me quedé muy extrañada cuando vi que en los periódicos se hablaba de su muerte. En realidad, no tengo ni idea de lo que sucedió desde que la encontré muerta. Nadie nos dijo absolutamente nada sobre el desarrollo de las investigaciones -se apresuró a añadir-, aparte de que ni siquiera imaginábamos que se trataba verdaderamente de un caso criminal.

– ¿A quién más te refieres? Pareces hablar de alguien además de ti -preguntó Þóra.

– Ah, sí, claro -se apresuró a contestar Dís-. Me refiero a mí y a Ágúst, mi socio en la clínica. Él también es cirujano plástico, y Alda trabajaba con nosotros.

– Comprendo -dijo Þóra-. Pero cuando has visto esta mañana que había en marcha una investigación por asesinato… ¿has tenido alguna idea de quién habría podido ser el culpable?

Las mejillas de Dís se ruborizaron un poco y dijo balbuceando algo de que no se le ocurría nadie en absoluto, pero enseguida añadió con tono interrogante:

– ¿Un ladrón, quizá?

– Bueno, no lo sé -repuso Þóra-. ¿La casa de Alda tenía algo especialmente atractivo para los ladrones?

– No, realmente no -respondió Dís-. ¿Esos tipos eligen sus objetivos o van a lo loco? -preguntó a continuación-. Naturalmente, Alda tenía todo lo que uno se puede imaginar que buscan los ladrones: televisión, aparato de música y, claro, algunas joyas. Esas cosas no serían de las más caras, seguramente, pero yo pensaría que quienes son tan miserables como para necesitar las propiedades de otros no deben de ser demasiado exigentes.

– Eso es cierto -dijo Þóra-. Pero tampoco es gente que suela asesinar a alguien y luego aparentar un suicidio.

– No, ya imagino que no -dijo Dís-. La verdad es que ignoro por completo si Alda tenía enemigos o si había alguien que le deseaba algo malo, de modo que eso fue lo único que se me pasó por la cabeza.

– ¿No había un ex marido, o novios que quisieran perjudicarla o que la estuvieran persiguiendo?

– Nada de eso -respondió Dís-. No que yo sepa. Sí que estaba separada, pero tengo entendido que el divorcio había sido bastante pacífico y que hoy día no mantenían ya ningún contacto. Conmigo nunca habló de ningún hombre.

Þóra pensó que resultaba increíble que Alda no mantuviese ninguna relación. En la autopsia se comprobó que se había aumentado el pecho, había huellas de lifting facial, tenía bótox en la frente así como cicatrices de blefaroplastia, y también reducción de abdomen y otras menudencias. ¿Para qué someterse a todas esas cosas si no era para conseguir los favores de un hombre?

– ¿Es posible que tuviera relaciones pero que no quisiera hablar de ellas? -preguntó Þóra.

– Sí, claro, claro -respondió Dís, ruborizándose de nuevo-. Puede ser eso, desde luego. Alda era bastante cerrada, aunque al mismo tiempo muy simpática y amable.

– ¿Mencionó alguna vez por qué no iba nunca a las Vestmann, o si había tenido alguna experiencia horrible relacionada con la erupción que se produjo allí? -en vista de lo que había dicho Dís, que Alda era una persona bastante introvertida, Þóra no se hacía muchas ilusiones.

– Nunca hablaba de las Vestmann -respondió Dís-. Las pocas veces que salían en una conversación, rehuía el tema al instante. En todo caso, casi nunca se hablaba de esas islas en la clínica -Dís miró a Þóra con gesto interrogante-. ¿Y a qué experiencia horrible te refieres? -preguntó-. Alda no mencionó jamás nada por el estilo.

Þóra decidió no responder a la pregunta de la médica, pues ignoraba lo que podía haber sucedido. Se limitó a sonreír.

– El bótox -dijo entonces, esperando la reacción de Dís. No podía obtener una teoría razonable sobre el asesinato de Alda ni muchos datos sobre su vida privada, de modo que más valía cambiar de tema.

