OLIVIA

Chris ha vuelto. Ha traído comida preparada, como ya me imaginaba, pero no es un tandoori. Es tailandesa, de un lugar llamado Bangkok Hideaway. Sostiene la bolsa bajo mi nariz.

– Mmmm -dice-, huele, Livie. Aún no la habíamos probado, ¿verdad? Cocinan los fideos con cacahuetes y brotes de soja.

Baja, atraviesa su cuarto de trabajo y entra en la cocina, donde le oigo mover platos. También canta. Le encanta el country & western norteamericano, y en este momento ataca «Crazy», pero no tan bien como Patsy Cline. Le gusta el fragmento que habla de probar y llorar. Alza la voz en esos versos, y siempre descompone «crazy» en tres sílabas, cr-RAY-tsi. Estoy tan acostumbrada a la forma en que la canta Chris que cuando pone a Patsy Cline en el estéreo no consigo oírla a ella en lugar de a él.

Desde donde estoy vi a Chris viniendo con los perros por Blomfield Road. Ya no corrían y, a juzgar por la forma de andar de Chris, adiviné que sujetaba las correas de los perros, una bolsa y algo más, acunado en su brazo. Los perros parecían interesados en esa otra cosa. Beans intentaba saltar para echar un vistazo. Toast se esforzaba en empujar el brazo de Chris, quizá con la esperanza de que cayera aquella cosa. No fue así, y cuando subieron a bordo (primero los perros, arrastrando las correas), vi al conejo. Temblaba tanto que parecía una mancha gris y parda, con las orejas colgando y los ojos como chocolate bajo cristal. Paseé la mirada entre él y Chris.

– El parque -dijo-. Beans le ahuyentó de debajo de una hortensia. La gente me pone enferma a veces.

Sabía a qué se refería. Alguien se había cansado del problema que representaba un animal doméstico y había decidido que sería mucho más feliz en libertad. Daba igual que no hubiera nacido salvaje. Se acostumbraría y le encantaría, si un perro o un gato no le atacaban antes.

– Es un encanto -dije-. ¿Cómo le llamaremos?

– Félix.

– ¿No es nombre de gato?

– En latín significa feliz. Y espero que lo sea, ahora que lo hemos sacado del parque.

Bajó.

Chris ha subido a cubierta con los perros. Lleva sus cuencos, y va a darles de comer. Suele darles de comer abajo, pero sé que quiere hacerme compañía. Deja los cuencos cerca de mi silla de lona y contempla a los perros mientras dan cuenta de su cena. Se estira, arquea los brazos hacia arriba. El sol del atardecer provoca la sensación de que tiene la cabeza cubierta de plumón color orín. Dirige la mirada hacia Browning's Island. Sonríe.

– ¿Qué? -digo, en referencia a su sonrisa.

– Me gustan los sauces cuando han sacado hoja. Fíjate en cómo la brisa agita las ramas. Parecen bailarines. Me recuerdan a Yeats.

– ¿Y eso te hace sonreír? ¿Yeats te hace sonreír?

– ¿Cómo es posible diferenciar al bailarín del baile?

– ¿Qué?

– Eso dice Yeats. «¿Cómo podemos diferenciar al bailarín del baile?» Muy apropiado, ¿no te parece? -Se agacha junto a mi silla. Observa las páginas que he llenado. Recoge mi lata llena de lápices infantiles y examina los que ya he gastado-. ¿Quieres que te los afile?

Es su forma de preguntar cómo va y si tengo ganas de continuar.

Mi forma de responder positivamente a ambas preguntas es:

– ¿Dónde has dejado a Félix

– De momento, sobre la mesa de la cocina. Está merendando. Quizá debería bajar a echarle un vistazo. ¿Quieres acompañarme?

– Aún no.

Asiente. Se incorpora, y cuando lo hace, mi bote de lápices tintinea.

