OLIVIA

Desde donde estoy sentada puedo ver el resplandor de la luz que utiliza Chris para leer. Le oigo volver las páginas de cuando en cuando. Tendría que haberse ido a la cama hace rato, pero está leyendo en su habitación, a la espera de que yo acabe de leer. Los perros están con él. Oigo roncar a Toast. Beans está mordiendo un hueso de cuero. Panda vino a hacerme compañía hace media hora. Primero se acomodó en mi regazo, pero ahora está aovillada sobre el tocador, en su lugar favorito, sobre el correo del día, que ha desordenado a su gusto. Finge dormir, pero a mí no me engaña. Cada vez que paso otra página de la libreta, sus orejas se vuelven hacia mí como un radar.

Levanto la taza de Gunpowder y examino las hojas que han escapado del filtro. Han formado una configuración que recuerda a un arco iris recorrido por un rayo. Acerco la punta del lápiz al rayo para enderezarlo, y me pregunto qué diría una pitonisa de semejante combinación de signos favorables y desfavorables.

La semana pasada, cuando Max y yo estábamos jugando al póquer, utilizando galletas de perro a modo de dinero, dejó las cartas boca abajo sobre la mesa, se reclinó en la silla y se pasó la mano por la calva.

– Es una mierda, muchacha, no lo dudes.

– Hummm. En efecto.

– Pero la mierda posee claras ventajas.

– Que imagino me vas a revelar.

– Usado de la forma correcta, el estiércol ayuda al crecimiento de las flores.

– Al igual que el guano de murciélago, pero no me gustaría revolearme en él.

– Por no mencionar las cosechas. Enriquece la tierra de la que surge la vida.

– Guardaré esa idea como un tesoro.

Moví mis cartas, como si un nuevo orden transformara la pareja de cuatros en algo mejor.

– Saber cuándo, muchacha. ¿Has pensado en el poder de saber cuándo?

– No sé cuándo -dije, mientras tiraba dos galletas entre nosotros-. Sé cómo. Esa es la diferencia.

– Pero tienes más idea que la inmensa mayoría.

– ¿Qué clase de satisfacción debe reportarme? Me gustaría cambiar ese conocimiento por ignorancia y dicha.

– Si estuvieras en la ignorancia como los demás, ¿qué cambiarías?

Desplegué en abanico mis cartas y me pregunté sobre las posibilidades estadísticas de descartarme de tres y terminar con un full, ínfimas, decidí. Me descarté. Max repartió. Volví a ordenarlas. Decidí echarme un farol. Tiré seis galletas más sobre la mesa.

– Vale, nene. Juguemos.

– ¿Y bien? ¿Qué harías, si fueras una ignorante como los demás?

– Nada. Seguiría aquí, pero las cosas serían diferentes, porque podría competir.

– ¿Con Chris? ¿Por qué ibas a sentir la necesidad de…?

– Con Chris no. Con ella.

Max frunció los labios. Levantó sus cartas. Las reordenó. Por fin, me miró por encima de ellas. Su único ojo brillaba de una forma insólita. Tuvo la delicadeza de no fingir ignorancia.

– Lo siento -dijo-. No sabía que lo sabías. No pretende ser cruel.

– No es cruel. Es discreto. Nunca menciona su nombre.

– Chris te quiere, muchacha.

Le dirigí una mirada que decía: «No te pases ni un pelo».

– Sabes que estoy diciendo la verdad -dijo.

– Eso no soluciona mi desesperación. Chris también quiere a los animales.

Max y yo nos miramos durante un largo momento. Sabía lo que estaba pensando. Si él había dicho la verdad, yo también.

Nunca pensé que sería así. Pensé que dejaría de desear. Pensé que tiraría la toalla. Pensé que diría: «Bueno, se acabó», y aceptaría aquella jodida mano de póquer sin intentar cambiar de cartas, pero solo he logrado ocultar ansia y cólera. Es más de lo que hubiera logrado en otra época, pero tampoco es como para celebrarlo.

Un tropezón. Así empezó la caída. Un tropezón sin importancia hace un año, cuando salía de la camioneta. Al principio, pensé que eran las prisas. Abrí la puerta de la camioneta, di un paso y caí mientras intentaba salvar la distancia entre el nivel de la calle y la altura del bordillo. Antes de darme cuenta de lo que había pasado, estaba espatarrada sobre la acera con un corte en la barbilla, y brotaba sangre del punto donde mis dientes se habían hundido en el labio. Beans olfateó mi cabello, algo preocupado, y Toast olisqueó las naranjas que habían salido despedidas a la cuneta desde la bolsa de la compra.

«Palurda», pensé, y me puse de rodillas. Me notaba toda contusionada, pero no pensé que me hubiera roto nada. Apreté el brazo del jersey contra la barbilla, lo aparté manchado de sangre y solté una maldición. Recogí las naranjas, dije a los perros que me siguieran y seguí hacia el camino de sirga.