La reacción no se hizo esperar, aunque fue bastante incomprensible. Dís se echó hacia atrás en la silla y guardó silencio por un momento. Miró a los ojos a Þóra, que habría dado mucho por saber lo que la doctora estaba pensando en ese instante.

– ¿Qué pasa con el bótox? ¿Estás pensando en inyectarte? -cogió una pluma-. Si es así lo mejor es que pidas hora, como todo el mundo.

Þóra sonrió de tal modo que todas sus posibles arrugas salieron a la luz.

– No, en realidad no -dijo entonces-. No por el momento, al menos. De los análisis toxicológicos realizados por el forense se deduce que el bótox fue la causa principal de la muerte de Alda.

– ¿Qué? -dijo Dís entre dientes, aunque a Þóra no le pareció convincente-. ¿Cómo es posible eso? El bótox no es tóxico.

– En la frente no -dijo Þóra-. No puedo decirte lo que ponía en el informe, excepto que el bótox se utilizó de una forma un tanto infrecuente -vio que la doctora casi se mordía la lengua para no preguntar nada-. ¿Es posible que Alda tuviera bótox en su casa? -preguntó antes de que la curiosidad se apoderase de Dís.

– ¿Alda? -preguntó Dís, aunque al instante se dio cuenta de lo tonta que era aquella pregunta, al ver que Þóra no respondía-. No -dijo entonces-. Que yo sepa, Alda no tenía bótox. Naturalmente tenía acceso a él en la clínica, pero llevamos un control muy exhaustivo del almacén y es imposible que se hubiera llevado bótox de aquí. Somos muy cuidadosos en todo lo relativo a nuestra actividad y nunca le habríamos permitido llevarse esa sustancia, ni siquiera para su propio uso. Lo que no puedo saber es en qué otro lugar hubiera podido obtenerlo. El almacén de los servicios de urgencias no tiene ese tipo de sustancia, eso está claro.

– ¿Dónde adquirís el bótox que utilizáis en la clínica? -preguntó Þóra.

– Se lo encargamos a una farmacia con la que trabajamos -respondió Dís-. Tenemos un contrato magnífico por el que nos hacen un descuento bastante bueno a fin de que no tengamos que adquirirlo directamente en las empresas farmacéuticas. Naturalmente, no compramos solo bótox, sino muchas más cosas, y otros medicamentos.

– ¿Quién lleva las relaciones con la farmacia? -preguntó Þóra.

Dís la miró.

– Yo. A veces Ágúst -apretó los labios, no parecía muy dispuesta a seguir hablando-. Alda jamás iba por allí -añadió un momento después.

– Comprenderás que si Alda no tenía bótox en su casa, entonces lo llevó la persona que la mató -dijo Þóra, y dejó a Dís un tiempo para digerir sus palabras antes de continuar-: No hay demasiadas personas que tengan ese producto a mano. Desde luego mi cliente no está entre ellas.

El maquillaje de Dís consiguió ocultar bastante el rubor que se extendió por sus mejillas en esta ocasión, pero a Þóra no le pasó desapercibido.

– Tengo que reconocer que no hemos hecho inventario del almacén desde finales del mes pasado. Podría ser que falte algo del botiquín, aunque sería la primera vez -carraspeó con mucha elegancia-. Ni Ágúst ni yo teníamos motivo alguno para desearle nada malo a Alda. Muy al contrario, su fallecimiento fue un duro golpe para nosotros. No es ningún secreto.

La mujer parecía sincera.

– No me cabe ninguna duda de que la policía querrá volver a hablar con vosotros -dijo Þóra-. Los resultados del análisis toxicológico acaban de llegar, y supongo que a la policía le parecerá necesario y urgente averiguar algo más al respecto. Eso les traerá por aquí más pronto o más tarde. Hablarán con vosotros sobre el asunto del almacén, y entonces se aclarará todo.