– Quedaos aquí, Beans, Toast -dice a los perros-. ¿Me habéis oído? Nada de ladridos. Vigilad a Livie.

Menean la cola. Chris baja. Oigo el zumbido del afilador de lápices. «Vigilad a Livie.» Como si fuera a escaparme.

Nos hemos acostumbrado a esta forma taquigráfica de hablar, Chris y yo. Es cómodo expresar las opiniones sin necesidad de tocar el tema. El único problema es que, a veces, no encuentro todas las palabras que quiero, y el mensaje resulta confuso. Por ejemplo, aún no he encontrado la manera de decirle a Chris que le quiero. La situación no cambiaría si se lo dijera. Chris no me quiere, tal como se suele entender, y nunca me ha querido. Tampoco me desea. Nunca me ha deseado. Yo le acusaba de maricón. Sarasa, loca, mariposón, le decía. Se inclinaba hacia delante en su silla, con los codos apoyados sobre las rodillas y las manos enlazadas bajo la barbilla, y decía con suma seriedad:

– Fíjate en las palabras que escoges. Piensa en lo que significan. ¿No te das cuenta de que tu estrecha visión habla de una enfermedad mayor? Lo más fascinante es que tú no tienes la culpa. La culpa es de la sociedad. ¿Dónde se forman nuestras actitudes, sino en la sociedad en que nos movemos?

Yo me quedaba boquiabierta. Me daban ganas de rebatirle, pero es imposible luchar con un hombre desarmado.

Chris vuelve con mi bote de lápices. También trae una taza de té.

– Félix ha empezado a devorar el listín telefónico -dice.

– Menos mal que no he de llamar a nadie -contesto.

Me toca la mejilla.

– Te vas a enfriar. Iré a buscar una manta.

– No hace falta. Bajaré dentro de un rato.

– Pero hasta entonces…

Y se marcha. Traerá la manta. Me envolverá con ella. Me apretará el hombro, o tal vez me dará un beso en la cabeza. Indicará a los perros que se tiendan uno a-cada lado de mi silla. Después, preparará la cena. Y cuando esté preparada, vendrá a buscarme. Dirá, «¿Me permite mademoiselle que la escolte hasta su mesa…?», porque «escoltar» es otra palabra que forma parte de nuestra taquigrafía.

A medida que el sol se aleja, la luz se atenúa y veo reflejos en el agua del canal de las lámparas encendidas en otras barcazas. Proyectan haces rectangulares del color de uvas pasas, sobre los cuales resbalan sombras en ocasiones.

Reina el silencio. Siempre lo he considerado extraño, porque lo normal sería oír los ruidos procedentes de Warwick Avenue, Harrow Road o de ambos puentes, pero por algún motivo no se perciben si estás debajo de las carreteras. Se desvían en otra dirección. Chris sabría explicármelo. He de recordar preguntárselo. Si considera rara la pregunta, no lo dice. Compone una expresión pensativa, acaricia con un dedo el mechón de pelo que se riza detrás de su oreja y dice: «Depende de las ondas sonoras, los edificios circundantes y el efecto de los árboles», y si parezco interesada, saca papel y lápiz (o me coge los míos), y dice: «Te demostraré lo que quiero decir», y empieza a bosquejar. Antes, pensaba que inventaba todas esas explicaciones. ¿Quién es, a fin de cuentas? Un tipo flacucho, con las mejillas picadas de viruela, que dejó la universidad para «dar el cambio auténtico, Livie. Solo hay una forma de hacerlo, y es independiente de estar integrado en la estructura o infraestructura que mantiene viva a la bestia». Yo pensaba que alguien capaz de mezclar las metáforas de esa manera, como sin darse cuenta, carecía de educación suficiente para saber nada, y de capacidad para participar en algún cambio social importante en el futuro. Le decía, con expresión de supremo aburrimiento: «Creo que quieres decir "mantener sanos los cimientos del edificio"», en un esfuerzo por ponerle en un aprieto, pero la que hablaba, dejando aparte una necesidad evidente de menospreciar, era la hija de mi madre. Mi madre, la profesora de inglés, la iluminadora de mentes.

