Capítulo 14

Eran las dos y media cuando Lynley y Havers llegaron a Celandine Cottage por segunda vez. El único cambio con respecto al día anterior era la ausencia de curiosos en los límites de la propiedad. En su lugar, cinco jovencitas paseaban a caballo por la senda, con botas, cascos y fustas en las manos. No demostraron el menor interés hacia el cordón policial que aislaba Celandine Cottage. Pasaron de largo sin mirar.

Lynley y Havers se quedaron junto al Bentley y las vieron pasar. Havers fumaba en silencio, y Lynley contemplaba los postes de castaño que se alzaban detrás del seto de tejo. Las cuerdas que bajaban desde los postes a la tierra proporcionarían apoyo a las plantas de lúpulo durante las semanas siguientes. Sin embargo, la conjunción de cuerdas y postes recordaba en aquel momento a tipis de una aldea india norteamericana, perfectamente dispuestos pero abandonados.

Esperaron a que llegara la inspectora Ardery. Después de cuatro llamadas telefónicas,, efectuadas mientras zigzagueaban desde el sudeste de Mayfair hasta el puente de Westminster, Lynley la había localizado en un hotel rural, no lejos de Maidstone.

– He venido a comer con mi madre, inspector -dijo cuando Lynley se identificó, como si el mero sonido de su voz hubiera actuado como una reprimenda, muda y no autorizada, contra la cual debía defenderse-. Es su cumpleaños -añadió-. Le he telefoneado antes.

– Soy consciente de ello -replicó Lynley-. Le devuelvo la llamada.

La inspectora quiso darle la información por teléfono. Lynley se negó. Le gustaba recibir los informes en persona. Era una de sus manías. Además, quería echar otro vistazo al lugar de los hechos. Habían seguido la pista y localizado a la señora Patten, y quería confirmar la información que les había proporcionado. ¿No podía confirmarla ella en persona?, preguntó la inspectora. Sí, pero él estaría más tranquilo si examinaba de nuevo la casa. Si a ella no le importaba…

Lynley adivinó que a la inspectora Ardery le importaba muchísimo. No podía culparla. Habían fijado las reglas del juego el viernes por la noche, y él intentaba saltárselas, cuando no violarlas por completo. Bien, la transgresión no podía evitarse.

Si estaba ofendida, Isábelle Ardery lo ocultó a la perfección cuando frenó su Rover y bajó, diez minutos después de su llamada. Aún iba ataviada para ir a comer con su madre: un vestido de gasa color bronce ceñido a la cintura, cinco esclavas de oro en la muñeca, con pendientes a juego.

– Lo siento -dijo en referencia al retraso, con su tono más profesional-. Me llamaron del laboratorio para decir que habían identificado el molde de la pisada. Pensé que preferiría echarle un vistazo también, así que pasé a recogerlo, para terminar acorralada por el capullo número uno del Daily Mirror. ¿Podría yo confirmar el hecho de que Fleming fue encontrado completamente desnudo, con las manos y los pies atados a los postes de la cama? ¿Podría declarar oficialmente que Fleming estaba inconsciente a causa de la borrachera? Si el Mirror sospechaba que Fleming estaba tonteando con dos o tres esposas de patrocinadores del equipo inglés de criquet, ¿era su teoría errónea? Solo necesitamos un sí o un no, nada más, inspectora -. Cerró de golpe la puerta del Rover y caminó hacia el maletero, que abrió con brusquedad-. Sabandijas-masculló, y luego levantó la cabeza del maletero-. Lo siento. Estoy un poco alterada.

– En Londres nos pasa lo mismo -dijo Lynley.

– ¿Cómo se lo montan?

– Solemos decirles lo que puede resultarnos útil.

La inspectora sacó una caja de cartón. Cerró el maletero. Apoyó la caja sobre la cadera. Miró a Lynley y ladeó la cabeza, como interesada, o tal vez intrigada.

– ¿De veras? Nunca les digo nada. Detesto la simbiosis entre prensa y policía.

– Yo también -contestó Lynley-, pero a veces va bien.