– ¿La policía? -repitió Dís-. Ah, sí, claro. Yo declaré cuando encontré a Alda. Pero en aquel momento pensaban que se trataba de un suicidio, y en consecuencia no preguntaron mucho, en realidad -sacudió la cabeza-. Vaya fastidio -cerró los ojos y un diminuto escalofrío pareció atravesarla-. Es increíble lo egoístas que somos. Cuando has dicho lo que acabas de decir, mi primer pensamiento ha sido lo embarazoso que resultaría ver a la policía entrando por la puerta -separó los ojos de Þóra-. Naturalmente, eso no importa. Aquí no hay nada que ocultar, y ojalá esto quede claro lo antes posible.

Þóra se percató de que Dís miraba de reojo un reloj que había sobre la mesa. No le quedaba mucho tiempo.

– Hasta ahora solamente he oído decir cosas buenas sobre Alda: a sus amigas, su hermana y otras personas. Luego hablé con una mujer que trabajaba con ella en urgencias y salió a relucir algo diferente. Desde luego, no dijo nada malo de Alda, pero dio a entender que había sucedido algo, aunque no conseguí llegar a enterarme de qué se trataba. ¿Sabes tú algo de lo que llevó a Alda a dejar de trabajar allí?

Dís sacudió la cabeza.

– No, lo siento. Contaba con que querría hablar de ello y que se abriría más tarde. No pudo ser. Naturalmente, es algo que una se pregunta siempre -Dís se encogió de hombros con gesto apenado-. Le he dado muchas vueltas, pero no he llegado a ninguna conclusión. Un montón de conjeturas, naturalmente, pero solo eso.

Þóra tuvo la sensación de que había algo más.

– ¿Hay alguna de esas conjeturas que te parezca más probable que las otras?

Dís se mordió el labio inferior por dentro.

– No sé si debería contártelo -miró a Þóra, que solo reaccionó mirándola a su vez-. Encontré una enorme cantidad de pornografía en el ordenador de Alda. Creí morirme allí mismo. Nunca me había dado la impresión de que estuviera interesada por semejante cosa. Por regla general son los hombres y no las mujeres quienes están obsesionados por eso -tomó aire-. Cuando me encontré con ello empecé a sumar dos y dos y se me ocurrió que podía haber tenido una relación sexual con alguien de urgencias, un médico o algún otro empleado. No es que sea algo habitual, pero sucede, naturalmente.

– ¿Y eso sería motivo suficiente para que su trabajo corriera peligro? -preguntó Þóra, pensando para sí que habría podido perfectamente tratarse de Hannes, su ex marido-. ¿Están prohibidas las relaciones amorosas entre colegas en el hospital?

– No -respondió Dís-. No creo. Quizá no estén bien vistas, pero no creo que estén prohibidas. Aparte de que lo que había en el ordenador era cualquier cosa menos lo que se puede considerar relación amorosa. Era pornografía pura y simple, nada más. Pensé que Alda podía haber tenido alguna relación sexual en el hospital, y que se viera con malos ojos.

Era obvio que Þóra tendría que volver a llamar a Hannes. Si una historia parecida había tenido lugar allí dentro, seguro que él se habría enterado, suponiendo que fuera ese el auténtico motivo.

– ¿No sabrás con qué clase de persona podría haber sido? ¿Con un médico o quizá un paciente?

– No, no tengo ni idea, solo más suposiciones -respondió Dís-. El motivo para que se me ocurriera algo así, en realidad, es que en su ordenador también encontré correos electrónicos entre Alda y una sexóloga. Se me pasó por la cabeza que Alda podía haber buscado apoyo de un especialista cuando se vio dominada por esa obsesión.

– ¿En esos correos se decía algo al respecto? -preguntó Þóra.

– No, eran solo confirmaciones de horas de consulta, si Alda podía ir o no a esa hora y ese día, y cosas por el estilo -respondió Dís.

