OLIVIA

He aprendido dos lecciones. Primera, la verdad existe. Segunda, ni admitir ni reconocer la verdad te libera.

También he aprendido que, haga lo que haga, alguien sufrirá por mi culpa.

Al principio, pensé que podría sepultar la certeza. Todos aquellos cabos sueltos que rodeaban la madrugada del miércoles al jueves no acababan de encajar, y mi madre no quería aclarar lo que había dicho sobre el amor, aparte de decir que lo había hecho por él, y yo ignoraba (y prefería seguir ignorando) quién era aquella mujer a la que mi madre se refería en relación con Kenneth. Solo sabía con seguridad que la muerte de Kenneth Fleming en la casa se había producido por accidente. Era un accidente. Y el castigo de mi madre, si era necesario un castigo, consistiría en tener que vivir con el conocimiento de que ella había provocado el incendio que causó la muerte del hombre a quien amaba. ¿No era suficiente castigo? Sí, lo era, concluí. Lo era.

Decidí callar lo que sabía. No se lo dije a Chris. ¿Para qué?

Pero después, la investigación continuó. La seguí como pude gracias a los periódicos y las noticias de la radio. Un incendio deliberado se había desatado gracias a un artefacto incendiario, cuya naturaleza la policía no revelaba. Por lo visto, era la naturaleza del artefacto, y no solo su presencia, lo que alentaba a las autoridades a empezar a utilizar las palabras «incendio premeditado» y «asesinato». En cuanto aquellas palabras fueron empleadas, sus compañeras empezaron a menudear en los medios de comunicación: «sospechoso», «asesino», «víctima», «móvil». El interés aumentó. Las especulaciones se desataron. Y después, Jimmy Cooper confesó.

Esperé a que mi madre telefoneara. Es una mujer con conciencia, me dije. Hablará. En cualquier momento. Porque estamos hablando del hijo de Kenneth Fleming. El hijo de Kenneth.

Intenté pensar que el giro de los acontecimientos nos favorecía a todos. Es solo un muchacho, pensé. Si va a juicio y le declaran culpable, ¿qué puede hacer nuestro sistema penal con un asesino convicto y confeso de dieciséis años? ¿No le enviarán a un sitio como Borstal, donde le rehabilitarán durante unos cuantos años? ¿No será mejor así para la sociedad? Le cuidarán, le educarán, le enseñarán un oficio, cosa que sin duda necesita con desesperación. En conjunto, la experiencia le beneficiará.

Después, vi su fotografía, cuando la policía le sacaba de la escuela secundaria. Caminaba entre dos agentes, y se esforzaba por aparentar que todo le importaba un bledo. Se hacía el duro y ponía cara de pasar de todo. Yo conozco muy bien esa expresión. Decía: «Llevo una armadura», y «Todo me importa una mierda». Comunicaba el hecho de que el pasado no le preocupaba, porque no tenía futuro.

Entonces, telefoneé a mi madre. Le pregunté si sabía lo de Jimmy. Dijo que la policía solo quería hablar con él. Pregunté qué iba a hacer. Dijo que estaba en mis manos.

– Olivia, comprenderé tu decisión, sea cual sea.

– ¿Qué le harán? ¿Qué le harán, madre?

– No lo sé. Ya le he buscado un abogado. Ha hablado con el muchacho.

– ¿El abogado lo sabe? Me refiero a…

– No creo que le lleven a juicio, Olivia. Puede que estuviera en las cercanías aquella noche, pero no estuvo en la casa. No tienen pruebas.

– ¿Qué pasó? Aquella noche. Dime al menos qué pasó, madre.

– Olivia. Querida. No creo que quieras saberlo. No creo que quieras cargar con ese peso.

Su voz era plácida, razonable. No era la voz de la Miriam Whitelaw que en otros tiempos hacía buenas obras por todo Londres, sino la voz de una mujer alterada de forma permanente.

– Necesito saberlo -dije-. Has de decírmelo.

Para saber cómo debía actuar, qué hacer, qué pensar, cómo comportarme en adelante.

