Capítulo 17

Barbara Havers se sintió en el paraíso cuando llegó a la bandeja un segundo antes que Lynley y se sirvió la última ración de calamari fritti. Se demoró en decidir qué salsa utilizaría para bañar los calamares: marinada, aceite de oliva virgen con hierbas, o ajo y mantequilla. Se decantó por la segunda, mientras se preguntaba qué era virgen, el aceite o las olivas. Y cómo era posible que uno de ambos fuera virgen, para empezar.

Cuando Lynley había sugerido que compartieran los calamari de primero, había dicho: «Buena idea, señor. Los calamari me apetecen mucho». Miró el menú y trató de componer una expresión que comunicara el grado de sofisticación apropiado. Su experiencia con la comida italiana más significativa había sido el plato ocasional de spagbetti bolognese trasegado en algún bar, donde los espaguetti procedían de un paquete y la salsa boloñesa de una lata. Tiraban ambos en un plato y un círculo de aceite de color herrumbroso surgía al instante de la comida, como una invitación a la dispepsia permanente.

No había spaghetti bolognese en el menú, ni traducción inglesa ni nada parecido. Cabía suponer que, de haberlo pedido, le habrían facilitado un menú en inglés, pero eso habría significado revelar su ignorancia ante un superior, que hablaba como mínimo tres idiomas extranjeros, examinaba la carta con sumo interés y había preguntado al camarero cuan stagionato estaba el cinghiale y qué proceso utilizaban para envejecerlo. Así que pidió a ciegas, con una pronunciación macarrónica, fingiendo una dilatada experiencia, y rezó para no estar pidiendo pulpos.

Los calamari eran parientes cercanos, descubrió. Cierto, no parecían calamares. Ningún tentáculo la saludó amigablemente desde el plato, pero de haber sabido lo que eran cuando accedió a compartirlos con Lynley, habría aducido alguna alergia a todas las cosas con apéndices capaces de succionar.

No obstante, el primer bocado la tranquilizó. El segundo, tercero y cuarto (mientras mojaba en la salsa con entusiasmo cada vez mayor) la convencieron de que había llevado una existencia gastronómica demasiado retirada. Estaba efectuando una incursión decisiva en la delicada disposición de aros, cuando se fijó en que Lynley iba muy rezagado. Llevó a cabo el ataque final y esperó a que Lynley hiciera algún comentario sobre su apetito o sus buenos modales en la mesa.

Lynley no hizo ni lo uno ni lo otro. Tenía la vista clavada en sus dedos, que desmenuzaban un trozo de focaccia, como si tuviera la intención de esparcir las migas a lo largo de las jardineras que señalaban el perímetro de Capannina di Sante, un restaurante situado a escasa distancia de Kensington High Street y que ofrecía (junto con una supuesta pero oscura relación con un local del mismo nombre de Florencia) la experiencia continental de cenar al fresco, siempre que lo permitía el caprichoso clima londinense. Gracias a algún proceso de telepatía avícola, seis pajaritos de color pardo se habían congregado en cuanto Lynley sacó el pan de su cestita de mimbre y lo dejó en su plato. Esperaban expectantes desde el borde de la jardinera hasta los enebros bien podados que crecían en su interior, y todos tenían un ojo implorante y luminoso clavado en Lynley, que parecía indiferente a su presencia.

Barbara se introdujo en la boca el último aro de calamari. Masticó, saboreó, tragó, suspiró y anheló la llegada de il secondo, que esperaba no tardase. Lo había elegido únicamente por la complejidad del nombre: tagliatelle fagioli all'uccelletto. Cuántas letras. Cuántas palabras. Independientemente de la pronunciación, estaba segura de que el plato debía ser la obra maestra del cocinero. Si no, le seguiría anatra albicocche. Y si descubría que no le gustaba, fuera lo que fuera, no dudaba de que Lynley apenas tocaría su cena, y que pasaría a sus manos. Al menos, esa era la pauta hasta el momento.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Es la comida o la compañía?

– Helen cocinó para mí anoche -fue la enigmática respuesta de Lynley.

Barbara cogió otro trozo defocaccia, sin hacer caso de los pájaros. Lynley se había calado las gafas para leer una etiqueta de vino, tras lo cual indicó al camarero que lo sirviera.

– ¿Y el festín fue tan memorable que no puede soportar la idea de comer aquí, ni olvidar el recuerdo de su sabor? ¿Ha jurado que nada traspasará sus labios, a menos que proceda de sus manos? Dígame. ¿Cuántos calamares ha comido? Pensaba que veníamos a celebrarlo. Ya hemos obtenido la confesión. ¿Qué más quiere?

– No sabe cocinar, Havers. Supongo que conseguiría preparar un huevo, si fuera hervido.

– ¿Y?

