Capítulo 5

– Kenneth Fleming -terminó el corresponsal de la ITN, mientras hablaba al micrófono con una solemnidad que debía considerar apropiada para la ocasión- ha muerto a los treinta y dos años. El mundo del criquet está de luto esta noche. -La cámara se elevó sobre su hombro hacia los muros rematados por guirnaldas y el hierro forjado de la Puerta de la Gracia del Lord's Cricket Ground, que servía de fondo al reportaje-. Dentro de un momento recogeremos las reacciones de sus compañeros de equipo y de Guy Mollison, capitán de Inglaterra.

Jeannie Cooper se apartó de la ventana de la sala de estar. Cerró el televisor. Vio que la imagen se disolvía en negro, borrosa al principio por los bordes. Dio la impresión de que dejaba un residuo.

He de comprar una nueva tele, pensó, preguntar cuánto cuesta una televisión nueva.

Era un buen tema al que derivar sus pensamientos: qué clase de tele compraría, cuántas pulgadas mediría la pantalla, si la querría estéreo y acompañada de un vídeo, y si la querría en una vitrina como la de ahora, un monstruo grande como una nevera y tan vieja como Jimmy.

Cuando el nombre de su hijo se coló de sopetón en su mente, Jeannie se mordió con fuerza la parte interna del labio. Intentó hacerse sangre. Un labio cortado, decidió, era un dolor al que podía hacer frente. Preguntarse dónde habría estado Jimmy durante todo el día, no.

– ¿Jimmy no ha vuelto a casa? -preguntó a su hermano cuando la policía la devolvió del horror de Kent.

– Tampoco ha ido al colegio, por lo que Shar me ha dicho. Esta vez sí que la ha hecho buena. -Derrick cogió de la mesita auxiliar dos de sus artilugios de musculación. Parecían tenazas, y las apretó alternativamente en cada mano-. Aductor, flexor, pronador -murmuró.

– ¿No has ido a buscarle, Der? ¿No has ido al parque?

Derrick contempló sus enormes músculos mientras se contraían y relajaban.

– Voy a decirte algo sobre ese desgraciado, Pook. No creo que haya ido al parque, precisamente.

Su hermano y ella habían sostenido aquella conversación a las seis y media, justo antes de que él se marchara. Ahora, eran las diez pasadas. Hacía más de una hora que sus dos hijos menores se habían acostado. Desde que había cerrado ambas puertas y.bajado la escalera, Jeannie se había quedado de pie ante la ventana, escuchando el murmullo de las voces que emitía la televisión y escudriñando la noche por si veía a Jimmy.

Se acercó a la mesita auxiliar para coger los cigarrillos y buscó en el bolsillo la caja de cerillas. Aún llevaba el uniforme de trabajo, el delantal y los zapatos con suela de goma que se había puesto a las tres y media de la mañana. Empezaba a tener la sensación de que se habían amoldado a ella como una segunda piel. La única prenda que se había quitado era el gorro, que había dejado cerca de la caja registradora de Crissys, antes de ir a Kent. Eso había ocurrido en otra vida, en la parte que a partir de ahora llamaría Antes de que la Policía Llegara a Billingsgate.

Jeannie dio una calada al cigarrillo. Volvió junto a la ventana y apartó la cortina.

Captó un movimiento en la acera, a tres puertas de distancia. Confió, contra toda razón y experiencia, que la silueta fuera la de su hijo mayor. Era alta y delgada, decidió, y caminaba hacia su casa con la misma energía, era esbelto como su papá… Se permitió un momento para sentir la liberación de la tensión que produce el alivio. Después, vio que no era Jimmy, sino el señor Newton, que como cada noche sacaba de paseo a su perro gales hasta la estación de Crossharbour y de vuelta a casa.

Jeannie pensó en lanzarse a la búsqueda de Jimmy. Rechazó la idea. Tenía que descubrir cosas de su hijo, y la única forma de descubrirlas era quedarse donde estaba, en aquella habitación, para ser el primer miembro de la familia que Jimmy viera cuando volviera por fin. Hasta que eso sucediera, se dijo, tenía que mantener la calma. Tenía que esperar. Tenía que rezar.

Pero sabía que no podía rezar para cambiar lo que ya había pasado.

Gracias al telediario de las diez había averiguado los detalles que no había preguntado antes: cuándo había muerto Kenny, la causa extraoficial de su muerte, pendiente de la autopsia oficial, dónde habían encontrado su cuerpo, el hecho de que estaba solo.

– La policía ya ha verificado que la causa del incendio fue un cigarrillo tirado en una butaca -había dicho el locutor. Su mirada a la cámara y la forma de sacudir la cabeza, con pesar, habían proclamado el resto: «Recuerden mis palabras, damas y caballeros. Los cigarrillos no sólo matan de una forma».

