Capítulo 24

Sábado, 21 de julio de 2007

Bella parecía bastante contenta, sentada en la entrada del hotel degustando a pequeños sorbos una bebida que podía ser una Pepsi o un cubalibre. Un dulce aroma a alcohol se hizo notar claramente cuando Þóra se sentó al lado de la secretaria y dijo:

– Sabes que no se pueden poner bebidas alcohólicas a cargo del bufete. Es difícil justificar la relación entre una copa y el funcionamiento de la empresa -añadió, al ver el gesto de Bella. Un calipso extrañamente relajante sonaba por el altavoz que había a su lado, y quizá fuera la música la responsable de que la secretaria estuviera tomándose una copa. Por su parte, Þóra no había tocado ni una piña colada.

– Tía, no seas así -dijo Bella tomando un trago con la misma sonrisa beatífica-. He visto las facturas de Bragi cuando va al interior por cuestiones de trabajo -Þóra tenía que reconocer que su socio no pasaba por un hotel sin sentarse a la barra, tuviese o no que alojarse allí-. ¿No quieres saber qué encontré en el archivo? -preguntó chupando con energía de la pajita-. Me abrieron. Evidentemente, el Leifur ese tiene a la ciudad en el bolsillo. Solo tuve que mencionar su nombre y las llaves aparecieron de la nada.

– Sí, a todo el mundo de por aquí le conviene mantener buenas relaciones con él -dijo Þóra-. Pero ¿qué encontraste? Es estupendo que a una de las dos le vaya bien, porque yo saqué muy poco de mi encuentro con los padres de Markús. Su padre está completamente ido y su madre es tan seca que la humedad relativa del aire del salón descendió a cero. Lo único que saqué de lo que me contaron fue no sé qué de un halcón y un niño, aparte de un dolor de cabeza por el perfume de la anciana. Tú no habrás encontrado en el archivo nada sobre un halcón, supongo.

– No -respondió Bella-. Por lo menos no vi nada de eso. Allí, en ese archivo, hay un millón de documentos. Una no sabe nunca lo que está buscando, y no pensé en pájaros.

Þóra suspiró y dijo:

– Vaya, seguramente serán simples desvaríos de un enfermo.

De pronto, Þóra se acordó de María, la esposa de Leifur, que de alguna forma se ocupaba de su suegro. Ella debía de haberle oído hablar de esas cosas sin que viniera a cuento. A lo mejor, en alguna ocasión había dicho algo importante sin que ella se diera cuenta cabal de su significado. Þóra decidió intentar verla antes de marcharse, e interrogarla a fondo. Podía ser que alguna vez le hubiera oído hablar de halcones o de ese pobre niño y que fuera posible saber más o menos si aquello tenía alguna relación con el caso. Notó que le aumentaba la jaqueca, y se llevó la mano a la frente.

– Pues mira -comenzó Bella, dejando la copa-. Descubrí que ese Daði y su mujer Valgerður fueron los que construyeron la casa, de modo que allí no vivió nadie antes que ellos -Bella pareció extrañarse al ver que Þóra no hacía ningún gesto. Así que prosiguió-: Y no tuvieron hijos mientras vivieron aquí -dijo, comprobando que sus palabras no ejercían efecto alguno sobre Þóra-. Pero después de la erupción tuvieron un hijo al que bautizaron Adolf.

– ¿Adolf? -balbuceó Þóra-. ¿Quién le pone Adolf a un hijo suyo?

Bella pareció más aliviada al comprobar que sus informaciones tenían interés.

– Ya, pues esos es lo que hicieron. El tal Adolf vive en Reikiavik y lo busqué en la Red y encontré un blog en el que advertían contra él: dicen que es un violador. Todo era de lo más incoherente y la mayor parte de las amenazas se las hacía la persona del blog, que decía ser amiga de su víctima. En otra entrada de unas semanas más tarde, la misma chica contaba que por fin la policía le había acusado.

Þóra empezó a darse un masaje en la frente con la esperanza de quitarse el dolor de cabeza.

– ¿Un caso de violación? -preguntó-. ¿Qué caso de violación?

– De eso no ponía nada, pero me hice una idea de cuándo debió de suceder más o menos mirando la fecha de la primera entrada. Fui al archivo de noticias del Morgunblaðið y encontré un breve que podría encajar con el caso -dijo Bella-. No era lo bastante importante como para gastar demasiado espacio en el asunto, pero de todos modos, al leer el artículo me fui acordando, porque el violador drogó a la chica con un anticonceptivo de urgencia para evitar un embarazo.

