Capítulo 22

Jeannie Cooper dobló la última prenda lavada con parsimonia. No era que fuera difícil doblar la chaqueta del pijama de un niño de ocho años. El problema consistía en que, cuando terminara de guardar la colada, se le habrían agotado las excusas para no sentarse con sus hijos en la sala de estar, donde llevaban media hora viendo un programa de entrevistas en la tele.

En la cocina, mientras embutía ropa en la lavadora, Jeannie se había esforzado por escuchar su conversación, pero estaban tan silenciosos como los asistentes a un funeral.

Jeannie no recordaba si sus hijos siempre habían visto así la tele. Creía que no. Creía recordar algún grito de protesta cuando uno u otro cambiaba de canal, risas ocasionales cuando veían algún episodio antiguo de Benny Hill. Creyó recordar que Stan hacía preguntas, Jimmy contestaba y Shar expresaba una tibia disconformidad. Sin embargo, pese a sus borrosos recuerdos, Jeannie se daba cuenta de que aquellas reacciones y diálogos entre sus hijos habían tenido lugar fuera del reino de su experiencia, como sueños en los que era una mera observadora, sin participar activamente. Era su forma, empezaba a comprender, de comportarse como una madre desde que Kenny la había dejado.

Durante los últimos años, había utilizado la idea de asumir la realidad como una forma de evitar a sus hijos. Asumir la realidad significaba que iba a trabajar a Crissys como siempre, se levantaba a las tres y cuarto, salía de casa antes de las cuatro, volvía a mediodía a tiempo de ejercer el papel de madre y preguntar, por ejemplo, si tenían deberes para el día siguiente. Se ocupaba de lavar su ropa. Preparaba las comidas. Limpiaba la casa. Se decía que su comportamiento era el de una verdadera madre porque cumplía su deber: comida caliente en la mesa, ir a la iglesia de vez en cuando, un árbol de Navidad adornado con sus luces, el domingo de Pascua con la abuela, dinero para los videojuegos. No obstante, al tiempo que se esforzaba por llevar una vida normal, sabía que había cometido el pecado de abandonar a sus hijos, al igual que Kenny. Solo que lo había cometido de una forma más insidiosa que su marido, pues mientras su cuerpo se había quedado en Cárdale Street (lo cual permitía creer a sus hijos que aún tenían un progenitor presente, cuyo amor era constante), su corazón y alma habían volado como plumas al viento el mismo día que Kenny se marchó.

Amar a su marido más que a las tres vidas creadas por ese amor era el espantoso secreto que Jeannie mantenía oculto. Procuraba no hacerle caso la mayor parte del tiempo, porque no podía soportar, en primer lugar, el lacerante dolor que descendía desde sus pechos a su entrepierna, que se desgarraba cada vez que oía o leía su nombre o escuchaba su voz por teléfono. Y porque, en segundo lugar, sabía que amar a un hombre por encima de los hijos engendrados con aquel hombre era un pecado tan grave e inhumano que la redención le estaba vedada, por más que intentara pagar por él.

Creía que lo menos que podía hacer era impedir que sus hijos lo supieran. Se prometió que nunca sabrían cómo se sentía cada día, como una botella de leche utilizada, vacía por dentro pero con una película adherida a las paredes, para recordarle cómo había sido el contenido. Por eso ejercía el papel de madre y se prometía que no decepcionaría a sus hijos, que no les causaría más dolor, como su padre.

Pese a sus esfuerzos en ese sentido, Jeannie comprendía ahora que no había podido evitar causarles tanto daño como su padre, porque su decisión de asumir la realidad les había exigido lo mismo. Si ella tenía que ejercer el papel de madre, sin rendirse a la desolación que sentía por el abandono de Kenny, ellos deberían ejercer el papel de hijos de la misma manera. Todos debían actuar de manera que su comportamiento proclamara (sintieran lo que sintieran) que si papá se había ido, si no les quería, si no iba a volver, que se fuera a la mierda.