Jeannie se alejó de la ventana para aplastar el suyo en un cenicero metálico en forma de concha, con ias palabras Weston-Super-Mare grabadas en oro. Encendió otro, cogió el cenicero, volvió a su puesto.

Le habría gustado argumentar que la moto era el problema, que todos sus problemas con Jimmy habían empezado el día que trajo a casa la maldita moto, pero la verdad era más complicada que una serie de discusiones entre madre e hijo por la posesión de un medio de transporte. La verdad residía en todo lo que habían evitado durante años como tema de conversación.

Dejó que la cortina cayera de nuevo sobre la ventana. Alisó el borde. Se preguntó cuánto tiempo de su vida había desperdiciado ante ventanas como esta, con la esperanza de presenciar una llegada que nunca tenía lugar.

Cruzó la sala de estar hacia el viejo sofá gris, parte del deprimente tresillo que Kenny y ella habían heredado de los padres de Jean después de casarse. Cogió un sobado ejemplar de Woman's Own y se acomodó sobre el borde de un almohadón. Estaba tan gastado que su relleno se había agrupado desde hacía mucho tiempo en apretadas pelotillas. Proporcionaba la misma comodidad que sentarse sobre una zona de arena húmeda. Kenny había querido sustituir los viejos muebles por algo elegante cuando empezó a jugar por Inglaterra, pero ya hacía dos años que había desaparecido de sus vidas cuando hizo la oferta, y Jeannie la rechazó.

Abrió Woman's Own sobre sus rodillas. Se inclinó sobre las páginas. Intentó leer. Empezó «El Diario de un Traje de Novia», pero después de atascarse cuatro veces en el mismo párrafo, que narraba las notables aventuras de un vestido de novia de alquiler, tiró la revista de nuevo sobre la mesita auxiliar, se llevó los puños a la frente, cerró los ojos e intentó rezar.

– Dios -susurró-. Dios, por favor…

¿Qué?, se preguntó. ¿Qué podía hacer Dios? ¿Alterar la realidad? ¿Cambiar los hechos?

Le vio de nuevo, muy a su pesar: tendido inmóvil en aquella habitación fría de aparadores cerrados y acero inoxidable, rígido como el mármol, él que había estado henchido de tanta energía, ímpetu y vida…

Se alejó del sofá a toda prisa y empezó a pasear de un lado a otro de la sala. Golpeó con los nudillos de la mano derecha la palma de la izquierda. Dónde está, dónde está, dónde está pensó.

El ruido de una moto la paralizó. Resonó en el callejón que separaba las casas de Cárdale Street de las que había detrás. Se demoró ante la puerta del jardín trasero, como si el conductor intentara decidir qué hacer. Después, la puerta se abrió y cerró con un chirrido, el rugido del motor se oyó más cerca, y la moto eructó una vez más y enmudeció justo frente a la puerta de la cocina.

Jeannie volvió al sofá y se sentó. Oyó que la puerta de la cocina se abría y cerraba. Unos pasos cruzaron el linóleo y apareció ante su vista, Doc Martens de puntera metálica mal anudadas, tejanos sin cinturón que colgaban alrededor de sus caderas, camiseta mugrienta sembrada de agujeros en el cuello. Utilizó la mano para colocarse el pelo largo detrás de una oreja, trasladó su peso de un pie al otro, y una cadera esquelética se proyectó hacia fuera.

Aparte dé su indumentaria y el hecho de que iba sucio como un mendigo, se parecía tanto a su padre a los dieciséis años que una niebla pareció descender entre Jeannie y él. Jeannie experimentó la sensación de que apretaban una lanza bajo su seno izquierdo, y tuvo que contener el aliento para que el dolor desapareciera.

– ¿Dónde has estado, Jim?

– Por ahí.

Erguía la cabeza como siempre, ladeada como si quisiera disimular su estatura.

– ¿Te has llevado las gafas?

– No.

– No me gusta que conduzcas esa bicicleta sin las gafas. Es peligroso.

Utilizó el canto de la mano para apartarse el pelo de la frente. Sus hombros se encogieron con indiferencia.

– ¿Has ido al colegio hoy?

El muchacho desvió la vista hacia la escalera. Tocó la presilla del cinturón de los tejanos.

– ¿Sabes lo de papá?

Su nuez de Adán adolescente se agitó en su cuello. Volvió los ojos hacia ella, y luego de nuevo hacia la escalera.

– Ha estirado la pata.

– ¿Cómo te has enterado?

Cambió su peso al otro pie. La otra cadera sobresalió. Estaba tan delgado que a Jeannie siempre le dolía el alma cuando le miraba.

Hundió el puño en un bolsillo y sacó un paquete arrugado de JPS. Introdujo un dedo mugriento y lo cerró alrededor de un cigarrillo. Se lo puso en la boca. Miró hacia la mesita auxiliar, y de allí al televisor.

Los dedos de Jeannie se cerraron alrededor de la caja de cerillas que guardaba en el bolsillo. Notó que la esquina se hundía en su pulgar.