– ¿Eh? -exclamó Þóra como una tonta-. ¿Quieres decir una pastilla del día después? Yo no recuerdo nada de eso.

– No despertó mucho interés, a juzgar por el espacio que le dedicaba el periódico, y dudo de que ni siquiera lo hubiera mencionado a no ser por la previsión del violador. Pero algo debió de hablarse del asunto, porque yo me enteré. Y eso que no suelo leer periódicos.

Þóra hizo una señal a la camarera, que pasaba por delante, y pidió una piña colada. A la mierda el dolor de cabeza y a la mierda el contable.

– Dime una cosa -le pidió a Bella cuando la camarera trajo la bebida-. ¿Cómo fue?

– Según parece, el Adolf ese violó en su casa a la chica después de conocerla en un bar del centro -dijo Bella-. Ella estaba borracha pero pese a todo ofreció cierta resistencia, como se podía apreciar en su cuerpo cuando acudió a urgencias al día siguiente.

– ¿Al día siguiente? -exclamó Þóra, intentando apartar las dudas que de inmediato surgieron en su mente-. ¿Por qué no fue directamente al hospital, o a la policía?

– Dijeron que estaba tan deprimida que al principio ni siquiera quería denunciarle. Cuando le vino la regla sin que le tocara en esas fechas, fue al hospital y entonces se supo todo. Tenía la menstruación fuera de plazo que produce la pastilla del día después, y cuando los empleados del hospital la interrogaron, lo contó todo. No había tomado la pastilla por su cuenta, así que el violador debió de habérsela puesto en la bebida que le llevó.

– No me parece que eso se pudiera sostener ante un tribunal -dijo Þóra-. ¿Cómo va a demostrar que no se tomó la pastilla ella misma si reconoció que se había acostado con él?

– Porque la medicina fue encontrada en casa del hombre en el registro que hicieron -dijo Bella-. En cantidad considerable, de acuerdo con las noticias. ¿Para qué quiere un tío soltero unos anticonceptivos para mujeres?

– Comprendo -dijo Þóra-. E imagino que Alda tendría algo que ver en el caso -se dijo a sí misma en voz alta-. ¿Cuándo fue?

– La violación se produjo hace como dos meses -respondió Bella-. La noche del sábado al domingo, aunque la chica no acudió a urgencias hasta el lunes por la tarde.

Por entonces, Alda aún hacía guardias nocturnas y de fin de semana en el hospital, e incluso habría atendido a la víctima. ¿Tal vez reconoció en el nombre del asaltante a sus conocidos de Heimaey? Þóra no acababa de entender en qué podría ayudar aquello a Markús, a menos que Alda hubiera hablado con Valgerður y Daði y les hubiera contado su historia de la cabeza, y estos se la hubieran repetido a su hijo. Aquello era demasiado rebuscado, desde luego, pero resultaba difícil ser exigente cuando había tan poco de lo que echar mano.

– ¿Has logrado averiguar adónde se trasladaron Valgerður y Daði después de la erupción? -le preguntó a Bella.

– Se fueron a la región del noroeste -respondió Bella-. La señora del archivo me enseñó un resumen de los lugares donde vivían todos los habitantes de las Vestmann un año aproximadamente después de la erupción. Además, sabía algunas cosillas más, porque creía que unos parientes de Valgerður tenían allí una casa vacía y se la dejaron. También vi en el archivo que Daði trabajaba en un arrastrero que tenía su base en Hólmavík, y que ella se quedó en casa sin trabajar porque estaba embarazada.

Þóra sonrió a Bella y no le dijo que eso de quedarse en casa con la barriga no era estarse «sin trabajar»; pero dijo:

– Alda también se fue al noroeste con sus padres. A lo mejor allí se relacionó más íntimamente con Valgerður. Los refugiados de las Vestmann se agruparon cuanto pudieron durante ese tiempo. Eso podría explicar su interés por el fallecimiento de la mujer.

– En el artículo no decía nada del personal del departamento de urgencias -dijo Bella-. Lo único que ponía era que la chica a la que había violado se presentó allí.

– Tendría que ser posible averiguarlo -dijo Þóra-. Estoy pensando si eso podría tener alguna relación con el abandono del trabajo de Alda, que no hubiera podido ayudar a la víctima porque conocía al culpable.

– ¿Estás segura de que conocía al Adolf este? -preguntó Bella.