Aquella noche, cuando atravesé el cuarto de trabajo con los perros saltando a mi alrededor, ansiosos por salir, Chris dijo:

– ¿Qué te has hecho, Livie?

– ¿Hecho?

– Cojeas.

Me había caído, le dije. No era nada. Un tirón muscular, seguramente.

– Entonces, no debes correr. Descansa. Yo sacaré a los perros cuando haya terminado aquí.

– Me las arreglaré.

– ¿Estás segura?

– No lo diría si no fuera así.

Subí la escalera y salí. Dediqué unos minutos a estirarme con cautela. No me dolía nada, lo cual me pareció raro, porque si me hubiera pinzado un músculo, roto un ligamento o fracturado un hueso, lo sentiría, ¿no? No sentía nada, aparte de la cojera cada vez que intentaba mover la pierna derecha.

Aquella noche debí parecerme a Toast, intentando correr junto al canal con los perros que me precedían. Sólo conseguí llegar hasta el puente. Cuando los perros subieron los peldaños para seguir, como de costumbre, por Maida Avenue hacia Lisson Grove y el canal Grand Union, grité que volvieran. Vacilaron, confusos, desgarrados entre la tradición y la obediencia.

– Venid, pareja -dije-. Esta noche no.

Ni ninguna noche posterior. Al día siguiente, mi pie derecho no funcionaba bien. Estaba ayudando al equipo de ultrasonidos del zoo a introducir sus aparatos en el recinto de un tapir hembra, con el fin de controlar la evolución de su embarazo. Yo cargaba un cubo lleno de manzanas y zanahorias. El equipo se encargaba del carrito con las máquinas.

– ¿Qué te pasa, Livie? -preguntó uno.

Fue la primera indicación de que arrastraba el pie detrás de mí.

Lo que me inquietó fue que ninguna de las dos veces me había dado cuenta de que cojeaba o arrastraba el pie.

– Podría ser un nervio punzado -dijo Chris por la noche-. Eliminaría la sensibilidad.

Cogió mi pie y lo volvió a derecha e izquierda.

Vi que sus dedos sondeaban.

– Si fuera un nervio, ¿no dolería, picaría o algo por el estilo?

Bajó mi pie al suelo.

– Podría ser otra cosa.

– ¿Qué?

– Hablaremos con Max, ¿de acuerdo?

Max dio golpecitos en la planta del pie y en las yemas de los dedos. Deslizó una rueda dentada sobre mi piel y pidió que describiera las sensaciones. Se pellizcó la nariz y apoyó la barbilla sobre el dedo índice. Me sugirió que fuéramos a un médico.

– ¿Desde cuándo te pasa esto? -preguntó.

– Desde hace casi una semana.

Habló de Harley Street, de un especialista que visitaba allí, y de la necesidad de obtener respuestas definitivas.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. Lo sabes, ¿verdad? No me lo quieres decir. Dios, ¿es cáncer? ¿Crees que tengo un tumor?

– Un veterinario carece de experiencia en enfermedades humanas, muchacha.

– Enfermedad. Enfermedad. ¿Qué es?

Dijo que no lo sabía. Dijo que tenía la impresión de que algo estaba afectando a mis neuronas.

Recordé el diagnóstico de aficionado de Chris.

– ¿Un nervio punzado?

– El sistema nervioso central, Livie -murmuró Chris.

Tuve la impresión de que las paredes avanzaban en mi dirección.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿El sistema nervioso central? ¿Qué?

– Las neuronas son células -explicó Max-. Cuerpo, axón y dendritas. Conducen los impulsos al cerebro. Si no…

– ¿Un tumor cerebral? -Le cogí del brazo-. Max, ¿crees que tengo un tumor cerebral?

Me estrujó la mano.

– Lo que tienes es un caso de pánico -contestó-. Has de hacerte algunas pruebas y tranquilizarte. Bien, ¿qué me dices de la partida de ajedrez que dejamos sin terminar, Christopher?

Max parecía animado, pero cuando se marchó aquella noche, oí que hablaba con Chris en el camino de sirga. No distinguí ni una palabra, solo mi nombre una vez. Cuando Chris volvió a buscar a los perros para el último paseo del día, dije:

– Sabe cuál es el problema, ¿verdad? Sabe que es grave. ¿Por qué no me lo dijo? Le oí hablar de mí. Le oí decírtelo. Dímelo, Chris, porque si no lo haces…

Chris se acercó a mi silla y apoyó mi cabeza contra su estómago un momento, con la mano sobre mi oreja. Me tironeó de ella.

– Saco de nervios -dijo-. Eres demasiado mal pensada. Solo dijo que llamará a unos amigos que llamarán a unos amigos para que veas cuanto antes a ese tío de Harley Street. Le dije que se diera prisa. Creo que es lo mejor, ¿vale?

– Mírame, Chris.

– ¿Qué?

Su expresión era serena.

– Te dijo algo más.

– ¿Por qué lo piensas?

– Porque él me llamó Olivia.