La mujer le dedicó una mirada escéptica y se encaminó a la cinta de la policía científica, bajo la cual se agachó. La siguieron por el camino particular. Les guió hacia la parte posterior de la casa, hasta la mesa dispuesta bajo el emparrado. Dejó sobre ella la caja. Lynley vio en el interior un fajo de papeles, una colección de fotografías y dos moldes de yeso. Uno formaba una huella de pie completa, y el otro solo era parcial.

– Me gustaría echar otro vistazo antes al interior de la casa -dijo Lynley, si no le importa, inspectora.

Ella se detuvo con el molde parcial en las manos.

– Ya tiene las fotografías -le recordó-. Y también el informe.

– Como ya le dije por teléfono, poseo nueva información, que me gustaría confirmar. Con su colaboración, por supuesto.

Los ojos de Ardery se movieron de él a Havers. Devolvió el molde a la caja. Estaba claro que se encontraba enzarzada en una escaramuza mental con ella misma, indecisa entre complacer a un compañero o seguir protestando.

– De acuerdo -dijo por fin, y apretó los labios como para reprimir posteriores comentarios.

Quitó el cerrojo que la policía había colocado en la puerta y se apartó para dejarles entrar. Lynley le dio las gracias con un cabeceo. Se encaminó primero al fregadero, abrió el aparador que había debajo y comprobó en compañía de la inspectora Ardery que, tal como suponía, la policía científica de Maidstone se había llevado la basura. Buscaban algo relacionado con el artilugio incendiario, dijo Ardery. Se habían llevado toda la basura. ¿Para qué quería la basura?

Lynley relató la historia de Gabriella Patten acerca de la búsqueda de Fleming en los cubos de basura. Ardery escuchó, con el entrecejo fruncido y la mano sobre la cadera. No, dijo cuando Lynley terminó, no había basura en el suelo. Ni en la cocina. Ni en el lavabo. Ni en la sala de estar. Si Fleming había desparramado la basura en un arrebato de cólera, la había recogido después de calmarse. Y había sido muy escrupuloso, añadió. No había ni rastro en los suelos.

– Tal vez recuperó la razón cuando Gabriella se fue -dijo Havers a Lynley-. La casa es de la señora Whitelaw. Pese a su furia, no quería ensuciarla.

Era una posibilidad, admitió Lynley. Preguntó si habían encontrado colillas de cigarrillos en la basura, y refirió la afirmación de Gabriella Patten, en el sentido de que ya no fumaba. Ardery lo confirmó. No había colillas, ni cerillas quemadas. Lynley se acercó a una mesa de pino encajada en un rincón de la chimenea. Debajo había una cesta de mimbre para animales. Se agachó para examinarla y arrancó del almohadón algunas hebras de pelo.

– Gabriella Patten afirma que los gatos estaban dentro cuando ella se marchó -dijo-. Supongo que en esta cesta.

– Bueno, saldrían de alguna manera, ¿verdad? -repuso Ardery.

Lynley cruzó el comedor y se adentró en el corto pasillo que conducía a la sala de estar. Examinó la puerta. En palabras de Gabriella, Fleming había irrumpido por la fuerza en la sala de estar, donde ella se había refugiado para escapar a su ira. Si la descripción era exacta, habría pruebas que la apoyaran.

Como el resto de la casa, la puerta estaba pintada de blanco, si bien como el resto de la casa, soportaba ahora una pátina de hollín. Lynley lo sacudió a la altura del hombro. Hizo lo mismo alrededor del pomo. No vio huellas de violencia.

Ardery y Havers se acercaron a su lado.

– Tenemos una muestra de casi todas las huellas dactilares, inspector -dijo Ardery, con una aparente demostración de paciencia, mientras Havers iba a la chimenea en busca del atizador que Gabriella había cogido. Había una colección de utensilios, un atizador que colgaba de un pedestal, junto con una escobilla, una pala en miniatura y tenazas.

– ¿Han buscado huellas en estos utensilios tambien? -preguntó.

– Hemos buscado huellas en todas partes, sargento. Creo que la información que busca está en el informe que he traído.