– ¿Cómo lo has averiguado, Jim? -repitió.

– Lo oí en la tele.

– ¿Dónde?

– La BBC.

– ¿Dónde? ¿En casa de quién?

– Un tío de Deptford.

– ¿Cómo se llama?

Jimmy dio la vuelta al cigarrillo en sus labios, como si estuviera enroscando un tornillo.

– No le conoces. No le he traído a casa.

– ¿Cómo se llama?

– Brian. -La miró sin pestañear, lo cual siempre era señal de que estaba mintiendo-. Brian Jones.

– ¿Ahí es donde has estado hoy? ¿Con ese Brian Jones en Deptford?

El muchacho devolvió las manos a los bolsillos, primero los de delante y después los de atrás. Se palmeó. Frunció el entrecejo.

Jeannie dejó la caja de cerillas sobre la mesita auxiliar y cabeceó en su dirección. Jimmy titubeó, como si sospechara una trampa. Después, avanzó. Se apoderó de las cerillas y encendió una con el borde de la uña. Cuando la alzó hacia el cigarrillo, miró a su madre.

– Papá murió en un incendio -dijo Jeannie-. En la casa.

Jimmy dio una calada larga al cigarrillo y levantó la cabeza hacia el techo, como si eso le ayudara a retener más tiempo el humo en los pulmones. Su cabello colgaba del cráneo en mechones grasientos que parecían colas de rata. Era castaño rojizo como el de su padre, pero llevaba tanto tiempo sin lavar que su color recordaba paja mojada de pipí en una caballeriza.

– ¿Me has oído, Jim? -Jeannie intentaba mantener firme la voz, como el locutor del telediario-. Papá murió en un incendio. En la casa. El miércoles por la noche.

Dio otra calada. No la miró, pero su nuez de Adán seguía agitándose como el carrete de una cuerda.

– Jim.

– Un cigarrillo fue el causante del incendio. Un cigarrillo en una butaca. Papá estaba arriba. Dormido. Respiró el humo. El monóxido de carb…

– ¿A quién le importa una mierda?

– A ti, espero. A Stan, a Sharon, a mí.

– Ah, estupendo. ¿Como a él le habría importado si uno de nosotros hubiera muerto? Qué gilipollez. Ni siquiera habría venido al funeral.

– No hables así.

– ¿Cómo?

– Ya sabes. No finjas lo contrario.

– ¿Como un capullo hijoputa? ¿O como si dijera la verdad?

Jeannie no contestó. Jimmy se pasó los dedos por el pelo, se acercó a la ventana y regresó, y se quedó inmóvil. Jeannie intentó adivinar sus pensamientos, y se preguntó cuándo había perdido la habilidad de saber en un instante qué pasaba por su cabeza.

– No hables así en esta casa -dijo en voz baja-. Has de dar ejemplo. Tienes un hermano y una hermana que te consideran su modelo.

– ¿Y no son un completo desastre? -El chico resopló-. Stan es un bebé que necesita chuparse el pulgar, y Shar es…

– No hables mal de ellos.

– Shar es más tonta que un zapato y no tiene ni un gramo de cerebro. ¿Estás segura de que somos parientes? ¿Estás segura de que no te hicieron otro penalty, además de papá?

Jeannie se levantó. Avanzó un paso hacia su hijo, pero las palabras de este la contuvieron.

– Podrías haberlo hecho con otros tipos, ¿verdad? En el mercado, por ejemplo. Espatarrada sobre las tripas de pescado del suelo después de terminar. -Sacudió ceniza de su cigarrillo, que cayó sobre la pernera de los tejanos. Se pasó un dedo por la mancha. Resopló, sonrió, y después se dio una palmada en la frente, con fuerza-. ¡Ya lo tengo! ¿Por qué no lo entendí antes?

– ¿A qué te refieres?

– Que tenemos diferentes padres. El mío es el famoso bateador, por eso he salido mejor en aspecto y cerebro…

– Conten tu lengua, Jimmy.

– El de Shar es el cartero, por eso parece que le hayan sellado la cara.

– He dicho basta.

– Y el de Stan es uno de los tíos que trae anguilas de los pantanos. ¿Cómo pudiste hacerlo con un anguilero, mamá? Claro que un polvo es tan bueno como otro cualquiera, siempre que mantengas los ojos cerrados y no te importe el olor.

Jeannie rodeó la mesita auxiliar.

– ¿De dónde has sacado toda esa basura, Jim?

– Ya lo entiendo. Todos esos tíos. Todo ese pescado. El olor debe recordarles lo que añoran. -Su rostro se iluminó y subió la voz-. De manera que si encuentran una puta sin demasiadas manías sobre quién se la tira, dónde y cuándo…

– Te lavaré la boca con jabón, jovencito.

– … tiran adelante y se la sacan de los pantalones.

– ¡Basta ya!