Chris sacudió la cabeza, exasperado. Ladeó la mía. Se inclinó y rozó mis labios con los suyos. Nunca me había besado. Nunca me ha vuelto a besar desde entonces. La presión de su boca, seca y fugaz, me dijo más de lo que deseaba saber.

Empecé la primera ronda de visitas y análisis. Primero, fueron cosas sencillas; sangre y orina. Siguieron con radiografías. Después, padecí una experiencia de ficción científica, consistente en ser introducida en lo que semejaba un pulmón de acero futurista. Tras estudiar los resultados (conmigo sentada en una silla al otro lado de su escritorio, en un despacho chapado con tanta riqueza que parecía un decorado de película, mientras Chris esperaba en la sala de recepción, pues no quería que estuviera presente cuando me enterara de lo peor), el médico se limitó a decir:

– Vamos a efectuar un drenado espinal. ¿Cuándo le parece bien?

– ¿Por qué? ¿Por qué no lo sabe ya? ¿Por qué no me lo dice? No quiero pasar más pruebas, y menos esa. Es horrible, ¿verdad? Sé cómo es. Las agujas y el fluido. No quiero. Nada más.

Unió los dedos y descansó las manos sobre mi cada vez más abultado expediente.

– Lo siento -dijo-. Es necesario.

– Pero ¿qué opina usted?

– Que ha de someterse a esa prueba. Y entonces, veremos lo que nos dice el conjunto.

La gente de dinero debe pasar estas pruebas en algún hospital privado elegante con flores en los pasillos, alfombras en el suelo y música ambiental. Yo la tuve por cortesía de la Seguridad Social. La realizó un estudiante de medicina, lo cual no me inspiró demasiada confianza, tal vez porque su superior le iba dando instrucciones en jerga médica, que incluían preguntas incisivas como «Perdone, Harris, pero ¿a qué vértebra lumbar apunta exactamente?». Después, me tendí en la posición solicitada (de espaldas, con la cabeza colgando) y traté de hacer caso omiso del rápido pulso que parecía recorrer mi espina dorsal, y traté de olvidar la sensación ominosa que había experimentado aquella misma mañana en la cama, cuando mi pierna derecha empezó a temblar como si tuviera voluntad propia.

Lo achaqué a los nervios.

La prueba final tuvo lugar unos días más tarde, en la consulta del médico. Me indicó que tomara asiento ante una mesa cubierta con un cuero tan fino como la piel de un bebé y apoyó la mano sobre la base del dedo gordo del pie derecho.

– Empuje -dijo.

Hice lo que pude.

– Empuje otra vez.

Lo hice.

Extendió las manos hacia las mías.

– Empuje.

– Esto no tiene nada que ver con mis manos.

– Empuje.

Lo hice.

Asintió, tomó unas notas en los papeles de mi expediente, volvió a asentin

– Venga conmigo -dijo, y me condujo de vuelta a su despacho. Desapareció. Regresó con Chris.

Me dejé llevar por los nervios.

– ¿Qué pasa?

En lugar de contestar, indicó que me sentara en un sofá situado bajo un cuadro en tonos oscuros de una escena campestre: enormes colinas, un río, árboles voluminosos y una chica con una vara que pastoreaba vacas. De entre todos los detalles de aquella mañana es curioso que todavía recuerde el cuadro. Solo lo miré un momento.

Acercó un sillón de orejas. Cogió mi expediente. Se sentó, dejó el expediente sobre su regazo y se sirvió un poco de agua de una jarra que puso sobre la mesita auxiliar. Alzó la jarra para ofrecernos. Chris dijo que no. Yo me moría de sed, y acepté.

– Parece que se trata de un trastorno llamado esclerosis lateral amiotrófica -anunció el médico.

La tensión me abandonó como el agua al romperse un dique. Un trastorno. Aleluya. Un trastorno. Un trastorno. Ni enfermedad, ni tumor, ni cáncer. Gracias a Dios. Gracias a Dios.

Chris se removió en el sofá y se inclinó hacia delante.

– ¿Amioqué?

– Esclerosis lateral amiotrófica. Es un trastorno que afecta a las neuronas motrices. Se le suele llamar ELA.

– ¿Qué debo tomar? -pregunté.

– Nada.

– ¿Nada?

– Me temo que no hay medicamentos disponibles.

– Ah. Bien, supongo que no deben haber para un trastorno. ¿Qué se aconseja? ¿Ejercicio? ¿Terapia física?

El médico recorrió con los dedos el borde del expediente, como para ordenar los papeles del interior, que estaban perfectamente alineados.

– De hecho, no se puede hacer nada -dijo.

– ¿Quiere decir que voy a cojear y sufrir espasmos el resto de mi vida?

– No, no lo hará.

Algo en su voz empujó mi desayuno en dirección a la garganta. Noté el desagradable sabor a bilis. Había una ventana al lado del sofá, y a través de la ventana transparente distinguí la forma de un árbol, aún con las ramas desnudas, aunque estábamos a finales de abril. Los plátanos, pensé sin necesidad, siempre tardan más en sacar hoja, carecen de nidos abandonados, qué bonito sería trepar en verano, nunca tuve una casa en un árbol, recuerdo los castaños de Indias que crecían a un lado del riachuelo de Kent…, y la cuerda silbaba como el lazo de un vaquero sobre mi cabeza.

