Capítulo 29

Sábado, 21 de julio de 2007

Reinaba un silencio total en la zona de excavación, solamente se oía el crujido de los zapatos de Þóra y Bella al caminar sobre el lapilli de la acera. Era como si fueran por un profundo valle; no se veía nada del mundo circundante excepto el cielo luminoso y restos de una calle que había desaparecido de la superficie de la tierra treinta años antes. Þóra no podía evitar la desagradable sensación de que las estaban observando desde las ventanas destrozadas de las casas deshabitadas frente a las que pasaban. Naturalmente, sabía que allí no había ni un ser viviente con excepción de ella y su secretaria, Bella, pero a pesar de todo la asaltaba el malestar. Se le puso la carne de gallina cuando una suave corriente de aire pasó junto a una plancha de latón suelta que yacía en el suelo delante de la retorcida puerta exterior de una casa pequeña. La casa parecía haber sido de color amarillo en otros tiempos, pero la catástrofe que la había asolado le había dado un vago tono grisáceo. Aquella cabaña desmoronada parecía tan triste y abandonada que Þóra no pudo evitar detenerse. Era fácil imaginarse a una mujer de mediana edad, cubierta de polvo, delante de la ventana, en bata, esperando a que la vida retomara el hilo que había desaparecido el mes de enero de 1973. Þóra apartó de su mente aquella imagen. No estaba acostumbrada a dejar que la imaginación se le desbocara. Sin duda, el motivo que las había llevado a aquella zona le despertaba la mala conciencia. En el mejor de los casos, era poco honrado. El opresivo silencio también tenía su parte de culpa. Þóra no estaba nada acostumbrada a tanto silencio. Más aún, incluso en el tranquilo barrio de las afueras en el que vivía, siempre se podían oír ruidos, y hasta por las noches se dejaba oír el estrépito del tráfico por las calles vecinas. En cambio, aquí no se escuchaba absolutamente nada, aunque las zonas habitadas estaban solo un poco más allá y la ciudad aún no se había ido a dormir. Ceniza y lapilli absorbían seguramente todos los ruidos, también los crujidos que producían sus zapatos. Era como mirar la televisión con el sonido apagado. Þóra y Bella callaban mientras se dirigían a la casa de Markús. Su conversación se había ido apagando en cuanto penetraron en el sendero y se toparon con aquel silencio. Más todavía, Þóra pasó un brazo sobre los hombros de Bella y señaló con la mano cuando se detuvieron ante la casa natal de Markús, en lugar de decirle que ya habían llegado. Se dio cuenta de que era una tontería e intentó arreglarlo rompiendo el silencio:

– Es aquí -susurró, aunque era obvio que era precisamente allí adonde iban.

Bella se quedó mirando la casa en silencio.

– Ven -dijo Þóra, ahora con voz más fuerte. Pasó por encima de la cinta que habían puesto para evitar la entrada, y Bella la siguió-. Será solo un momentito -dijo Þóra, más para animarse a sí misma que a la secretaria. ¿Y si aparecían por allí los arqueólogos o si habían instalado cámaras de vigilancia para evitar que personas no autorizadas pasaran por la zona? Imposible, Þóra no conseguía inventar ninguna excusa para justificar su presencia allí. Al menos lo hacían por otra persona, aunque el sentido común le decía a Þóra que esa justificación era absurda. Seguramente, el anciano se quedaría con los ojos clavados en aquellos objetos exactamente igual que en cualquier otra cosa que le pusieran delante. Si es que conseguían encontrar lo que andaban buscando.

Llegaron a la puerta y se detuvieron un rato sin decir nada, comprobando si las linternas funcionaban igual de bien que cuando se pusieron en camino quince minutos antes.

Bella apagó y encendió su linterna por tercera vez.

– ¿Estás segura de que no corremos ningún peligro? -preguntó mirando la puerta. La madera de roble estaba llena de profundas grietas y parecía debilitada por los efectos del peso y el calor. Las ventanas, altas y anchas, a ambos lados de la entrada, estaban protegidas con placas de latón ondulado, restos de los intentos de Magnús, el padre de Markús, por proteger la casa familiar-. Esto no me gusta ni un pelo, y no entiendo por qué tengo que entrar yo también. No haré más que estar ahí como un pasmarote, igual que la otra vez. Esta casa se está hundiendo -Bella hablaba con voz suplicante, y empujó suavemente una de las planchas de latón para dar más fuerza a sus objeciones. Como sospechaba, la plancha cayó al suelo con un golpe apagado, y Bella tuvo que echarse hacia atrás para que no se le viniera encima-. Mira -dijo con gesto triunfante.

