Capítulo 6

Lynley cogió la carpeta con la información de Kent. Empezó a hojear las fotografías del lugar de los hechos, con el entrecejo fruncido sobre las gafas. Barbara le miraba y se preguntaba cómo se las ingeniaba para parecer tan despierto.

Estaba hecha trizas. Era casi la una de la madrugada. Había engullido tres tazas de café desde que habían vuelto a New Scotland Yard, y a pesar de la cafeína (o tal vez por su culpa), su cerebro oscilaba como un barco en alta mar, pero su cuerpo había decidido tirar la toalla. Quería apoyar la cabeza sobre el escritorio de Lynley y roncar, pero en cambio se levantó, se estiró y caminó hacia la ventana. No se veía a nadie en la calle. El cielo era de un gris ceniciento, incapaz de adquirir una oscuridad auténtica a causa de la megalópolis que se extendía debajo.

Se tiró del labio inferior con aire pensativo mientras contemplaba la vista.

– Supongamos que Patten lo hizo -dijo. Lynley no contestó. Dejó las fotografías a un lado. Leyó parte del informe de la inspectora Ardery y levantó la cabeza. Su expresión era también pensativa-. Tiene un buen motivo -continuó Barbara-. Si se carga a Fleming, se venga del tipo que se cepillaba a su esposa.

Lynley subrayó un párrafo. Luego otro. La una de la mañana, pensó Barbara con desagrado, y aún seguía lúcido.

– ¿Y bien? -le preguntó.

– ¿Puedo ver sus notas?

Barbara volvió a la silla, extrajo la libreta del bolso y se la dio. Mientras regresaba hacia la ventana, Lynley recorrió con el dedo la primera y segunda páginas de su entrevista con la señora Whitelaw. Leyó algo de la tercera, y otra cosa de la cuarta. Volvió otra página y giró el lápiz sobre ella.

– Nos dijo que él sitúa el límite en la infidelidad -dijo Barbara-. Quizá el suyo sea el asesinato.

Lynley miró en su dirección.

– No deje que la antipatía la ciegue, sargento. Carecemos de datos suficientes.

– De todos modos, inspector…

Lynley apuntó el lápiz hacia ella para enmudecerla.

– Cuando estén en nuestro poder, supongo que confirmarán su presencia en el Cherbourg Club el miércoles por la noche.

– Que estuviera en el Cherbourg Club no le elimina como sospechoso. Pudo contratar a alguien para que provocara el incendio. Ya ha admitido que contrató a alguien para que siguiera a Gabriella. Tampoco se fue con rodeos para tomar aquellas fotos de Gabriella y Fleming de las que nos habló. Ahí tiene otro indicio.

– Ninguna de ambas cosas es ilegal. Cuestionables, tal vez. De mal gusto, seguro. Pero ilegales no.

Barbara bufó y volvió a su silla. Se dejó caer en ella.

– Perdone, inspector, pero ¿le dio nuestro pequeño Hugh la impresión de que no se rebajaría a algo de tan mal gusto como el asesinato? ¿Cuándo fue, antes de que hablara sobre el increíble talento de su mujer para la felación, o después de que saliera con esa tía y le diera un buen pellizco en el culo, por si éramos demasiado lerdos para adivinar lo que había entre ellos?

– No le estoy descartando.

– Bien, alabado sea Dios.

– Pero aceptar a Patten como asesino premeditado de Fleming presupone que sabía dónde estaba Fleming el miércoles por la noche. Lo ha negado.No estoy convencido de que podamos demostrar lo contrario.

Lynley devolvió las fotografías e informes a la carpeta. Se quitó las gafas y se frotó ambos lados de la nariz.

– Si Fleming telefoneó a Gabriella y dijo que le esperara -señaló Barbara-, ella pudo telefonear a Patten e informarle. No de una forma deliberada, por supuesto, ni con la intención de que Patten acudiera corriendo para hacer picadillo a Fleming. Una especie de «chúpate ésa, Hugh». Coincide con lo que nos contó sobre ella. Había otros tíos que la deseaban, y aquí está la prueba.

Lynley reflexionó sobre las palabras de su sargento.

– El teléfono -dijo en tono pensativo.

– ¿Qué pasa con él?

– La conversación que Fleming sostuvo con Molli-son. Tal vez le habló de sus planes.

– Si piensa que una llamada telefónica es la clave, su familia también debía saber adonde iba Fleming. Tuvo que cancelar el viaje a Grecia, ¿no? O al menos aplazarlo. Les diría algo. Tuvo que decirles algo, puesto que su hijo…, ¿cómo se llama?

Lynley repasó las notas de Barbara y volvió dos páginas más.

– Jimmy.

– Exacto. Jimmy no telefoneó a la señora White-law el miércoles, cuando su padre no apareció. Y si Jimmy sabía el motivo de la cancelación, debió decírselo a su madre. Eso sería lo lógico. Suponía que el chico se iba, y no fue así. Debió preguntar qué había pasado. Él se lo explicó. ¿Adonde nos lleva eso?

Lynley sacó una libreta del cajón superior del escritorio.

– Mollison -escribió-. Mujer de Fleming. Su hijo.

– Patten -añadió Barbara.