– No -respondió Þóra-. No tengo ni idea. Ni Leifur ni su madre pudieron decirme cómo se llamaba, lo que parece indicar que no debe de tener ninguna relación con la isla -Þóra suspiró, pensativa-. Tampoco sé si las normas éticas incluyen ese tipo de circunstancias. A lo mejor Alda lo descubrió por casualidad al ir a buscar algo a la farmacia del hospital, o algo por el estilo, aunque las otras enfermeras no lo hayan querido mencionar -dejó escapar un hondo suspiro-. Probablemente, el Adolf este no tiene nada que ver con el caso. Nació después de la erupción, de modo que los cuerpos del sótano no tienen nada que ver con él, y estoy convencida de que son ellos el eje de todo.

– También puede ser que no exista relación alguna entre los dos casos -dijo Bella-. Esas cosas pasan.

– No creo -dijo Þóra, aunque no tenía muchos argumentos para defender su teoría-. Lo peor es que dudo de que la familia de Markús me haya contado toda la verdad. Normalmente, pensaríamos que una madre pondría el interés de su hijo por delante del suyo propio y el del marido, sobre todo cuando se da la circunstancia de que el marido está ya en las últimas y su hijo Markús tiene todavía media vida por delante.

– Ni idea -dijo Bella tomando un sorbo de su copa-. Yo soy soltera y no tengo hijos, así que ni idea de qué es lo que preferiría defender.

De pronto apareció la camarera con la bebida de Þóra. No era la misma mujer que había tomado la comanda, esta parecía mayor y de gesto cansado. Llevaba una bandeja redonda con una bebida de aspecto lechoso en un vaso alto rematado por una sombrilla de colores y una cereza pintada de verde. Þóra le dio las gracias y le dijo el número de su habitación. La camarera estaba a punto de irse después de anotarlo, pero Þóra le preguntó:

– ¿Sabes de alguien que sea un muy buen conocedor de la erupción y de la vida de Heimaey en esa época? Alguien con quien pudiera charlar un ratito.

La mujer miró a Þóra.

– ¿No preferirías ir a ver un documental que hay sobre la erupción? Es de lo más popular -miró el reloj de la pared-. La próxima sesión empieza dentro de una hora.

– No, no se trata de eso -repuso Þóra-. Estoy buscando a alguna persona que pudiera responder unas cuantas preguntas sobre la vida de Heimaey en esa época -Þóra sonrió, con la esperanza de que la mujer no fuera a pedir más detalles, porque no los tenía.

La mujer se encogió de hombros.

– Naturalmente, aquí hay montones de gente que estarían encantados de hablar de la erupción. Aunque la mayoría prefieren contar su propia experiencia, pero me da la sensación de que lo que tú buscas es otra cosa -dijo mirando a Þóra, que asintió con un movimiento de cabeza-. Entonces creo que lo mejor es un tipo -prosiguió-. Se llama Paddi «Garfio» y sabe un montón. Cuentan que solo salió de la isla una vez en su vida, y fue la noche de la erupción. Por eso sabe más que nadie sobre la vida de por aquí. Además, le vuelve loco hablar, de modo que tendréis que andar con cuidado para que guarde la compostura. No siempre es del todo claro en sus respuestas, pero eso no es obstáculo ninguno para él.

– ¿Dónde podemos encontrar a ese hombre? -dijo Þóra, expectante.

– Tiene una barca que alquila a turistas. Sobre todo para pescar con caña -respondió la mujer-. Os aconsejo que le paguéis para dar un paseo en barca, porque de otro modo es posible que no se muestre muy dispuesto a hablar con vosotras. Está a la que salta, y nunca quiere dejar pasar un trabajo -les sonrió-. ¿Queréis que le llame y reserve un paseo?

Þóra dio las gracias a la mujer y le pidió que lo hiciera, para ella y su amiga. Que le daba igual si era una excursión para ver la costa o para pescar. Bebió un sorbo de su bebida. Se permitió paladear por un momento el sabor del coco antes de continuar:

– Bueno, por una vez podemos darnos el gusto de salir a pescar.