– Venga, no seas así-dijo Þóra-. Esa plancha la pusieron como medida de protección para evitar que la ceniza entrara en la casa. La casa en sí es segura y no pasa nada -Þóra no tenía ni el menor deseo de entrar allí, y por eso quería tener a Bella a su lado para mayor tranquilidad. Sencillamente, no se atrevía a bajar sola al oscuro sótano y necesitaba a alguien cerca para hablar y aparentar serenidad-. Vamos rápido, te resultará divertido cuando estés dentro -Þóra empujó la puerta de la calle con un pie y esta se abrió con un profundo crujido. Al abrirse se levantó un remolino de ceniza y hollín, que se agitó en el chorro de luz de la linterna de Þóra.

– Tiene que ser peligrosísimo respirar eso -dijo Bella.

– ¿Desde cuándo te preocupa eso? -preguntó Þóra -. Si esperas fuera te fumarás uno o dos cigarrillos, de manera que acompañarme será una bendición para tus pulmones -Þóra avanzó unos pasos por el interior de la casa. Se volvió y miró a Bella a través del aire sucio. Era como si estuviera en una de aquellas antiguas parrillas de carbón y la hubiera cerrado-. Venga -dijo moviendo las manos en dirección de Bella.

La secretaria se puso a toser como una loca, pero al final cedió. Encendió su linterna y fue hacia Þóra. Se cubrió la nariz y la boca con la mano libre y murmuró algo incomprensible por encima de la manga. Envió a Þóra una mirada que no estaba cargada ni de cariño ni de admiración. Þóra intentó sonreír pero no le salió muy bien porque no quería abrir la boca. Así que se puso en marcha con cautela, en dirección a la puerta del sótano. Se alegró al oír que Bella la seguía de cerca. La única luz procedía de sus linternas, pues todas las ventanas seguían perfectamente protegidas. Se fueron abriendo paso por el suelo sucio, aunque no había muchas cosas con las que pudieran tropezar y hacerse daño. Parecía que las pocas cosas que quedaban en la casa cuando la ocupó la policía estaban todas apiladas a un lado. Þóra intentó no pensar por qué habían tenido que dejar aquel espacio libre, pero era evidente. De una u otra forma habían tenido que sacar aquellos tres cadáveres. También intentó dejar de pensar en el casco que el arqueólogo le exigió que se pusiera al entrar por primera vez en la casa. Pese a todo, Þóra aceleró el paso.

– ¿Es esa la puerta del sótano? -preguntó Bella cuando Þóra se detuvo-. ¿No será mejor que yo espere aquí? -Bella miró a su alrededor y tosió. El aire no se había aclarado en absoluto, y Þóra sabía que iría empeorando según bajaran, aunque no se atrevió a decírselo a Bella por miedo a que fuera la gota que colmara el vaso y desapareciera sin decir esta boca es mía-. Estaré atenta por si tengo que hacer algo aquí arriba. Por ejemplo, ir a pedir ayuda si esta planta se hunde encima del sótano.

– Venga, mujer -dijo Þóra, que se reprimió cuando ya estaba a punto de comentar que era más probable que el suelo se hundiera si tenía encima a Bella. -Abrió la puerta y dirigió la luz hacia abajo-. Tú vienes conmigo -se acercó al principio de la escalera y empezó a descender con muchísimo cuidado por los escalones de madera. Þóra recorrió con la linterna todo el sótano para comprobar el estado en que había quedado, y pudo ver que la policía se había llevado otras cosas además de los cadáveres. Lo que antes cubría el suelo y las estanterías había desaparecido. Þóra dejó escapar un profundo suspiro.

– ¿Qué? -preguntó Bella, que por fortuna había seguido a Þóra hasta abajo-. ¿Pasa algo? -Bella imitó a Þóra y paseó el haz de luz por el sótano.

– Se lo han llevado todo -dijo Þóra-. Maldita sea.