– Ella ve que está dura y dice con una risita, caray, qué ven mis ojos, y se baja las bragas y él la mete en uno de esos frigoríficos, y a ella le da igual el frío, porque el tío está jadeando sobre ella como un gorila y…

– ¡Jimmy!

– … y se la folla hasta dejarla mareada, y lo único que sabe ella es que se la han tirado a base de bien, y no importa quién se la folle, hasta que sale un crío feo como una patata con patas.

Dio una profunda calada a su cigarrillo. Le temblaban las manos.

Jeannie sintió un escozor en los ojos. Parpadeó para ahuyentarlo. Comprendió.

– Oh, Jimmy -murmuró-. Papá nunca quiso hacerte daño. Tienes que darte cuenta.

El muchacho se cubrió las orejas con las manos. Alzó más la voz.

– Al día siguiente, selecciona a otro tío. Todo el mundo mira y a ella le gusta así. Se forma un círculo a su alrededor, les jalean.

– Papá ha muerto, Jim. Ha muerto.

– Primero se la cepilla uno. Después otro. Ella jadea. Chilla, Dice, ánimo, puedo con todos vosotros, me gusta así.

Jeannie se acercó a él y apoyó las manos sobre las suyas. Intentó apartarlas de sus oídos, pero sólo consiguió tirar el cigarrillo. Cayó sobre la alfombra. Lo recogió y aplastó en el cenicero.

– La montan uno tras otro. La hacen trizas, pero aún no tiene bastante.

Su voz tembló. Movió las manos de los oídos a los ojos. Sus uñas arañaron la carne.

Jeannie le tocó el brazo. El muchacho soltó un grito y se apartó.

– Tu papá te quería -dijo Jeannie-. Te quería. Siempre.

– Se lo hacen -replicó Jimmy-. Lo hacen. Lo hacen. Y cuando han terminado con ella y está tirada en las tripas de pescado con una sonrisa angelical en su estúpida cara, piensa que ha conseguido lo que quería, lo que…, lo que quería, porque se ha tirado a todos aquellos tíos, aunque no fue capaz de retenerle y cree y cree y ni siquiera puede pensar que así son las cosas.

Jimmy empezó a llorar.

Jeannie rodeó su espalda con los brazos. Jimmy se deshizo de ella y corrió escaleras arriba.

– ¿Por qué no te divorciaste de él? -sollozó-. ¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no lo hiciste? Jesús, mamá. Podrías haberte divorciado de él.

Jeannie le vio subir. Quiso seguirle. Carecía de energía.

Entró en la cocina, donde los potes y los platos de una comida sin consumir a base de costillas, patatas fritas y bretones estaban esparcidos sobre la mesa y la en-cimera. Los juntó y restregó. Los apiló en el fregadero. Tiró Fairy sobre ellos, dio el agua caliente y vio que las burbujas empezaban a surgir, como encaje en un traje de novia.

Eran casi las once cuando Lynley telefoneó desde el Bentley al marido de Gabriella Patten, mientras Havers y él subían por Campden Hill en dirección a Hampstead. Hugh Patten no pareció sorprenderse de recibir una llamada telefónica de la policía. No preguntó por qué era necesaria la entrevista, ni trató de disuadir a Lynley con una petición de aplazar la reunión hasta la mañana. Se limitó a darle las indicaciones precisas y dijo que tocaran el timbre tres veces cuándo llegaran.

– Los periodistas me molestan más de lo que yo quisiera -fue su explicación.

– ¿Quién es ese tío cuando es alguien? -preguntó Havers cuando doblaron por Holland Park Avenue.

– En este momento, sabe tanto como yo -contestó Lynley.

– El marido cornudo.

– Eso parece.

– Un asesino en potencia.

– Habrá que descubrirlo.

– Y el patrocinador de la serie de partidos contra Australia.

El camino hasta Hampstead era largo. Lo terminaron en silencio. Tomaron High Street, donde varios bares acogían a una pequeña multitud trasnochadora, y después ascendieron Holly Hill, hasta llegar a un punto en que las casas daban paso a mansiones. Encontraron la casa de Patten detrás de un muro cubierto de clemátides, flores de un rosa pálido jaspeadas de rojo.

– Hermosa madriguera -comentó Havers cuando salió del coche-. No debe pasar estrecheces, ¿verdad?

Había otros dos coches en el camino particular, un Range Rover último modelo y un Renault pequeño, con el faro posterior izquierdo roto. Mientras Havers; caminaba por el borde del camino semicircular, Lynley se dirigió a un segundo camino que nacía del principal. A unos treinta metros de distancia se alzaba un espacioso garaje. Era de aspecto reciente, pero construido en el mismo estilo georgiano que la casa, y al igual que la casa, estaba iluminado mediante focos a ras de tierra colocados a intervalos. El garaje tenía cabida para tres coches. Lynley deslizó a un lado una de las puertas y vio el destello de un Jaguar en el interior. Daba la impresión de que lo habían lavado hacía poco. No se veían arañazos ni abolladuras. Cuando Lynley se agachó para examinarlos, hasta las estrías de los neumáticos parecían limpias.

