Capítulo 11

La terraza de la taberna El Peso de la Paja hormigueaba de vida. Brillaban luces en los árboles y formaban un techo resplandeciente sobre los clientes, brillaban sobre los brazos desnudos y las piernas largas de quienes celebraban el tiempo cálido de mayo. Al contrario que la noche anterior, Barbara no pensó en unirse a la fiesta mientras pasaba por delante. Aún no había trasegado su pinta semanal de Bass, aún no había hablado con nadie del vecindario, excepto la Bhimani de la verdulería, pero eran las diez y media, llevaba levantada demasiado tiempo y había dormido demasiado poco. Estaba hecha polvo.

Aprovechó el primer espacio libre que encontró para aparcar, junto a un montón de bolsas de basura. Era en Steele's Road, bajo un aliso cuyas ramas se alzaban a bastante altura sobre la calle y prometían una prodigiosa alfombra de deyecciones de pájaros por la mañana. No es que importaran demasiado las deyecciones de pájaros, teniendo en cuenta el estado del Mini. Si su suerte persistía, pensó Barbara, habría bastante guano para tapar los agujeros que sembraban la capota oxidada del coche.

Sorteó las bolsas de basura para subir a la acera y se arrastró en dirección a Eton Villas. Bostezó, masajeó su hombro dolorido y juró desparramar el contenido de su bolso y llevar a cabo una selección racional de sus pertenencias. ¿Qué había en el maldito trasto?, se preguntó mientras lo cargaba hasta casa. Parecía lleno de ladrillos. De hecho, parecía que se hubiera parado en la verdulería de Jaffri, hubiera comprado otras dos bolsas de hielo y las hubiera metido en el bolso.

Sus pasos se detuvieron cuando recreó la imagen mental que sugerían la tienda y el hielo. Mecagüen la leche, pensó. Se había olvidado de la nevera.

Apresuró el paso. Dobló la esquina de Eton Villas. Esperó y rezó contra toda esperanza para que el hijo del hijo del abuelo se hubiera hecho una composición de lugar después de su largo viaje desde Fulham a Chalk Farm en su camión con la parte posterior al aire. Barbara no le había dicho exactamente dónde debía descargar la nevera, pues había supuesto que estaría en casa cuando llegara, pero como no había sido este el caso, el hombre habría preguntado la dirección. No la habría dejado tirada en la acera, ¿verdad? No la habría abandonado en plena calle.

Cuando llegó a casa, descubrió que no había hecho ninguna de ambas cosas. Subió por el camino particular, esquivó un Golf rojo último modelo, abrió el portal y vio que el hijo del hijo del abuelo había logrado (con o sin ayuda, nunca lo sabría) cruzar el jardín y bajar cuatro peldaños de hormigón estrecho con la maldita nevera. Se erguía frente a la planta baja de la casa, medio envuelta en una manta rosa, con una pata hundida en un delicado montoncito de manzanilla que crecía entre las losas.

– Mal -bufó Barbara-. Mal, mal, mal. Capullo de mierda.

Pateó una losa y apoyó el hombro contra la cuerda que sujetaba la manta rosa. Lanzó un gruñido, empujó y calculó el peso que debería aplicar para subir la nevera por los cuatro peldaños, empujarla hasta la puerta e introducirla en su casa, al final del jardín. Consiguió levantar un lado cinco centímetros, pero el esfuerzo hundió más el otro lado en la manzanilla, la cual habría plantado sin duda el residente de la planta baja por una necesidad médica crucial a la que ya no podría atender por culpa del hijo del hijo del abuelo.

– Mecagüen sus muertos -dijo, y dio otro empujón a la nevera. Se hundió otro centímetro. Empujó una vez más. Se hundió una vez más-. Que te den por el culo -dijo, con la misma energía utilizada para empujar. Metió la mano en el bolso y sacó los cigarrillos. Irritada, se acercó a un banco de madera que había frente a las puertas cristaleras de la planta baja. Se sentó y encendió un cigarrillo. Observó la nevera a través del humo y trató de decidir qué hacer.

Una luz se encendió sobre su cabeza. Se abrió una de las puertas cristaleras. Barbara se volvió y vio a la misma niña morena y menuda que había visto poniendo platos en la mesa la noche anterior. Esta vez, no llevaba el uniforme del colegio, sino un camisón, largo y blanco, con volantes en el borde y una cinta en el cuello. Aún llevaba el pelo recogido en trenzas.

– ¿Es suya? -preguntó la niña en tono solemne, mientras utilizaba un pie para rascarse el tobillo opuesto-. Estábamos intrigados.

Barbara miró detrás de la niña. El piso estaba a oscuras, salvo por un haz de luz que surgía de una puerta abierta al fondo.

– Olvidé que la iban a traer -dijo Barbara-. Un idiota la dejó aquí por equivocación.

– Sí, yo le vi. Intenté decirle que no queríamos una nevera, pero no me escuchó. Ya tenemos una, le dije, y se la habría dejado ver, pero no debo dejar entrar a nadie cuando papá no está en casa, y aún no había llegado. Ahora, sí que está.

– ¿Sí? -interrogó Barbara.

– Sí, pero está dormido. Por eso hablo en voz baja, para no despertarle. Trajo pollo para cenar y yo preparé courgettes, tomamos chapatis, y luego se fue a dormir. No debo dejar entrar a nadie cuando no está en casa. Ni siquiera debo abrir la puerta, pero ahora no pasa nada, porque está en casa. Si le necesito, puedo gritar, ¿verdad?

– Claro.

Barbara tiró la ceniza sobre las pulcras losas y, cuando los ojos de la niña siguieron su descenso con un fruncimiento de entrecejo pensativo, Barbara pisó la ceniza con el pie, hasta reducirla a una mancha grisácea. La niña observó sus movimientos y se mordisqueó el labio.