– Gabriella -terminó Lynley. Subrayó el nombre una vez, y después otra. Se lo pensó, y volvió a subrayarlo.

Bárbara le contempló un momento.

– En cuanto a Gabriella -dijo-, no sé, inspector. Es absurdo. ¿Qué hizo? ¿Cargarse a su amante y largarse a continuación en el coche del muerto? Demasiado fácil. Demasiado evidente. ¿Qué tiene en lugar de cerebro, si hizo algo semejante? ¿Algodón mojado?

– Según Patten.

– Volvemos a él. ¿Lo ve? Es la dirección natural.

– Tiene motivos suficientes. En cuanto a lo demás… -Lynley indicó la carpeta y las fotografías-, habrá que ver cómo se acumulan las pruebas. La policía científica de Maidstone habrá terminado con la casa a media mañana. Si hay algo que encontrar, es probable que lo descubran.

– Al menos, sabemos que no fue suicidio -dijo Barbara.

– No lo fue, pero puede que tampoco fuera asesinato.

– No me dirá que fue un accidente. Piense en el cigarrillo y las cerillas que Ardery descubrió en la butaca.

– No digo que fuera un accidente. -Lynley bostezó, apoyó la barbilla en la palma. Hizo una mueca cuando la barba incipiente de su cara debió darle una idea de la hora que era-. Necesitaremos la matrícula del coche de Fleming. Haremos circular la descripción. Verde, dijo la señora Whitelaw. Un Lotus. Un Lotus 7, posiblemente. Los documentos estarán en algún sitio. En la casa de Kensington, diría yo.

– Exacto. -Barbara cogió su libreta y garrapateó un recordatorio-. ¿Se fijó en la segunda puerta de su dormitorio, por casualidad, en casa de la Whitelaw?

– ¿El dormitorio de Fleming?

– Junto al ropero. ¿La vio? Un albornoz colgaba de un gancho.

Lynley contempló la puerta de la oficina intentando recordar.

– De velludillo pardo -dijo-, a rayas verdes. Sí. ¿Qué pasa con él?

– El albornoz no, la puerta. Conduce a la habitación de ella. De ahí saqué el cubrecama.

– ¿El dormitorio de la señora Whitelaw?

– Interesante, ¿verdad? Cuartos contiguos. ¿Qué le sugiere eso?

Lynley se levantó.

– Dormir -dijo-. Es lo que ambos deberíamos estar haciendo en este momento. -Cogió los informes y fotografías y se los puso bajo el brazo-. Vámonos, sargento. Habrá que madrugar.


Cuando Jeannie ya no pudo retrasarlo más, subió la escalera. Había lavado los platos de la cena que nadie había comido. Había doblado el paño de cocina sobre la barra que había a un lado de la nevera, justo debajo de una exposición de los trabajos escolares de Stan y un alegre boceto de uno de los pájaros de Sharon. Había limpiado los fogones y secado el viejo hule rojo que servía para cubrir la mesa de la cocina. Después, se había incorporado y, sin querer, le había recordado metiendo el dedo en un agujero del hule.

– No eres tú, nena -dijo-. Soy yo. Es ella. Es desear algo con ella y no saber qué es, sentirme mal por ti y los chicos, sentados aquí a la espera de mi decisión sobre todos vosotros. Estoy pasando una mala temporada, Jeannie, ¿no lo comprendes? Oh, maldita sea, Jeannie, no llores. Ven, por favor. Detesto verte llorar.

Recordó que, sin quererlo, los dedos de Kenny secaron sus mejillas, cerró la mano sobre su muñeca, rodeó su espalda con los brazos, apretó la boca contra la suya.

– Por favor, por favor -suplicó-. No nos lo pongas más difícil, Jean.

Pero no podía hacerlo.

Barrió el suelo para alejar la imagen de su mente. Restregó el fregadero. Limpió el interior del horno. Incluso bajó las cortinas de la ventana para darles una buena lavada, pero no podía hacerlo a una hora tan intempestiva, de manera que las dobló de cualquier manera, las dejó sobre una silla y comprendió que había llegado el momento de ver a sus hijos.

Subió la escalera poco a poco y combatió el cansancio que enviaba temblores a sus piernas. Se detuvo en el cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría. Se quitó el delantal, se puso la bata verde, dejó resbalar los dedos sobre su estampado de rosas entrelazadas y se soltó el pelo. Lo había llevado recogido demasiado tiempo, echado hacia atrás para pasar la mañana en Crissys, y tampoco se lo había soltado cuando la policía llegó para trasladarla a Kent. Le dolió el cuero cabelludo cuando lo liberó de su horquilla amarilla. Dio un respingo y sintió que sus ojos se humedecían cuando lo dejó resbalar alrededor de su cara y orejas. Se sentó en el retrete, pero no para orinar, sino para ganar tiempo.

¿Qué más podía decirles?, se preguntó. Durante los últimos cuatro años había intentado devolver su padre a sus hijos. ¿Qué podía decirles ahora?

– Hemos estado separados más tiempo del suficiente, Jean -dijo él-. Podemos conseguir el divorcio sin culpar a ninguno de los dos.