– ¿Algo? -preguntó Havers cuando Lynley volvió a su lado.

– Un Jaguar. Recién lavado.

– Hay barro en el Rover, y la luz trasera del Renault está…

– Sí, ya lo he visto. Tome nota.

– Hecho.

Se encaminaron a la puerta principal, flanqueada por dos urnas de terracota rebosantes de hiedra. Lynley oprimió el botón, esperó y lo apretó dos veces más.

La voz de un hombre habló en voz queda detrás de la puerta, no a Lynley, sino a alguien cuya respuesta no se escuchó. El hombre volvió a hablar y, al cabo de pocos segundos, la puerta se abrió.

Les examinó sin disimulos. Su mirada tomó nota del esmoquin de Lynley. Sus ojos se desplazaron a la sargento Havers y la miraron de arriba abajo, desde el cabello demasiado largo hasta las bambas rojas altas. Torció la boca.

– La policía, supongo. Puesto que no es Halloween.

– ¿El señor Patten? -dijo Lynley.

– Por aquí.

Les guió por un suelo de parquet reluciente, bajo una araña de latón con bombillas en forma de llama. Era un hombre alto, con un físico muy decente, embutido en unos tejanos y una camisa de cuadros desteñida, cuyas mangas se había subido por encima de los codos. Llevaba un jersey azul (de, cachemira, a juzgar por el aspecto) anudado descuidadamente alrededor del cuello. Iba descalzo, y sus pies, al igual que el resto de su persona, estaban lo bastante bronceados para sugerir vacaciones mediterráneas, en lugar de duro trabajo bajo el sol.

Como la mayoría de casas georgianas, la de Patten estaba construida con sencillez. La amplia entrada permitía el acceso a un salón largo, el cual daba acceso a su vez a varias puertas cerradas, que conducían a la derecha, a la izquierda y a un par de puertas vidrieras que se abrían a la terraza. Hugh Patten pasó por estas puertas y les guió hacia una meridiana, dos butacas y una mesa, que formaban una zona para sentarse sobre las losas, mitad a la sombra y mitad a la luz de la casa. A unos diez metros, el jardín descendía hasta un estanque de lirios, y al otro lado, se extendían las luces de Londres, como un océano infinito y centelleante sin horizonte aparente.

Sobre la mesa había cuatro vasos, una bandeja y tres botellas de MacAllan, cada una estampada con la fecha del destilado: 1965, 1967, 1973. La del 65 estaba medio vacía. La del 73 aún no se había abierto.

Patten se sirvió un cuarto de vaso del 67, y utilizó el vaso para indicar las botellas.

– ¿Les apetece un poco, o lo tienen prohibido? Están de servicio, supongo.

– Un trago no hará daño -dijo Lynley-. Probaré el del 65.

Havers escogió el del 67. Cuando estuvieron servidos, Patten se acercó a la meridiana y tomó asiento, con el brazo derecho doblado detrás de la cabeza y sus ojos fijos en el paisaje.

– Joder, me gusta este maldito lugar. Siéntense. Diviértanse un momento.

La luz del extremo del salón se filtraba por las puertas vidrieras y caía en pulcros paralelogramos sobre las losas. Cuando se sentaron, Lynley observó que Patten había dispuesto los muebles de forma que sólo quedara iluminada la parte superior de su cabeza, lo cual les permitió reparar en un dato inicial, y prácticamente inútil, sobre la apariencia del hombre: el cabello poseía aquel peculiar tono metálico que suele observarse en los teñidos subrepticios que no se llevan a cabo en las peluquerías.

– Me he enterado de lo de Fleming. -Patten levantó el vaso, sin apartar los ojos del paisaje-. Me lo comunicaron a eso de las tres de la tarde. Guy Mollison llamó. Informó a su patrocinador del verano. Sólo al patrocinador, dijo, manténlo en secreto hasta el anunció oficial, por el amor de Dios. -Patten meneó la cabeza con aire despectivo y dio vueltas al whisky en el vaso-. Siempre tiene el interés de Inglaterra en mente.

– ¿Mollison?

– Al fin y al cabo, volverán a elegirle capitán.

– ¿Está seguro de la hora?

– Acababa de llegar de comer.

– Es extraño que ya se hubiera enterado. Telefoneó antes de que el cadáver fuera identificado -comentó Lynley.

– Antes de que su esposa lo identificara. La policía ya sabía quién era. -Patten le miró-. ¿O no se lo dijeron?

– Da la impresión de que posee una gran cantidad de información.

– Está en juego mi dinero.

– Algo más que su dinero, según tengo entendido.

Patten se levantó de la meridiana. Caminó hasta el borde de la terraza, donde las losas daban paso a una suave pendiente de césped. Se quedó allí, admirando la vista.