– Nada. Solo me acordaba.

– ¿Del talento culinario de Helen?

– Tuvimos un desacuerdo.

– ¿Sobre sus dotes culinarias? Eso es muy machista, inspector. ¿Qué más quiere que haga, que cosa botones y zurza calcetines?

Lynley devolvió las gafas al estuche y lo guardó en el bolsillo. Levantó la copa y examinó el color del vino antes de beber.

– Le dije que decidiera. O seguimos adelante o terminamos. Estoy cansado de suplicar y esperar en el limbo.

– ¿Se decidió?

– No lo sé. No he vuelto a hablar con ella. De hecho, ni siquiera había pensado en ella hasta ahora. ¿Qué cree que significa? ¿Tendré una oportunidad de recuperarme cuando me rompa el corazón?

– Todos nos recuperamos en lo tocante al amor.

– ¿De veras?

– ¿Del amor sexual? ¿Del amor romántico? Sí. Pero creo que nunca nos recuperamos si somos nosotros los abandonados. -Calló mientras el camarero quitaba platos y cubiertos y los sustituía por otros limpios. Sirvió más vino a Lynley y más agua mineral a Havers-. Dice que le odiaba, pero no lo creo. Creo que le mató porque no podía soportar quererle tanto ni el dolor que sentía al ver que prefería a Gabriella Patten antes que a él. Porque Jimmy lo veía así. Los chicos siempre lo ven así. No solo como un rechazo a sus madres, sino como un rechazo a ellos mismos. Gabriella se llevó a su papá…

– Hacía años que Fleming se había marchado de casa.

– Pero nunca de manera permanente hasta ahora, ¿verdad? Siempre quedaba esperanza. Ahora, la esperanza había muerto. Para colmo, para que él rechazo fuera más completo, su padre aplazaba las vacaciones de cumpleaños de Jimmy. ¿Y por qué? Para ir con Gabriella.

– Para finalizar su relación, según Gabriella.

– Pero Jimmy no lo sabía. Pensó que su papá se largaba a Kent para tirársela. -Barbara levantó la copa de agua mineral y reflexionó sobre sus deducciones-. Espere. ¿Y si eso es la clave?

Habló para ella más que para él. Lynley esperó. Llegaron sus segundos platos. Les ofrecieron queso fresco, romano o parmesano. Lynley eligió romano. Barbara le imitó. Espolvoreó sobre la pasta, el tomate y las judías. No era lo que esperaba del nombre, pero estaba bueno. Añadió un poco de sal.

– La conocía -dijo, mientras enrollaba con cierta torpeza los tagliatelle en el borde del plato. El camarero le había proporcionado una cuchara grande, pero no tenía ni la menor idea de cómo se utilizaba-. La vio. Había estado con ella, ¿no? A veces con su padre, pero otras… Otras supongo que no. Papá se iba a pasear con los otros dos chicos, y dejaba a Jimmy con ella. Porque Jimmy era de la cascara amarga, ¿no? Los otros dos eran más fáciles de engatusar, pero Jimmy no. Ella se esforzó en caerle bien. Fleming debió alentarla. Un día, iba a ser la madrastra del muchacho. Querría que él se llevara bien con ella. Era importante que le cayera bien. Más que eso.

– No estará insinuando que sedujo al muchacho.

– ¿Por qué no? Usted mismo la vio esta mañana.

– Solo vi que debía engatusar a Mollison y no tenía mucho tiempo.

– ¿Cree que la demostración iba dirigida a Mollison? ¿Por qué no a usted? Un pequeño vislumbre de lo que se iba a perder, porque era un policía encargado de un caso. Pero ¿y si no? ¿Y si la telefoneaba más tarde, esta noche, y decía que debía verla de nuevo para aclarar algunos puntos oscuros? ¿No cree que le gustaría poner a prueba sus poderes sobre usted? -Lynley hundió el tenedor en un scampi. Comió sin contestar-. Le gusta atraer a los hombres, señor. Su marido nos lo dijo, Mollison nos lo dijo, ella casi nos lo dijo. ¿Cómo habría podido resistir la tentación de atraer a Jimmy, si la ocasión se hubiera presentado?

– ¿La verdad?

– La verdad.

– Porque es repelente. Sucio, antihigiénico, probablemente infestado de piojos y posible portador de enfermedades. Herpes, sífilis, gonorrea, verrugas, sida. Puede que a Gabriella Patten le guste ejercer su pericia sexual en los hombres, pero no me parece idiota. Su primera preocupación en cualquier situación sería velar por su propia seguridad. Ya nos lo han dicho, Havers. Su marido, la señora Whitelaw, Mollison, la misma Gabriella.

– Pero ahora está pensando en Jimmy, inspector. ¿Cómo era antes? No es posible que siempre haya sido tan desastre. Debió empezar en algún punto.