Lynley cerró la puerta de la sala de estar para examinar el otro lado. Utilizó su pañuelo para limpiar el hollín.

– Ah, aquí está, sargento -dijo, y Havers se acercó.

Debajo del pomo, una línea delgada y estriada, de unos veinte centímetros de longitud, se destacaba en la madera blanca. Lynley la recorrió con los dedos, y luego se volvió hacia la sala.

– Dijo que utilizó una silla -recordó Havers, y la examinaron los dos juntos.

La silla en cuestión era otra de las mecedoras de la señora Whitelaw, tapizada de terciopelo verde botella y colocada bajo el aparador de un rincón. Havers la apartó de la pared. Lynley vio de inmediato la marca irregular blanca que se destacaba contra la madera de nogal más oscura, paralela a la parte superior de la silla y que descendía por ambos costados. Colocó la mecedora bajo el pomo de la puerta. La marca blanca coincidía con la línea estriada.

– Confirmado -dijo.

La inspectora Ardery se quedó junto a la chimenea.

– Inspector -dijo-, si me hubiera dicho lo que estaba buscando, mi policía científica le habría ahorrado el viaje.

Lynley se agachó para examinar la alfombra en las cercanías de la puerta. Descubrió un diminuto desgarrón que coincidía con la dirección en que la mecedora se habría desplazado si alguien la hubiera apartado con violencia del pomo bajo el cual estaba apoyada. Confirmación adicional, pensó. Al menos en parte, Gabrie11a Patten había dicho la verdad.

– Inspector Lynley -repitió Ardery.

Lynley se levantó. Cada milímetro del cuerpo de Ardery comunicaba agravio. Habían llegado sin problemas a un acuerdo: ella se encargaría de Kent, él se encargaría de Londres. Se reunirían intelectualmente, y también físicamente, en caso necesario, en algún punto intermedio. Sin embargo, descubrir la verdad sobre la muerte de Fleming no era tan sencillo, y ambos lo sabían. La naturaleza de la investigación iba a exigir que uno de los dos se convirtiera en subordinado, y Lynley comprendió que a la inspectora no le gustaba la idea de que la subordinación recayera en ella.

– Sargento, ¿nos disculpa un momento? -dijo Lynley.

– De acuerdo -dijo Havers, y desapareció en dirección a la cocina. Lynley oyó que la puerta de fuera se cerraba cuando Havers salió de la casa.

– Se está pasando, inspector Lynley -dijo Ardery-. Ayer. Hoy. No me gusta. Tengo información para usted. Tengo los informes. Tengo al laboratorio trabajando las veinticuatro horas. ¿Qué más quiere?

– Lo siento. No era mi intención presionar.

– Lo siento funcionó ayer. Esta tarde no sirve. Tiene la intención de presionar. Pretende seguir presionando. Quiero saber por qué.

Lynley pensó por un momento en tranquilizarla. No debía ser fácil para ella ejercer su profesión en un terreno dominado por hombres, que debían cuestionar todos sus movimientos y dudar de todas sus opiniones e informes. Sin embargo, aplacarla ahora parecería condescendiente. Sabía que no se habría molestado si Ardery hubiera sido un hombre. Desde su punto de vista, el hecho de que no lo fuera no debía inmiscuirse en la discusión.

– La cuestión no estriba en quién actúa o investiga. La cuestión es encontrar a dn asesino. Estamos de acuerdo, ¿verdad?

– No me venga con paternalismos. Estuvimos de acuerdo en una clara delimitación de las responsabilidades. Yo he cumplido mi parte del trato. ¿Qué ha pasado con la suya?

– No estamos hablando de un contrato, inspectora. Nuestros límites preestablecidos no son tan claros como a usted le gustaría. Hemos de trabajar juntos, o no llegaremos a nada.

– En ese caso, tal vez hará falta que vuelva a definir lo que significa trabajar juntos, pues por lo que he visto hasta el momento yo estoy trabajando para usted, a su capricho e instancias. Y si la situación va a continuar así, prefiero que lo aclare ahora mismo, para que yo pueda decidir los pasos a dar y dejarle todo el espacio que al parecer necesita.