Me lo contó. Era muy sencillo, en realidad. Dejó la casa como si hubiera gente dentro: las luces encendidas, el estéreo en funcionamiento, ambos con progra-madores de tiempo que reprodujeran los movimientos lógicos de sus ocupantes por la noche. Salió por el jardín trasero y se deslizó por los callejones al amparo de la oscuridad, sin hacer ruido y sin coger el coche, porque el coche no era necesario.

– Pero ¿cómo? -pregunté-. ¿Cómo llegaste a la casa? ¿Cómo lo hiciste?

Más que sencillo. Un trayecto en metro hasta la estación Victoria, desde donde partían trenes a Gatwick las veinticuatro horas del día, y en Gatwick las agencias de alquiler de coches tampoco cierran en todo el día, y no cuesta nada alquilar un Cavalier azul para llegarse hasta Kent (no es un trayecto muy largo), y es fácil coger las llaves del cobertizo pasada la medianoche, cuando las luces están apagadas y la única habitante de la casa está dormida, de manera que no oye a la intrusa, que tarda menos de dos minutos en entrar por la cocina, colocar en una butaca un cigarrillo sujeto a unas cerillas, un cigarrillo sacado de un paquete comprado en cualquier estanco, un cigarrillo vulgar, el cigarrillo más vulgar imaginable. Y después, de vuelta por la cocina, sin detenerse más que para sacar a dos gatitos, porque los gatitos son inocentes, ellos no han elegido vivir allí, no tienen por qué morir abrasados con ella, un gran incendio en que la casa será sacrificada, pero da igual, ella también da igual, todo da igual, excepto Kenneth y poner fin al dolor que ella le causa.

– Tenías la intención de… No fue un accidente.

¿Qué más pruebas necesito?, me pregunté.

¿Accidente? No. No fue un accidente. De ninguna manera. Un accidente no habría podido planearse con tanta minuciosidad, volver por la noche, conducir hasta el aeropuerto, desde el cual parten trenes hacia Londres sin parar, coger un taxi frente a la estación Victoria, un taxi que conducirá a una mujer solitaria hasta una casa con las luces apagadas de Argyll Road, que no dista mucho de Phillips Walk, y el regreso silencioso a altas horas de la mañana (sin que el motor de un coche llame la atención) pasará desapercibido. Muy sencillo. ¿Quién iba a creer que la estación Victoria, el aeropuerto de Gatwick y un coche alquilado durante una sola noche podían estar relacionados con el incendio de Kent?

Pero estoy en tus manos, Olivia.

¿Qué más me da?, pensé, pero algo más temblorosa, y con menos convicción. No conozco a ese chico. No conozco a su madre. No conozco a sus parientes. Nunca conocí a su padre. Si fue lo bastante imbécil para ir a Kent, la misma noche que su padre murió, era su problema. ¿Verdad? ¿Verdad?

Y entonces, inspector, usted se presentó en la barcaza.

MLA, intenté decirme al principio. Preguntó por Kenneth Fleming, pero el auténtico motivo de su visita era otro. Nadie nos había relacionado jamás con el movimiento, pero siempre existe la posibilidad. Chris se había liado con Amanda en flagrante violación de las normas, ¿verdad? Tal vez era una infiltrada. Había reunido información, dado el chivatazo a sus superiores, y aquí estaba el resultado. Parecía muy lógico. Por más que hable sobre una investigación criminal, ha venido en busca de pruebas para relacionarnos con el MLA.

Y se las acabo de proporcionar. Con este documento. ¿Se pregunta por qué, inspector? Usted, tan decidido a que cometiera un acto de traición… ¿Le gustaría saberlo?

Bien, la calle es de dos direcciones. Pasee por ella. Siéntala bajo los pies. Después, decida. Como yo. Decida, decida.


Estábamos sentados en la cubierta de la barcaza cuando por fin conté a Chris lo que sabía. Esperaba convencerle de que usted estaba husmeando nuestra relación con el MLA, pero Chris no es idiota. Supo que había algo raro en cuanto vio a mi madre en Kensington. Estuvo en la casa, vio su estado, oyó sus palabras, me vio absorta en los periódicos, vio que no podía parar de leerlos. Preguntó si quería decirle qué estaba pasando.