Puso el pijama de Stan sobre la última pila de ropa lavada y la cogió en brazos. Vaciló al pie de la escalera. Stan estaba sentado en el suelo, entre el sofá y la mesita auxiliar, con la mejilla apoyada sobre la rodilla de Jimmy. Shar estaba al lado de su hermano y sujetaba el borde de su camiseta entre los dedos. Le estaban perdiendo, sabían que le estaban perdiendo, y verles aferrarse a él como si de esa forma pudieran impedirlo provocó tal escozor en los ojos de Jeannie que deseó golpearles en la cabeza para apartarles.

– Chicos -dijo, pero le salió con demasiada brusquedad.

Shar miró en su dirección, al igual que Stan. El brazo de Stan se cerró sobre la pierna de Jimmy. Jeannie sabía que se estaban armando de valor, y se preguntó cuándo habían aprendido a leer en el tono de su voz. Lo alteró, y habló con una suavidad nacida del agotamiento y la desesperación.

– He comprado pescado y patatas fritas para esta noche. Coca-Colas también.

El rostro de Stan se iluminó.

– ¡Coca-Colas! -exclamó. Miró a su hermano con aire expectante. Las Coca-Colas eran un detalle estupendo, pero Jimmy no reaccionó a la noticia.

– Eres muy amable, mamá -contestó Shar con seriedad-. ¿Pongo la mesa?

– Sí, cariño -dijo Jeannie.

Llevó la ropa limpia arriba. Colocó todo en sus cajones respectivos sin apresurarse.

Fue a la habitación de los chicos y ordenó el batallón de ositos de peluche de Stan. Ordenó los libros y los tebeos en sus estantes de hierro forjado. Recogió el cordón de un zapato. Dobló un jersey. Ahuecó las almohadas de las dos camas. Lo importante era hacer algo. No parar, no desfallecer, no pensar, no preguntar y, sobre todo, no hacerse preguntas.

Jeannie se sentó de repente en el borde de la cama de Jimmy.

– La policía afirma que el chico miente -le había dicho el señor Friskin-. Dicen que no estuvo en la casa, pero la situación puede cambiar, créame. Le aseguro que quieren seguir interrogándole.

Jeannie se había aferrado con desesperación a aquella tenue esperanza.

– Pero si miente…

– Ellos afirman que miente. Existe una sutil distinción entre lo que nos dicen y lo que saben. La policía utiliza docenas de estratagemas para conseguir que los sospechosos hablen, y hemos de ir con mucha cautela.

– ¿Y si es verdad que les mintió desde el primer momento y ellos lo saben? ¿Para qué querrían seguir interrogándole?

– Por una razón lógica. Imaginan que sabe el nombre del asesino.

El horror se derramó sobre ella como una oleada de náuseas, que ascendió desde su estómago a la garganta.

– Eso es lo que yo sospecho -continuó el señor Friskin-. Es razonable que hayan llegado a esa conclusión. Dan por sentado, pues admitió su presencia en el lugar de los hechos el pasado miércoles, que debió ver al incendiario. Deducen que conoce la identidad del pirómano. Concluyen sin la menor duda que asume la responsabilidad para no tener que denunciar a otra persona.

Jeannie solo consiguió articular la palabra «denunciar».

– Este tipo de resistencia es habitual en los adolescentes, señora…, señorita Cooper. Aunque admitido, es el resultado de la resistencia a traicionar a uno de sus iguales. No obstante, puede que esta tendencia de los jóvenes a morderse la lengua se haya desviado un poco en Jimmy, a causa de sus, y perdone que lo exprese así, a causa de sus circunstancias, porque ¿quién sabe exactamente por quién se inclina su lealtad?

– ¿A qué se refiere con eso de sus circunstancias?

El abogado estudió las puntas de sus zapatos.

– Si asumimos que las mentiras del muchacho traicionan la resistencia a denunciar a otra persona y nada más, tendremos que examinar su vida y buscar el tipo de lazos sociales estrechos que alientan esta tendencia a morderse la lengua, cueste lo que cueste. Lazos como los que se forman en la escuela con los buenos compañeros. Pero si no existen lazos sociales profundos y, por tanto, no ha interiorizado este comportamiento, tendremos que concluir que sus mentiras representan otra cosa.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Jeannie, aunque notó la boca y los labios secos cuando lo dijo.

– Como proteger a alguien.