Leifur estaba con su padre en el dormitorio que la familia le acondicionó en el piso bajo de la casa cuando Klara renunció a seguir con su esposo en el dormitorio de matrimonio. Magnús no hacía más que despertarla y preguntarle enfadado quién era, qué hora era o sencillamente quién era él mismo. Cuando a eso se sumaron por las noches la furia y la violencia, la mujer decidió que ya era suficiente. Había dos posibilidades, o llevarlo a una residencia o tomar las medidas necesarias para que pudiera seguir en casa sin que ella tuviera que pasarse despierta día y noche. Leifur estaba sentado al lado de la cama mirando las estanterías de libros, que eran lo único que quedaba del mobiliario original de la llamada «habitación del cabeza de familia». El resto había ido a parar al sótano, desde donde los muebles acabarían en manos de desconocidos después de la muerte de sus padres. O al vertedero. María y él carecían de espacio para aquellas cosas, y sus hijos no tenían ningún interés en unos muebles usados, aunque hubieran pertenecido a la familia. Nada importaba que fueran de mejor calidad que los muebles que estaban de moda, por mucho que ahora fueran infinitamente más caros. Seguramente, su hijo había cambiado más veces de sofá desde que se marchó de casa ocho años atrás que él y su mujer en todo el tiempo que llevaban juntos. María, su mujer, llevaba un tiempo insistiendo en que derribaran la casa, se desprendieran de todos los trastos, o los vendieran, y construyeran una nueva. Había conseguido ir aplazando la idea, pero sabía que dentro de no mucho tiempo se vería en la tesitura de ceder o de correr el riesgo de perder a su mujer. Algo había cambiado en ella, pues seguía pidiendo lo mismo pero con menos convicción. Eso le llenaba de aprensión, porque sabía que la rendición era con frecuencia precursora de medidas más radicales. A lo mejor se trataba del primer paso de su mujer hacia la libertad que tanto ansiaba y que, para ella, no podía existir en otro sitio que en Reikiavik, libertad para ir de comprar y para pasear de cafetería en cafetería, libertad para dar envidia a sus amigas por la opulencia en la que pensaba vivir. Si se separaba de Leifur tendría de sobra, indudablemente, para permitirse todo lo que le pudiera apetecer. Los contratos matrimoniales no eran habituales cuando se casaron, pero aunque hubieran sido cosa corriente, Leifur no habría insistido en que su novia firmara nada semejante.

Leifur apartó la vista de la anticuada librería, pero no pudo dejar de darse cuenta de que ya estaba un poco inclinada. No era lo único que daba muestras de que la alegría del hogar ya había empezado a declinar. Leifur miró a su padre, que estaba adormilado; de su semblante había desaparecido todo lo que en otro tiempo lo caracterizaba. Estaba pálido, y sus fuertes mandíbulas escuálidas, sus labios y su boca parecía anormalmente grandes. Manchas en la piel y los labios. Por una comisura de la boca se le descolgaba la saliva, y Leifur apartó la mirada. Para eso todos los trastornos, a fin de que su padre pudiera seguir viviendo en casa todo el tiempo que fuera posible. Leifur no podía ni imaginarse que el anciano viviera con otras personas que le hubieran conocido desde hace muchos años, desde antes de convertirse en uno de los pilares de la sociedad local, una gente que fuera a tratarle ahora como a un niño pequeño. Un niño pequeño sin el encanto que los hace tan encantadores y que lleva a la gente a tratarlos con una sonrisa en los labios y a limpiarles la saliva y los mocos sin la menor repugnancia. María, su mujer, había intentado convencerle de que si se iban a vivir a Reikiavik sería mucho más fácil tener a su padre en algún centro donde nadie le conociera. Leifur había respondido que jamás conseguirían plaza en una residencia de la tercera edad de Reikiavik, pues las listas de espera eran enormes. Los pondrían en el último lugar de la lista, por muy difícil que fuera su situación. Por eso era mucho mejor organizarlo así, estarían mucho mejor que si se marchaban a Reikiavik. Ciertamente, algo sí que cambiaría: allí María tendría más cosas que hacer y menos tiempo para su suegro. Era una gran carga para María. Era quien más se ocupaba del anciano y aunque pudiera parecer increíble, lo hacía sin quejarse y sin estar siempre pendiente de que madre e hijo se lo estuvieran agradeciendo constantemente. Naturalmente, se tenía bien merecidos unos muebles nuevos, y su marido no pondría la menor objeción la próxima vez que María hablara de lo ridículo que era todo el mobiliario de su casa. Menuda sorpresa se llevará. A lo mejor, Leifur añadía al lote, encima, comprar un apartamento en uno de los nuevos bloques de pisos de Skúlagata, así podría ir cuando quisiera a Reikiavik a visitar a su hijo y de paso librarse por una temporadita de todos los líos de Heimaey. Y seguramente ya era hora de buscar una mujer que ayudara en casa de sus padres; lo mejor sería encontrar una enfermera o una cuidadora, aunque fuera extranjera. No es que tuviera que mantener largas conversaciones con su padre. De eso se encargaría la madre de Leifur. La mujer podría dormir en la habitación del padre, y ya no tendrían que seguir encerrándole con llave por las noches. A Leifur había empezado a preocuparle que pasara cualquier cosa mientras ellos dormían, aunque no sabía qué era lo que podría pasar. Allí dentro no había nada con lo que pudiera hacerse daño, a menos que se esforzara por conseguirlo; lo cierto es que el comportamiento de su padre se había vuelto bastante impredecible. Lo último que hizo fue darle un empujón al televisor, que cayó de la mesa y acabó hecho pedazos. Cuando Leifur intentó que explicara por qué lo había hecho, se limitó a mirarlo como un tonto y a sacudir la cabeza, como un chiquillo que niega haber tocado el montón de pedazos rotos del suelo. No hacía muchos años desde que llegó a casa con el televisor e invitó a comer a Leifur y María para presumir de sus dimensiones, pues no era nada habitual que los padres de Leifur gastaran el dinero en objetos inútiles. Leifur todavía recordada lo orgulloso que estaba su padre, cómo le gustaban los colores de la inmensa pantalla.