– ¿No le parece suficiente la pérdida del padre?

– ¿Fue suficiente para usted, o su hermano? -Barbara vio que Lynley levantaba la cabeza al instante y supo que había ido demasiado lejos-. Perdón. Me he pasado. -Volvió a su pasta-. Dice que le odiaba. Dice que le mató porque le odiaba, porque era un bastardo y merecía morir.

– ¿No le parece motivo suficiente?

– Solo digo que tiene que haber algo más, y eso debe de ser Gabriella. Ella no tendría ni idea de cómo ganárselo como futura madrastra, pero tenía muchos ases escondidos en la manga o en el escote de la blusa. Digamos que lo hizo. En parte porque la molaba seducir a un adolescente, y en parte porque no se le ocurrió otra manera de ganarse a Jimmy. Solo que se lo gana demasiado. Quiere irrumpir en el terreno de juego de papá. Está muerto de celos sexuales y, cuando se le presenta la oportunidad, se carga a papá y confía en quedarse a Gabriella para él solo.

– Está pasando por alto el hecho de que él pensaba que Gabriella también estaba en la casa -señaló Lynley.

– Eso dice, para que no creamos que dio el pasaporte a su padre con el fin de meterse en la cama con su futura madrastra. Él sabía que su padre estaba en la casa. Le vio por la ventana de la cocina.

– Ardery no ha encontrado sus huellas junto a la ventana.

– ¿Y qué? Estuvo en el jardín.

– Al final del jardín.

– Estuvo en el cobertizo de las macetas. Pudo ver a su padre desde allí. -Barbara dejó de enrollar la pasta. Comprendió lo difícil que sería engordar comiendo de aquella forma cada día. El esfuerzo de llevar la comida desde el plato a la boca era enorme. Examinó la expresión de Lynley. Era impenetrable, demasiado impenetrable-. No estará descartando al chico, ¿verdad? Hemos obtenido una confesión, inspector.

– Una confesión incompleta.

– ¿Qué esperaba de buenas a primeras?

Lynley empujó su plato hacia el centro de la mesa. Miró hacia la jardinera, donde los pájaros seguían a la espera. Les tiró unas migas.

– Inspector…

– Miércoles por la noche. ¿Qué hizo después del trabajo?

– ¿Qué hice…? No sé.

– Piense. Salió del Yard. ¿Estaba sola? ¿Acompañada? ¿Fue en coche? ¿Cogió el metro?

Havers pensó.

– Winston y yo fuimos a tomar una copa. Al King's Arms.

– ¿Qué tomó?

– Una limonada.

– ¿Y Nkata?

– No lo sé. Lo que suele tomar.

– ¿Y después?

– Me fui a casa. Cené algo. Vi una película en la tele. Me acosté.

– Ah, estupendo. ¿Qué película? ¿A qué hora la vio? ¿Cuándo empezó? ¿Cuándo terminó?

Barbara frunció el entrecejo.

– Debió de ser después de las noticias.

– ¿Qué noticias? ¿Qué cadena?

– Joder, no lo sé.

– ¿Quién salía en la película?

– No vi los títulos de crédito. Nadie especial. Puede que uno de los Redgrave, uno de los jóvenes. Pero no estoy segura.

– ¿De qué iba?

– ¿Algo relacionado con minas? No lo sé exactamente. Me dormí.

– ¿Cómo se titulaba?

– No me acuerdo.

– ¿Vio una película y no recuerda el título, el argumento o a los actores?

– Exacto.

– Asombroso.

El tono encrespó a Havers, por su doble implicación de superioridad inherente y comprensión conciliatoria.

– ¿Por qué? ¿Debía recordarlo? ¿Adonde quiere ir a parar?

Lynley indicó con un cabeceo al camarero que se llevara su plato. Barbara se embutió los últimos taglietelle en la boca y también apartó su plato. El camarero recogió los platos sucios y trajo cubiertos nuevos.

– Coartadas -dijo Lynley-. Quién las tiene. Quién no.

Cogió otro trozo de focaccia y empezó a reducirlo a migas como había hecho con el anterior. Cinco pájaros más se unieron a los seis primeros, que bailaban en el borde de la jardinera. Lynley les tiró migas, sin darse cuenta de que se estaba ganando la desaprobación de los demás comensales y el director del establecimiento, que le miraba furioso desde la puerta.

Llegaron nuevos platos. Lynley cogió el cuchillo y el tenedor, pero Barbara ni siquiera miró su comida. Continuó la discusión, mientras un humo aromático se elevaba del plato.

– Está usted completamente loco, y lo sabe, inspector. No hemos de pensar en las coartadas de los demás. Ya tenemos al chico.

– No estoy convencido.