– ¿No deberías estar en la cama? -preguntó Barbara.

– Temo que no duermo bien. Leo hasta que se me cierran los ojos. He de esperar a que papá se duerma para encender la luz, porque si lo hago cuando aún está despierto, entra en mi habitación y me quita el libro. Dice que debería contar desde cien hacia atrás para dormirme, pero creo que es mucho más agradable leer, ¿no le parece? Además, si cuento desde cien hacia atrás, cuando llego al cero aún no me he dormido, y no sé qué hacer.

– Es un problema, desde luego. -Barbara escudriñó el piso-. ¿Tu mamá no está?

– Ha ido a ver a unos amigos. A Ontario. Eso está en Canadá.

– Sí, lo sé.

– Aún no me ha enviado ninguna postal. Supongo que estará ocupada, que es lo que pasa cuando vas a ver a los amigos. Mi mamá se llama Malak. Bueno, ese no es su verdadero nombre. Papá la llama así. Malak significa ángel. ¿A que es bonito? Ojalá me llamara yo así. Mi nombre es Hadiyyah, y no es tan bonito como Malak. Tampoco significa ángel.

– Es un nombre muy bonito.

– ¿Usted tiene nombre?

– Lo siento. Soy Barbara. Vivo ahí detrás.

Las mejillas de Hadiyyah formaron pequeñas bolsas cuando sonrió.

– ¿En esa casita tan bonita? -Enlazó las manos sobre el pecho-. Oh, yo quería vivir en ella cuando nos mudamos, pero era demasiado pequeña. Es como una casa de muñecas. ¿Puedo verla?

– Claro. ¿Por qué no? Cuando quieras.

– ¿Puedo verla ahora?

– ¿Ahora? -preguntó Barbara. Empezaba a sentirse un poco incómoda. ¿No empezaba todo así antes de que un inocente sospechoso fuera acusado de cometer un crimen infame contra un niño?-. No sé. ¿No deberías estar en la cama? ¿Y si tu papá se despierta?

– Nunca se despierta antes de la mañana. Nunca. Solo si tengo pesadillas.

– Pero si oyera un ruido, se despertara y no te viera…

– Es como si no me moviera de aquí. -Le dedicó una sonrisa de elfo-. Estaré en la parte de atrás de la casa. Puedo escribir una nota y dejarla sobre mi cama, por si se despierta. Diré que estoy en la parte de atrás. Diré que estoy con usted… Hasta pondré su nombre, diré que estoy con Barbara, y que usted me acompañará de vuelta cuando haya visto la casa. ¿Cree que será suficiente?

No, pensó Barbara. A ella le bastaría con una larga ducha caliente, un bocadillo de huevo frito y una taza de Horlicks, porque una sola lonja de jamón asado y un trozo de queso con un nombre francés extravagante no eran suficientes para cenar. Y después, lo que también le bastaría, si era capaz de mantener los ojos abiertos, sería un cuarto de hora literario, para averiguar qué guardaba exactamente Flint Southern para Star Flaxen en sus ajustadísimos tejanos.

– En otro momento.

Barbara se colgó el bolso al hombro y se levantó del banco de madera.

– Supongo que está cansada, ¿verdad? -dijo Ha-diyyah-. Supongo que está agotada.

– Exacto.

– A papá le pasa lo mismo cuando llega de trabajar. Se deja caer en el sofá y no se mueve durante una hora. Le llevo té. Le gusta el té Earl Grey. Sé preparar té.

– ¿De veras?

– Sé filtrarlo. El secreto está en el filtrado.

– El filtrado.

– Oh, sí.

La niña tenía aún las manos enlazadas sobre el pecho, como si sostuviera un talismán entre ellas. Sus grandes ojos oscuros eran tan suplicantes que Barbara deseó decirle con brusquedad que se endureciera, que se acostumbrara a la vida. En cambio, tiró el cigarrillo a las losas, lo aplastó con la punta de la bamba y guardó la colilla en el bolsillo de los pantalones.

– Escríbele una nota -dijo-. Te esperaré.

La sonrisa de Hadiyyah fue beatífica. Giró en redondo. Entró como una flecha en el piso. La franja de luz se ensanchó cuando entró en la habitación del fondo. Volvió en menos de dos minutos.

– He pegado la nota a la lámpara -confesó-, pero no es probable que se despierte. No suele hacerlo, a menos que yo tenga pesadillas.

– Muy bien. -Barbara se encaminó a los peldaños-. Por aquí.

– Conozco el camino. -Hadiyyah se adelantó-. La semana que viene es mi cumpleaños -gritó sin mirar atrás-. Cumpliré ocho. Papá me ha dado permiso para celebrar una fiesta. Dice que me traerá pasteles de chocolate y helado de fresa. ¿Vendrá? No hace falta que traiga un regalo.

Se alejó sin esperar la respuesta.

Barbara observó que no se había puesto los zapatos. Fantástico, pensó. La niña cogería una pulmonía y ella sería la culpable.

Alcanzó a Hadiyyah en el parche de césped que separaba la casa principal de la casa de Barbara. La niña se había detenido para enderezar un triciclo volcado.

– Es de Quentin -dijo-. Siempre deja sus cosas fuera. Su mamá se enfada mucho y le grita desde las ventanas, pero él nunca le hace caso. Supongo que no sabe lo que ella quiere de él, ¿verdad?

No esperó a la respuesta. Señaló una meridiana de lona plegable, y después una mesa de plástico blanca y dos sillas a juego.

– Es de la señora Downey. Vive en el estudio. ¿La conoce? Tiene un gato llamado Jones. Y esas son de los Jensen. No me caen muy bien, los Jensen, quiero decir, pero usted no se lo dirá, ¿verdad?

