Capítulo 25

Lynley encontró a Helen en el jardín posterior de su casa de la ciudad. Se movía entre los rosales con unas tijeras de podar. Sin embargo, no estaba recogiendo brotes o flores. Estaba cortando los restos muertos de las rosas que ya habían florecido y marchitado. Dejaba que cayeran al suelo.

La observó desde la ventana del comedor. Estaba anocheciendo, y la tenue luz caía sobre ella. Dibujaba franjas del color del coñac sobre su cabello. Iluminaba su piel como marfil con un toque dorado. Iba vestida como convencida de que el buen tiempo seguiría, con una blusa color albaricoque y mono a juego, con sandalias de suela fina.

Mientras se movía de un rosal a otro, Lynley reconsideró su pregunta sobre el amor. Cómo explicarlo, se preguntó. No solo a ella, sino también a sí mismo.

Ella deseaba algo analizado que no fuera susceptible de análisis, al menos no para él. Para Lynley, el amor era uno de los misterios más grandes de la vida. No podía explicar por qué su corazón había decidido fijarse en ella, de la misma forma que tampoco podía explicar cómo influía la Luna en los movimientos del océano, cómo giraba la Tierra sobre un eje siempre inclinado que provocaba las estaciones, cómo permanecía todo sujeto a la superficie del planeta, pese a sus furiosas revoluciones, en lugar de salir despedido al espacio. La naturaleza se ocupaba de algunas cosas. El amor era una de ellas.

Si hubiera sido capaz de efectuar una elección racional, no habría escogido a Helen Clyde, con toda probabilidad. Habría sido alguien más capaz de apreciar una excursión a Chysauster Village y deambular entre las piedras de aquel antiguo alojamiento prehistórico sin decir «Señor, Tommy. ¿Imaginas cómo debió estropear este viento espantoso la piel de aquellas pobres mujeres?». Habría sido alguien más proclive a decir, «¿Ashby de la Zouch? Ivanhoe, por supuesto. La gran justa. Y también lord Hastings, pero ya sabemos lo que le pasó, ¿verdad, querido?». Habría sido alguien que, al caminar por los restos polvorientos del castillo de Alnwick, pensara en Hotspur y en lo que había perdido al entregarse a su desmedida ambición. Pero la mujer capaz de meditar sobre Chysauster, ponerse poética con Ashby y lamentar la sangre derramada en Northumbria no habría sido Helen. Con su exasperante indiferencia hacia el milenio de historia que les rodeaba, con su despreocupada capacidad de disfrutrar lo que la vida le ofrecía en cada momento, con su falsa frivolidad. Estaba fuera de lugar, fuera de época, era de otra raza y de otro siglo. Si se casaban, no tenían la menor oportunidad de sobrevivir más de un año. Y él la quería, pese a todo.

Que la perdición se lleve mi alma, pensó, sonrió y rió en voz alta al pensar en aquel amor tan particular; Era de mal agüero que la declaración de pasión de Moor viniera a su mente cuando pensaba en Helen. Por otra parte, si conservaban la cama libre de almohadas y a Helen libre de pañuelos, quizá no hubiera de qué preocuparse.

¿Acaso no comporta todo un riesgo?, se preguntó. ¿Acaso no consiste todo en creer en el poder de otra alma para redimirnos? Ese es el motivo, Helen. El amor no es fruto de una educación parecida, una clase social parecida, una experiencia parecida. El amor surge de la nada y se crea a medida que progresa. Y sin él, el caos se crea de nuevo.

Helen había dejado de trabajar con las tijeras. Se agachó y empezó a recoger las flores muertas y caídas. Había olvidado bajar al jardín una bolsa de basura, de forma que utilizó la blusa a modo de delantal y tiró los restos de las rosas en la parte ahuecada. Lynley fue a buscarla.

– El jardín necesita dedicación -dijo Helen-. Si dejas las rosas en los arbustos cuando han muerto, el arbusto sigue inyectándoles energía y termina floreciendo menos. ¿Lo sabías, Tommy?

– No.

– Es verdad, pero si cortas las flores cuando han empezado a marchitarse, la energía se canaliza hacia los brotes nuevos.

Continuó hacia delante con su tarea, semiencorvada. No llevaba guantes y se estaba ensuciando las manos. Aún así, Lynley observó que se había puesto el anillo. Era esperanzador. Era prometedor. Auguraba el fin del caos.

Ella levantó la vista de repente y vio que Lynley miraba sus manos.