– Lo que necesito es su experiencia, inspectora Ardery.

– Me cuesta creerlo.

– Y no me beneficiaré de ella si solicita que la aparten del caso.

– Yo no he dicho…

– Ambos sabemos que la amenaza era implícita. -No añadió el otro adjetivo, «poco profesional». Nunca le gustaba que la expresión surgiera a colación cuando un oficial entraba en conflicto con otro-. Todos trabajamos de maneras diferentes. Todos hemos de adaptarnos al estilo del otro. El mío consiste en investigar toda la información a mano. No me gusta herir los sentimientos de los demás cuando lo hago, pero a veces sucede. No es que considere inútiles a mis colegas. Es que he aprendido a confiar en mi instinto.

– Más que en el de los demás, por lo visto.

– Sí, pero si me equivoco, solo he de culparme a mí, y solo he de solucionar mi error.

– Entiendo. Muy conveniente.

– ¿Qué?

– Cómo ha solventado sus compromisos profesionales. Sus colegas se adaptan a usted. Usted no se adapta a ellos.

– Yo no diría eso, inspectora.

– No hace falta, inspector. Lo ha dejado muy claro. Investigará la información como a usted le parezca bien. Yo he de proporcionarla cuando y si coincide con sus necesidades.

– Eso es afirmar que su papel carece de importancia. No lo creo. ¿Y usted?

– Además -continuó Ardery, como si Lynley no hubiera hablado-, debo callar mis opiniones y protestas, haga lo que haga usted. Y si lo que hace exige que yo esté a su absoluta disposición, debo aceptarlo, aplaudirlo y mantener la boca cerrada como una buena mujercita, sin duda.

– No se trata de un problema de discriminación sexual, sino de abordaje. La he secuestrado de su domingo por la tarde para atender a mis necesidades, y me disculpo por eso, pero estamos empezando a reunir cierta información que podría esclarecer el caso, y me gustaría investigarla mientras pueda. El que haya elegido investigarla personalmente no tiene nada que ver con usted. No es una declaración sobre su competencia. Si acaso, es una declaración sobre la mía. He ofendido cuando no era mi intención. Me gustaría que lo olvidáramos y procediéramos a echar un vistazo a lo que ha reunido desde ayer. Si me lo permite.

Mientras hablaban, la mujer había enlazado las manos delante de ella. Lynley observó la presión que aplicaba a las yemas de los dedos. Esperó a que concluyera su batalla interna, y trató de impedir que su cara revelara la impaciencia que sentía. Era absurdo ofenderla más. Los dos sabían qué él tenía las de ganar. Una sola llamada, y el Yard daría los pasos políticos necesarios para neutralizarla o apartarla del caso. Lo cual sería una lástima, pensó, porque era aguda, inteligente y capaz.

Aflojó la presa sobre sus brazos.

– Muy bien -dijo.

Lynley no supo a qué accedía, y supuso que solo aceptaba efectuar el siguiente movimiento, que consistió en precederle hasta el exterior. La sargento Havers estaba sentada bajo el emparrado. Lynley observó que había tenido la prudencia de no tocar nada de la caja que contenía las pruebas e informes de Ardery. Su rostro expresaba la indiferencia más absoluta.

Ardery volvió a sacar los moldes de yeso de las pisadas, así como los informes y fotografías.

– Hemos identificado el zapato -dijo-. El dibujo de la suela es muy característico.

Tendió a Lynley el molde completo. Duplicaba toda la suela de un zapato. Alrededor de los bordes corrían señales que parecían una cornisa de diente de perro. Unas hendiduras en el yeso serían porciones levantadas de la propia suela. Una segunda serie de hendiduras, parecidas a cuchilladas, se extendían en diagonal desde una cornisa a otra. Los motivos se repetían en el tacón. Lynley comprendió que era un diseño muy característico.

– Doc Martens -dijo Ardery.

– ¿Zapatos? ¿Botas?

– Parecen botas.

– Buenas para ejercitar el legítimo derecho a. la xenofobia -comentó Havers-. Montar un pequeño desfile en Bethnal Green. * Aplastar algunas caras con esas deliciosas puntas metálicas.