Ese es el papel que jugó Miriam Whitelaw en la vida de Kenneth Fleming, al principio, pero supongo que ya lo sabréis, porque forma parte de la leyenda de Ken-neth Fleming.

Kenneth y yo somos de la misma edad, aunque yo parezco unos años mayor, pero solo nos llevamos una semana, un dato, entre otros muchos, que descubrí en casa a la hora de cenar, entre la sopa y el pudín. Oí hablar por primera vez de él cuando teníamos quince años. Era un alumno de la clase de inglés de mamá en la Isla de los Perros. En aquellos tiempos, vivía en Cubitt Town con sus padres, y solo demostraba sus supuestas facultades atléticas en los campos, húmedos a causa de la proximidad del río, de Millwall Park. Ignoro si la clase tenía un equipo de criquet. Es probable, y puede que Kenneth jugara en el primer equipo, pero si lo hizo, pertenecía a la parte de su leyenda que yo jamás supe. Y la fui averiguando de pe a pa, noche tras noche, hubiera rosbif, pollo, platija o cerdo.

Yo nunca he sido maestra, y no sé lo que es tener a un alumno estrella. Como siempre carecí de la disciplina o el interés necesarios para dedicarme a los estudios, ignoro lo que es ser un alumno estrella o encontrar un mentor entre los docentes que haraganeaban sin cesar al fondo de la clase. No obstante, eso fueron Kenneth Fleming y mi madre el uno para el otro desde el principio.

Creo que él era lo que mi madre siempre había deseado encontrar, cultivar y alentar a huir del lecho húmedo del río y la deprimente comunidad que constituían la vida en la Isla de los Perros. Era el objetivo al que su vida apuntaba. Era la posibilidad personificada.

Una semana del trimestre de otoño, empezó a hablar de «este joven inteligente que tengo en clase», su forma de presentarlo a papá y a mí como tema habitual de las cenas. Era de palabra fácil, nos dijo. Era divertido. Era de una modestia encantadora. Era desenvuelto con los de su edad y con los adultos. En clase, demostraba una perspicacia asombrosa cuando analizaba los temas, motivaciones y personajes de Dickens, Austen, Shakespeare o Brontë. Leía a Sartre y Beckett en sus ratos libres. A la hora de comer, discutía los méritos de Pinter. Y escribía («Gordon, Olivia, esto es lo más encantador de ese chico»), escribía como un auténtico erudito. Tenía una mente inquisitiva y un ingenio veloz. Se comprometía en las discusiones, no se limitaba a brindar ideas que complacieran a su profesor. En suma, era un sueño convertido en realidad. Y no faltaba ni un solo día a clase.

Yo le odiaba. ¿Quién no lo habría hecho? Era todo lo contrario de mí, y lo había conseguido sin contar con ninguna Ventaja Económica o Social.

– Su padre es estibador -nos informó mi madre. Parecía asombrada de que el hijo de un estibador pudiera llegar a ser lo que ella siempre había predicado sobre los hijos de estibadores: un triunfador-. Su madre es ama de casa. El es el mayor de cinco hijos. Se levanta a las cuatro y media para hacer los deberes, porque de noche colabora en el cuidado de los pequeños. Hoy ha hecho una exposición sorprendente, la que os dije que le había asignado a él solo. Está estudiando…, ¿qué es, yudo, kárate?, y se paseaba de un lado a otro de la clase con esa especie de pijama que llevan. Habló sobre arte, disciplina y mente, y luego… ¡Gordon, Olivia, rompió un ladrillo con la mano!

Mi padre sonrió, asintió, y dijo:

– Santo Dios. Un ladrillo. Muy peculiar.