Su padre murmuró algo y Leifur dirigió su atención a él. El anciano abrió los ojos y sonrió. La sonrisa era débil y el labio inferior estaba tan seco que se le abrió una grieta y brotó una gota de sangre. Corrió lenta y se detuvo antes de poder salir del todo de los labios azulados. Era como si la corriente sanguínea de su cuerpo estuviera tan desordenada como su cabeza. La sonrisa desapareció tan repentinamente como había aparecido, y Leifur pensó que sería por el dolor que debía de ocasionarle la grieta del labio. Pero no era así. Miró a Leifur a los ojos, con una claridad desacostumbrada, y mantuvo el contacto visual, algo que rara vez sucedía en los últimos tiempos.

– Le estamos haciendo un flaco favor -le dijo a Leifur, agarrando con fuerza el brazo de su hijo.

Leifur notó el tacto de sus dedos huesudos y si hubiera cerrado los ojos habría podido imaginar que le tenía agarrado un esqueleto.

– ¿A quién, papá? -preguntó Leifur con calma-. ¿No estarías soñando?

– A Alda -respondió el anciano-. Tú me perdonas, ¿verdad?

– ¿Yo? -preguntó Leifur extrañado-. Claro que te perdono, papá.

– Bien, Markús -respondió el anciano-. Sé cuánto te gusta esa chica -volvió a entornar los ojos-. No llegues tarde al colegio, amiguito -dijo entonces, soltando a Leifur-. No llegues tarde.

Hacía tiempo que Leifur había dejado de sentirse dolido cuando su padre no le reconocía, aunque recordaba el dolor que sintió la primera vez. En aquel momento, su padre estaba diciéndole a su secretaria que iba a tomarse una semana de vacaciones y que Leifur le sustituiría, pero cuando llegó el momento de decir su nombre, se quedó con la boca abierta mirando fijamente a Leifur, tan extrañado de no recordarlo como su hijo.

– No llegaré tarde -dijo Leifur, disponiéndose a ponerse en pie. Su padre estaba durmiéndose y se sentiría muy incómodo si seguía mucho más tiempo a su lado sin hacer nada.

– ¿Crees que el halcón estará bien? -dijo una débil voz cuando Leifur abrió la puerta con todo el cuidado que pudo para que no crujieran los goznes.

– Sí, papá -le susurró Leifur-. El halcón estará perfectamente. No te preocupes -cerró la puerta a su espalda, extrañado.

No sabía que su padre hubiera tenido especial interés por las aves, aparte del frailecillo, que en tiempos fue su plato favorito. Ahora había que darle de comer casi a la fuerza, y de momento no le daban nunca frailecillo, sino solamente lo que se podía meter fácilmente en la boca con una cuchara y que no corría el peligro de que se le quedara atravesado en la garganta. Pero Leifur jamás había oído a su padre hablar de halcones. Naturalmente que podía ser una tontería como otra cualquiera, recuerdos incoherentes, incluso fragmentos de algún programa de televisión que aún siguiera vivo en su polvoriento cerebro. Fuera lo que fuese de aquella ave, era muy penoso que su padre no hubiera olvidado las cosas desagradables de su vida y recordara solamente lo positivo. Y desde luego, no era razonable que recordara a Alda.

Nada razonable.

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