Lynley colocó el segundo molde al lado del primero. El segundo reproducía la punta del zapato y unos ocho centímetros de la suela. Vio que habían sido hechas por la misma bota. Una de las cornisas del borde izquierdo parecía deformada, como si estuviera gastada o la hubieran cortado con un cuchillo. Esta masa deforme aparecía en ambos moldes y no era, dijo Ardery, un rasgo normal de los zapatos.

– El molde completo procede del fondo del jardín -explicó Ardery-. Señalaba el lugar donde alguien saltó la valla desde la dehesa contigua.

– ¿Y la otra? -preguntó Lynley.

Ardery señaló hacia el oeste.

– Hay un camino peatonal público que corre por encima de la fuente. Va hacia Lesser Springburn. Hay un portillo con escalones a unas tres cuartas partes del camino, antes de llegar al pueblo. La huella estaba allí.

Lynley aventuró una pregunta que rio iba a gustar a Ardery. Contenía el mensaje no verbalizado de que tal vez ella y su equipo hubieran pasado algo por alto.

– ¿Nos lo enseñará?

– Inspector, hemos peinado el pueblo. Hemos hablado con todos sus habitantes. Créame, el informe…

– Debe de ser mucho más completo que cualquiera de los que yo he escrito -interrumpió Lynley-. No obstante, me gustaría verlo con mis propios ojos.

Ardery era muy consciente de que no necesitaban su permiso ni su presencia para pasear por un camino público. Lynley dedujo por su expresión que lo comprendía. Si bien su petición había implicado igualdad, al mismo tiempo insinuaba duda sobre su minuciosidad. A ella le tocaba elegir con qué significado se quedaba.

– Muy bien -dijo-. Iremos al pueblo y echaremos un vistazo. Es un paseo de diez minutos.

El camino comenzaba en la fuente, un estanque burbujeante a unos cincuenta metros de Celandine Cottage. Se elevaba con suavidad sobre el riachuelo que surgía del estanque. Por un lado, bordeaba primero una serie de dehesas, y después un huerto en el que manzanos descuidados (de brotes rosados y blancos, como una nevada al anochecer) estaban invadidos por malas hierbas pestilentes. Al otro lado del camino, las ortigas se mezclaban con zarzamoras, y las ramas blancas de los perifollos silvestres se alzaban por encima de la hiedra que trepaba a los robles, los alisos y los sauces. La mayoría de los árboles que flanqueaban el camino y el riachuelo estaban en flor, y el peculiar gorjeo seguido de un silbido claro y fuerte indicó la presencia de un sílvido y un tordo.

Pese a sus zapatos de tacón alto que la alzaban a la altura de Lynley, la inspectora Ardery se movía por el camino con agilidad. Apartaba setos y zarzas, se agachaba bajo ramas y hablaba mientras andaba.

– Hemos identificado las fibras encontradas en la valla del fondo del jardín. Dril de algodón. Tejanos normales. Levi Strauss.

– Eso nos deja solo al setenta y cinco por ciento de la población -comentó Havers en voz baja.

Lynley dirigió una mirada de advertencia a su sargento, que le seguía a pocos metros de distancia. Después de haber conseguido la colaboración de la inspectora, aunque fuera a regañadientes, no iba a perderla por culpa de uno de los comentarios de Havers, espontáneos pero inoportunos. La sargento captó su expresión y formó la palabra «perdón» con la boca.

Ardery no escuchó el comentario, o tal vez prefirió no hacer caso.

– También había aceite en las fibras -dijo-. Las hemos enviado a analizar para asegurarnos, pero uno de nuestros especialistas más veteranos les echó un buen vistazo bajo el microscopio y dice que es aceite de motor. Me inclino por creerle. Trabajaba en medicina forense antes de que hubiera cromatógrafos, y por lo general sabe lo que está viendo.

– ¿Y las colillas de cigarrillos? -preguntó Lynley-. Las de la casa y el jardín.