Bostezó. Qué aburridos eran, él y ella. La siguiente noticia sería, sin duda, que el querido Kenneth había cruzado el Támesis sin necesidad de puente.

Era evidente que superaría sus exámenes, o que su nombre brillaría con luz propia. Sería el orgullo de sus padres, mi madre y toda la clase. Y lo haría con una mano atada a la espalda, haciendo la vertical sobre un cubo de vinagre. Después, superaría todos los cursos, y se distinguiría en todas las materias posibles como alumno único. Después, iría a Oxford y sacaría matrícula de honor en alguna especialidad misteriosa. Después, se decantaría por un deber cívico y llegaría a primer ministro. Y durante todo ese tiempo, sin la menor duda, el nombre que acudiría con más frecuencia a sus labios cuando confesara el secreto de su éxito sería el de Miriam Whitelaw, profesora idolatrada. Porque Kenneth idolatraba a mi madre. La había convertido en la guardiana de la llama de sus sueños. Compartía con ella las partes íntimas de su alma.

Por eso averiguó ella la existencia de Jean Cooper antes que nadie. Y nosotros, mi padre y yo, supimos de Jean al mismo tiempo que de Kenneth.

Jean era su chica. Había sido su chica desde que tenían doce años, cuando tener una chica no significaba mucho más que saber quién iba a recostarse contra la pared del patio con quién. Era una belleza escandinava, de cabello claro y ojos azules. Era esbelta como la rama de un sauce y veloz como un potrillo. Miraba al mundo desde una cara adolescente, pero con ojos adultos. Iba al colegio solo cuando le venía en gana. Cuando no, hacía novillos con sus compañeras y se iban a Greenwich por el túnel peatonal. Cuando no hacía eso, robaba a sus hermanas ejemplares de Just 17 y pasaba el día leyendo artículos acerca de música y modas. Se pintaba la cara, acortaba sus faldas y se cepillaba el pelo.

Escuchaba las historias que contaba mi madre sobre Jean Cooper con interés considerable. Sabía que si alguien iba a sembrar de obstáculos la imparable ascensión de Kenneth Fleming hacia la gloria, sería Jean.

Por lo que deducía en la mesa del comedor, Jean sabía lo que quería, y no tenía nada que ver con aprobar exámenes y llegar a la universidad. Sí tenía que ver, no obstante, con Kenneth Fleming. Al menos, así lo exponía mi madre.

Kenneth y Jean se presentaron a los exámenes. Kenneth los superó con brillantez. Jean suspendió. El resultado no supuso una sorpresa para nadie, pero satisfizo a mi madre, pues sin duda creía que el muchacho se daría cuenta por fin del desequilibrio intelectual entre su novia y él. En cuanto se diera cuenta, Kenneth apartaría a Jean de su vida para proseguir su educación. Una idea bastante divertida, ¿no? Aún no estoy segura de cómo llegó mi madre a la conclusión de que las relaciones entre adolescentes se basan en el equilibrio intelectual.

Jean dejó la escuela para ir a trabajar al viejo mercado de Billingsgate. Kenneth obtuvo una beca para ir a un pequeño colegio público de West Sussex. Jugó al criquet en el primer equipo y destacó hasta tal punto que informadores de uno u otro condado acudían a partidos del colegio para verle conseguir puntos sin aparente esfuerzo.

Volvía a casa los fines de semana. Papá y yo nos enteramos también de esto porque Kenneth pasaba siempre por la escuela para poner a mamá al corriente de sus progresos en el colegio. Por lo visto, practicaba todos los deportes, pertenecía a todas las sociedades, se distinguía en todas y cada una de las asignaturas, era adorado por el director, los docentes, sus compañeros, el director de la residencia, el ama de llaves y cada hoja de hierba que pisaba. Cuando no se dedicaba a adquirir grandeza o a recibirla, estaba en casa los fines de semana, ayudando a cuidar a sus hermanos y hermanas. Y cuando no ayudaba a cuidar a sus hermanos y hermanas, iba a la escuela a charlar con mi madre y a dar ejemplo a los alumnos de quinto de lo que alguien podía conseguir cuando se fijaba un objetivo. El objetivo de Kenneth era Oxford, un azul en criquet, sus buenos quince años en el equipo inglés si era posible, y todas las ventajas inherentes: los viajes, la fama, los contratos publicitarios, el dinero.