El señor Friskin dejó de estudiar sus zapatos para estudiar el rostro de Jeannie. Los segundos se convirtieron en un minuto, y Jeannie notó que transcurrían en el pulso que latía en sus sienes.

La policía regresaría, dijo por fin el señor Friskin. Lo mejor que podía hacer por su hijo en este momento era animarle a contarles la verdad cuando llegaran. Lo entendía, ¿verdad? ¿Entendía que la verdad era la única esperanza de alejar de la vida de Jimmy a policías y periodistas? Porque no se merecía que le acosaran indefinidamente, ¿verdad, señorita Cooper? La madre del chico tenía que estar de acuerdo.

Jeannie apretó la mano sobre el dibujo en zigzag de la colcha de la cama. Aún oía la voz seria del señor Friskin: «Es la única manera, señorita Cooper. Anime al chico a decir la verdad».

Y aunque dijera la verdad, ¿qué?, se preguntó. ¿Serviría para borrar la realidad de haber padecido aquel infierno?

Había dicho a su hijo la noche anterior que había fracasado como madre, pero Jeannie comprendía ahora que la afirmación era un disparate, porque en realidad no lo creía. Lo había dicho como medio de conseguir que el muchacho hablara con ella, con la esperanza de que dijera, no, no has sido mala, mamá, lo has pasado mal como todos nosotros, lo comprendo, siempre lo he comprendido. Y entonces empezaría a hablar. Porque era lo que los hijos debían hacer. Hablar con sus madres si sus madres eran buenas. Sin embargo, hasta el abogado que solo conocía a Jeannie y sus hijos desde hacía cuarenta y ocho horas había descifrado la naturaleza de la relación entre la madre y aquel hijo en particular. Pues había dicho que debía alentar a su hijo a decir la verdad, pero no había insinuado que le alentara a decírsela a ella.

Di la verdad a tu abogado, Jimmy. Dísela a la policía. Dísela a esos periodistas que te pisan los talones. Díselo a extraños. Pero ni pienses en decírmela a mí. Y en cuanto la digas, Jimmy…

No, pensó Jeannie. No iba a pasar así. Era su madre. Pese a todo, y a causa de todo, solo ella tenía un deber para con él.

Volvió a bajar la escalera. Shar estaba en la cocina. Había sustituido el hule por el mantel de Navidad, bordeado de hojas de acebo, con una guirnalda en el centro y un Papá Noel en las cuatro esquinas. Stan y Jimmy seguían viendo la tele, donde un hombre de nariz aguileña y rostro sin afeitar hablaba de una película que acababa de filmar, y hablaba como si tuviera una patata en la boca.

– Qué cacho maricón, ¿verdad, Jimmy?

Stan lanzó una risita y golpeó a su hermano en la rodilla.

– Vigila tu boca -dijo Jeannie-. Ayuda a tu hermana a poner la mesa. -Apagó la televisión-. Ven conmigo -dijo a Jimmy. Este se encogió más en el sofá-. Vamos, Jim, cariño -añadió en un tono más dulce-. Enseguida volvemos.

Dejaron a Shar colocando meticulosamente filetes de pescado sobre una plancha y a Stan tirando patatas fritas congeladas sobre una sartén.

– ¿Preparo también ensalada verde, mamá? -preguntó Shar cuando Jeannie abrió la puerta del jardín.

– ¿Podemos hacer judías? -añadió Stan. -Como queráis -contestó Jeannie-. Llamadnos cuando todo esté a punto.

Jimmy la precedió y bajó el único peldaño de hormigón que daba paso al jardín. Se encaminó a la alberquilla y Jeannie le siguió. Ella dejó sus cigarrillos y una caja de cerillas sobre el borde partido.

– Coge un cigarrillo, si quieres -dijo Jeannie.

Jimmy introdujo los dedos en una grieta de la al-berquilla. No hizo ademán de acercarlos al paquete.

– Me gustaría que no fumaras, desde luego -dijo Jeannie-, pero si tú quieres, adelante. Por lo que a mí respecta, ojalá no hubiera empezado nunca. Quizá lo deje cuando todo esto haya terminado.

Paseó la vista por el deprimente jardín: una alberquilla rota, una losa de hormigón por cuyos bordes corrían lechos de pensamientos escuálidos.