– Lamento muchísimo decirle esto -continuó el médico-, pero es…

– No quiero saberlo.

– Livie.

Chris buscó mi mano. La retiré.

– Temo que es progresivo.

Intuí que me estaba mirando, pero yo tenía la vista clavada en el árbol.

– Es un trastorno que afecta a la espina dorsal -explicó poco a poco para que le entendiera-, al tallo cerebral inferior y a las neuronas motrices principales del córtex cerebral. Da como resultado la degeneración progresiva de las neuronas motrices, así como el debilitamiento progresivo y desgaste de los músculos.

– No puede estar seguro de que tenga eso -dije.

Podía solicitar la opinión de otro especialista, dijo. De hecho, mejor si lo hacía. Refirió las pruebas que había reunido: los resultados de la punción espinal, la pérdida general de tono muscular, la debilidad de mi respuesta muscular. Dijo que el trastorno suele afectar primero a las manos, asciende por los brazos y los hombros, y ataca después a las extremidades inferiores. En mi caso, había sido al revés.

– Por lo tanto, podría tener otra cosa -dije-. No puede estar seguro, ¿verdad?

Admitió que la ciencia médica no siempre era exacta.

– Permítame una pregunta. ¿Ha tenido fibrilacioones en los músculos de la pierna?

– ¿Fibiqué?

– Temblores. Espasmos rápidos.

Me volví hacia la ventana. Colocábamos las castañas sobre cuerdas, las hacíamos girar en el aire, emitían un ruido como ffsssst… ffsssst, fingíamos ser vaqueros norteamericanos, cogíamos terneros así en lugar de con lazos.

– Livie, ¿has sentido…? -dijo Chris.

– No significa nada. Además, puedo superarlo. Puedo curarme. Necesito más ejercicio.

Eso fue lo que hice al principio. Caminatas a buen paso, subir escaleras, levantar pesas. Solo es debilidad muscular, pensaba. Lo superaré. Lo he superado todo, ¿no? Nada me ha afectado durante mucho tiempo, y esto tampoco.

Continué participando en los asaltos, espoleada por el miedo y la ira. Les demostraría que estaban equivocados, me decía. Obligaría a mi cuerpo a funcionar como una máquina.

Durante cinco meses, Chris permitió que ejerciera mi papel de libertadora, hasta la primera noche que retrasé a la unidad. Entonces, me colocó de vigilante.

– Nada de discusiones, Livie -dijo.

– ¡No puedes! -grité-. ¡Me estás dejando en ridículo! No me estás dando la oportunidad de recuperar mis fuerzas. Quiero estar contigo, con el resto. ¡Chris!

Dijo que necesitaba enfrentarme a la realidad. Ya le enseñaría yo lo que era la realidad, contesté, y me fui al hospital de la facultad de medicina para someterme a otra tanda de pruebas.

Los resultados fueron los mismos. La atmósfera que me rodeaba cuando los recibí era diferente. Esta vez no se trataba de un despacho elegante, sino de un cubículo que daba a un bullicioso pasillo, por el cual circulaban camillas con tétrica frecuencia. Cuando la doctora cerró la puerta, volvió su silla hacia mí y se sentó con sus rodillas casi tocando las mías, lo supe.

Se demoró en los aspectos más positivos, aunque llamó enfermedad a la ELA y no utilizó la palabra más aceptable, trastorno. Dijo que mi estado empeoraría sin cesar, pero lentamente, lentamente, subrayó. Mis músculos se debilitarían primero, y luego se atrofiarían. A medida que las células nerviosas del cerebro y la espina dorsal degeneraran, enviarían impulsos irregulares a los músculos de mis brazos y piernas, que fibrilarían. La enfermedad progresaría desde mis pies y piernas, desde mis manos y brazos, hacia dentro, hasta quedarme paralizada por completo. Sin embargo, subrayó con su voz maternal, siempre conservaría el control de mi vejiga y esfínter. Y mi inteligencia y conciencia no se verían afectadas, excepto en las fases terminales de la enfermedad, cuando avanzara hacia mis pulmones y los atrofiara.

– O sea, me daré cuenta de lo repulsiva que soy.

Apoyó las yemas de los dedos sobre mis rodillas.

– Dudo, Olivia, que Stephen Hawking se considere repulsivo. Sabes quién es, ¿verdad?

– ¿Stephen Hawking? ¿Qué tiene que ver con…? -Eché hacia atrás la silla. Le había visto en los periódicos. Le había visto en la tele. La silla de ruedas eléctrica, los ayudantes, la voz computarizada-. ¿Eso es ELA?

– Sí. Enfermedad neuromotriz. Es maravilloso pensar en cómo ha desafiado a las probabilidades durante tantos años. Todo es posible, y no debes olvidarlo.