– Millones y millones. -Señaló con el vaso-. Arrastran cada día sus vidas sin pensar ni un momento en su sentido. Y cuando llegan a la conclusión de que la vida debería ser algo más que matarse por ganar dinero, comer, excretar y copular en la oscuridad, ya es demasiado tarde para la mayoría.

– Ese es el caso de Fleming, desde luego.

Patten no apartó los ojos de las luces parpadeantes de Londres.

– Era un caso aparte, nuestro Ken. Sabía que había algo más que lo que tenía entre las manos. Se proponía conseguirlo.

– Su esposa, por ejemplo.

Patten no contestó. Bebió el resto del whisky y volvió a la mesa. Cogió la botella del 73 sin abrir. Rompió el lacre y quitó el tapón.

– ¿Estaba enterado de lo de su mujer y Kenneth Fleming?

Patten regresó a la meridiana y se sentó en el borde. Dio la impresión de que le divertía ver pasar las páginas de su cuaderno a la sargento Havers, hasta encontrar una hoja en blanco.

– ¿Me van a leer mis derechos por alguna razón?

– Es un poco prematuro -contestó Lynley-, aunque si desea tener a su abogado presente…

Patten rió.

– Francis me ha visto lo bastante este mes para aprovisionarse de su oporto favorito durante un año. Creo que me puedo defender sin él.

– ¿Tiene problemas legales, pues?

– Tengo problemas de divorcio, pues.

– ¿Estaba enterado del asunto de su mujer?

– No tenía ni idea hasta que dijo que me iba a dejar. Incluso entonces, no supe que la causa era esa relación. Solo pensé que no le había prestado suficiente atención. Egoísmo, si quiere llamarlo así. -Su boca se curvó en una sonrisa irónica-. Tuvimos una pelea de mil demonios cuando dijo que me iba a dejar. La amenacé un poco. «¿Quién crees que va a recoger a una cabeza de chorlito como tú, Gabriella? ¿Dónde demonios crees que encontrarás a otro tío ansioso por liarse con una puta descerebrada? ¿Piensas que puedes plantarme sin convertirte en lo que eras cuando te encontré? ¿Una oficinista interina de a seis libras la hora, sin más méritos que una capacidad de alfabetizar bastante errática?». Fue una de esas desagradables escenas conyugales, durante una cena en el hotel Capitol. De Knightsbridge.

– Es curioso que escogiera un lugar público para la conversación.

– Si conociera a Gabriella no lo consideraría curioso. Debió satisfacer su sentido del melodrama, aunque debió imaginar que me pondría a llorar sobre el conso-, mé, en lugar de perder los estribos.

– ¿Cuándo fue esto?

– ¿La conversación? No lo sé. A finales del mes pasado.

– ¿Dijo que iba a dejarle por Fleming?

– De ninguna manera. Tenía un apetitoso acuerdo de divorcio en su mente, y fue lo bastante lista para, comprender que le costaría mucho obtener lo que deseaba de mí, desde el punto de vista económico, si yo descubría que alguien se la estaba tirando a escondidas. Al principio, se limitó a defenderse. Ya puede imaginan cómo fue: «Sabes muy bien, Hugh, que puedo encontrar a otro tío. Puedo salir de aquí fresca como una rosa, nadie me considera una cabeza de chorlito».

Patten dejó su vaso sobre las losas y colocó los pies sobre la meridiana. Adoptó la posición de antes, con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho.

– ¿Pero no dijo nada sobre Fleming?

– Gabriella no es idiota, pese a que a veces actúa como si lo fuera, y mucho menos en lo tocante a la cuestión crematística. No habría quemado los puentes que la unían a mí sin asegurarse de que había otra forma de cruzar el río. -Se pasó la mano por el pelo con los dedos extendidos, en un gesto que parecía destinado a subrayar su espesor-. Sabía que había estado flirteando con Fleming. Joder, la había visto flirtear con él, pero no pensé nada especial, porque coquetear con hombres no es nada raro en Gabriella. En lo tocante a los tíos, siempre lleva puesto el piloto automático. Siempre ha sido así.

– ¿No le molesta eso? -preguntó la sargento Ha-vers. Había terminado su whisky y empujado el vaso para que se reuniera con el otro que Patten había dejado antes, a un lado de la mesa.

La respuesta de Patten fue la palabra «Escuchen», y se llevó un dedo a los labios para silenciar la conversación. En el extremo derecho del jardín, donde una hilera de álamos formaba una línea divisoria, un pájaro había empezado a cantar. Su canto era líquido y gorjeante, y llegó a un crescendo. Patten sonrió.

– Un ruiseñor. Magnífico, ¿verdad? Casi, aunque no del todo, consigue que creas en Dios. -Se volvió hacia la sargento Havers-. Me gustaba saber que otros hombres encontraban deseable a mi mujer. Al principio, atizaba mi morbo.