– Mamá tiene la última palabra a ese respecto.

Hadiyyah arrugó la nariz.

– Es usted un poco descarada, ¿verdad? Papá no quiere que sea descarada con la gente. Tendrá que ir con cuidado cuando le conozca, ¿vale? Es importante que le caiga bien, así podrá venir a la fiesta. Es por mi cumpleaños. Es…

– La semana que viene, sí.

Barbara condujo a la niña hasta la puerta principal y buscó la llave en su bolso. Abrió la puerta y encendió la luz del techo. Hadiyyah pasó delante.

– ¡Qué bonita! -exclamó-. Es perfecta. Igual que una casa de muñecas. -Se precipitó al centro de la sala y empezó a dar vueltas-. Ojalá viviera aquí. Ojalá. Ojalá.

– Te vas a marear.

Barbara dejó el bolso sobre la encimera. Fue a llenar la tetera.

– No -contestó Hadiyyah. Giró tres veces más, paró y se tambaleó-. Bueno, quizá un poquito. -Miró a su alrededor. Se frotó las manos en los costados del camisón. Su mirada voló de un objeto a otro-. La ha arreglado muy bien, Barbara -dijo por fin, con estudiada formalidad.

Barbara reprimió una sonrisa. Hadiyyah oscilaba entre las buenas maneras y un gusto dudoso. Todo lo que contenía la sala procedía de la casa de sus padres en Acton o de una venta de artículos donados. En el primer caso, el objeto era maloliente, raído, mellado o maltratado. En el segundo, era funcional y poco más. El único mueble nuevo que se había permitido comprar era el sofá cama. Era de mimbre, y el colchón estaba cubierto por una hilera de almohadones moteados y un cubrecama decorado con motivos hindúes.

Hadiyyah se acercó a la cama y examinó una foto enmarcada que descansaba sobre la mesa contigua. Se balanceaba tanto de un pie al otro que Barbara estuvo tentada de preguntarle si necesitaba ir al lavabo.

– Es mi hermano. Tony -dijo.

– Es pequeño. Como yo.

– Fue tomada hace mucho tiempo. Murió.

Hadiyyah frunció el entrecejo. Miró a Barbara.

– Qué triste. ¿Aún se siente triste?

– A veces. No siempre.

– Yo estoy triste a veces. Por aquí no hay niños con quienes jugar, y no tengo hermanos. Papá dice que estar triste está bien si examino mi alma y decido que es un sentimiento sincero. No sé muy bien cómo examinar mi alma. Lo he intentado mirándome en el espejo, pero me sentí muy rara cuando me miré demasiado rato. ¿Le ha pasado alguna vez? ¿Se ha mirado en el espejo y se ha sentido toda rara?

Barbara rió, pese a todo. Sacó el cubo de debajo del fregadero y examinó su escaso contenido.

– Casi cada día -contestó. Sacó dos huevos y los puso encima de la encimera. Buscó sus cigarrillos en el bolso.

– Papá fuma. Sabe que no debería, pero lo hace. Lo dejó durante dos años enteros porque a mamá no le gustaba, pero ahora ha vuelto a recaer, y ella se disgustará mucho cuando vuelva. Está…

– En Canadá.

– Exacto. Ya se lo había dicho, ¿verdad? Lo siento.

– No pasa nada.

Hadiyyah se acercó al lado de Barbara y examinó el hueco que había en la cocina.

– Es para la nevera -anunció-. No debe preocuparse por la nevera, Barbara. Cuando papá se levante mañana, se la traerá. Le diré que es de usted. Le diré que es amiga mía. ¿Le parece bien? Es una buena idea, decir eso. Papá estará encantadísimo de ayudar a mi amiga.

Esperó ansiosa la respuesta de Barbara, erguida sobre una pierna y con las manos enlazadas a la espalda.

– Claro. Puedes decírselo -contestó Barbara, y se preguntó en qué lío se estaba metiendo.

Una sonrisa radiante apareció en el rostro de Hadiyyah. Dio vueltas por la sala hasta llegar a la chimenea.

– Es bonita también. ¿Cree que funciona? ¿Podremos asar malvaviscos? ¿Eso es un contestador automático? Mire, tiene una llamada, Barbara. -Extendió la mano hacia el aparato, que descansaba junto a la chimenea-. ¿Vamos a ver quién…?

– ¡No!

Hadiyyah echó la mano hacia atrás. Se alejó a toda prisa del aparato.

– No tendría que haber…

Parecía tan avergonzada que Barbara dijo:

– Lo siento. No quería gritarte.

– Supongo que está cansada. Papá grita a veces, sobre todo cuando está cansado. ¿Le preparo té?

– No, gracias. He puesto agua a hervir. Ya me lo prepararé yo.

– Ah. -Hadiyyah miró a su alrededor, como si buscara algo que hacer. Al no ver nada, murmuró-: Debería irme.

– Ha sido un día muy largo.

– Sí, ¿verdad?

Hadiyyah caminó hacia la puerta y Barbara observó por primera vez que las diminutas horquillas que sujetaban sus trenzas eran blancas. Se preguntó si la niña las cambiaba cada vez que se cambiaba de ropa.

– Bien -dijo cuando llegó a la puerta-. Buenas noches, Barbara. Ha sido un placer conocerla.

– Igualmente -contestó Barbara-. Espera un momento, te acompañaré.-Vertió agua caliente en la taza de té y tiró una bolsa dentro. Cuando se volvió hacia la puerta, la niña había desaparecido-. Hadiyyah -llamó, y salió al jardín.

– Buenas noches, buenas noches -oyó que contestaba la niña, y vio el revoloteo de su camisón blanco, que se destacaba contra la casa mientras volvía sobre sus pasos-. No se olvide de la fiesta. Es…

– Por tu cumpleaños -dijo en voz baja Barbara-. Lo sé, lo sé.