– Sería bonito tener un jardín como es debido, ¿no crees, Jim? Tal vez podamos convertir este desastre en algo auténtico. Cuando todo termine. Si quitamos ese hormigón viejo y ponemos césped, unas flores bonitas y un árbol, podremos sentarnos aquí fuera cuando haga buen tiempo. Me gustaría mucho. Tendrías que ayudarme, de todos modos. Yo sola no podría.

Jimmy hundió las manos en los bolsillos de sus tejanos. Sacó cigarrillos y cerillas. Encendió uno y dejó el paquete y las cerillas al lado de las de su madre.

Jeannie sintió la tentación cuando olió el humo. Puso sus nervios en tensión, pero no cogió un cigarrillo de los suyos.

– Oh, sí, Jim. Muy amable. Te cogeré uno. -Lo encendió, tosió-. Los dos hemos de dejar esta mierda, ¿eh? Podríamos hacerlo juntos. Yo te ayudaré y tú me ayudarás. Después. Cuando todo haya terminado.

Jimmy tiró la ceniza en la alberquilla vacía.

– Me irá bien un poco de ayuda -dijo Jeannie-. Y a ti también. Además, no quiero que Shár y Stan empiecen a fumar. Hemos de dar ejemplo. Si quisiéramos, estos podrían ser nuestros últimos cigarrillos. Hemos de cuidar de Shar y Stan.

Jimmy resopló y fumó. La miró con hosquedad.

Jeannie respondió a su expresión.

– Shar y Stan te necesitan.

Jimmy tenía la cabeza vuelta hacia el muro que separaba su jardín del de los vecinos, de forma que no pudo ver su expresión, aunque oyó bien sus palabras.

– Te tienen a ti.

– Claro que me tienen a mí. Soy su madre y siempre lo seré, pero también necesitan a su hermano mayor. Te das cuenta, ¿verdad? Te necesitan a su lado, más que nunca. Van a apoyarse en ti, ahora que… -Comprendió el peligro latente. Dotó de fuerza a su voz y se obligó a seguir-. Te van a necesitar de una manera especial ahora que tu padre…

– He dicho que ya te tienen a ti. -La voz de Jimmy era tensa-.Ya tienen a su mamá.

– Pero también necesitan a un hombre.

– Tío Der.

– Tío Der no eres tú. Les quiere, sí, pero no les conoce como tú, Jim. No le buscan a él como te buscan a ti. Un hermano es diferente de un tío. Un hermano es un ser más cercano. Un hermano siempre está cuando le necesitan. Eso es importante. Para Stan. Para Shar.

Se humedeció los labios e inhaló el humo acre del tabaco. Se estaba quedando sin palabras inocuas.

Dio la vuelta a la alberquilla para verle la cara. Dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó con la suela del zapato. Vio que los ojos de Jimmy se aventuraban en su dirección, y cuando sus miradas se encontraron, preguntó sin alzar la voz:

– ¿Por qué has mentido a la policía, Jimmy?

El chico movió la cabeza. Dio una calada tan larga al cigarrillo que Jeannie pensó que lo había consumido hasta el final.

– ¿Qué viste aquella noche? -preguntó en voz baja.

– Merecía morir.

– No digas eso.

– Digo lo que me da la gana. Tengo derecho. Me da igual que haya muerto.

– No te da igual. Querías a tu padre como a nadie más en el mundo, y tus mentiras no van a cambiar eso.

Jimmy escupió una hebra de tabaco al suelo, y a continuación un esputo verdegrisáceo. Jeannie se negó a rendirse.

– Querías a tu padre tanto como yo. Tal vez más, porque entre tú y él no se interponía una rubia explosiva. Nada podía evitar que le quisieras y que desearas tenerle en casa de nuevo. Tal vez por eso mientes ahora, Jim. A mí. Al señor Friskin. A la poli. -Vio que un músculo se tensaba de repente en la mandíbula de su hijo. Intuyó que se debatía al borde de lo que era perentorio decir-. Tal vez mientes porque es más fácil. ¿Lo has pensado? Tal vez mientes porque es más fácil que asumir la pérdida definitiva de papá.