– Aún no las hemos identificado. -Ardery se apresuró a continuar, como anticipándose a la conclusión de Lynley de que existía algún problema, el cual exigía que insistiera en enviar parte de las pruebas recogidas por Ardery y su equipo a alguien más competente de New Scotland Yard-. Nuestro hombre vuelve hoy de Sheffield. Estaba dando una conferencia. Recogerá los cigarrillos mañana por la mañana, y no tardará mucho en darnos los resultados.

– ¿No hay ninguna conclusión preliminar en la que basarse? -preguntó Lynley.

– Es nuestro experto. Podríamos adelantar suposiciones, pero nada más. Hay ocho puntos de identificación diferentes en el extremo de un cigarrillo, y prefiero mucho más que nuestro hombre los señale todos antes que localizar un par yo misma y equivocarme.

Ardery llegó a una valla que dividía en dos el camino. Se detuvo ante la tabla extendida cubierta de liqúenes que constituía su escalerilla.

– Aquí-dijo.

La tierra que rodeaba la tabla era más blanda que la del camino. Presentaba un laberinto de pisadas, la mayoría holladas por otras pisadas posteriores. El equipo de Ardery había tenido mucha suerte al encontrar algo que coincidiera con la huella de Celandine Cottage. Incluso la parcial parecía milagrosa.

– Estaba hacia el borde -dijo Ardery, como en respuesta al pensamiento de Lynley-. Aquí, donde hay fragmentos de yeso.

Lynley asintió y miró al otro lado de la valla. A unos ciento cincuenta metros al noroeste, vio los tejados que formaban la frontera de Lesser Springburn. El camino estaba muy bien señalado, una pista que se alejaba del riachuelo, cruzaba una vía de tren, bordeaba un huerto y se adentraba en una pequeña urbanización.

Saltaron la valla. El camino se ensanchaba en la urbanización, de manera que los tres pudieron andar lado a lado, flanqueados por los jardines traseros de las pulcras casas pareadas. Desembocaron en la urbanización propiamente dicha, una curva de casas adosadas idénticas, con fachadas de ladrillo, chimeneas achaparradas, ventanas saledizas y techos de gablete. Los tres detectives despertaron cierto interés, porque la calle estaba ocupada por niñas que saltaban a la comba, dos hombres que lavaban el coche y un grupo de niños pequeños que jugaban un partido de criquet adaptado a su edad.

– Hemos interrogado a todo el pueblo -dijo Ardery-. Nadie vio nada anormal el miércoles por la noche, pero debían estar dentro de casa cuando el hombre pasó.

– Ha decidido que era un hombre -observó Lynley.

– La marca del zapato. El tamaño. La profundidad de la huella encontrada en Celandine Cottage. Sí. Yo diría que estamos buscando a un hombre.

Salieron a Springburn Road, al final del pueblo. A su derecha, la estrecha calle principal ascendía una modesta cuesta entre una hilera de casitas antiguas con techo de paja y otra de tiendas. Frente a ellos, una pista secundaria ocupada por una fila de casas de madera conducía a una iglesia. A su izquierda, un camino pavimentado con guijas desembocaba en el aparcamiento del pub El Zorro y los Sabuesos. Desde donde estaban, Lynley vio que un ejido se extendía detrás del pub, con robles y fresnos que proyectaban largas sombras sobre la hierba. Una profusión de arbustos espesos y mal cuidados crecía a lo largo del borde. Lynley decidió acercarse a la iglesia.

Los arbustos no formaban una barrera infranqueable. De vez en cuando, aparecían huecos que comunicaban el aparcamiento con el borde del ejido, y los detectives pasaron por uno de ellos, bajo un arco natural que crecía de un roble.

Otro partido de criquet se estaba jugando en el extremo sur del césped. A juzgar por su aspecto, era un partido entre equipos de pueblos. Los jugadores eran adultos ataviados con el blanco tradicional, aunque no del mismo tono en todos los casos, y los espectadores estaban sentados en sillas de cubierta, rodeados de niños que chillaban y correteaban.

– Donna, por el amor de Dios -gritó uno de los árbitros-, saca a esos monstruos del campo.