Esperó a oír el ruido de su puerta al cerrarse y volvió a su té.

El contestador automático la reclamaba, como un recordatorio de la segunda obligación que había descuidado aquel día. No era necesario escuchar el mensaje para saber de quién era. Descolgó el teléfono y marcó el número de la señora Flo.

– Caramba, estábamos tomando una buena taza de Bourn-vita -contestó la señora Flo-, y una tostadita de extracto de levadura. Mamá ha cortado el pan…, ¿verdad, querida? Sí, está muy bien, ¿no?, y las introducimos en la tostadora con la mayor facilidad del mundo y vigilamos para que no se quemen.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Barbara-. Lamento no haber podido ir. Me retuvo un caso.

Se oyó el sonido de unos pies al arrastrarse sobre linóleo.

– Vigilarás eso un momento, ¿verdad, querida? -dijo la señora Fio a alguien-. Sí, quédate al lado, así. Bien hecho. Ya sabes lo que has de hacer si empieza a sacar humo, ¿verdad? ¿Me avisarás, querida?

Hubo unos murmullos de respuesta. Siguieron unas risitas apagadas.

– Así que esta noche te.estás portando mal, ¿eh? -dijo la señora Fio. Y luego, cuando pronunció la palabra «Barbie», el timbre de su voz cambió, como si hubiera entrado en una habitación más pequeña.

Ha salido de la cocina al pasillo, pensó Barbara. Experimentó una momentánea desazón.

– Acabo de volver del trabajo -dijo-. ¿Ha…? ¿Cómo está mamá?

– Trabajas demasiado, querida -contestó la señora Flo-. ¿Comes bien? ¿Te cuidas? ¿Duermes lo suficiente?

– Estoy bien. Todo va bien. Tengo una nevera plantada delante del piso de mi vecino en lugar de en mi cocina, pero aparte de eso, nada ha cambiado en mi vida. ¿Cómo está mamá, señora Flo? ¿Ha mejorado?

– El estómago la ha molestado durante todo el día y no quiso comer, lo cual me preocupó un poco, pero la cosa ha ido mejorando. Te echa de menos.

La señora Flo hizo una pausa. Barbara la imaginó de pie en el pasillo oscuro que conducía a la cocina. Llevaría uno de sus impolutos vestidos camiseros, con uno de sus innumerables broches en forma de flor prendido en la garganta. Las mallas de sus piernas harían juego con algún color del vestido, y los zapatos de suela plana estarían pulidos a la perfección. Barbara nunca la había visto ataviada de otra manera. Incluso cuando trabajaba en el jardín, la señora Flo vestía como si esperara que la princesa viniera a tomar el té.

– Sí -dijo Barbara-. Lo sé. Joder. Lo siento.

– No debes preocuparte y no has de sentirte culpable -dijo con firmeza la señora Flo. Su voz era cálida-. Haces lo que puedes. Mamá está casi perfecta en este momento. Aún tiene un poco de fiebre, pero ahí está, comiendo su tostada de extracto de levadura.

– No va a sobrevivir solo con eso.

– De momento, es lo que le conviene, querida.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Por supuesto. Se sentirá alegre como una alondra cuando oiga tu voz. -Su voz cambió de nuevo cuando volvió a entrar en la cocina, mientras hablaba algo alejada del auricular-. He recibido una llamada telefónica especial, queridas. ¿Quién creéis que ha llamado especialmente para hablar con su mamá? Señora Pendlebury, ¿qué está haciendo con esa mermelada? Mire, querida, se pone encima de la tostada. Así. Sí. Muy bien, querida.

Pasó un momento. Barbara intentó no pensar en la tostada de extracto de levadura, en mermelada, en comida de ningún tipo. Su madre no estaba bien, no había ido a visitarla, y solo podía pensar en embutirse algo mínimamente comestible entre pecho y espalda. ¿Qué clase de hija era?

– ¿Doris? ¿Dorrie? -La voz de la señora Havers tembló insegura al otro extremo de la línea-. La señora Flo dice que ya no hay apagones. Dije que debíamos cubrir las ventanas para que los alemanes no nos vieran, pero ella dijo que era innecesario. Ya no hay guerra. ¿Lo sabías? ¿Mamá ha destapado las ventanas de casa?

– Hola, mamá -dijo Barbara-. La señora Flo me ha dicho que ayer pasaste un mal día, y hoy también. ¿Cómo va tu estómago?

– Te vi con Stevie Baker. Tú pensaste que no, pero te vi, Dorrie. Te había subido el vestido y bajado las bragas. Estabas haciendo lo que no debes con él.

– Mamá, no soy tía Doris. Murió durante la guerra, ¿recuerdas?

– Pero si no hay guerra. La señora Flo ha dicho…

– Quería decir que la guerra terminó, mamá. Soy Barbara. Tu hija, tía Doris murió.

– Barbara. -La señora Havers repitió el nombre en un tono tan pensativo que Barbara imaginó las ruedas de su cerebro en desintegración que chirriaban en su cabeza-. No creo recordar…

Estaría retorciendo el cable del teléfono entre sus dedos, a medida que aumentaba su confusión. Su mirada pasearía alrededor de la cocina de la señora Flo, como si la clave del enigma estuviera escondida allí.

– Vivíamos en Acton -dijo Barbara con dulzura-. Tú y papá. Yo. Tony.

– Tony. Tengo una foto arriba.

– Sí. Ese es Tony, mamá.

– No viene a verme.

– No. Bueno, es que… -Barbara se dio cuenta de que aferraba con fuerza el auricular, y se obligó a disminuir la presión-. También está muerto.

Como su padre. Como todos los que habían formado la circunferencia del pequeño mundo de su madre.