– Lleguemos al fondo del asunto. Jimmy ha confesado. Partamos de ahí.

– Una confesión incompleta -le recordó Lynley.

– Pues completémosla. Cojamos a ese gamberro otra vez y llevémoslo a rastras hasta el Yard. Aplíquele el tercer grado hasta que cuente toda la historia de principio a fin.

Lynley pinchó un trozo de cinghiale. Mientras masticaba, dedicó su atención a los pájaros. Eran pacientes e insistentes al mismo tiempo. Saltaban desde los enebros al borde de la jardinera. Su sola presencia le impulsaba a complacerlos. Tiró más migas. Vio que volaban hacia ellas. Uno de los pájaros capturó un pedazo de pan del tamaño de una uña y huyó con él al otro lado de la calle.

– Solo conseguirá alentarles -dijo por fin Barbara-. Saben arreglárselas solos.

– ¿De veras? -preguntó Lynley con aire contemplativo.

Comió. Bebió. Barbara esperó. Sabía que estaba revisando los hechos y las caras. Era absurdo continuar la discusión. De todos modos, se sintió impulsada a añadir con la mayor calma posible, teniendo en cuenta la fuerza de sus sentimientos al respecto.


– Estuvo en Kent. Tenemos las fibras, las huellas de pisadas y el aceite de la moto. Ahora tenemos sus huellas dactilares, que van camino de Ardery. Solo nos queda la marca de aquel cigarrillo.

– Y la verdad -dijo Lynley.

– ¡Por Dios, inspector! ¿Qué más quiere?

Lynley indicó su plato con la cabeza.

– Su comida se está enfriando.

Barbara la miró. Una especie de ave en algo parecido a salsa. El ave estaba tostada. La salsa era ámbar. Pinchó con gesto vacilante el trozo de ave y se preguntó qué había pedido.

– Pato -dijo Lynley, como si hubiera leído sus pensamientos-. Con salsa de albaricoque.

– Al menos, no es pollo.

– Desde luego que no. -Lynley siguió comiendo. Cerca de ellos, otros comensales charlaban. Los camareros se movían en silencio y se paraban a encender velas a medida que anochecía-. Se la habría traducido.

– ¿Qué?

– La carta. Solo tenía que pedírmelo.

Barbara cortó el pato. Nunca había comido pato. La carne era más oscura de lo que esperaba.

– Me gusta correr riesgos.

– ¿Cuando son innecesarios?

– Es más divertido. La pimienta de la vida y todo eso. Ya sabe a qué me refiero.

– Pero solo en restaurantes.

– ¿Qué?

– Correr riesgos. Confiar en la suerte. Seguir sus instintos.

Barbara dejó el tenedor.

– Así que soy la Sargento Pesada. De modo que hay lugar para eso. Alguien ha de utilizar la razón de vez en cuando.

– Estoy de acuerdo.

– Entonces, ¿por qué desestima a Jimmy Copper? ¿En qué demonios no encaja Jimmy Cooper?

Una vez más, Lynley se concentró en su comida. Miró la cesta del pan, para echar más a los pájaros, pero ya lo habían terminado. Bebió el vino y una sola mirada al camarero bastó para que este se apresurara a llenarle otra copa y desaparecer. Que Lynley estaba empleando aquel tiempo en tomar una decisión sobre su siguiente paso era evidente para Barbara. Se obligó a contener la lengua, a quedarse quieta y aceptar la decisión que fuera. Cuando el inspector habló, le costó creer que lo hubiera logrado.

– Que vuelva al Yard a las diez de la mañana -dijo Lynley-. Asegúrese de que viene con su abogado.

– Sí, señor.

– Y avise a la oficina de prensa que hemos detenido al mismo chico de dieciséis años por segunda vez.

Barbara se quedó boquiabierta. Después la cerró con brusquedad.

– ¿La oficina de prensa? Pero pasará la información, y esos malditos periodistas…

– Sí. Exacto -dijo Lynley en tono pensativo.


– ¿Dónde están sus zapatos? -fue lo primero que preguntó Jeannie cuando el señor Friskin entró con Jimmy en casa. Lo preguntó con voz tensa y chillona, porque desde el momento en que los detectives de New Scotland Yard se habían ido con su hijo, la angustia se había apoderado de ella y perdía y recuperaba alternativamente el oído, de manera que ya no sabía cómo hablaba. Había asustado a Shar y Stan, que primero se habían aferrado a sus brazos y después habían huido de la sala de estar cuando ella los rechazó con violencia, diciendo «No. ¡No! ¡NO!» en voz cada vez más alta, que ellos habían interpretado dirigida contra ellos. Stan había corrido escaleras arriba. Shar se había escondido en el jardín trasero. Jeartnie les había dejado en sus refugios respectivos. Ella se había puesto a pasear arriba y abajo.