– ¿No es lo lógico? -preguntó Bella-. A lo mejor, el cuerpo al que pertenecía la cabeza lo habían cortado en pedacitos y estaba repartido por todas partes, y la policía quería asegurarse de disponer de todas las pruebas.

– Lo dudo mucho -dijo Þóra molesta, y se adentró más en el sótano-. Se han llevado los objetos porque esta escena era de todo menos corriente. Aquí no había entrado nadie durante treinta y cuatro años, de modo que no había forma de saber lo que era propiedad de la familia y lo que podía haber pertenecido a los posibles asesinos -inspeccionó una vez rnás el espacio a su alrededor-. Se lo tuvieron que llevar todo para poder examinarlo en condiciones aceptables.

– ¿Hemos terminado entonces? -preguntó Bella, que esperaba una respuesta positiva-. Has dicho que sería solo un momento.

– Pues no, en absoluto -dijo Þóra-. Creo que aquí, en algún sitio, hay un trastero, y probablemente la policía no lo habrá vaciado -Þóra fue iluminando las paredes una tras otra-. Sobre todo si está cerrado -fue hacia dos puertas, una al lado de otra, que había en un rincón-. Si se hubieran querido llevar todo lo que había en la casa, no habría quedado nada en el piso de arriba. Ahí podría haber algo importante.

– Yo no abro esas puertas -dijo Bella, tosiendo otra vez. El polvo era ahora más espeso y cada aspiración iba acompañada de un desagradable sabor que recordaba a un libro polvoriento-. El tronco no lo han encontrado aún -a pesar de todo, Bella siguió a Þóra y se puso a su lado.

– Por supuesto, la policía ya ha mirado ahí dentro -dijo Þóra-. Es completamente imposible que el tronco esté en esta casa, y menos aún en el sótano -sin embargo, Þóra notó que se le encogía el estómago. Cogió el picaporte de una de las puertas y la abrió con los ojos cerrados. Estaba justo delante de Bella y sabía que la secretaria no podía verle la cara. Esperó dos segundos y, como Bella no había soltado ningún grito, supo que no había peligro en abrir los ojos-. ¡Qué horribles son los trasteros! -exclamó Þóra al ver neumáticos desinflados, estufas, herramientas y piezas de repuesto de aparatos cuya función desconocía por completo-. Evidentemente, la policía lo ha revuelto todo -dijo señalando un anillo blanco en el suelo, debajo de los neumáticos.

– ¿Crees que estarán aquí? -preguntó Bella, metiendo la cabeza por la abertura-. Los libros y demás.

– No -respondió Þóra al tiempo que negaba con la cabeza-. Es poco probable. Este trastero solamente se usaba para objetos que encajarían mejor en un garaje que en un sótano. Es difícil que a alguien se le ocurriera guardar unos libros antiguos entre tornillos -iluminó con la linterna hasta cerciorarse de que allí no había estanterías ni cajas donde pudieran estar las cosas que buscaban-. Probemos con la otra puerta -dijo mientras cerraba. No tenía muy claro si prefería que allí hubiera cajas y otras cosas donde guardar trastos o que no hubiera nada, con lo que tendrían que salir del sótano. Abrió la segunda puerta igual que había hecho con la primera. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no podrían salir de allí en un buen rato. Era un trastero de buen tamaño, con estanterías en todas las paredes, y cada uno de los estantes estaba lleno de cajas y trastos de esos que no suelen hacer falta todos los días pero que son demasiado importantes como para tirarlos a la basura.

– Jopelines -dijo Bella-. ¿Piensas mirar todo eso? -entró en el trastero detrás de Þóra, señalando fugazmente una de las estanterías-. Seguramente, la policía habrá estado mirando todo, de modo que ahí no puede haber nada interesante.

Þóra abrió la primera caja.

– Esto irá muy rápido -dijo pensando en otra cosa mientras iluminaba con la linterna el interior de la caja-. Estamos buscando libros, una brújula y monedas. Moneda fraccionaria, creo.

Bella suspiró y se dirigió a la estantería más alejada de Þóra.

– Tú sabrás -dijo cogiendo un viejo gorro de niño-. Parece que aquí metían de todo -continuó, y se agachó a recoger una paleta para pescado toda doblada-. ¡Cómo es la gente! -exclamó-. ¿Por qué no se tiran estos trastos inútiles?