Con todo esto en juego, mi madre concluyó alegremente que Kenneth ya no tendría tiempo para «esa Cooper», como llamaba a Jean con el labio fruncido. No podía estar más equivocada.

Kenneth continuó viendo a Jean de la misma forma que los últimos años. La única diferencia fue que trasladaron sus encuentros a los fines de semana, cada sábado por la noche. Hacían lo que habían hecho desde los catorce años, más otros dos años de conocimiento previo: iban al cine, o a una fiesta, o escuchaban música con amigos, o daban un largo paseo, o cenaban con una de las dos familias, o iban en autobús a Trafalgar Square y deambulaban entre las multitudes y contemplaban el chorro de agua de las fuentes. El preludio nunca cambiaba lo que seguía, porque lo que seguía siempre era lo mismo: sexo.

Cuando Kenneth fue al aula de mi madre aquel viernes de mayo de su sexto curso, el error de mi madre consistió en no concederse tiempo para reflexionar sobre la situación después de que él le dijera que Jean estaba embarazada. Vio la desesperación mezclada con la vergüenza en su cara, y dijo lo primero que le vino a la cabeza.

– ¡No! -seguido de-: No puede ser. Ahora no. No es posible.

El dijo que sí. Era más que posible, de hecho. Después, se disculpó.

Mi madre supo lo que la disculpa presagiaba, y quiso disuadirle.

– Ken, estás disgustado, pero debes escucharme. ¿Sabes con seguridad que está embarazada?

Dijo que Jean se lo había dicho.

– Pero ¿has hablado con su médico? ¿Ha ido a un médico? ¿Ha ido a una clínica? ¿Se ha sometido a la prueba?

Kenneth no contestó. Tenía un aspecto tan afligido que mi madre temió que huyera del aula antes de darle tiempo de aclarar la situación. Se apresuró a continuar.

– Puede que se haya equivocado. Puede que lo haya calculado mal.

No, dijo Kenneth, no había error. No había calculado mal. Le había dicho dos semanas antes que existía la posibilidad. La posibilidad se había convertido en realidad esta semana.

– ¿Es posible que intente atraparte porque has estado ausente y te echa de menos, Ken? -prosiguió mi madre con cautela-. El cuento del embarazo para sacarte del colegio. Un falso aborto al cabo de uno o dos meses, después de casaros.

No, dijo Kenneth, no era eso. Jean no era así.

– ¿Como lo sabes? Si no has visto a su médico, si aún no has visto los resultados de la prueba, ¿cómo demonios sabes que está diciendo la verdad?

Dijo que había ido a ver al médico. Había visto los resultados de la prueba. Lo sentía muchísimo. Había decepcionado a todo el mundo. Había decepcionado a sus padres. Había decepcionado a la señora Whitelaw y a toda la escuela secundaria. Había decepcionado a la junta de gobierno. Había…

– Oh, Dios, vas a casarte con ella, ¿verdad? Vas a dejar el colegio, tirarlo todo por la borda, para casarte con ella. No debes hacer eso.

No había otra solución, dijo él. Era tan responsable como Jean de lo sucedido.

– ¿Cómo lo sabes?

Porque Jean se había quedado sin pildoras. Se lo había dicho. No había querido… Y fue él, no Jean, quien dijo que no iba a quedarse embarazada la primera vez que lo hicieran, justo después de dejar de tomar las pildoras. No pasará nada, le dijo. Y se equivocó. Y ahora… Alzó las manos y las dejó caer, aquellas manos portentosas que sostenían el bate que golpeaba la bola, aquellas mismas manos que sostenían la pluma que escribía aquellos maravillosos trabajos, aquellas manos que habían partido un ladrillo de un solo golpe mientras hablaba con calma sobre una definición del yo.