Jimmy tiró el cigarrillo al suelo y dejó que se consumiera.

– Exacto. Has acertado de pleno, mamá -dijo, en un tono de excesivo alivio para el gusto de Jeannie.

El muchacho extendió la mano hacia el paquete de JPS. Jeannie cerró la suya sobre el paquete y la mano de Jimmy.

– Tal vez es como dijo el señor Friskin.

– Mamá -llamó Shar desde la puerta de la cocina.

Jim ocultaba la casa a la vista de Jeannie. No hizo caso a su hija.

– Escúchame, Jim -dijo en voz baja.

– Mamá -volvió a llamar Shar.

– Has de decirme por qué mientes. Has de decirme la verdad ahora mismo.

– Ya la he dicho.

– Has de contarme exactamente lo que viste. -Jeannie extendió la mano hacia él, pero el chico se apartó-. Si me lo dices, si me lo dices, Jim, pensaremos entre los dos lo que hay que hacer.

– He dicho la verdad. Cien veces. Nadie quiere saberla.

– Toda la verdad no. Por eso me la has de decir ahora. Para pensar en lo que debemos hacer, porque de lo contrario…

– ¡Mamá! -llamó Shar.

– ¡Jimmy! -aulló Stan.

Jim se volvió hacia la casa. Jeannie le cogió por el codo.

– ¡Joder! -dijo Jim.

– No -dijo Jeannie.

Y el inspector Lynley se deshizo con suavidad de Shar y Stan, colgados de sus brazos.

– Tenemos unas preguntas más -dijo desde la cocina.

Y Jimmy salió corriendo.


Lynley no había imaginado que el chico fuera capaz de moverse a tal velocidad. Antes de que terminara la frase, Jimmy se había soltado de su madre y corrido hacia el fondo del jardín. No se molestó en abrir el portal, sino que saltó sobre el muro. Sus pasos resonaron en el callejón que corría entre las casas.

– ¡Jimmy! -gritó su madre, y salió tras él.

– Huye hacia Plevna Street -gritó Lynley sin volverse a la sargento Havers-. Intente cortarle el paso.

Se libró de los dos niños y salió en persecución del muchacho, mientras Havers cruzaba la sala de estar y salía por la puerta principal.

Jean Cooper había abierto el portal del jardín cuando Lynley la alcanzó. Se agarró a su brazo.

– ¡Déjele en paz! -chilló. Lynley se soltó y corrió tras el muchacho. Ella le siguió, sin dejar de gritar el nombre de su hijo.

Jimmy corría entre el estrecho sendero de hormigón que separaba las casas. Miró una vez hacia atrás y aumentó la velocidad. Una bicicleta estaba apoyada contra el portal del jardín de la última casa, y cuando pasó a su lado la tiró hacia el centro del sendero y saltó sobre la valla que bordeaba la parte superior del muro de ladrillo que separaba el sendero de Plevna Street. Se perdió de vista.

Lynley saltó sobre la bicicleta y se desvió hacia un portal de madera empotrado en el muro del que el muchacho no había hecho caso. Estaba cerrado con llave. Cogió carrerilla para saltar sobre la valla. Oyó que Havers gritaba al otro lado del muro. Después, el ruido de pasos martilleó sobre el pavimento. Demasiados pasos.

Se izó y cayó sobre la acera a tiempo de ver que Havers subía por Plevna Street en dirección a Manchester Road, seguida por tres hombres, uno de los cuales llevaba dos cámaras.

– Mecagüen la leche -exclamó, y se sumó a la persecución, esquivando a un pensionista que se apoyaba en un bastón y a una chica de pelo rosa que comía algo con aspecto hindú sentada en el bordillo.

Solo le costó diez segundos rebasar a los periodistas, y otros cinco alcanzar a Havers.

– ¿Dónde?-preguntó.

La sargento señaló, sin dejar de correr, y Lynley le vio. El chico había saltado otra valla que bordeaba un parque, en la esquina de Plevna Street. Corría por un sendero de ladrillo curvo en dirección a Manchester Road.

– Es absurdo ir por ahí -jadeó Havers.

– ¿Por qué?

– Subcomisaría de Manchester. A unos cuatrocientos metros. Hacia el río.