– ¿Y ahora?

– Todo pierde su capacidad de divertir, sargento. Al cabo de un tiempo.

– ¿Cuánto tiempo ha estado casado?

– Cinco años menos dos meses.

– ¿Y antes?

– ¿Qué?

– ¿Es su primera mujer?

– ¿Qué tiene que ver eso con el precio del petróleo?

– No lo sé. ¿Lo es?

De pronto, Patten volvió a mirar el paisaje. Entornó los ojos como si las luces fueran demasiado brillantes.

– Mi segunda -dijo.

– ¿Y su primera?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Qué pasó?

– Nos divorciamos.

– ¿Cuándo?

– Hace cinco años menos dos meses.

– Ah.

La sargento Havers escribió con rapidez.

– ¿Puedo saber qué significa «ah», sargento? -preguntó Patten.

– ¿Se divorció de su primera mujer para casarse con Gabríella?

– Eso era lo que Gabríella quería si yo quería a Gabríella. Y yo quería a Gabríella. Nunca he deseado algo tanto, de hecho.

– ¿Y ahora? -preguntó Lynley.

– No la perdonaría, si se refiere a eso. Ya no tengo el menor interés en ella, y aunque lo tuviera, las cosas han ido demasiado lejos.

– ¿En qué sentido?

– La gente lo sabía.

– ¿Que le había dejado por Fleming?

– La frontera se cruza en algún punto. En mi caso, es la infidelidad.

– ¿La suya, o solo la de su mujer? -preguntó Havers.

La cabeza de Patten, todavía recostado sobre la meridiana, giró en dirección a la sargento. Sonrió poco a poco.

– La doble moral hombre-mujer. No es muy atractiva, pero soy lo que soy, un hipócrita en lo tocante a las mujeres que quiero.

– ¿Cómo supo que era Fleming?

– Ordené que la siguieran.

– ¿Hasta Kent?

– Al principio, intentó mentir. Dijo que se alojaba en la casa de Miriam Whitelaw mientras aclaraba sus ideas acerca de su futuro. Fleming solo era un amigo que le estaba echando una mano, dijo. No había nada entre ellos. Si hubiera tenido un lío con él, si me hubiera dejado por él, ¿no vivirían juntos abiertamente? Pero no, y eso demostraba que no existía adulterio, lo cual dejaba claro que había sido una esposa buena y fiel, y no debía olvidar recalcarlo a mi abogado cuando se reuniera con el suyo para hablar del acuerdo. -Patten se frotó el mentón, en el que ya empezaba a despuntar la barba, con el pulgar-. Entonces, le enseñé las fotografías. Eso, al menos, la acobardó.

Eran fotografías de Fleming y ella, prosiguió Patten con la mayor desenvoltura, tomadas en la casa de Kent. Cariñosos saludos en la puerta por la noche, apasionados adioses en el camino particular al amanecer, vigorosos manoseos en un huerto de manzanos cercano a la casa, una entusiasta cópula sobre el césped del jardín.

Cuando Gabriella vio las fotos, también vio que su futura situación económica disminuía a ojos vista, les dijo Patten. Se lanzó sobre él como una gata rabiosa, tiró las fotos a la chimenea del saloncito, pero sabía que había perdido la parte más importante del juego.

– Así que ha estado en la casa -observó Lynley.

Oh, sí, había estado allí. En una ocasión, cuando había entregado las fotos a Gabriella. Y otra vez, cuando Gabriella telefoneó para pedir que se reunieran, a ver si hablaban y encontraban una forma razonable y civilizada de terminar su matrimonio.

– Lo de hablar era un eufemismo -añadió-. Utilizar su boca para hablar no era el fuerte de Gabriella.

– Su esposa ha desaparecido -dijo Havers. Lynley miró en su dirección cuando captó el inconfundible tono apacible y mortalmente educado del comentario. -¿De veras? -preguntó Patten-. Me estaba preguntando por qué no hablaban de ella en las noticias. Al principio, pensé que había conseguido reunir a todos los periodistas y recompensar sus esfuerzos para que la mantuvieran al margen de la historia. Claro que habría sido un proyecto monumental, incluso para alguien con la capacidad de succión de Gabriella.

– ¿Dónde estaba usted el miércoles por la noche, señor Patten? -Havers apretaba el lápiz contra el papel mientras escribía. Lynley se preguntó si sería capaz de leer sus notas más tarde-. Y también el jueves por la mañana.

– ¿Por qué? -preguntó el hombre, con aspecto interesado.

– Limítese a responder a la pregunta.

– Lo haré, en cuanto sepa qué relación tiene con todo esto.

Havers se estaba encrespando. Lynley intervino.

– Es posible que Kenneth Fleming haya sido asesinado -dijo.

Patten dejó el vaso sobre la mesa. Mantuvo sus dedos sobre el borde. Dio la impresión de que intentaba descifrar el grado de frivolidad que expresaba la cara del Lynley.