– Eran otros tiempos, cuando guardaron aquí estas cosas -dijo Þóra, y siguió mirando la caja que tenía delante. Sin querer, pensó en el contenido de su propio trastero. Confió en que su casa no quedara nunca cubierta de cenizas, para que no pudieran ir otros más tarde a rebuscar entre sus cosas y no se asombraran de la misma manera-. La gente aprovechaba las cosas mucho más, y casi todo era más caro que ahora.

– No creo que el pelo fuera más caro que ahora -dijo Bella-. No, no.

Þóra no pudo entretenerse mucho mirando lo que había encontrado Bella, pues le pareció que algo brillaba, y podía tratarse de monedas en el fondo de la caja.

– La gente guarda mechones de pelo de sus hijos. Es de lo más habitual, aunque no acabo de entender para qué -dijo, metiendo el brazo hasta el fondo de la caja. Sacó dos cucharillas de té que volvió a dejar caer cuando vio lo que eran. Cerró la caja y pasó a la siguiente.

– Esto no es de un niño pequeño, te lo aseguro -dijo Bella-. Totalmente imposible.

– Mi madre tiene pelo de mi abuela -dijo Þóra, ajustando la linterna-. No sería capaz de tirarlo, y estoy segura de que se hará enterrar con él -dijo Þóra, contenta de haber llevado a Bella. Si estuviera ella sola allí abajo, no podría aguantar mucho más. Aunque el tema de conversación no fuera nada especial, le permitía olvidarse del aire viciado y del peligro de que la casa se les viniera encima.

Þóra iluminó con su linterna lo que había en lo más alto de la otra caja. Había allí una labor de encaje bastante grande, metida en una bolsa de plástico que en tiempos fue transparente pero que había empezado a amarillear. Þóra la sacó y vio que era un faldón de cristianar. Lo puso a un lado y siguió rebuscando entre ropas de niño de toda clase que parecían estar hechas en casa, la mayoría al menos: labores de punto o de ganchillo. En la parte inferior de la caja había dos libros con el título en letras doradas: Los primeros años del niño. También a Þóra le habían regalado un libro de esos cuando nació su hijo Gylfi, y llegó a escribir en él datos de los tres primeros meses de vida de su primogénito. Luego guardó los libros y no volvió a utilizarlos. Había otros objetos, como platos para niños y cubiertos de plata y peltre.

– Lo de aquí son todo cosas de niños -le dijo a Bella-. ¿Has encontrado tú algo, además de mechones de pelo?

– Bañadores viejos -dijo Bella-. Me parece que están mohosos. Tienen un olor desagradable.

Þóra iba a sacar las últimas cosas de la caja y a recordarle a Bella que la ropa no se enmohecía, cuando se dio cuenta de que el biberón pesaba mucho más de lo normal. Lo iluminó con su linterna y vio que había algo dentro.

– ¿Qué es esto? -se preguntó a sí misma, y desenroscó la tapa.

– ¿El qué? -preguntó Bella, apartando la mirada de los bañadores.

Del biberón cayó con un ruido sordo una maza para salmones.

– ¿Quién guarda una maza en un biberón?

– ¿Qué manchas son esas que tiene? -preguntó Bella, que se había aproximado a Þóra. La luz se multiplicó al iluminar las dos linternas. La observación era exacta, el mazo de color cobre estaba cubierto de manchas negras.

– Preferiría que no fuera sangre -dijo Þóra, pensativa. ¿Sería esta el arma que los hombres del sótano tuvieron la desgracia de conocer? Bella se acercó más a ella para ver de qué se trataba. Soltó un grito cuando el teléfono móvil sonó con un ruido penetrante en medio del opresivo silencio del lugar. Þóra no se vio tan afectada, aunque tuvo que reprimir un grito que casi se le escapó. Buscó el teléfono tanteando con la mano y respondió-: Soy Þóra -intentó parecer tranquila. Esperaba que no fuera alguien de las islas para preguntar dónde estaba. No lo era.

– Hola, soy Dís, la de la clínica -dijeron al otro extremo-. Tengo un problemilla relacionado con tu investigación y con Alda.

– ¿Y? -dijo Þóra extrañada, pero también contenta de no tener que inventar una historia para explicar dónde estaba.

– Esperaba que tú pudieras ayudarme. Necesito un abogado.

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