Lo único positivo que hizo durante el primer cuarto de hora después de la partida de Jimmy fue descolgar el teléfono y llamar a la única persona que podía ayudarla en aquella tesitura. Y si bien odiaba hacerlo, pues Miriam Whitelaw era el origen de todas las angustias que Jeannie había experimentado durante los últimos seis años, desde que la señora Whitelaw había vuelto a entrar en la vida de Kenny, también era la única persona conocida de Jeannie capaz de conseguir un abogado de la nada a las cinco y media de un domingo por la tarde. El único interrogante era si Miriam Whitelaw lo haría por Jimmy.

Lo había hecho.

– Jean. Dios mío -había dicho con voz apenada cuando Jeannie se identificó-. No puedo creer…

Jeannie sabía que no soportaría las lágrimas de Miriam, al pensar en lo que el llanto implicaba, el dolor desgarrador que ella no podía sentir, que no se permitía sentir.

– Se han llevado a Jim a Scotland Yard -dijo con brusquedad-. Necesito un abogado.

Miriam se lo había proporcionado.

Ahora, tenía delante al abogado, un paso detrás y a la izquierda de Jimmy.

– ¿Dónde están sus zapatos? -repitió-. ¿Qué han hecho con sus zapatos?

La bolsa de Tesco colgaba de la mano derecha de su hijo, pero no abultaba lo suficiente para contener las Doc Martens. Contempló sus pies por segunda vez, solo para asegurarse de que sus ojos no la habían engañado, de que solo llevaba unos calcetines que podían ser de un blanco mugriento o de un gris permanente.

El señor Friskin (Jeannie le había imaginado de edad madura, hombros encorvados, traje oscuro y calvo, pero era joven y delgado, con una corbata a flores torcida sobre su camisa azul y una melena de cabello oscuro que resbalaba sobre su cara hasta llegar a los hombros, como el héroe de una novela romántica) contestó por su hijo, pero no a la pregunta que había formulado.

– Señora Cooper…

– Señorita.

– Perdón. Sí. Jim habló con ellos antes de que yo llegara. Ha proporcionado a la policía una confesión.

Dio la impresión de que un rayo la cegaba. El señor Friskin siguió hablando sobre lo que sucedería a continuación y que Jimmy no iba a dar un paso fuera de su casa o hablar con nadie, ni siquiera un miembro de la familia, sin que su abogado estuviera presente. Dijo algo acerca de la comprensible coacción y añadió las palabras «juvenil» e «intimidación», y siguió con algo acerca de los requerimientos de las Normas de los Jueces, pero ella no lo entendió todo porque se estaba preguntando si se había quedado ciega como aquel santo de la Biblia, solo que había pasado al revés, ¿no? ¿No había recuperado la vista de repente? No se acordaba. Era probable que no hubiera ocurrido. La Biblia solo decía tonterías.

Una silla crujió sobre el linóleo de la cocina, y Jean-nie comprendió que su hermano, que sin duda había escuchado hasta la última palabra del señor Friskin, se estaba levantando. Al oírlo, se arrepintió de haber llamado al piso de sus padres cuando Jimmy llevaba dos horas en Scotland Yard. Había fumado, había paseado, se había acercado a la ventana de la cocina y visto que Shar se había acurrucado como una mendiga al pie de la alberquilla de hormigón rota, había oído vomitar tres veces a Stan en el váter, y por fin había cedido a todo cuanto podía ceder.

No había hablado con sus padres porque el amor de estos por Kenny era aterrador, y la consideraban culpable de que Kenny hubiera pedido un respiro en su matrimonio para poner en claro una vida que no necesitaba ninguna aclaración. Había preguntado por Der y su hermano había venido al instante, proclamando su rabia e incredulidad, así como sus deseos de venganza contra la jodida policía, justo lo que ella necesitaba escuchar.

Su visión se aclaró cuando Der habló.

– ¿Qué? ¿Has perdido la chaveta, Jimmy? ¿Has hablado con esos jodidos?

– Der -dijo Jeannie.

– ¡Oiga! -dijo Der al señor Friskin-. Pensaba que había ido a cerrarle el pico. ¿No es ese el motivo de tener a un leguleyo de postín? ¿Cómo se gana la pasta?

Acostumbrado a lidiar con clientes exaltados, el señor Friskin explicó que, al parecer, Jimmy había hablado de forma voluntaria. Había hablado con toda libertad, porque el señor Friskin había insistido en escuchar la cinta grabada por la policía. No se habían producido coacciones…

– ¡Jim, estúpido! -Der entró en la sala de estar-. ¿Te dejaste grabar por esos gilipollas?

Jimmy no dijo nada. Se erguía delante del señor Friskin como si su espina dorsal se estuviera licuando poco a poco. Tenía la cabeza gacha y el estómago hundido.