– Yo te he sido fiel, Kenny -había contestado ella. Estaba al otro lado de la cocina, lo más lejos posible de él, y el borde del fregadero se hundía en su espalda. Era la primera vez que utilizaba la palabra tan temida por ella desde el día en que les dejó-. Nunca me he acostado con otro tío. Nunca. Ni una vez en mi vida.

– No esperaba que me fueras fiel. Nunca te lo pedí después de marcharme, ¿verdad?

– Hice unos votos, Kenny. Dije hasta la muerte. Dije que te daría de todo corazón lo que quisieras de mí. No puedes decir que he roto mi promesa.

– No lo he dicho.

– Entonces, explícame por qué, y sé sincero conmigo, Kenny. Deja ya el rollo de encontrarte a ti mismo. Vayamos al grano. ¿A quién te estabas follando a escondidas y ahora quieres follarte legalmente?

– Por favor, nena. No es una cuestión de follar.

– ¿No? Entonces, ¿por qué te has ruborizado hasta las orejas? ¿A quién te estás cepillando ahora? ¿Qué me dices de la señora Whitelaw? ¿Le cambias el aceite dos veces a la semana?

– No seas tonta, ¿vale?

– Fuimos a una iglesia, tú y yo. Dijimos hasta que la muerte nos separe.

– Teníamos diecisiete años. La gente cambia. Es inevitable.

– Yo no he cambiado. -Respiró hondo para combatir la sensación de sequedad en su boca. Lo peor, pensó, no era saber lo que ya sabía, sino carecer de un nombre y una cara contra los que poder dirigir la fuerza de su odio-. Yo he sido sincera contigo, Kenny. Tú me debes eso, como mínimo. ¿A quién te estás follando, ahora que ya no me follas?

– Jean…

– No es la forma correcta de describirlo, ¿verdad?

– Lo que falla entre nosotros no es la cuestión sexual. Nunca lo fue, y tú lo sabes.

– Tenemos tres hijos. Tenemos una vida aquí. Al menos, la teníamos hasta que la señora Whitelaw nos la robó.

– Esto no tiene nada que ver con Miriam.

– ¿Ahora es Miriam? ¿Desde cuándo es Miriam? ¿Es Miriam a plena luz del día, o solo en la oscuridad, cuando no te hace falta mirar la masa fofa que estás meneando?

– Por los clavos de Cristo, Jean. Piensa un poco, ¿quieres? No me acuesto con Miriam Whitelaw. Es una anciana.

– Entonces, ¿con quién? Dímelo. ¿Con quién?

– No me estás escuchando. No es un problema de sexo.

– Oh, claro. ¿Pues de qué? ¿Te has volcado en la religión? ¿Has encontrado a alguien con quien cantar himnos los domingos por la mañana?

– Se ha abierto un abismo entre nosotros que no debería existir. Ese ha sido siempre el problema.

– ¿Qué abismo? ¿Cuál?

– No lo ves, ¿verdad? De ahí viene todo.

Jean rió, aunque ella misma reconoció que era un sonido chillón y nervioso.

– Estás chiflado, Kenny Fleming. Dime qué otra pareja ha conseguido la mitad que nosotros desde que teníamos doce años.

Kenny meneó la cabeza. Parecía cansado y resignado.

– Ya no tengo doce años. Necesito algo más. Necesito una mujer con la que pueda compartirlo todo. Tú y yo…, tú y yo…, nos entendemos en algunas cosas, pero en otras no, sobre todo en las que importan fuera del dormitorio.

Jeannie sintió que el borde del fregadero arañaba carne y hueso. Se irguió en toda su estatura.

– Hay hombres que caminarían sobre carbones al rojo vivo para conseguir a alguien como yo.

– Lo sé.

– Entonces, ¿en qué soy deficiente?

– No he dicho que fueras deficiente.

– Has dicho que tú y yo nos entendemos en algunas cosas, pero en otras no. ¿En qué? Dímelo ahora mismo.

– Nuestros intereses. Lo que hacemos. Lo que nos importa. Lo que hablamos. Nuestros planes. Lo que deseamos en la vida.

– Siempre fuimos al unísono. Ya lo sabes.

– Al principio sí, pero nos hemos ido alejando. Has de verlo. Es que no quieres admitirlo.

– ¿Quién te ha dicho que no nos entendíamos? ¿Es ella? ¿La señora Whitelaw te está llenando la cabeza de chorradas? Porque ella me odia, Kenny. Desde siempre.

– Ya te he dicho que esto no tiene nada que ver con Miriam.

– Me culpa por apartarte de la escuela. Vino a Bi-llingsgate cuando estaba embarazada de Jimmy.

– Eso no tiene nada que ver con lo que está pasando ahora.

– Dijo que arruinaría tu vida si tú y yo nos casábamos.

– Es agua pasada. Olvídalo.

– Dijo que no serías nada si dejabas.la escuela.

– Es nuestra amiga. Solo estaba preocupada por nosotros.

– ¿Nuestra amiga, dices? Quería que me deshiciera del niño. Quería que abortara. Quería que yo muriera. Siempre me ha tenido manía, Kenny. Siempre…

– ¡Basta! -Golpeó la mesa con la mano. El salero de cerámica (en forma de oso polar para hacer juego con el pimentero en forma de pantera) cayó al suelo y se estrelló contra una pata de la mesa. Se rompió, y un chorro blanco se desparramó sobre el linóleo verde. Kenny lo recogió. Se partió en dos pedazos en su mano. Más sal resbaló como arena blanca entre sus dedos-. Estás muy equivocada acerca de Miriam -dijo, sin mirarla-. Ha sido buena conmigo. Ha sido buena con nosotros. Contigo. Con los niños.