– ¿Sí? ¿Cómo…? ¿Murió en la guerra como Dorrie?

– No. Tony era demasiado pequeño. Nació después de la guerra. Mucho tiempo después.

– ¿No le alcanzó una bomba?

– No, no. No fue nada por el estilo. -Mucho peor, pensó Barbara, mucho más cruel que un segundo de luz, fuego, llamas y una interminable caída en la eternidad-. Tenía leucemia, mamá. Es cuando la sangre se pone mala.

– Leucemia. Ah. -Su voz se animó-. Yo no tengo eso, Barbie. El estómago me Hace ruidos. La señora Fio quiso que tomara sopa este mediodía, pero no pude. No quería bajar. Pero ahora sí que como. Hemos hechos tostadas de extracto de levadura, y tenemos mermelada de moras. Estoy comiendo la levadura. La señora Pendlebury está comiendo la mermelada.

Barbara dio gracias mentalmente al cielo por el momento de lucidez y se aferró a él antes de que su madre divagara de nuevo.

– Estupendo. Eso te sentará muy bien, mamá. Has de comer para mantenerte fuerte. Escucha, siento muchísimo no haber podido ir hoy. Anoche me llamaron para que investigara un caso, pero intentaré escaparme antes del próximo fin de semana. ¿De acuerdo?

– ¿Vendrá Tony también? ¿Vendrá papá, Barbie?

– No. Solo yo.

– Pero hace mucho tiempo que no veo a papá.

– Lo sé, mamá, pero te traeré un regalo. ¿Te acuerdas cuando hablabas de las vacaciones en Nueva Zelanda? ¿Del viaje a Auckland?

– El verano es invierno en Nueva Zelanda, Barbie.

– Exacto. Excelente, mamá. -Era extraño, pensó Barbara, los datos que recordaba, las caras que olvidaba. ¿De dónde procedía la información? ¿Cómo se extraviaba?-. Tengo los folletos. La próxima vez que venga, podrás empezar a planificar las vacaciones. Lo haremos juntas, tú y yo. ¿Qué te parece?

– Pero no podremos irnos de vacaciones si hay un apagón, ¿verdad? Y Stevie Baker no querrá que te vayas sin él. Si haces salchichas con Stevie Baker, pasará algo malo, Dorrie. Vi su salchicha, ¿sabes? Vi dónde la puso. Tú pensaste que yo estaba pelando patatas en la cocina, pero te seguí. Vi cómo te besó. Te quitaste las bragas, y luego mentiste a mamá. Dijiste que Cora Trotter y tú habíais ido a enrollar vendajes. Dijiste que estabas practicando para cuando fueras a Wren. Dijiste…

– ¿Barbie? -La voz suave de la señora Flo, al fondo. La señora Havers- continuó recitando los pecados de su hermana adolescente-. Se está poniendo un poco nerviosa, querida. No hay por qué preocuparse, de todos modos. Tu llamada la ha exaltado. Se calmará en cuanto tome un poco más de Bourn-vita y la tostada. Después, se cepillará los dientes y se acostará. Ya se ha bañado.

Barbara tragó saliva. Nunca era fácil. Siempre se preparaba para lo peor. Sabía lo que la esperaba. Pero de vez en cuando, cada tres o cuatro conversaciones con su madre, sentía que parte de sus energías se desgastaban, como un acantilado de arenisca erosionado demasiado tiempo por el océano.

– De acuerdo -dijo Barbara.

– No quiero que te preocupes.

– De acuerdo -repitió Barbara.

– Mamá sabe que vendrás a verla cuando puedas.

Mamá no sabía nada por el estilo, pero era un comentario muy amable por parte de la señora Flo. Barbara se preguntó, no por primera vez, de dónde sacaba Florence Magentry su presencia de ánimo, su paciencia, su bondad esencial.

– Estoy ocupada en un caso -repitió-. Quizá lo haya leído o visto en los telediarios. El jugador de criquet. Fleming. Murió en un incendio.

– Pobre criatura -dijo la señora Flo.

Sí, pensp Barbara. Ya lo creo. Pobre criatura.

Colgó y volvió a por su té. Las cáscaras de los huevos que había dejado sobre la encimera se habían cubierto de gotitas de humedad. Levantó uno. Se acarició la mejilla con él. Se le habían pasado las ganas de comer.

Lynley se aseguró de cerrar con llave la puerta del piso de Helen cuando se marchó. Dedicó un momento a reflexionar sobre el pomo de latón y la cerradura a juego. Helen no estaba en casa. A juzgar por el hecho de que no había recogido el correo, no había estado en casa en casi todo el día. Por lo tanto, como un detective aficionado, había recorrido el piso, en busca de pistas que explicaran su desaparición.

Los platos depositados en el fregadero eran los del desayuno (el por qué Helen era incapaz de pasar agua a un cuenco de cereales, una taza de café, un platillo y dos cucharas, siempre sería un misterio para él), y daba la impresión de que tanto The Times como el Guardian habían sido desdoblados y leídos. Perfecto. Eso quería decir que no había tenido prisa por marcharse, y ninguna circunstancia imprevista la había disgustado hasta el punto de acabar con su apetito. La realidad era que nunca había visto a Helen perder el apetito por nada, pero al menos ya tenía algo por dónde empezar, ni prisas por irse ni catástrofes.

Fue a su dormitorio. La cama estaba hecha, un apoyo más a la teoría de la ausencia de prisas. El tocador estaba tan ordenado como la noche anterior. El joyero estaba cerrado. Un frasco de perfume con base plateada estaba algo desviado de los demás, y Lynley desenroscó el tapón.