– Ken. -Mi madre intentaba conservar la calma, lo cual no era fácil, teniendo en cuenta todo lo que se jugaba en aquella conversación-. Escúchame, querido. Tienes un futuro por delante. Tienes tu educación. Una carrera.

Ya no, dijo él.

– ¡Sí! Todavía sí. Ni siquiera has de pensar en renunciar a ella por una insignificante criatura que no entendería tus posibilidades aunque se lo explicaras punto por punto.

Jean era más que eso, dijo Kenneth. Era estupenda. Se conocían desde hacía una eternidad. Él se encargaría de sacarles adelante. Lo sentía muchísimo. Había decepcionado a todo el mundo. Sobre todo a la señora Whitelaw, que se había portado tan bien con él.

Estaba claro que no quería continuar la conversación. Mi madre utilizó el as guardado en su manga.

– Bien, has de hacer lo que creas, pero… No quiero herirte, pero he de decirlo. Piensa en si existe la absoluta seguridad de que el niño sea tuyo, Ken. -Mamá continuó al ver su expresión apenada-. No lo sabes todo, querido. No puedes saberlo todo. En especial, no puedes saber lo que pasa aquí cuando estás en West Sussex, ¿verdad? -Recogió sus cosas y las guardó con delicadeza en su maletín-. A veces, querido Ken, una joven que se acuesta con un chico es muy propensa a… Ya sabes a qué me refiero.

Lo que ella quería decir era: «Hace años que esa putita se acuesta con el primero que llega. Solo Dios sabe quién la puso en ese aprieto. Pudo ser cualquiera».

Kenneth dijo en voz baja que el niño era suyo, por supuesto. Jeannie no se acostaba con nadie más y no decía mentiras.

– Quizá sea que nunca la has sorprendido -contestó mi madre-. En una cosa u otra. -Siguió con su voz más dulce-. Te has ido al colegio. Te has elevado por encima de ella. Es comprensible que quiera recuperarte como sea. No hay que culparla por ello. -Y terminó con-: Piensa bien las cosas, Ken. No te apresures. Prométemelo. Prométeme que esperarás al menos otra semana a tomar una decisión o a contar a alguien lo ocurrido.

Además de la minuciosa descripción de su entrevista con Kenneth, escuchamos las ideas de mi madre sobre esta nueva Caída del Hombre la mismísima noche que fue a verla, a la hora de cenar.

– Oh, cielos -fue la respuesta de papá-. Qué horrible para todo el mundo.

Mi respuesta fue presuntuosa.

– Final del reinado de otro dios de hojalata.

Hablé al techo. Mi madre me lanzó una mirada y dijo que ya veríamos quién era de hojalata y quién no.

Fue a ver a Jean el lunes siguiente, y se tomó un día de permiso para ello. No quería ir a su casa, y deseaba aprovechar la ventaja de la sorpresa. Fue al antiguo mercado de Billingsgate, donde Jean trabajaba en una especie de café.

Mi madre estaba muy convencida de que su entrevista con Jean Cooper daría frutos. Ya había celebrado muchas entrevistas con futuras madres solteras en ocasiones anteriores, y su récord de manipular dichas entrevistas para llegar a un resultado positivo era estelar. La mayoría de las chicas que habían caído en las garras de mi madre habían visto la luz al final. Mi madre era una experta en el arte de la persuasión sutil, con su interés siempre concentrado en el futuro del niño, el futuro de la madre y una delicada división entre los dos. No existían motivos para suponer que Jean Cooper le planteara dificultades, pues era inferior mental, emocional y socialmente.