– ¿Recuerdas tal vez el nombre de la sexóloga? -preguntó Þóra. Alguien más con quien posiblemente debería hablar.

Dís asintió.

– Sí, se llama Heiða. El patronímico no lo recuerdo, pero no puede haber muchas sexólogas con ese nombre trabajando en Reikiavik.

– ¿Alda habló contigo alguna vez sobre tatuajes? -preguntó Þóra mientras anotaba el nombre-. Le había dicho a su hermana que quería contarle una cosa, algo referente a un tatuaje, aunque en realidad se lo dijo de forma un tanto críptica.

– ¿Tatuajes? -preguntó Dís extrañada. Su rostro se iluminó-. Sí, sí, en efecto -dijo-. Hace poco vino por aquí un hombre joven que quería averiguar si era posible quitarse un tatuaje, y recuerdo que Alda se quedó muy impresionada. Habló mucho rato con él, le preguntó dónde se lo había hecho, y todo parecía indicar que andaba con la idea de tatuarse ella también. Pero cuando le pregunté, no hizo sino reírse. Luego volvió a hablar del asunto conmigo y con Kata, la secretaria, durante la hora del café, y estuvo dándole vueltas a la idea de si alguien se haría un tatuaje en recuerdo de una mala experiencia. Kata y yo no entendíamos adonde quería llegar -Dís extendió la mano para abrir un cajón de la mesa-. Ya que estás aquí, lo mismo conviene que te enseñe algunas otras cosas -dijo, sacando unos papeles grapados, y otros que no formaban parte del montón-. Encontré estos papeles y otras cosas en el escritorio de Alda después de su muerte. Uno de los papeles es precisamente una fotografía fotocopiada que me da toda la impresión de corresponder a un tatuaje -le dio a Þóra el papel en cuestión.

– ¿Love Sex? -leyó Þóra en la foto. La fotografía tenía grano grueso y se había desenfocado un poco al fotocopiarla, pero el tatuaje se distinguía perfectamente.

– No me preguntes -dijo Dís mirando el papel con incredulidad-. Éste no es el tatuaje que quería quitarse aquel chico. Era una letra china, si no recuerdo mal. No tengo ni la menor idea de a quién pertenece esto, ni por qué lo tenía Alda en su mesa. A lo mejor el de este tatuaje es el hombre del que también tenía una foto en su cajón. No le conozco. ¿Será por casualidad tu cliente?

Þóra cogió la foto, pero no reconoció al hombre joven que había en ella. Aunque tenía un gesto duro, era muy guapo.

– No, ni idea de quién pueda ser -devolvió la foto a Dís. Esta la cogió y a cambio le dio a Þóra los papeles grapados.

– Y luego está esto, que no sé si tendrá alguna importancia. Cuando lo encontré estaba segura de que Alda se había quitado la vida, y pensé que a lo mejor esto podría tener alguna relación con el motivo que la llevó a hacerlo -miró a Þóra-. Y es que resultaba un tanto extraño, porque Alda estuvo particularmente contenta los días inmediatamente anteriores a su muerte. Eso no encaja con un suicidio, y me empeñé en intentar comprender por qué lo hizo. Ahora que se sabe que es un crimen, este documento quizá carezca de toda importancia. Sería bueno que le echases un vistazo, porque yo no sé qué hacer con él.

– ¿Qué es? -preguntó Þóra, cogiendo los papeles.

– Es el informe de la autopsia de una anciana que murió hace seis meses -respondió Dís-. Nunca había oído mencionar su nombre, así que no me explico qué clase de relación puede tener esto con Alda. Pensé incluso que podría tratarse de una pariente próxima cuya muerte le hubiera resultado especialmente dolorosa.

Þóra miró la primera página y leyó el nombre de la difunta: «Valgerður Bjólfsdóttir». Había visto aquel nombre hacía poco. Pero ¿dónde?

– ¿Me podrías dar una fotocopia de todo esto?

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