Lynley se preguntó si era un mal augurio que se hubiera puesto perfume antes de marcharse. ¿Se ponía siempre? ¿Se había puesto anoche? No se acordaba. Experimentó una vaga sensación de inquietud cuando se preguntó si no acordarse era tan mal presagio como el hecho de que Helen se hubiera perfumado por primera vez desde hacía semanas. ¿Por qué se ponían perfume las mujeres, al fin y al cabo? Para seducir, para despertar el interés, para excitar, para invitar.

El pensamiento le empujó hacia el ropero. Empezó a examinar su ropa. Trajes, vestidos, pantalones, trajes sastre. Si se había citado con alguien, su manera de vestir revelaría, sin duda, el sexo, cuando no la identidad. Se puso a pensar en los hombres que habían sido sus amantes. ¿Qué llevaba cuando la había visto con ellos? Era una pregunta sin respuesta. Una tarea condenada al fracaso. No se acordaba. Descubrió que el tacto, frío como agua, de un camisón de raso contra su mejilla, colgado en la puerta del ropero, le distraía.

Locura, pensó. No, sandez. Cerró la puerta del ropero, disgustado. ¿En qué se estaba convirtiendo? Si no se controlaba, no tardaría en descubrirse besando sus joyas o acariciando las suelas de sus zapatos nuevos.

Eso era, pensó. Las joyas. La mesita de noche. El anillo. El estuche no estaba donde lo había dejado anoche. Ni tampoco sobre la cómoda. Ni entre sus demás joyas. Lo cual significaba que llevaba puesto el anillo, lo cual significaba que había accedido, lo cual significaba que había ido a ver a sus padres para darles la buena noticia.

Pasaría la noche en su casa, por lo tanto se había llevado una maleta. Claro, eso era. ¿Por qué no lo había comprendido al instante? Corrió hacia el aparador del pasillo para verificar sus conclusiones. Otro callejón sin salida. Las dos maletas de Helen estaban allí.

Volvió a la cocina y vio lo que había visto al principio y había preferido pasar por alto. El contestador automático parpadeaba furiosamente, como si hubiera recibido un montón de llamadas durante todo el día. Se dijo que no debía caer tan bajo. Si empezaba invadiendo su contestador automático, pronto se dedicaría a abrir sus cartas. La cuestión, en definitiva, era que Helen había salido, no había vuelto en todo el día, y si iba a volver de un momento a otro, lo haría sin que él la acechara entre los matorrales como un Romeo herido de amor a la espera de la luz.

Salió del piso y volvió a Eton Terrace. Aparcó en Sydney Street y caminó hacia el silencioso barrio de Belgravia, el de los pórticos blancos. Se dijo que, de todos modos, estaba agotado, que un whisky le sentaría de maravilla.

– Buenas noches, milord. Un largo día para usted. -Denton le recibió en la puerta. Llevaba bajo el brazo una pila de toallas blancas, dobladas con absoluta pulcritud. Pese a que vestía la chaqueta y pantalones de costumbre, ya se había puesto las zapatillas de estar por casa, la sutil manera de Denton de indicar que estaba «relevado del servicio»-. Le esperábamos a eso de las ocho.

Ambos miraron el reloj de pared cuyo tictac resonaba estruendosamente en la entrada. Las once menos dos minutos.

– ¿A las ocho? -preguntó Lynley, sin comprender.

– Exacto. Lady Helen dijo…

– ¿Helen? ¿Ha telefoneado?

– No le ha hecho falta telefonear.

– ¿Que no le ha hecho falta…?

– Está en casa desde las siete. Dijo que usted le había dejado un mensaje. Dijo que tenía la impresión de que usted llegaría alrededor de las ocho. Vino y preparó la cena mientras le esperaba. Temo que se habrá enfriado. Sólo se puede esperar tamaña longevidad de la pasta. Intenté disuadirla de cocinar antes de que llegara usted, pero no escuchó mis consejos.

– ¿Cocinar? -Lynley lanzó una mirada vaga en dirección al comedor, situado en la parte posterior de la casa-. Denton, ¿me estás diciendo que Helen ha preparado la cena? ¿Helen?

– Sin querer meterme en lo que ha hecho en mi cocina, eso he dicho. -Denton cambió las toallas al otro brazo y se encaminó a la escalera. Movió la cabeza hacia arriba-. Está en la biblioteca -dijo, y empezó a subir la escalera-. ¿Quiere que le prepare una tortilla? Créame, la pasta sólo le servirá como tope de puerta.

– Cocinar -repitió Lynley para sí, maravillado. Dejó a Denton esperando la respuesta. Se encaminó al comedor.

A aquellas alturas, tres horas después del momento en que habría debido consumirse, la cena recordaba a la comida de plástico que se exhibe en los escaparates de los restaurantes de Tokio. Helen había pergeñado una combinación de fettuccine y camarones, acompañada de ensalada mustia, espárragos flaccidos, una baguette a rebanadas y vino tinto, que había descorchado, pero sin servir. Lynley llenó las dos copas. Contempló el banquete.

– Cocinar -dijo.

Le intrigaba el sabor que tendría la comida. Por lo que él sabía, Helen nunca había preparado una comida entera (sin ayuda) en toda su vida.

Levantó su copa de vino y caminó alrededor de la mesa, mientras examinaba cada plato, cada tenedor, cada cuchillo. Cuando hubo completado el circuito del comedor, cogió un tenedor y pinchó tres hebras de fettuccine. La comida estaba fría, y ni siquiera un mi-croondas podría redimirla, pero aún así podría hacerse una idea…

– Diablos-susurró. ¿Qué cojones le había puesto a la salsa? Tomate, sin duda, pero ¿cabía la posibilidad de que hubiera utilizado estragón en lugar de perejil? Engulló la pasta con un enérgico trago de vino. Tal vez era mejor que hubiera llegado con tres horas de retraso para saborear las delicias culinarias esparcidas sobre la mesa.