– ¡Eh! -dijo Der-. Estoy hablando contigo, cabeza de chorlito.

– Jim, te lo dije -habló Jeannie-. Te lo dije. ¿Por qué no me escuchaste?

– Créame, señorita Cooper -dijo el señor Friskin-. Aún es pronto.

– ¡Pronto! -rugió Der-. Yo le enseñaré lo que significa pronto. Se supone que debía mantenerle calladito, y ahora nos enteramos de que cantó hasta La Traviata. ¿De qué nos sirve usted? -Se volvió hacia Jeannie-. ¿Qué te pasa, Pook? ¿De dónde has sacado a este inútil? Y tú… -se precipitó hacia el muchacho-, ¿qué tienes en la cabeza? ¿Serrín? Con la poli no se habla. Nunca se habla con la poli. ¿Con qué te amenazaron, deficiente? ¿Con el reformatorio?

Jimmy ni siquiera parecía una persona, pensó Jeannie. Parecía una muñeca hinchable de la que se escapara el aire por un agujero. Permanecía en silencio y se dejaba insultar, como si supiera que todo terminaría enseguida si no contestaba.

– ¿Has comido algo, Jim? -preguntó Jeannie.

– ¿Comer? ¿Comer? ¿Comer? -repitió Der, en voz cada vez más alta-. No va a comer hasta que obtengamos algunas respuestas. Y las vamos a obtener ahora mismo. -Agarró el brazo del muchacho. Jimmy se sacudió hacia delante como un muñeco lleno de paja. Jeannie vio que los fuertes músculos del brazo de su hermano se flexionaban-. Habla, mongolo. -Der acercó la cara a la de Jimmy-. Habíanos como hablaste a la bofia. Habla de una puta vez.

– Con esto no vamos a conseguir nada -intervino el señor Friskin-. El chico acaba de salir de un trago del que muchos adultos tardan en recuperarse.

– Yo le enseñaré lo que es un mal trago -aulló Der, y movió la cabeza hacia el señor Friskin.

El abogado ni siquiera se encogió.

– Señorita Cooper -dijo en voz baja-, tome una decisión por todos, se lo ruego. ¿Quién quiere que se encargue del caso de su hijo?

– Der -dijo Jeannie en tono de reproche-, deja en paz a Jim. El señor Friskin sabe lo que se hace.

Derrick soltó el brazo de Jimmy como si estuviera hecho de lodo.

– Estúpido mamón -dijo. Escupió la primera palabra a la mejilla de Jimmy. El chico se encogió, pero no levantó la mano para secar la saliva.

– Ve a ver a Stan -dijo Jeannie a su hermano-. Está vomitando como un borracho desde que Jimmy se marchó.

Por el rabillo del ojo, vib que su hijo mayor levantaba la cabeza, pero la bajó de nuevo cuando se volvió hacia él.

– Sí, vale -rezongó Der, y lanzó una mirada despectiva hacia Jimmy y el señor Friskin antes de subir la escalera-. ¡Eh, Stan! -gritó-. ¿Aún tienes la cabeza dentro del váter?

– Lo siento -dijo Jeannie al señor Friskin-. Der no siempre piensa antes de estallar.

El señor Friskin emitió una serie de ruiditos, como si fuera cosa de cada día que el tío de un sospechoso le lanzara el aliento a la cara como un toro catapultado hacia el capote de un torero. Explicó que Jimmy había entregado sus Doc Martens a petición de la policía, que se había dejado tomar las huellas dactilares y fotos, que les había dado varios cabellos.

– ¿Pelo?

Los ojos de Jeannie se desviaron hacia el cabello revuelto de su hijo.

– Son para compararlos con muestras tomadas de la casa o para obtener el ADN. En el primer caso, los especialistas tendrán el resultado dentro de unas horas. En el segundo, tal vez nos concedan unas semanas de tiempo.

– ¿Qué significa todo eso?

Estaban elaborando un caso, dijo el señor Friskin. Aún no tenían una confesión completa.

– ¿Pero tienen bastante?

– ¿Para retenerle? ¿Para acusarle? -El señor Friskin asintió-. Si quieren, sí.

– ¿Por qué le han soltado? ¿No termina todo ahí?

No, dijo el señor Friskin. No terminaba todo ahí. Guardaban algún as en la manga. Volverían. Pero cuando eso ocurriera, él estaría con Jimmy. La policía no volvería a quedarse a solas con Jimmy.

– ¿Alguna pregunta, Jim? -preguntó, y cuando Jimmy ladeó la cabeza a modo de respuesta, el señor Friskin entregó su tarjeta a Jeannie-. No se preocupe, señorita Cooper -dijo, y se marchó.