– Entonces, dime quién es mejor que yo para ti.

Dibujó garabatos en la sal. Borró los dibujos con la mano. Volvió a dibujar.

– Escucha, nena, no es una cuestión de follar. -No hablaba a ella, sino a la sal. Por el tono de su voz, Jean adivinó que había decidido contarle la verdad. Por la postura de su cabeza y sus hombros, supo que la verdad iba a ser peor de lo que imaginaba-. No es una cuestión de sexo -repitió-. ¿Comprendido?

– Ah -dijo ella, con una frivolidad que no sentía-. No es una cuestión de sexo. ¿Ahora eres cura, Kenny?

– Muy bien. Me he acostado con ella, sí. Nos hemos ido a la cama, pero no es una cuestión de sexo. Es más que eso. Es… -Hundió el canto de su mano en la sal. Lo movió de un lado a otro. La barrió hacia el borde roto del salero, derramó la sal que quedaba, la vio caer y volvió a barrerla-. Es una cuestión de deseo -terminó.

– ¿Y eso no es lo mismo que sexo? Por favor, Kenny.

Él la miró y Jean sintió que sus dedos se congelaban. Nunca había visto su rostro tan torturado.

– Nunca había sentido algo igual -dijo-. Quiero conocerla de todas las maneras posibles. Quiero poseerla. Quiero ser ella. Eso es lo que pasa.

– Qué chorrada.

Jeannie intentó que su tono fuera desdeñoso, pero sonó asustado.

– Me he encogido, Jean, como si me hubieran metido en una olla hasta hervir por completo. Solo queda el núcleo. Y el núcleo es deseo. De ella. La deseo. No puedo pensar en nada más.

– Estás diciendo tonterías, Kenny.

Él apartó la vista.

– Ya sabía que no me entenderías.

– Espero que ella sí. La señorita Fulana de Tal.

– Sí, me entiende.

– ¿Quién es? ¿Quién es esa a la que tanto deseas?

– ¿Qué más da?

– A mí sí me importa, y me debes el nombre. Si todo ha terminado entre nosotros, como tú quieres.

Kenny sólo dijo «Gabriella» en voz baja, y lo repitió en un suspiro, con la cabeza apretada contra los puños. La sal derramada sobre el hule destellaba en sus muñecas como diminutas pecas blancas.

Jeannie no necesitó oír más. El apellido sobraba. Experimentó la sensación de que le había clavado un hacha, como un matarife, corta carne. Se acercó a la mesa, aturdida.

– ¿Gabriella Patten es esa a la que quieres conocer de todas las maneras, poseer, ser como ella? -Se derrumbó en una silla-. No te lo permitiré.

– No entiendes… No sabes… No puedo explicártelo.

Se dio unos golpecitos en la frente con el puño, como si quisiera escudriñar en su cerebro.

– No, si ya lo sé, y moriré antes que verte con ella, Kenny.

Pero no había ocurrido de esa forma. La muerte había llegado, pero el cadáver no había sido el previsto. Jeannie apretó con fuerza los ojos hasta que vio lucecitas. Cuando supo que iba a poder hablar con voz normal, en caso necesario (y rezó para que no fuera así), salió del cuarto de baño.

Sharon no estaba dormida. Jeannie abrió unos centímetros la puerta de su dormitorio y vio que estaba sentada en la cama, al lado de la ventana. Estaba tejiendo. No había encendido la luz. Estaba encorvada como un jorobado, las agujas entrechocaban entre sí y retorcían el hilo, mientras ella susurraba, «Bordar. Tejer. Sí. Y otra vez». Sobre las sábanas serpenteaba la bufanda en la que había trabajado el mes pasado. Era para su papá, un regalo de cumpleaños fuera de temporada que Kenny habría llevado para complacer a su hija, indiferente al clima, cuando hubiera abierto el paquete a finales de junio.

Cuando Jeannie abrió del todo la puerta, Sharon no la miró. Su cara estaba tensa a causa de la concentración, pero como no se había puesto las gafas, estaba obteniendo un completo desastre.

Las gafas estaban sobre la mesita de noche, junto a los prismáticos con los que Sharon observaba a los pájaros. Jeannie las cogió, pasó las yemas de los dedos sobre las patillas y pensó en la edad que debería tener su hija para que le permitieran llevar lentillas. Había pensado en preguntárselo a Kenny cuando se enteró de que tres gamberros del colegio se burlaban de Sharon y la llamaban Ojos de Sapo. La consulta, de hecho, era innecesaria, porque Jeannie sabía la respuesta que habría obtenido. Kenny se habría precipitado a comprar las lentillas de inmediato, habría enseñado a Sharon a utilizarlas, y se habría reído de los estúpidos muchachos que solo se sentían hombres cuando se burlaban de una niña de catorce años.

– Bordar, bordar, bordar -susurró Sharon-. Tejer, bordar, bordar, bordar.