Cogió la segunda copa y salió del comedor. Al menos, había vino. Y era un clarete muy decente. Se preguntó si lo habría elegido ella, o si Denton lo había desenterrado de la bodega.

Cuando pensó en Denton, sonrió. Podía imaginar el horror de su criado (y sus intentos por disimularlo) cuando Helen creó el caos en su cocina, rechazando sus sugerencias alegremente con frases como «Querido Denton, si aumentas mi confusión, me haré un lío. ¿Tienes especias, por cierto? Tengo entendido que las especias constituyen el secreto de una salsa de espagueti excelente».

Helen no habría captado la sutil diferencia entre una hierba y una especia. Habría espolvoreado nuez moscada y estragón sobre su mejunje con tanto entusiasmo como tomillo y salvia.

Subió la escalera hasta el primer piso y vio que la puerta de la biblioteca estaba abierta lo suficiente para dejar que un hilo de luz cayera sobre la alfombra. Helen estaba sentada en un sillón de orejas cerca de la chimenea, y el resplandor de una lámpara destinada a la lectura creaba una aureola de luz alrededor de su cabeza. A primera vista, daba la impresión de que estaba concentrada en un libro abierto sobre su regazo, pero cuando Lynley se acercó, comprobó que estaba dormida, con la mejilla apoyada sobre el puño. Había estado leyendo Las seis esposas de Enrique VIII, de Antonia Fraser, que no era el augurio auspicioso que Lynley esperaba de ella. Sin embargo, cuando vio que la biografía en la que se había quedado detenida era la de Jane Seymour, decidió interpretarlo como un signo positivo. Una inspección más minuciosa reveló que estaba en pleno proceso de Ana Bolena, la predecesora de la Seymour, un mal augurio. Por otra parte, el hecho de que se hubiera quedado dormida en mitad del juicio de Ana Bolena podía interpretarse como…

Lynley se sacudió mentalmente. Era irónico, cuando lo pensaba. Durante la mayor parte de su vida adulta, con una única excepción, siempre había llevado la voz cantante en sus relaciones con las mujeres. Siempre iba a la suya, y si se cruzaban en su camino, estupendo. Si no, en pocas ocasiones había lamentado una pérdida amorosa. Pero con Helen, todo su modus operandi se había visto trastocado. Durante los dieciséis meses transcurridos desde que había conseguido enamorarse de una mujer que había sido una de sus mejores amigas desde tiempo inmemorial, todo había cambiado. Oscilaba entre creer que comprendía por completo a las mujeres a desesperar de que algún día lograría reparar su profunda ignorancia. En sus períodos más lúgubres, se descubriría añorando lo que gustaba describir como «los viejos tiempos», cuando las mujeres nacían y se educaban para llegar a ser esposas, consortes, amantes, cortesanas o cualquier cosa que les exigiera una total sumisión a la voluntad del macho. De hecho, habría sido muy cómodo presentarse en casa del padre de Helen, anunciar sus intenciones, tal vez incluso negociar una dote, pero por encima de todo acabar de una vez por todas con ella, sin tener que preocuparse en lo más mínimo por sus deseos. Si los matrimonios fueran de conveniencia como antes, ya se habría preocupado de conquistarla después de poseerla. En la situación actual, el interminable cortejo le estaba agotando. Nunca había sido un hombre muy paciente.

Dejó la copa de Helen sobre la mesa, al lado de su sillón. Levantó el libro de su regazo, puso un punto en la página y lo cerró. Se acuclilló frente a ella y cogió su mano libre. La mano se movió, sus dedos se entrelazaron. Los de Lynley se cerraron sobre un objeto inesperado, duro y saliente. Bajó la vista y vio que llevaba el anillo que le había regalado. Levantó su mano y besó la palma.

Helen se removió por fin.

– Estaba soñando con Catalina de Aragón -murmuró.

– ¿Cómo era?

– Desdichada. Enrique no la trató muy bien.

– Por desgracia, se había enamorado.

– Sí, pero no la habría repudiado si le hubiera dado un hijo vivo. ¿Por qué son tan horribles los hombres?

– Menudo salto.

– ¿De Enrique a los hombres en general? No sé qué decirte. -Se estiró. Observó la copa de vino que sostenía Lynley-. Veo que has encontrado tu cena.

– En efecto. Lo siento, cariño. Si hubiera sabido…

– Da igual. Se la di a probar a Denton y, a juzgar por la expresión de su cara, y que intentó disimular, comprendí que no había alcanzado altas cotas culinarias. Fue muy amable al dejarme utilizar la cocina, de todos modos. ¿Describió el caos a que la reduje?

– Fue notablemente lacónico.

Helen sonrió. -Si tú y yo nos casamos, Denton se divorciará de ti, Tommy. ¿Cómo podría soportar que quemara los fondos de todas sus ollas y sartenes?

– ¿Eso hiciste?

– Fue lacónico, ¿eh? Qué hombre más adorable. -Cogió la copa y le dio vueltas por el pie-. Solo fue una olla, de hecho. Y pequeña, además. Tampoco quemé el fondo por completo. La receta exigía ajo salteado, así que lo puse a saltear y el teléfono me distrajo… Era tu madre, por cierto. Si la alarma antihumos no se hubiera disparado, habrías encontrado tu casa reducida a escombros, en lugar de -movió la mano en dirección al comedor- fettuccine a la mer avec les crevettes et les moules.

– ¡Qué quería mi madre?

– Ensalzar tus virtudes. Inteligencia, compasión, ingenio, integridad, fibra moral. Pregunté por tus dientes, pero no me fue de gran ayuda.

– Tendrías que hablar con mi dentista. ¿Quieres, que te de su número?

– ¿Lo harías?