– ¿Posible? ¿El qué?

– Vivir. El progreso de esta enfermedad oscila entre dieciocho meses y siete años. Díselo a Hawking. Ha sobrevivido más de treinta.

– Pero… de esa manera. En una silla. Inmovilizada… No puedo. No quiero…

– Te asombrarás de lo que querrás y podrás. Ya lo verás.


Una vez averiguado lo peor, tenía que dejar a Chris. No podría funcionar con autonomía en la barcaza, y no tenía la menor intención de quedarme y convertirme en un caso de caridad. Volví a Little Venice y empecé a embutir mis cosas en mochilas. Volvería a Earl's Court y encontraría un estudio. Trabajaría en el zoo mientras pudiera, y cuando ya no, buscaría otra cosa. ¿Le importaría a un tío cepillarse a una puta que ya no podía enlazar las piernas alrededor de su culo, que no podía utilizar tacones de doce centímetros? ¿Qué habría sido de Archie, sus látigos y su cuero? ¿Sentiría lo mismo si su María Inmaculada le conducía a un éxtasis frenético, pese a estar condenada a muerte? ¿Le gustaría más, de hecho? Ya veríamos.

Estaba escribiendo una nota a Chris en la cocina, cuando llegó.

– Tengo un proyecto importante en Fulham que nos va a dar para una buena temporada. Una de esas mansiones reconvertidas en pisos. Tendrías que ver las habitaciones, Livie. Son… -Se detuvo en la puerta de la cocina. Dejó un rollo de bocetos sobre la mesa-. ¿Qué es esto? -Acercó una silla y tocó con el pie una de las mochilas-. ¿Vas a la lavandería o qué?

– Me abro -dije.

– ¿Por qué?

– Ha llegado el momento. Nuestros caminos se separan. Siempre han estado separados. Es absurdo conservar el cadáver sin enterrar hasta que se pudra.

Hice punto y aparte en la última frase que estaba escribiendo y tiré el lápiz en la nueva lata de tomate… Empujé la nota en dirección a Chris y me levanté.

– Así que es verdad -dijo Chris.

Me colgué la primera mochila.

– ¿El qué?

– ELA.

– ¿Y qué?

– Te lo habrán confirmado hoy. Por eso…, esto -Leyó la nota. La dobló con cuidado-.Has escrito mal «inevitable». Lleva una a.

– ¿Qué más da? -Recogí la segunda mochila-. Una a o una i no cambian la realidad, ¿verdad? Un tío y una tía no pueden vivir juntos así sin llegar a una separación eventual.

– «Inevitable», decías en la nota.

– Tú tienes tu trabajo y yo…

– ELA. Por eso te abres. -Guardó la nota en el bolsillo-. Qué raro, Livie. Nunca creí que abandonaras.

– No abandono nada. Solo me marcho. Esto no tiene nada que ver con la ELA, sino contigo y conmigo. Con lo que deseo. Con lo que tú deseas. Con quien soy. Con quien tú eres. No va a funcionar.

– Ha funcionado durante más de cuatro años.

– Para mí no. Es… -Pasé un brazo por la segunda mochila y el otro por la tercera. Capté mi reflejo en la ventana de la cocina. Parecía una jorobada con alforjas-. Escucha, vivir así no es normal. Tú y yo. Es como un fenómeno de feria. Como estar en un espectáculo de poca monta. Vengan a ver a los célibes. Me siento como en un convento, o algo así. Esto no es vivir. No puedo soportarlo, ¿vale?

Chris utilizó los dedos para contar los puntos mientras contestaba.

– Fenómeno de feria. Espectáculo de poca monta. Celibato. Convento. ¿Has leído Hamlet

– ¿Qué tiene que ver Hamlet con el precio del queso?

– Alguien dice algo acerca de protestar demasiado.

– Yo no estoy protestando.

– Demasiadas argumentaciones o negativas -explicó Chris-. Y carecen de sentido. Sobre todo si tenemos en cuenta que nunca has sido célibe durante más de una semana.

– ¡Mentira podrida!

Dejé caer las mochilas. Oí el roce de uñas de perro sobre el linóleo cuando Beans vino desde el cuarto de trabajo para olfatear las mochilas.

– ¿Sí? -Chris cogió una manzana del cuenco que descansaba sobre el tocador y la frotó sobre su camisa de franela desteñida-. ¿Qué me dices del zoo?

– ¿Qué pasa con el zoo?

– Trabajas allí desde hace… ¿casi dos años? ¿A cuántos compañeros te has tirado?

Noté que el calor inundaba mi cara.

– Qué cara más dura.

– Por lo tanto, de celibato nada. Ya puedes olvidar esa argumentación. Y la del convento también.

Tiré la tercera mochila con las demás. Beans introdujo el hocico bajo la solapa de la mochila, cómo si hubiera olido algo que le gustara. Le aparté.