No encontró a Jean en el café, sino en el lavabo de señoras, donde se estaba tomando un descanso. Fumaba un cigarrillo y tiraba la ceniza al retrete. Llevaba un delantal blanco sembrado de manchas de grasa. Tenía el cabello recogido de cualquier manera bajo un gorro. Una carrera en la media derecha surgía de su zapato. Si las apariencias servían para algo, mi madre tenía ventaja desde el primer momento.

Jean no había sido alumna suya. Agrupar a los niños por sus capacidades teóricas estaba muy de moda en aquel tiempo, y Jean había pasado años en la escuela secundaria nadando entre los peces inferiores. Pero mi madre sabía quién era. No se podía conocer a Kenneth Fleming sin saber quién era Jean Cooper. Y Jean también sabía quién era mi madre. No cabía duda de qué Kenneth le había hablado lo bastante de su profesora para estar harta de la señora Whitelaw mucho antes de su encuentro en el mercado de Billingsgate.

– Kenny parecía muy triste cuando le vi el viernes por la noche -fue lo primero que dijo Jean-. No habló. Volvió al colegio el sábado en lugar del domingo por la noche. Supongo que usted tuvo algo que ver con eso, ¿no?

Mi madre empezó con su frase favorita.

– Me gustaría hablar sobre el futuro.

– ¿De quién? ¿De mí, del niño, o de Kenny?

– De los tres.

Jean asintió.

– Apuesto a que está muy preocupada por mi futuro, ¿eh, señora Whitelaw? Apuesto a que mi futuro le roba el sueño. Apuesto a que ya tiene mi futuro planificado, y lo único que debo hacer es escuchar mientras usted explica cómo va a ser.

Tiró el cigarrillo al suelo de linóleo agrietado, lo aplastó con el zapato y encendió otro al instante.

– Eso no es bueno para el niño, Jean -dijo mi madre.

– Yo decidiré lo que es bueno para él, muchas gracias. Yo y Kenny lo decidiremos. Solitos.

– ¿Estáis en situación de decidir? Solitos, quiero decir.

– Sabemos lo que sabemos.

– Ken es un estudiante, Jean. No sabe lo que es trabajar. Si deja el colegio ahora, os veréis atrapados en una vida sin futuro ni promesas. Has de comprenderlo.

– Comprendo muchas cosas. Comprendo que le quiero y que él me quiere y que queremos vivir juntos y lo vamos a hacer.

– Lo vais a hacer. Tú, Jean. Ken no quiere eso. Ningún chico quiere eso a los dieciséis años. Ken acaba de cumplir diecisiete. Es poco más que un niño. Y tú eres… Jean, ¿quieres dar este paso, el matrimonio y después el niño, uno tras otro, siendo tan joven? ¿Con unos recursos tan escasos? Cuando tendréis que contar con la ayuda de vuestras familias, y vuestras familias apenas ganan lo justo para vivir. ¿Es eso lo que consideras mejor para los tres? ¿Para Ken, para el niño, para ti?

– Comprendo muchas cosas -dijo Jeannie-. Comprendo que hemos estado juntos desde hace años, y lo que tenemos es bueno y siempre ha sido bueno, y que él vaya a un colegio elegante no cambiará eso. Pese a lo que usted desee.

– Solo deseo lo mejor para ambos.

Jean resopló y dio una calada al cigarrillo, sin dejar de observar a mi madre a través del humo.

– Comprendo muchas cosas -repitió-. Comprendo que habló con Kenny, le comió el tarro y le deprimió.

– Ya estaba deprimido. Santo Dios, no pretenderás que haya recibido esa noticia -señaló el estómago de Jean- con alegría. Ha complicado su vida hasta extremos indecibles.

– Comprendo que le obligó a mirarme con ojos dudosos. Adivino las preguntas que le obligó a formular. Le veo pensando, y si Jeannie se está tirando a tres o cuatro tíos más aparte de mí, y ya veo de dónde extrajo la idea, porque la tengo delante de mí, en persona.