Lynley y sus acompañantes no atrajeron la atención, puesto que los arbustos crecían a lo largo del límite nordeste del ejido. La tierra era dura y accidentada en aquel punto, sembrada de parches irregulares de hiedra. Sus zarcillos no solo reptaban sobre el suelo, sino que trepaban por una valla de madera. A lo largo de la valla florecían rododendros, cuyas ramas se inclinaban bajo el peso excesivo de enormes brotes de he-liotropo. Un arbusto de acebo extendía ramas espinosas entre los rododendros, y la sargento Havers se encaminó en su dirección, mientras Lynley inspeccionaba el suelo y Ardery miraba.

– Uno de nuestros muchachos habló con Connor O'Neill -dijo la inspectora-. Es el dueño del pub. Estaba trabajando el miércoles por la noche con su hijo.

– ¿Dijo algo? -preguntó Lynley.

– Dijo que habían terminado alrededor de las doce y media. Ninguno de los dos vio un coche extraño en el aparcamiento cuando cerraron. No había más coches que el suyo, de hecho.

– No es sorprendente, ¿verdad?

– También investigamos este lugar -prosiguió con firmeza Ardery-. Como puede ver, inspector, la tierra está pisoteada. Carece de la consistencia apropiada para tomar huellas.

Lynley observó que tenía razón. Los lugares en que no crecía la hiedra estaban sembrados de las hojas desintegradas del año anterior. Debajo, la tierra era sólida, como cemento. Sería imposible tomar la huella de algo, fuera una pisada, la marca de un neumático o la firma del asesino.

Se incorporó. Miró el camino por donde habían venido. Los arbustos eran el lugar más lógico para esconder un vehículo, si es que se había utilizado uno en alguna fase del crimen. Desembocaban en el aparcamiento, que a su vez desembocaba en la pista que conducía al camino peatonal. Este conducía al paseante a cincuenta metros de Celandine Cottage. Todo cuanto necesitaba el asesino era conocer bien los alrededores.

Por otra parte, esconder un vehículo no era del todo necesario si el asesino actuaba en complicidad con otra persona. Un conductor habría podido parar un rato en El Zorro y los Sabuesos, mientras el asesino se internaba por el sendero, y conducido una hora o más por la campiña hasta que su cómplice regresara después de provocar el incendio. Esto no solo significaría una confabulación que venía de lejos, sino también un conocimiento íntimo de los movimientos de Fleming el día de su muerte. Dos personas, en lugar de una, estarían muy interesadas en su fallecimiento.

– Señor -dijo Havers-, venga a echar un vistazo.

Lynley vio que Havers se había internado entre los rododendros y el acebo. Estaba agachada en el punto donde los arbustos se encontraban con el aparcamiento del pub. Había apartado a un lado algunas hojas caídas, y tenía levantado un zarcillo de hiedra de entre la docena que se hundían en un cuadrado de tierra.

Lynley y Ardery se reunieron con ella. Lynley vio por encima de su hombro lo que había descubierto, un tosco círculo de tierra apretada de unos ocho centímetros de diámetro. Era más oscura que el resto, de color café, en contraste con el color avellana que la rodeaba.

Havers utilizó los dedos para cortar el zarcillo que sujetaba. Se puso en pie, apartó el pelo de la frente y extendió el zarcillo para que Lynley lo inspeccionara.

– Me parece que es una especie de aceite -dijo-. Goteó en tres de esas hojas. ¿Lo ve? Aquí hay un poco. Y allí. Y allí.

– Aceite de motor -murmuró Lynley.

– Eso diría yo. Como el aceite de los tejanos. -Havers indicó Springburn Road-. Debió venir por ahí, apagó el motor y las luces, y siguió por el borde del césped. Aparcó aquí. Se deslizó entre los arbustos y el aparcamiento, en dirección al camino peatonal. Continuó hasta la casa. Saltó el muro de la dehesa contigua. Esperó al final del jardín hasta que no hubiera moros en la costa.

– Es imposible que no encontráramos huellas de neumáticos, sargento -se apresuró a intervenir Ardery-, porque si un coche hubiera cruzado el césped…

– Un coche no -replicó Havers-. Una moto. Dos neumáticos, en lugar de cuatro. Menos pesada que un coche. Menos susceptible de dejar una pista. Fácil de maniobrar. Más fácil de esconder.