– Ya comprenderá nuestro interés por su paradero -continuó Lynley.

El ruiseñor volvió a cantar desde los árboles. Cerca, un grillo le contestó.

– El miércoles por la noche, el jueves por la mañana -murmuró Patten, más para sí que para ellos-. Estuve en el Cherbourg Club.

– ¿En Berkeley Square? -preguntó Lynley-. ¿Cuánto rato?

– Debían ser las dos o las tres cuando me fui. Tengo debilidad por el bacará y estaba ganando, por una vez.

– ¿Le acompañaba alguien?

– No se juega solo al bacará, inspector.

– Una acompañante -insinuó Havers.

– Durante parte de la noche.

– ¿Qué parte?

– El principio. La envié a casa en un taxi a eso de las… No sé. La una y media, las dos.

– ¿Y después?

– Seguí jugando. Me marché a casa, me acosté. -Patten desvió la mirada de Lynley a Havers, como si esperara más preguntas. Por fin, continuó-. ¿Saben?, no es probable que yo matara a Fleming, si van por ahí, como parece.

– ¿Quién siguió a su mujer?

– ¿Quién qué?

– Quién hizo las fotos. Nos interesa su nombre.

– Muy bien. Lo tendrán. Escuchen, puede que Fleming se estuviera tirando a mi mujer, pero era un jugador de criquet estupendo, el mejor bateador que hemos tenido en medio siglo. Si hubiera querido terminar su relación con Gabriella, la habría matado a ella, no a él. Al menos, de esa manera no habría perjudicado al equipo. Además, ni siquiera sabía que él estaba en Kent el miércoles. ¿Cómo iba a saberlo?

– Podría haber ordenado que le siguieran.

– ¿Con qué objetivo?

– Venganza.

– Si hubiera querido matarle, pero no era así.

– ¿Y Gabriella?

– ¿Qué pasa con Gabriella?

– ¿Quería matarla?

– Desde luego. Sería más barato que divorciarse de ella, pero me gusta pensar que soy más civilizado que el maridó traicionado medio.

– ¿Ha sabido algo de ella? -preguntó Lynley.

– ¿De Gabriella? Ni una palabra.

– ¿No está aquí?

Patten aparentó auténtica sorpresa y enarcó las cejas.

– ¿Aquí? No. -Entonces, pareció comprender el motivo de la pregunta-. Ah. Esa no era Gabriella.

– ¿Le importaría demostrarlo?

– Si es necesario…

– Gracias.

Patten entró en la casa. Havers se hundió en la butaca y le miró con los ojos entornados.

– Qué cerdo -murmuró.

– ¿Ha apuntado la información del Cherbourg?

– Todavía respiro, inspector.

– Disculpe. -Lynley le dio el número de matrícula del Jaguar del garaje-. Preguntaremos a Kent si alguien vio el Jaguar o el Range Rover cerca de los Spring-burns. El Renault también. El que hay en el camino particular.

Havers resopló.

– ¿Cree que se rebajaría a conducir ese trasto?

– Si se rebajara a cometer un asesinato, sí.

Se abrieron las puertas vidrieras situadas más al fondo. Patten volvió. Iba acompañado por una chica que no tendría más de veinte años. Vestía un jersey demasiado grande para ella y polainas. Su cuerpo se movió sinuosamente cuando cruzó las losas con los pies descalzos. Patten apoyó la mano sobre su nuca, justo debajo del pelo, que era más negro de lo normal y cortado en un estilo geométrico corto que destacaba sus ojos. La acercó a él y, por un momento, dio la impresión de aspirar el perfume que despedía su cabeza.

– Jessica -dijo, a modo de presentación.

– ¿Su hija? -preguntó Havers con voz inexpresiva.

– Sargento -dijo Lynley.

La chica pareció comprender la intención que sub-yacía tras el breve intercambio de palabras. Deslizó el dedo índice por una presilla de los tejanos de Patten.

– ¿Subes, Hugh? -preguntó-. Se está haciendo tarde.

Patten deslizó la mano sobre su espalda, como un hombre que acaricia a un valioso caballo de carreras.

– Dentro de pocos minutos -dijo-. ¿Inspector? -preguntó a Lynley.

Lynley levantó la mano para indicar sin palabras que no iba a interrogar a la chica. No habló hasta que la chica hubo desaparecido en la casa.

– ¿Dónde podría estar su mujer, señor Patten? Ha desaparecido. Al igual que el coche de Fleming. ¿Tiene idea de adonde puede haber ido?

Patten puso el tapón a las botellas de whisky. Las dejó en la bandeja, junto con los vasos.

– Ninguna en absoluto. Esté donde esté, dudo que esté sola.

– Como usted -dijo Havers, y cerró el cuaderno.

Patten la miró, impertérrito.

– Sí. A ese respecto, Gabriella y yo siempre hemos sido muy parecidos.

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