– ¿Jim? -dijo Jeannie, cuando la puerta se cerró. Cogió la bolsa de Tesco y la dejó sobre la mesa con mucho cuidado, como si contuviera objetos de cristal soplado a mano. Jimmy se quedó donde estaba, con el peso del cuerpo apoyado sobre una cadera, la mano derecha cerrada alrededor del codo izquierdo. Encogió los dedos de los pies, como si los tuviera fríos-. ¿Quieres tus zapatillas? -preguntó Jeannie. El muchacho alzó un hombro y lo dejó caer-. Te calentaré un poco de sopa. Tengo arroz con tomate, Jim. Ven conmigo.

Esperaba resistencia, pero el chico la siguió a la cocina. Acababa de sentarse a la mesa, cuando la puerta de atrás se abrió con un chirrido y entró Shar. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, con las manos a la espalda y cogidas al pomo. Tenía la nariz enrojecida y manchas en las gafas. Miró a su hermano, con los ojos abiertos de par en par, en silencio. Tragó saliva y Jeannie vio que sus labios temblaban, vio que su boca formaba la palabra «papá», sin llegar a pronunciarla. Jeannie movió la cabeza en dirección a la escalera. Por un momento, pareció que la niña iba a desobedecer, pero al final, cuando se le escapó un sollozo, huyó de la cocina y subió la escalera a toda prisa.

Jimmy se derrumbó en la silla. Jeannie abrió la lata de sopa y la echó en una cazuela. Puso la cazuela sobre el fogón, manoteó con un mando, y fracasó dos veces en encender el fuego.

– Maldita sea -murmuró.

Sabía que aquel momento con su hijo era precioso. Sabía que un solo instante de precipitación lo estropearía por completo. Y no podía destruirlo hasta averiguar lo que deseaba.

Oyó que el chico se removía. La silla se deslizó sobre el linóleo.

– Habrá que comprar una cocina nueva dentro de poco, ¿eh? -dijo a toda prisa para que no se marchara-. Estará preparado dentro de nada, Jim -añadió, cuando creyó que iba a salir. Sin embargo, en lugar de irse, se acercó a un cajón. Sacó una caja de cerillas. Rascó una, la acercó al quemador y la llama se encendió. La cerilla ardió entre sus dedos como el viernes por la noche, pero esta vez su madre se encontraba más cerca de él, y la sopló cuando estuvo a punto de chamuscar su piel.

Ya era más alto que ella, observó. No tardaría en ser tan alto como su padre. Tenía la impresión de que hacía poco aún podía mirarle desde arriba, y todavía menos tiempo que sus ojos estaban a la misma altura. Y ahora, tenía que alzar la barbilla para mirarle. Era en parte muchacho y en parte hombre.

– ¿Los policías te hicieron daño? -preguntó-. ¿Te liaron?

Jimmy negó con la cabeza. Se volvió para irse, pero ella le cogió de la muñeca. El chico intentó soltarse. Jeannie resistió.

Dos días de agonía ya eran suficientes, decidió. Dos días de decir para sus adentros «No, no lo haré, no, no puedo» no le habían proporcionado la menor información, la menor comprensión, la menor tranquilidad. ¿Cómo te perdí, Jimmy?, pensó. ¿Dónde? ¿Cuándo? Quería ser fuerte por todos nosotros, pero solo conseguí que te alejaras cuando me necesitabas. Pensé que si demostraba mi capacidad de soportar el dolor sin desmoronarme, los tres aprenderíais a asimilarlo. Pero no fue así, ¿verdad, Jimmy? No es así.

Y, como sabía que había llegado a un grado de comprensión del que antes carecía, encontró el valor.

– Cuéntame qué dijiste a la policía.

Dio la impresión de que la cara de Jimmy se endurecía, primero alrededor de los ojos, después la boca, y luego el mentón. No intentó soltarse, pero concentró su atención en la labor de punto de aguja enmarcada que colgaba sobre los fogones. Estaba desteñida y manchada de grasa, pero aún se podían leer las palabras bordadas sobre el fondo verde y blanco de un campo de criquet con sus jugadores: EL PARTIDO NO SE TERMINA CUANDO TERMINA LA SERIE DE PELOTAS BOLEADAS, un regalo para Kenny de su suegra. Jeannie comprendió que tendría que haberla quitado hacía tiempo.

– Dímelo. Habla conmigo, Jimmy. Me equivoqué, pero lo hice con buena intención. Tienes que darte cuenta, hijo. Tienes que darte cuenta de que te quiero. Siempre. Tienes que hablar conmigo. He de saber lo que pasó el miércoles por la noche.

El muchacho se estremeció, como si un espasmo le recorriera desde los hombros hasta los dedos de los pies. Jeannie aumentó la presión sobre su muñeca. Jimmy no intentó soltarse. La mano de Jeannie ascendió por su brazo hasta el hombro. Tocó su cabello.