Jeannie le extendió las gafas.

– ¿Las necesitas, Shar? ¿Quieres que encienda la luz? A oscuras no puedes ver bien lo que haces, ¿verdad?

Sharon sacudió la cabeza con furia.

– Tejer -dijo-. Bordar, bordar, bordar.

Las agujas sonaban como pájaros al picotear.

Jeannie se sentó en el borde de la cama de su hija. Acarició la bufanda. Estaba apelmazada en el centro y deformada en los bordes. Aún era peor el trabajo que las agujas estaban ejecutando aquella noche.

– A papá le habría gustado, cariño -dijo Jeannie-. Se habría sentido orgulloso. -Alzó la mano para tocar el pelo de su hija, pero terminó el gesto alisando las mantas-. Tendrías que intentar dormir. ¿Quieres venir conmigo?

Sharon meneó la cabeza.

– Tejer -murmuró-. Bordar, bordar, tejer.

– ¿Quieres que me quede aquí? Si te apartas, rae sentaré contigo un rato. -Quería decir: «La primera noche es la peor, cuando el dolor te da ganas de golpearte la cabeza contra la ventana». En cambio, dijo-: Quizá iremos al río mañana. ¿Qué te parece? Intentaremos ver uno de esos pájaros que andas buscando. ¿Cómo se llaman, Shar?

– Tejer -susurró Sharon-. Tejer, tejer, bordar.

– Era un nombre raro.

Sharon desenrolló más hilo de la madeja. Lo retorció alrededor de su mano. No lo miró, ni tampoco a su labor. Tenía la espalda encorvada sobre la labor, pero sus ojos estaban fijos en la pared, donde había clavado docenas de bosquejos de pájaros.

– ¿Quieres ir al río, cariño, a ver más pájaros? ¿Te llevarás el cuaderno de dibujo? ¿Quieres que nos llevemos la comida?

Sharon no contestó. Se acomodó de lado, de espaldas a su madre, y continuó tejiendo. Jeannie la contempló un momento. Trazó con la mano la curva de su hombro, sin tocarla.

– Sí -dijo-. Bien. Es una buena idea. Intenta dormir, cariño.

Fue a la habitación de sus hijos, al otro lado del pasillo.

Olía a humo de cigarrillo, cuerpos sin lavar y ropa sucia. Stan dormía en una cama, protegido por todas partes por una hilera de animales disecados que montaban guardia, entre los cuales se había acurrucado, con las mantas alrededor de los tobillos y la mano hundida dentro del pijama.

– Stan se la pela cada noche. No necesita un buen amigo. Ya tiene a su picha.

Las palabras de Jimmy llegaron desde el lugar más oscuro de la habitación, donde el olor era más intenso y un fugaz resplandor rojizo iluminaba un fragmento de labio y el nudillo de un dedo. Jeannie dejó la mano de Stan donde estaba y le cubrió con las mantas.

– ¿Cuántas veces hemos hablado de lo de fumar en la cama, Jim? -preguntó en voz baja.

– No me acuerdo.

– ¿No te quedarás satisfecho hasta que quemes la casa?

El chico resopló a modo de respuesta.

Jeannie descorrió las cortinas de la ventana y subió un poco la hoja batiente para que entrara algo de aire fresco. La luz de la luna cayó sobre los cuadrados de alfombra pardos, y dibujó un sendero que conducía al naufragio de un clíper caído de costado, con los tres mástiles arrancados y una cavidad del tamaño de un pie que hundía su popa.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Jeannie.

Se agachó sobre el modelo. Era una ruina de madera de balsa cortada y pintada a mano, la copia adorada por Jimmy del Cutty Sark. Tras meses dedicados a su construcción, había sido el orgullo de padre e hijo, que habían pasado horas y días a la mesa de la cocina, diseñando, cortando, pintando, pegando.

– ¡Oh, no! -exclamó en voz baja-Jim, lo siento. ¿Stan ha…?

Jimmy lanzó una risita despectiva. Jeannie levantó la vista. El tabaco quemado alumbró y se apagó. Oyó el silbido del humo al salir de su nariz.

– Stan no lo ha hecho -contestó Jimmy-. Stan está demasiado ocupado pelándosela para pensar en limpiar la casa. Son cosas de crios, en cualquier caso. ¿Quién las necesita?

Jeannie desvió la vista hacia la librería que corría bajo la ventana. En el suelo yacían las ruinas del Golden Hind. Al lado, el Gipsy Moth IV. Más allá, los restos del Victory, mezclados con las piezas de una nave vikinga y una galera romana.

– Pero tú y papá -empezó inútilmente Jeannie-. Jimmy, tú y papá…

– ¿Sí, mamá? ¿Papá y yo qué?

Qué extraño, pensó, que aquellos fragmentos de madera, trozos de hilo y cuadrados de tela le dieran ganas de llorar. La muerte de Kenny no lo había conseguido. Ver su cadáver desnudo no lo había conseguido. Las luces de los flashes y las preguntas de los periodistas no lo habían conseguido. Había comunicado sin la menor emoción a Sharon y Stan que su padre había muerto, pero ahora, cuando su vista tomó nota de los barcos destrozados, se sintió tan rota como las ruinas diseminadas sobre la alfombra.