– Escucha -empecé-, y escúchame bien. No tiene nada de malo que te guste el sexo. No tiene nada de malo desearlo. Me gusta y lo deseo y…

– Lo cual nos deja con espectáculo de poca monta y fenómeno de feria.

Abrí la boca. La cerré.

– ¿No estás de acuerdo? Estamos utilizando el proceso de eliminación, Livie.

– ¿Me estás llamando anormal?

– Dijiste celibato, convento, espectáculo de poca monta y fenómeno de feria. Hemos desechado los dos primeros. Ahora, examinaremos los demás. Estamos buscando la verdad.

– Yo te diré la verdad, señor Pollaencogida Faraday. Cuando conozco a un tío que le gusta como a mí y lo desea, lo hacemos. Nos lo pasamos bien. Si quieres condenarme por algo tan natural como respirar, condéname y diviértete, pero tendrás que hacerlo sin público, porque estoy hasta el gorro de tu beatería, y por eso me abro.

– ¿Porque no puedes soportar la convivencia con un fenómeno de feria?

– Aleluya. El chico ha comprendido por fin.

– ¿O porque tienes miedo de convertirte en un fenómeno de feria y acabar descubriendo que yo no lo puedo soportar?

Contraataqué con una carcajada.

– Ni hablar de eso. Yo no tengo nada de anormal. Ya lo hemos establecido. Soy una mujer al ciento por ciento que disfruta follando con hombres al ciento por ciento. Así ha sido desde el primer momento, y no me avergüenza admitirlo ante nadie.

Chris mordió su manzana. Toast apareció y apoyó el hocico sobre la rodilla de Chris. Beans arrastró una i de mis mochilas sobre el suelo.

– Buena réplica si estuviera hablando de sexo -dijo Chris-, pero como no es así, has perdido tu ventaja.

– Esto no tiene nada que ver con la ELA. Es una cuestión entre tú y yo. Y nuestras diferencias.

– Parte de las cuales es la ELA, como sin duda admitirás.

– Joder. -Deseché sus argumentaciones con un ademán. Me agaché para abrochar la hebilla de la mochila que Beans había examinado-. Cree lo que te de la gana. Lo que resulte más cómodo para tu ego, ¿vale?

– Estás proyectando, Livie.

– ¿Qué significa eso?

– Es mucho más cómodo para tu ego marcharte ahora, en lugar de correr el riesgo de ver qué pasa entre nosotros cuando la enfermedad empiece a empeorar.

Me puse en pie de un brinco.

– No es una enfermedad. Es un jodido trastorno.

Giró la manzana entre sus dedos. Le había dado tres bocados. Vi que había encontrado un punto negro. La médula tenía el color del barro. Mordió el trozo malo. Me estremecí. Masticó.

– ¿Por qué no me concedes una oportunidad? -preguntó.

– ¿De qué?

– De demostrar que soy tu amigo.

– Oh, por favor. No me seas lameculos. Me pone la piel de gallina. -Volví a colocarme las mochilas. Me acerqué a la mesa, sobre la cual había tirado el bolso, derramando su contenido-. Vuelve a Earl's Court. Búscate otra puta. Pero déjame en paz.

Cogí el bolso de la mesa. Chris se inclinó hacia delante y rodeó mi brazo con los dedos.

– Aún no lo entiendes, ¿verdad?

Intenté soltarme, pero me tenía bien cogida.

– ¿El qué?

– A veces, las personas se quieren solo por quererse, Livie.

– Y a veces las personas se cansan de pedir peras al olmo.

– ¿Nadie te ha querido sin esperar nada a cambio?

Intenté soltarme, pero no pude. Sus dedos me dejaron morados. Descubrí las marcas por la mañana.

– Te quiero -dijo-. Admito que no como tú quisieras. Piensas que los hombres y las mujeres han de quererse y estar juntos de otra forma, pero es amor, a fin de cuentas. Es real y existe. Sobre todo, existe. Tal como yo lo veo, esa clase de amor es suficiente para que logremos vencer las adversidades. Mucho más de lo que puedes esperar de cualquier tío que te ligues por la calle.

Me soltó. Levanté el brazo hasta mis pechos y lo acuné entre los dos. Me froté las partes doloridas. Le miré, mientras empezaba a dolerme la espalda por culpa de las mochilas y los músculos de mi pierna derecha se ponían a temblar. Chris terminó su manzana en tres bocados. Dejó que Toast olfateara el corazón y lo rechazara, antes de tirarlo dentro del fregadero.

– No quiero que te marches -dijo-. Representas un desafío para mí. Me pones de los nervios. Me haces mejor de lo que soy.

Caminé hacia el fregadero. Recuperé el corazón de la manzana. Lo tiré a la basura.

– Quiero que te quedes, Livie.

Vi por la ventana que las farolas arrojaban su luz sobre el agua del estanque. Los árboles de Browning's Island se recortaban en los óvalos luminosos. Consulté mi reloj. Eran casi las ocho. Cuando llegara a Earl's Court ya serían las nueve. Mi pierna derecha empezaba a temblequear.