Yo estaba sentada en mi silla de lona. Chris estaba tirado sobre la cubierta, con las rodillas levantadas, los tejanos alzados y los calcetines blancos bajados, de forma que se veía una franja de piel pálida en cada pierna. En aquella postura, parecía vulnerable. Parecía más joven. Enlazó las manos alrededor de las piernas y sus muñecas sobresalían por las mangas de la chaqueta.

Tan protuberantes, pensé. Como sus codos,, sus tobillos y sus rodillas.

– Tendríamos que hablar -dijo.

– Creo que no puedo.

– Tiene que ver con tu madre. -No era una pregunta, y tampoco me molesté en negarlo.

– No tardaré en convertirme en una muñeca de trapo, Chris -dije-. Es probable que me quede atada a una silla de ruedas. Con tubos y respiradores. Piensa en lo horrible que será. Y cuando muera…

– No estarás sola. -Rodeó mi tobillo con los dedos. Dio un tironcito a mi pierna-. Nunca te he dejado, Livie. Te doy mi palabra. Yo te cuidaré.

– Como a los perros -susurré.

– Yo te cuidaré.

Fui incapaz de mirarle. Desvié la vista hacia la isla. Los sauces, con sus ramas que caían hasta el suelo, proporcionaban un refugio que dentro de pocas semanas se convertirían en una pantalla, tras la cual los amantes podrían acostarse en aquella depresión del suelo donde incontables amantes se habían tendido antes que ellos. Pero yo no sería uno de ellos.

Extendí mi mano hacia Chris. La cogió, cambió de posición para sentarse a mi lado y miró también hacia la isla. Me escuchó mientras relataba lo sucedido aquella noche en Kensington.

– No te quedan muchas opciones, Livie -dijo cuando terminé.

– ¿Qué pueden hacerle? Si hay un juicio, lo más probable es que no le declaren culpable.

– Si le llevan a juicio, culpable o no, ¿imaginas cómo será el resto de su vida?

– No me pidas que haga esto. No me lo pidas, por favor.

Sentí que apretaba los dedos contra el dorso de mi mano.

– Está refrescando -dijo-. Tengo hambre. Bajemos, ¿vale?

Hizo la cena. Yo me senté en la cocina y miré. Llevó nuestros platos a la mesa, se sentó frente a mí como de costumbre, pero no lo hizo con entusiasmo. Extendió la mano por encima de la mesa y me acarició la mejilla.

– ¿Qué? -dije.

– Esto -contestó. Pinchó con el tenedor un trozo de calabaza-. Nada parece correcto, Livie. Qué hacer. Cómo comportarse. A veces, todo es confuso.

– Me da igual lo que es correcto. Solo me gusta lo fácil.

– A ti y a todos los habitantes del mundo.

– ¿A ti también?

– Sí. No soy diferente.

Pero parecía que para Chris era diferente. Siempre parecía tan seguro de adonde iba y de lo que hacía. Incluso ahora, sentado frente a mí, con mi mano entre las suyas, aún parece seguro. Levanto la cabeza.

– ¿Y bien? -dice.

– Ya lo he hecho. -Siento que sus dedos aprietan los míos-. Si le envío esto, Chris, no podré volver a casa. Me quedaré aquí. Atrapados. Tú y yo. Yo. El desastre que soy. No puedes… Tú y… No podréis…

Soy incapaz de continuar. Las palabras son tan sencillas: tú y Amanda no podréis estar juntos como queréis mientras yo siga aquí y esté viva, Chris. ¿Lo has pensado? Pero no puedo decirlas. No puedo pronunciar su nombre. No puedo relacionar el nombre de ella con el de Chris.

No se mueve. Me observa. Fuera, la luz aumenta de intensidad. Oigo que un pato aletea sobre la superficie del canal. Si levanta el vuelo o se posa, imposible saberlo.

– No es fácil -dice Chris-. Pero es correcto, Livie. Estoy convencido.

Nos miramos y me pregunto qué ve. Yo sé lo que veo y mi pecho experimenta la necesidad de estallar y decir todas las palabras aprisionadas en mi corazón. Qué gran alivio sería. Dejar que Chris cargara con el peso una temporada. Pero entonces, se pone en pie, me levanta y me lleva a mi habitación, y sé que su carga es más que suficiente.

Загрузка...