– Eso era lo que te quedaba de él -dijo-. Estos barcos. Son tuyos y de papá. Estos barcos.

– El cabrón ha muerto, ¿no? Es inútil guardar recuerdos en casa. Tendrías que haber tirado esta mierda tú misma, mamá. Fotos, ropas, libros. Bates viejos. Su bici. Tirarlo todo. ¿Quién lo necesita?

– No hables así.

– No pensarás que guardaba recuerdos de nosotros, ¿verdad? -Jimmy se inclinó hacia la luz de la luna. Enlazó las manos sobre sus rodillas huesudas y tiró la ceniza sobre el cubrecama-. No quería recuerdos dé la mujer y los niños en un momento crucial, ¿verdad? Podían interponerse en su camino. Fotos de nuestras jetas sobre la mesita de noche. Eso perjudicaría a su vida amorosa. Un mechón de nuestro pelo en un broche prendido a su uniforme de criquet. Estorbaría sus movimientos durante el jodido partido. Uno de los dibujos de pájaros de Sharon. Uno de los ositos de Stan. -La punta encendida del cigarrillo tembló como una luciérnaga-. O una de tus baratijas holandesas que tanta gracia le hacían. O esa estúpida jarra en forma de vaca que vierte leche como si estuviera enferma. Podría utilizarla por las mañanas con sus cereales, ¿no? Solo que cuando sirviera la leche y pensara en ti, levantaría la vista y vería a otra persona. No. -Se apoyó sobre el codo y aplastó el cigarrillo en un costado de la calavera de broma que brillaba en la oscuridad-. No quería fragmentos de su vida anterior mezclados con la nueva. No. Nunca. Nuestro papá, no. En absoluto.

Jeannie le olía desde el otro extremo de la habitación. Se preguntó cuándo se habría duchado por última vez. Hasta olía su aliento, fétido por culpa del humo de sus cigarrillos.

– Tenía fotos de vosotros -dijo-. ¿Te acuerdas que vino a recogerlas? Las enmarcó, pero equivocó la medida de los marcos. Demasiado grandes o demasiado pequeños. Sobre todo, demasiado grandes, porque Shar cortó papel para llenar los huecos. Tú le ayudaste. Elegiste las tuyas que él quería.

– ¿Sí? Bueno, entonces era un crío, ¿no? Un mocoso impertinente. Esperaba que papá volvería si le lamía bien los zapatos. Menuda broma. Qué mamonada. Me alegro…

– No lo creo, Jim.

– ¿Por qué? ¿Qué sientes tú, mamá? -Su pregunta era tensa. La repitió y añadió-: ¿Lamentas que haya muerto?

– Estaba pasando una mala temporada. Intentaba aclarar sus ideas.

– Sí. ¿No nos pasa a todos? Pero no nos comemos el tarro mientras nos tiramos a un putón, ¿verdad?

Jeannie se alegró de estar en la oscuridad. Ocultaba y protegía, pero las sombras eran traicioneras. Al tiempo que él no la podía ver con claridad y, por tanto, ignoraba que sus palabras eran como pequeños ganchos que se clavaban en las mejillas de su madre, Jeannie tampoco podía verle, de la forma que una madre necesita ver a su hijo cuando hay que contestar a una pregunta, y todo lo que una madre aprecia más en su vida se juega en la respuesta que él le dé.

Pero no podía formular esa pregunta, de manera que replicó con otra.

– ¿Qué intentas decir?

– Sabía todo sobre papá. Todo sobre la rubia de anuncio. Todo sobre la gran indagación en su alma que llevaba a cabo papá mientras se la tiraba como si fuera una cabra. Se buscaba a sí mismo. Qué hipócrita.

– Lo que hacía con… -Jeannie no podía decir el nombre a su hijo. Confirmar lo que Jimmy acababa de decir por hablar más de la cuenta era pedirle demasiado en aquel momento. Hundió las manos en los bolsillos de la bata y se serenó. Su mano derecha encontró un pañuelo de papel arrugado, y la izquierda un peine al que faltaban algunos dientes-. Eso no tenía nada que ver contigo, Jimmy. Era una cuestión entre tu padre y yo. Te quería como siempre, y también a Shar y Stan.

– Por eso fuimos de paseo por el río como nos había prometido, ¿verdad, mamá? Alquilamos el camarote de aquel crucero, como siempre había dicho, y zarpamos Támesis arriba. Vimos las esclusas. Vimos los cisnes. Nos detuvimos en Hampton Court y recorrimos el laberinto. Hasta saludamos a la reina, que estaba en el puente de Windsor, esperando a que pasáramos y nos quitáramos el sombrero.

– Quería llevaros al río. No creas que olvidó…

– Y a la regata de Henley. También fuimos, ¿verdad? Todos disfrazados con nuestros trajes de los domingos. Llevábamos una cesta con nuestra comida favorita. Patatas fritas para Stan. Cocoa Pops para Shar. McDonald's para mí. Y cuando terminamos, fuimos al gran viaje de cumpleaños: las islas griegas, el crucero, papá y yo solos.

– Jim, tenía que aclararse. Papá y yo estuvimos juntos desde que éramos niños. Necesitaha tiempo para saber si quería seguir, pero seguir conmigo, conmigo, no con vosotros. Papá no había cambiado con respecto a vosotros.