– Cuéntame -dijo.

Lynley buscó las palabras adecuadas.

– ¿Estás de acuerdo en que Elizabeth Barrett amó a Robert Browning?

– Supongo que sí, pero no sé mucho sobre ellos.

– Se escapó con él. Cortó los lazos con su familia durante el resto de su vida, con su padre en particular, para pasar la vida con él. Escribió una serie de poemas amorosos para Browning.

– ¿Los sonetos portugueses?

– Sí, esos.

– ¿Y?

– Y no obstante, en el más famoso de los sonetos, no puede decirle por qué, Helen. Le dice eso, le dice cómo, con libertad, con pureza, con la fe de un niño, pero nunca le dice el porqué. Browning tuvo que aceptar su palabra. Tuvo que aceptar el eso y el cómo sin el porqué.

– Y eso es lo que quieres que haga yo. ¿No es así?

– Sí, exacto.

– Entiendo.

Asintió con aire pensativo y recogió algunas flores muertas más. Los pétalos se separaron de los sépalos en su mano. La manga de la blusa se enganchó con una espina de un rosal y Lynley la soltó. Helen tocó su mano.

– Tommy -dijo, y esperó a que él levantara la vista-. Cuéntame.

– No hay nada más, Helen. Lo siento. He hecho lo que he podido.

La expresión de Helen se suavizó. Señaló a ambos con el dedo.

– No me refería a nosotros, ni al tema del amor, querido. Dime qué ha pasado. El periódico dijo que había terminado, pero no ha terminado. Basta con mirarte para saberlo.

– ¿Cómo?

– Cuéntame -repitió Helen, con más ternura.

Lynley se sentó en el césped que bordeaba el macizo de rosas, y mientras Helen caminaba entre las plantas, recogía las flores caídas y se manchaba la blusa, el mono y las manos, se lo contó. Habló de Jean Cooper y su hijo. De Olivia Whitelaw. De su madre. De Kenneth Fleming, las tres mujeres que le habían amado y lo que había pasado por culpa de ese amor.

– El lunes me apartarán del caso -concluyó-. La verdad, Helen, me da igual. Me he quedado sin ideas.

Ella se sentó a su lado con las piernas cruzadas, el regazo lleno de restos de rosas.

– Tal vez exista otra forma -dijo.

Lynley meneó la cabeza.

– Solo tengo a Olivia. Le basta con aferrarse a su historia, y tiene todos los motivos del mundo para hacerlo.

– Excepto el que necesita.

– ¿Cuál?

– Que es lo justo.

– Tengo la impresión de que lo justo y lo injusto no significan gran cosa en la vida de Olivia.

– Tal vez, pero la gente puede sorprenderte, ¿verdad, Tommy?

Él asintió y descubrió que ya no quería hablar más del caso. Era demasiado para él, y prometía seguir siendo demasiado durante los siguientes días. Al menos de momento, y durante el resto de la noche, prefería olvidarlo. Buscó la mano de Helen. Limpió el polvo de sus dedos.

– Ese es el motivo, por cierto -dijo.

– ¿Cuál?

– Cuando me pediste que hablara y yo te malinterpreté. Ese fue el motivo.

– ¿Porque me malinterpretaste?

– No. Porque pediste que te contara. Me miraste, supiste que algo iba mal y preguntaste. Ese es el motivo, Helen. Siempre lo será.

Ella guardó silencio un momento. Dio la impresión de que examinaba la forma en que él retenía su mano.

– Sí -dijo por fin, en voz baja y firme.

– ¿Comprendes?

– Comprendo. Sí. Pero en realidad, te estaba contestando.

– ¿Me estabas contestando?

– A la pregunta que me hiciste el viernes pasado por la noche. Aunque en realidad no era una pregunta, ¿verdad? Era más bien una exigencia. Bueno, una exigencia tal vez no. Una petición.

– ¿ El viernes por la noche?

Rememoró. Los días habían transcurrido con tal celeridad que no podía recordar dónde había estado y qué había hecho el pasado viernes por la noche, excepto que habían quedado para ir a un concierto de Strauss, la velada se había estropeado, había ido al piso de Helen a eso de las dos de la mañana y… La miró y descubrió que estaba sonriendo.

– No estaba dormida -dijo Helen-. Te quiero, Tommy. Supongo que siempre te he querido de una forma u otra, incluso cuando pensaba que siempre serías simplemente un amigo. Sí. Quiero. Cuando quieras. Donde quieras.

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