– Seré como una muñeca de trapo -musité-. Como tuétano cocido en exceso con brazos y piernas.

– Si fuera yo, ¿me abandonarías?

– No lo sé.

– Yo sí.

Oí que se levantaba de la mesa y cruzaba la cocina. Desembarazó mi cuerpo de las mochilas. Las dejó caer al suelo. Rodeó mi espalda con su brazo. Apretó la boca contra mi pelo.

– El amor es diferente -dijo-, pero su realidad es la misma.

Me quedé. Seguí mi programa de ejercicios y levantamiento de pesas. Vi a curanderos, los cuales sugirieron que tenía un quiste, o me estaba saliendo un bulto, o no conseguía movilizar energía, o reaccionaba a una atmósfera negativa. Al cabo del primer año, como la enfermedad no había pasado de las piernas, me dije que, como Stephen Hawking, iba a desafiar las probabilidades a mi manera peculiar. Me aferré a aquella confianza como un náufrago a una tabla, hasta el día en que miré la lista del colmado y vi lo que mis dedos estaban haciendo a mi caligrafía.

No le cuento todo esto para despertar su compasión. Se lo cuento porque, si bien tener ELA es una maldición, también es el motivo de que sepa lo que sé. Es el motivo que solo yo sé. Excepto mi madre.

Las habladurías se dispararon cuando Kenneth Fleming fue a vivir con mi madre en Kensington. Si Kenneth no hubiera iniciado su carrera con aquella humillante actuación en el Lord's, tal vez la prensa sensacionalista habría tardado siglos en husmear en su vida, pero cuando logró aquel éxito memorable y mortificante, la atención del mundo del criquet se fijó en él. Cuando eso ocurrió, mi madre también pasó a ser examinada con microscopio.

Dieron mucho juego a la prensa, aquellos treinta y cuatro años que separaban al jugador de criquet de su patrona. ¿Qué era ella para él?, querían saber los periódicos. ¿Era su verdadera madre, que lo había entregado al nacer para que lo adoptaran, y le había buscado en la vejez, cuando se sentía sola? ¿Era su tía, que le había escogido entre una miríada de sobrinos y sobrinas del East End como destinatario de su generosidad? ¿Era un hada madrina adinerada, una mujer que buscaba por los suburbios de Londres una vida prometedora sobre la cual agitar su varita mágica? ¿Era una nueva patrocinadora del equipo inglés, que se tomaba muy en serio sus responsabilidades, hasta el punto de implicarse íntimamente en las agitadas vidas de sus jugadores? ¿O era algo más escabroso? ¿Una atracción edípica por parte de Kenneth Fleming, a la que la Yo casta de Miriam Whitelaw respondía con más entusiasmo del que era prudente?

¿Dónde dormía cada uno?, quería saber la prensa. ¿Vivían juntos en la casa, sin nadie más? ¿Había criados susceptibles de revelar la verdadera historia, mujeres de la limpieza que hacían una sola cama en vez de dos? Si tenían cuartos separados, ¿estaban en la misma planta? ¿Cuál era el significado de que Miriam Whitelaw no se perdiera ni un partido en el que jugara Kenneth Fleming?

Como la historia verdadera no podía ser tan interesante como las especulaciones, la prensa amarilla se aferraba a las especulaciones. Vendían más ejemplares. ¿Quién deseaba leer artículos sobre una ex profesora de inglés y su alumno favorito, en cuya vida se había inmiscuido? Eso no era tan intrigante como las excitantes insinuaciones sugeridas por una fotografía de Kenneth y mi madre, en la cual salían de Grace Gate bajo un solo paraguas, el brazo de Kenneth alrededor de los hombros de ella, que le miraba sonriente.

¿Y Jean? Puede que ya lo sepa. Al principio, habló con los periodistas más de lo debido. Era una presa fácil para el Daily Mirror y el Sun. Jean quería que Kenneth volviera a casa, y pensaba que la prensa la ayudaría a conseguirlo. Había fotos de ella trabajando en el café del mercado de Billingsgate, fotos de los chicos camino del colegio, fotos de la familia sin papá, un domingo por la noche, sentada alrededor de la mesa de la cocina, cubierta con el hule rojo, con sus salchichas y el puré de patatas, fotos de Jean lanzando con torpeza la pelota a Jimmy, que soñaba (gran confidencia) en ser como su papá. «¿Dónde está Ken?», preguntaban los periódicos, mientras otros proclamaban «Abandonada y con el corazón destrozado». «¿Demasiado bueno para ella ahora?», inquiría Woman's Own, mientras Woman's Realm se preguntaba «¿Qué hay que hacer cuando él te deja por otra que parece su mamá?».

Durante todo ese tiempo, Kenneth se mordió la lengua y se concentró en el criquet. Visitaba periódicamente la Isla de los Perros, pero callaba lo que decía a Jean acerca de sus tratos con la prensa. Puede que su estilo de vida fuera poco convencional, pero «Es mejor así por el momento» fue todo cuanto declaró de manera oficial.