– Ah, vale, mamá. No había cambiado. Como que ella no se habría hartado de nosotros. Stan se la pelaría en su habitación los fines de semana, Shar clavaría sus dibujos de pájaros en el papel pintado, y yo le dejaría perdidas de grasa del motor sus alfombras. Tenernos como hijastros habría sido la gran alegría de su vida. De hecho, creo que no dejó marchar de casa a papá hasta que le aseguró que íbamos incluidos en el lote. -Se quitó a patadas las Doc Martens. Cayeron al suelo con un ruido sordo. Ahuecó la almohada y se recostó contra la cabecera de la cama. Su cara quedó oculta entre las sombras más espesas-. Debe de estar desesperada, nuestra rubia de anuncio. ¿Tú qué crees, mamá? Papá ha estirado la pata y es una auténtica pena, ¿verdad?, porque ya no se lo puede cepillar cuando le de la gana, pero lo peor de todo es que ya no podremos ser sus hijastros. Apuesto a que está realmente afligida por eso.

Lanzó una risita en voz baja.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Jeannie, Los dedos de la mano izquierda buscaron el peine de sü bolsillo y se hundieron en los huecos entre los dientes.

– Jimmy -dijo-, quiero preguntarte una cosa.

– Pregunta, mamá. Pregunta lo que quieras, pero yo no me he revolcado con ella, si es eso lo que quieres saber. Papá no era de los que compartían las pertenencias.

– Sabías quién era ella.

– Tal vez.

Aferró el pañuelo de papel con la mano derecha. Comenzó a desgarrarlo en el bolsillo. No quería saber la respuesta, porque ya la sabía. De todos modos, hizo la pregunta.

– Cuando anuló el crucero, ¿qué te dijo? Dímelo, Jim. ¿Qué dijo?

La mano de Jimmy surgió de las sombras. Buscó algo cerca de la calavera de broma. Una llamarada siguió a un siseo, y le vio sujetar la cerilla encendida cerca de su cara pálida. El chico no dejó de mirarla mientras la cerilla se iba apagando. Cuando la llama lamió sus dedos, ni siquiera pestañeó. Tampoco contestó.

Lynley encontró por fin un hueco en Sumner Place. Karma de aparcamiento, lo habría llamado la sargento Havers. Él no estaba tan seguro. Durante diez minutos había recorrido Fulham Road de arriba abajo, dado la vuelta a la estación de South Kensington, y había llegado a conocer mejor de lo que nunca había soñado el edificio restaurado de la Michelin en Brompton Cross. Estaba a punto de rendirse y marchar a casa, cuando pasó una vez más por Sumner Place y vio que un Morgan antiguo dejaba un espacio libre a menos de veinte metros del lugar al que se dirigía: Onslow Square.

La madrugada era agradable, y solo algún ocasional rugido de automóvil, procedente de Oíd Brompton Road, rompía el silencio perfecto. Bajó por Sumner Place, cruzó cerca de una pequeña capilla situada al final de la calle y entró en Onslow Square.

Todas las luces, salvo una, estaban apagadas en el piso de Helen. Había dejado una lámpara encendida en el salón, justo en el interior del pequeño balcón que daba a la plaza. Sonrió cuando la vio. Helen le conocía mejor que nadie; incluido él.

Entró en el edificio, subió la escalera, abrió la puerta del piso. Helen había estado leyendo antes de caer dormida, porque había un libro abierto sobre el cubrecama, boca abajo. Lo cogió, intentó y no consiguió leer el título en la oscuridad casi absoluta de la habitación, lo dejó sobre la mesita de noche y utilizó el brazalete de oro a modo de punto. La examinó.

Estaba tendida de lado, con la mano derecha bajo la mejilla, las pestañas oscuras extendidas sobre la piel. Tenía los labios fruncidos, como si sus sueños exigieran concentración. Un rizo de su cabello se curvaba desde la oreja hasta la comisura de la boca, y cuando él lo apartó de su cara, Helen se removió, pero sin despertarse. Lynley sonrió. Nunca había conocido a alguien que durmiera tan profundamente.

– Alguien podría entrar, llevarse todas tus cosas, y ni te enterarías -le había dicho, exasperado, tras comprobar que el sueño de los muertos de Helen contrastaba con sus interminables vueltas y vueltas de los vivos-. Por el amor de Dios, Helen, es algo enfermizo. Más que dormir, pierdes la conciencia. Creo que deberías consultar el problema a un especialista.

Ella rió y palmeó su mejilla.

– Es la ventaja de tener la conciencia completamente tranquila, Tommy.

– De mucho te va a servir si una noche se incendia el edificio. Ni siquiera la alarma te despertaría, ¿verdad?

– Es probable. Qué idea tan horrible. -Su rostro se ensombreció un momento, y luego se iluminó- Ah, pero a ti sí, ¿verdad? Lo cual sugiere que debería considerar la idea de no dejarte.

– ¿Ya lo haces?

– ¿Qué?

– Considerarla.

– Más de lo que piensas.

– ¿Y?

– Pues deberíamos cenar. Tengo un pollo perfecto. Patatas nuevas. Haricots verts. Un Pinot grigio para empinar el codo.