– Dímelo. Habla conmigo, hijo. -Añadió lo que deseaba añadir, aunque no lo creyera ni por un momento-. No permitiré que nada te haga daño, Jim. Superaremos este mal trago, pero debo saber lo que les dijiste.

Esperó a que hiciera la pregunta lógica, «¿por qué?», pero Jimmy siguió callado. La sopa de tomate desprendía oleadas de aroma desde el hornillo, y ella la revolvió sin mirarla, con los ojos clavados en su hijo. Miedo, certeza, incredulidad y rechazo daban vueltas en su interior como comida pasada, pero intentó que no se reflejaran en su expresión ni en el tono de su voz.

– Cuando tenía catorce años, empecé a salir con tu padre -dijo-. Quería ser como mis hermanas, que siempre salían con chicos, y pensé que yo podía hacer lo mismo, no son mejores que yo. -Jimmy no apartaba la vista de la labor de punto. Jeannie revolvió la sopa y continuó-. Nos lo pasamos bien, pero mi padre se enteró porque tu tía Lynn se lo dijo. Una noche, cuando volvía de hacer travesuras con Kenny, mi padre se sacó el cinturón, me quitó hasta la última prenda de ropa y me dio una tunda mientras toda la familia miraba. No lloré, pero le odié. Quise que muriera. Me habría alegrado si hubiera caído fulminado en aquel momento. Creo que hasta yo misma le habría ayudado.

Cogió una sopera del aparador. Miró furtivamente a su hijo mientras vertía la sopa en el cuenco.

– Huele bien. ¿Quieres una tostada, Jim?

La expresión del muchacho oscilaba entre la cautela y la confusión. No lo había descrito como deseaba, aquella mezcla de rabia y humillación que la impulsó a desear, por un ciego momento, que su padre muriera mil veces. Jimmy no lo entendía. Quizá porque sus rabias eran diferentes, la de ella una breve tormenta, la de él un carbón que no paraba de arder.

Llevó la sopa a la mesa. Le sirvió leche. Le hizo una tostada. Puso la comida en la mesa y le indicó que se sentara. Jimmy se quedó al lado de los fogones.

Jeannie hizo el único comentario que le quedaba, uno en el que no creía, pero que él debía aceptar, si quería saber algún día la verdad.

– Lo único que importa somos nosotros, Jim -dijo-. Tú, yo, Stan y Shar. Lo único, Jim.

Jimmy desvió la vista hacia la sopa. Jeannie indicó la sopera y se sentó a la mesa, en un lugar que le obligaría a sentarse delante de ella si accedía a hacerle compañía. El muchacho se secó las manos en los tejanos. Engarrió los dedos.

– Bastardo -murmuró-. Se la empezó a tirar en octubre pasado, y ella le tenía bien cogido. Él dijo que solo eran amigos, porque ella estaba casada con un ricachón, pero yo lo sabía. Shar le preguntó cuándo volvería a casa, y él dijo que al cabo de uno o dos meses, cuando sepa quién soy, cuando haya aclarado las cosas. No te preocupes por nada, cariño, dijo. Pero solo pensaba en tirársela en cuanto pudiera. Le metía mano en el culo cuando pensaba que nadie miraba. Si la abrazaba, ella se refregaba contra su polla. Estaba claro que solo deseaban que desapareciéramos, para poder hacerlo.

Jeannie quiso taparse los oídos. No era el relato que quería escuchar, pero se obligó a hacerlo. Eliminó toda expresión de su cara y se dijo que le daba igual. Ya lo sabía, ¿no?, y aquella parte de la verdad no podía herirla más.

– Ya no era papá -siguió Jimmy-. Estaba chiflado por ella. Ella telefoneaba y él salía perdiendo el culo. Si ella decía déjame en paz, papá, daba puñetazos a las paredes. Ella decía, necesito o quiero, y allá iba él como, un cohete, a hacer lo que fuera por complacerla. Y cuando terminó con ella…

Jimmy calló, pero siguió mirando la sopa, como si viera la historia de la tópica relación en el fondo de la sopera.

– Y cuando terminó con ella…

Jeannie habló pese a la lanzada de dolor que había llegado a conocer tan bien.

Su hijo lanzó un bufido despectivo.

– Ya lo sabes, mamá. -Por fin, se sentó a la mesa, frente a ella-. Era un mentiroso. Era un bastardo. Un farsante de mierda. -Hundió la cuchara en la sopa. La sostuvo a la altura de la barbilla. La miró a los ojos por primera vez desde que había vuelto a casa-. Y tú le querías muerto. Le querías muerto más que nada en el mundo, ¿verdad mamá? Los dos lo sabemos, ¿verdad?

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