Jean tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó al lado del otro.

– He de volver al trabajo. Con su permiso.

Agachó la cabeza y se secó las mejillas cuando pasó al lado de mi madre..

– Estás disgustada -dijo mi madre-. Es lógico, pero las preguntas de Ken son legítimas. Si vas a pedirle que eche su futuro por la borda, has de comprender que antes tal vez quiera asegurarse…

Jean se volvió con tal rapidez que mi madre retrocedió.

– No pido nada. El niño es suyo y se lo dije, porque pensé que tenía derecho a saberlo. Si decide que quiere dejar el colegio y quedarse con nosotros, estupendo. Si no, saldremos adelante sin él.

– Pero hay otras alternativas. No es preciso que tengas el niño, para empezar. Y aunque lo tengas, no es preciso que te lo quedes. Hay miles de hombres y mujeres ansiosos por adoptar un hijo. Es absurdo traer al mundo un niño indeseado.

Jeannie agarró a mi madre con tal fuerza que más tarde (aquella noche, a la hora de la cena, cuando nos los enseñó) le salieron morados en los lugares donde le había clavado los dedos.

– No le llame indeseado, escoria repugnante. Ni se atreva.

Fue entonces cuando vio a la auténtica Jean Cooper, nos informó mi madre con voz temblorosa. Una chica que haría cualquier cosa por conseguir lo que deseaba. Una chica capaz de todo, incluso de acudir a la violencia. Y deseaba acudir a la violencia, no cabía duda. Quería pegar a mi madre y lo habría hecho si una de las secretarias del mercado no hubiera entrado en aquel momento, contoneándose sobre sus zapatos de tacón alto, que se engancharon en una grieta del linóleo.

– ¡Maldita sea! Oh, lo siento. ¿Os interrumpo?

– No -contestó Jean. Apartó el brazo de mi madre y salió.

Mi madre la siguió.

– No saldréis adelante. Jean, no le hagas esto, o al menos espera a…

– ¿A que haya encontrado la oportunidad de quedárselo para usted? -terminó Jean.

Mi madre se detuvo a unos pasos de distancia, los suficientes para que Jean no pudiera alcanzarla.

– No seas ridicula. No seas absurda.

Pero Jean Cooper no era ninguna de ambas cosas. Tenía dieciséis años y adivinaba el futuro, aunque en aquel momento no lo supiera. En aquel tiempo debió pensar tan solo, he ganado, porque Kenneth abandonó el colegio al finalizar el trimestre. No se casaron enseguida. Sorprendieron a todo el mundo porque esperaron, trabajaron y ahorraron dinero, y por fin se casaron seis meses después de que naciera Jimmy, su primogénito.

Después de eso, pudimos comer en paz en Kensington. No supimos nada más de Kenneth Fleming. No sé qué pensó papá sobre la repentina desaparición de la conversación que tenía lugar durante la cena, pero yo me tomé unas copas para celebrar que el chico-dios de la Isla de los Perros hubiera demostrado ser otro mortal más con pies de barro. Por su parte, mi madre no abandonó por completo a Ken. No era su estilo. Convenció a papá de que le encontrara un hueco en la imprenta, para que tuviera un empleo fijo y pudiera cuidar de su familia. Sin embargo, Kenneth Fleming ya no era el ejemplo auténtico de promesa juvenil cumplida que ella había esperado. Por tanto, ya no tenía sentido ofrecer cada noche a nuestra admiración su personalidad y triunfales consecuciones.


Mi madre se lavó las manos de Kenneth Fleming como se lavó las manos de mí unos tres años después.: La única diferencia fue que, en cuanto surgió la oportunidad poco después de la muerte de mi padre, cogió una toalla y se las secó.

Kenneth Fleming tenía veintiséis años en aquel tiempo. Mi madre, sesenta.

Загрузка...