– ¿Has preparado la cena?

Aquello sí que era una novedad. Una dulce visión de la vida doméstica, pensó.

– ¿Yo? -Helen rió-. Por Dios, Tommy, no hay nada cocinado. Oh, miré y miré en un libro de Simón. Deborah me indicó un par de recetas que no parecían un reto para mis limitados talentos culinarios, pero todo me pareció muy complicado.

– Solo es pollo.

– Sí, pero la receta exigía que lo dragara *. Dragarlo, por el amor de Dios. ¿No es eso que hacen en los pantanos? ¿No están dragando siempre los canales o algo por el estilo? ¿Cómo se puede hacer eso a un pollo?

– ¿Tu imaginación no te lo dijo?

– Ni siquiera quiero repetir lo que mi imaginación sugirió. Destruiría tu apetito para siempre.

– Lo cual no sería una mala idea, si albergo la esperanza de comer pronto.

– Estás decepcionado. Yo te he decepcionado. Lo siento, querido. Soy una completa inutilidad. No sé cocinar

– No te estás presentando a una prueba para un papel de una novela de Jane Austen.

– Me duermo en los conciertos. No sé decir nada inteligente sobre Shakespeare, Pinter o Shaw. Pensaba que Simone de Beauvoir era algo de beber. ¿Cómo puedes aguantarme?

Esa era la cuestión, exactamente. No tenía respuesta.

– Somos tal para cual, Helen -dijo a la forma dormida-. Somos alfa y omega. Somos positivo y negativo. Somos una pareja hecha en el cielo.

Sacó el pequeño estuche del bolsillo de la chaqueta y lo dejó sobre la novela, en la mesita de noche. Porque, al fin y al cabo, aquella era la noche. Lograré que el momento sea completamente memorable, había pensado. Romance al ciento por ciento. Hazlo con rosas, velas, caviar, champagne. Música de fondo. Séllalo con un beso.

Solo era posible la última opción. Se sentó en el borde de la cama y acercó los labios a la mejilla de Helen. Esta se removió, frunció el entrecejo. Se dio la vuelta. Él la besó en la boca.

– ¿Vienes a la cama? -murmuró Helen, sin abrir los ojos.

– ¿Cómo sabes que soy yo? ¿Es una invitación que extiendes a cualquiera que aparece en tu dormitorio a las dos de la mañana?

Helen sonrió.

– Solo si promete algo.

– Entiendo.

Abrió los ojos. Oscuros como su pelo, en contraste con la piel, eran como la noche. Helen era sombras y luz de luna.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó en voz baja.

– Complicado -contestó Lynley-. Un jugador de criquet. Del equipo inglés.

– Criquet -murmuró Helen-. Ese juego horrible. ¿Alguien es capaz de entenderlo?

– Por suerte, no será necesario para el caso.

Helen volvió a cerrar los ojos.

– Ven a la cama, pues. Añoro tus ronquidos en mi oído.

– ¿Ronco?

– ¿Nadie se había quejado antes?

– No. Y yo pensaba… -Comprendió la trampa cuando los labios de Helen se curvaron en una sonrisa-. Se supone que deberías estar más que medio dormida.

– Lo estoy, lo estoy. Tú también deberías estarlo. Ven a la cama, querido.

– A pesar…

– De tu siniestro pasado. Sí. Te quiero. Ven a la cama y dame calor.

– No hace frío.

– Fingiremos.

Lynley levantó la mano de Helen, besó la palma, enredó los dedos con los suyos. Ella no apretó con mucha fuerza. Se estaba durmiendo otra vez.

– No puedo -dijo-. He de levantarme temprano.

– Bah -murmuró ella-. Puedes poner el despertador.

– No me gustaría. Me distraes demasiado.

– No es un buen augurio para nuestro futuro, ¿verdad?

– ¿Tenemos futuro?

– Ya sabes que sí.

Lynley besó sus dedos y le deslizó la mano debajo de las sábanas. En un acto reflejo, ella se puso de costado otra vez.

– Felices sueños -dijo Lynley.

– Hummm. Sí.

Le besó la sien, se levantó y caminó hacia la puerta.

– ¿Tommy?

Era algo más que un murmullo.

– ¿Sí?

– ¿Por qué has venido?

– Te he dejado algo.

– ¿Para desayunar?

Él sonrió.

– No, para desayunar no. Ya te las arreglarás.

– Entonces, ¿qué?

– Ya lo verás.

– ¿Por qué lo has hecho?

Una buena pregunta. Dio la respuesta más razonable.

– Por amor, supongo.

Y por la vida, pensó, y todas sus malditas complicaciones.

– Qué amable. Eres muy considerado, querido.

Se removió bajo las sábanas, en busca de la postura más cómoda posible.

Lynley se quedó en la puerta, a la espera del momento en que su respiración se hiciera más profunda. La oyó suspirar.

– Helen -susurró.

Su respiración no se alteró.

– Te quiero -dijo.

Su respiración no se alteró.

– Cásate conmigo.

Su respiración no se alteró.

Tras haber cumplido la obligación que se había autoimpuesto para el fin de semana, cerró la puerta y dejó que soñara sus sueños.

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