La explicación no acababa de convencer a Lynley.

– ¿Un motorista que luego fumó seis u ocho cigarrillos para señalar el lugar donde se había ocultado? ¿Cómo se come eso, sargento? ¿Qué clase de asesino deja una tarjeta?

– La clase de asesino que no espera ser detenido.

– Pero cualquiera que sepa mínimamente algo de la ciencia forense sabrá la importancia de no dejar pruebas. Cualquier prueba. De cualquier tipo.

– Exacto. Por lo tanto, estamos buscando a un asesino que, en primer lugar, dio por sentado que el asesinato no parecería un asesinato. Estamos buscando a alguien que solo pensaba en una cosa: la muerte de Fleming. Cómo provocarla y sus ventajas posteriores, no cómo iba a ser investigada a continuación. Estamos buscando a alguien convencido de que esta casa, atestada de leña antigua, inspector, ardería como una tea en cuanto el cigarrillo quemara lo suficiente la butaca. En su mente, no había pruebas. Ni colillas de cigarrillos. Ni restos de cerillas. Nada, excepto escombros. ¿Qué iba a hacer la policía con un montón de escombros?, pensó, si es que se detuvo a pensar.

Los espectadores del partido de criquet lanzaron gritos de júbilo. Los tres detectives se volvieron. El bateador había golpeado la bola y corría hacia el otro grupo de estacas. Dos servidores cruzaban el jardín. El lanzador gritaba. El guardameta tiró un guante al suelo, disgustado. Era evidente que alguien había olvidado una regla básica del criquet: pase lo que pase, intenta coger siempre la pelota.

– Hemos de hablar con ese chico, inspector -dijo Havers-. Usted quería pruebas. La inspectora nos las ha proporcionado. Colillas de cigarrillos…

– Que aún han de identificar.

– Fibras de dril de algodón manchadas de aceite.

– Que el cromatógrafo ha de definir.

– Huellas de pisadas que ya han sido identificadas. Una suela de zapato con una marca distintiva. Y ahora, esto. -Señaló la hiedra que Lynley sostenía-. ¿Qué más quiere?

Lynley no contestó. Sabía cómo reaccionaría Havers a su respuesta. No quería más. Quería menos, mucho menos.

Vio que la inspectora Ardery seguía mirando al suelo, a la mancha circular de aceite. Su expresión era de irritación.

– Les dije que buscaran huellas -dijo en voz baja, más para ella que para los demás-. Aún no sabíamos nada sobre el aceite de las fibras.

– Da igual -dijo Lynley.

– No da igual. Si usted no hubiera insistido…

La mirada resignada de Havers preguntó a Lynley si debía esfumarse por segunda vez. Lynley levantó una mano para indicarle que se quedara donde estaba.

– No es posible anticipar pruebas.

– Es mi trabajo.

– Puede que este aceite no signifique nada. Puede que no sea el mismo de las fibras.

– Maldita sea -masculló Ardery.

Dedicó casi un minuto a contemplar el partido de criquet (los mismos dos bateadores seguían tratando de poner a prueba las escasas habilidades del equipo contrario), hasta que sus facciones compusieron de nuevo una expresión de desapasionamiento profesional.

– Cuando todo esto haya terminado -dijo Lynley con una sonrisa, cuando sus ojos volvieron a encontrarse-, le diré a la sargento Havers que le cuente algunas de mis equivocaciones más interesantes.

Ardery levantó apenas la cabeza. Su respuesta fue fría.

– Todos cometemos errores, inspector. Me gusta aprender de los míos. Una cosa así no volverá a suceder.

Se alejó de ellos, en dirección al aparcamiento.

– ¿Quieren ver algo más en el pueblo?

No esperó a oír su respuesta.

Havers recuperó el zarcillo de hiedra. Guardó en una bolsa las hojas.

– Hablando de equivocaciones… -dijo en tono significativo, y siguió a Ardery hasta el aparcamiento.

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