Solo puedo suponer cómo estaban las cosas entre Kenneth y mi madre durante esa época. Puedo llenar los huecos en las especulaciones de los periódicos, por supuesto, con detalles sobre las disposiciones tomadas para dormir: diferentes dormitorios, pero en la misma planta y con una puerta que los comunicaba, porque Kenneth ocupó lo que había sido el vestidor de mi bisabuelo, el segundo dormitorio más grande de la casa. No había nada censurable en eso. Los pocos huéspedes que recibía mi madre siempre dormían en aquella habitación. Con detalles como quién estaba en la casa con ellos: nadie, a excepción de una mujer de Sri Lanka que venía a limpiar y se encargaba de la colada dos veces a la semana. En cuanto al resto, como todo el mundo, solo puedo hacer conjeturas.

Sus conversaciones debían de ser muy matizadas. Cuando mi madre debía tomar una decisión concerniente a la imprenta, solicitaba el consejo de Kenneth, le presentaba teorías y consideraciones, escuchaba sus opiniones. Cuando Kenneth veía a Jean y los chicos, hablaba sobre ellos, su decisión de continuar separado, los motivos de no solicitar el divorcio. Cuando el equipo inglés se desplazaba fuera del país, Kenneth la informaba sobre los detalles del viaje, hablaba de las personas que había conocido y los paisajes que había visto. Si ella leía un libro o veía una obra de teatro, comentaba sus reacciones. Si él se interesaba por la política nacional, compartía dicho interés con ella.

Fuera como fuera, Kenneth Fleming y mi madre intimaron. Él la llamaba su mejor amigo, y los meses que vivió con ella se transformaron en un año, y el año en dos, siempre ajenos a las habladurías y las especulaciones.

Me enteré de su relación por los periódicos. Me dio igual, porque estaba entregada en cuerpo y alma al MLA, y el MLA estaba entregado en cuerpo y alma a tocar los huevos a la universidad de Cambridge. Nada podía proporcionarme más placer que llegar a ser un coágulo en la corriente sanguínea de aquel repugnante lugar, de modo que cuando leí la noticia acerca de mi madre y Kenneth, pasé de todo y utilicé el periódico para envolver las mondaduras de patatas.

Cuando reflexioné sobre ello más adelante, llegué a la conclusión de que mi madre estaba enfrascada en una tarea de sustitución. Primero, pensé que me estaba sustituyendo a mí. Hacía años que nuestros contactos se habían interrumpido, de modo que utilizaba a Kenneth como un hijo sustituto, con el que sus talentos maternales pudieran triunfar. Después, a medida que el silencio de los protagonistas alimentaba las especulaciones, empecé a pensar que estaba sustituyendo a mi padre. Me pareció ridículo pensar en mi madre y Kenneth dedicados a la faena en plena oscuridad, mientras él intentaba hacer caso omiso de sus carnes flaccidas y ella intentaba prolongar su erección hasta completar el acto a la satisfacción mutua. Sin embargo, al cabo de un tiempo, como el nombre de Kenneth no se relacionó con el de ninguna otra mujer, fue la única explicación lógica. Mientras siguiera casado con Jean, podría rechazar las atenciones de mujeres de su edad con un «Lo siento, soy un hombre casado» a modo de excusa. Lo cual le evitaría líos que amenazaran su lío real con mi madre.

Era su mejor amigo, como él había dicho. ¿Habría sido muy difícil para el mejor amigo transformarse en compañero de cama una noche, cuando la intimidad de su conversación reclamó una intimidad de otro tipo?

Él debió de mirarla desde el otro lado de la sala de estar, transido de deseo y de horror ante el deseo. Jesús, podría ser mi madre, debió de pensar.

Ella recibió la mirada con una sonrisa, una suavización de sus facciones y un latido en las yemas de los dedos.

– ¿Qué pasa? -preguntó tal vez-. ¿Por qué te has callado?

– Nada -contestó Kenneth, llevándose la palma a la frente para secar el sudor-. Es solo…

– ¿Qué?

– Nada. Nada. Una tontería.

– Nada que tú digas es una tontería, querido. Para mino.

– Querido -se burló él-. Como si fuera un niño.

– Lo siento, Ken. No te considero un niño.

– Entonces, ¿qué…? ¿Qué me consideras?

– Un hombre, por supuesto.

Mi madre consultó su reloj.

– Creo que voy a subir. ¿Vas a quedarte un rato aquí?

Kenneth debió de ponerse en pie.

– No. Yo también subo. Si te… parece bien, Miriam.

Ay, aquella pausa entre «te» y «parece bien». De no ser por ella, el sentido se habría malinterpretado.

Mi madre debió de pararse ante él y entrelazar un momento los dedos con los suyos.

– Me parece perfectamente bien -debió de decir-. Perfectamente, Ken.

Mejor amigo, compañero del alma, compañero de cama de treinta años de edad. Por primera vez, mi madre tenía lo que deseaba.

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