– Más aún. Hasta comería fettuccine a la mer avec les crevettes et les moules.

Helen volvió a sonreír.

– Yo misma los probé. Era espantoso, Señor. No tengo remedio, Tommy.

– ¿Has cenado?

– Denton se apiadó de mí a las nueve y media. Improvisó algo con pollo y alcachofas que era una absoluta delicia. Me lo aticé en la mesa de la cocina y le juré que guardaría el secreto. Ha quedado un poco. Vi que lo guardaba en la nevera. ¿Quieres que te lo recaliente? Supongo que seré capaz de hacerlo sin quemar la casa. ¿O ya has cenado?

Lynley dijo que no, que a cada momento esperaba dar por concluido el trabajo, pero que la investigación se dilataba en cada encrucijada. Admitió que estaba famélico, la puso en pie y bajaron la escalera. Evitaron el comedor y los fettuccine a la mer solidificados, y se encaminaron a la cocina del sótano. Helen rebuscó en la nevera, mientras Lynley observaba. Se sentía absurdamente feliz, de una manera casi infantil, al verla trastear entre jarras y bolsas de plástico, hasta que extrajo un recipiente con aire de triunfo. ¿A qué se debía aquella sensación de absoluta complacencia?, se preguntó. ¿Al anillo y á que había elegido ponérselo? ¿A la promesa de una cena moderadamente decente, p al comportamiento de Helen, que iba de un lado a otro de la cocina, que actuaba como una esposa para él, sacaba platos de los aparadores, cubiertos de los cajones, servía el pollo y las alcachofas en una olla de acero inoxidable, colocaba la olla en el microondas, cerraba la puerta con un aire de…?

– ¡Helen! -Lynley se precipitó hacia el aparato antes de que Helen lo conectara-. No puedes poner cosas de metal ahí.

Ella le miró sin comprender.

– ¿Por qué no?

– Porque no se puede. Porque el metal y el microondas… Coño, no sé. Solo sé que no se puede.

Helen examinó el aparato.

– Señor. Me pregunto…

– ¿Qué?

– Eso debió ser lo que le pasó al mío.

– ¿Pusiste metal dentro?

– No me di cuenta de que era metálico. No lo sabía.

– ¿Qué pusiste?

– Una lata de vichyssoise. Nunca me había gustado fría, así que pensé, voy a ponerla en el microondas uno o dos minutos. Retumbó, siseó, chisporroteó y murió. Pensé, no me extraña que la sirvan fría, pero creí que era la sopa. Nunca relacioné la lata con los ruidos-. Sus hombros se hundieron y suspiró-. Primero, los fettuccine. Ahora, esto. No sé, Tommy.

Dio vueltas al anillo en su dedo. Él la rodeó con un brazo y besó su sien.

– ¿Por qué me quieres? -preguntó Helen-. No tengo remedio ni solución.

– Yo no diría eso.

– Estropeo tu cena. Destruyo tus ollas.

– Tonterías -dijo Linley, y la volvió hacia él.

– Casi hice saltar por los aires la cocina. Señor, estarías más seguro con el IRA.

– No seas absurda.

La besó.

– Si me abandonaran a mis propios recursos, supongo que quemaría esta casa y todo Howenston. ¿Te imaginas qué horror? ¿Lo has intentado?

– Aún no, pero lo haré. Por un momento.

La volvió a besar y la atrajo más hacia sí. Examinó su boca y labios con la lengua. Ella se adaptó a él con toda naturalidad, y Lynley se maravilló de la naturaleza milagrosa y antípoda de la heterosexualidad. Ángulo por curva, áspero por suave, duro por blando. Helen era un prodigio. Era todo cuanto él deseaba. Y en cuanto hubiera comido algo, se lo demostraría.

Helen deslizó los brazos alrededor de su cuello. Movió los dedos con languidez entre su pelo. Apretó las caderas contra las suyas. Lynley notó al mismo tiempo calor en las ingles y ligereza en la cabeza, cuando dos apetitos entablaron una dura pugna por controlar su cuerpo.

No recordaba la última vez que había logrado tomar una comida equilibrada y energética. Habían transcurrido, como mínimo, treinta y seis horas, ¿no? Había comido un solo huevo hervido y una tostada por la mañana, pero apenas contaban, teniendo en cuenta el número de horas que habían pasado desde entonces. Tenía que comer algo. El pollo y las alcachofas aguardaban sobre la encimera. Tardaría menos de cinco minutos en recalentarlo. Cinco más para devorarlo. Tres para lavar los platos si no quería dejarlos a Denton. Sí. Quizá era lo mejor. Comida. En menos de quince minutos estaría fresco como una rosa, fuerte como un buey, afinado como un violín. Gruñó. Jesús. ¿Qué le estaba pasando a su mente? Necesitaba sustancia. Ya. Por que si no comía, no podría…

Las manos de Helen resbalaron por su pecho, desabrochándolo todo a su paso. Llegaron a sus pantalones y aflojaron el cinturón.

– ¿Denton se ha ido a la cama, cariño?:-susurró contra su boca.

¿Denton? ¿Qué tenía que ver Denton con lo que fuera?

– No bajará a la cocina, ¿verdad?

¿La cocina? ¿De veras pretendía…? No. No. No podía referirse a eso.

Oyó el ruido de la cremallera al bajar. Tuvo la impresión de que un velo de gasa negra caía sobre sus ojos. Pensó en la posibilidad de morir de hambre. Entonces, la mano de Helen encontró algo y la sangre que quedaba en su cabeza fue a concentrarse en otro lugar.

– Helen-dijo-, hace horas que no como. La verdad, no sé si seré capaz de…

– Tonterías. -Helen aplastó la boca contra la suya-. Creo que lo harás muy bien.

Lo hizo.

Загрузка...