– Telefonéeles.

– ¿Desde dónde?

Lynley señaló la esquina de Plevna Street y Manchester Road, a un edificio achatado de ladrillo con dos cruces rojas y la palabra «clínica» escrita en rojo a lo largo de una cornisa blanca. Havers corrió hacia allí. Lynley siguió el perímetro del parque.

Jimmy salió por las puertas del parque a Manchester Road y se desvió hacia el sur. Lynley gritó su nombre y, en el mismo momento, Jean Cooper y los periodistas doblaron la curva de Plevna Street y le pisaron los talones.

Los periodistas gritaban «¿Quién es…?» y «¿Por qué le…?», mientras el fotógrafo alzaba una cámara y empezaba a disparar. Lynley se lanzó tras el muchacho.

– ¡Jimmy! ¡Para!-chillaba Jean.

Jimmy aceleró el paso con mayor determinación. El viento soplaba del este, y cuando Manchester Road se desvió un poco hacia el oeste, consiguió con facilidad aumentar la distancia entre sus perseguidores y él. Corría con todas sus fuerzas, la cabeza gacha, los pies sin apenas tocar el suelo. Pasó ante un almacén abandonado y se dispuso a torcer hacia la calle cuando se acercó a una floristería, en la cual una mujer de edad avanzada vestida de verde estaba entrando contenedores de flores. La mujer lanzó un grito de espanto cuando Jimmy estuvo a punto de derribarla. En respuesta, un alsaciano salió disparado de la tienda. El perro emitió un aullido de furia, se precipitó hacia el muchacho y cerró los dientes alrededor de la manga de su camiseta.

Gracias a Dios, pensó Lynley, y aminoró el paso. A cierta distancia detrás de él, oyó que la madre del muchacho gritaba el nombre de su hijo. La florista dejó caer un cubo de narcisos sobre la acera.

– ¡César! ¡Siéntate! -chilló, y cogió al perro del collar. El alsaciano soltó a Jimmy.

– ¡No! -bramó Lynley-. ¡Reténgale!

Cuando la mujer giró en redondo con la mano hundida en el pelaje del alsaciano y una expresión de miedo y perplejidad en la cara, Jimmy escapó.

Lynley pisoteó los narcisos cuando el chico torcía a la derecha, a unos treinta metros de distancia. Escaló otra valla y desapareció en los terrenos de la escuela primaria de Cubitt Town.

Ni siquiera se ha parado a recuperar el aliento, pensó Lynley estupefacto. O le espoleaba el terror, o corría maratones en sus ratos libres.

Jimmy cruzó el patio de la escuela. Lynley saltó la valla. Estaban construyendo un anexo a la escuela de ladrillo pardo, y Jimmy se metió en la obra, entre pilas de ladrillos, montañas de tablas de madera y colinas de arena. Hacía dos horas por lo menos que las clases habían terminado y no había nadie en el patio que le obstaculizara, pero cuando se acercó al edificio más alejado, tras el cual se extendían los campos de juego, un vigilante surgió por las puertas dobles, le vio y lanzó un grito. Jimmy pasó de largo antes de que el hombre pudiera reaccionar. Entonces, vio a Lynley.

– ¿Qué pasa aquí? -chilló, y se le plantó delante-. Alto ahí, señor. -El vigilante nocturno le cortó el paso con los brazos en jarras. Miró hacia Manchester Road, justo cuando Jean Cooper saltaba la valla, seguida de los periodistas-. ¡Usted! -gritó-. ¡Quédese ahí! ¡Esto es terreno particular!

– Policía -dijo Lyney.

– Demuéstrelo -replicó el vigilante.

Jean llegó tambaleante.

– Usted… -Cogió a Lynley por la chaqueta-. Déjele en…

Lynley apartó a un lado al vigilante. Jimmy había ganado otros veinte metros de ventaja durante el tiempo que Lynley había perdido. Estaba a mitad de los campos de juego y se dirigía a un distrito residencial. Lynley reinició la persecución.

– ¡Eh! -vociferó el vigilante-. ¡Voy a llamar a la policía!

Lynley rezó para que lo hiciera.

Jean Cooper le siguió, tambaleante. Estaba sollozando, pero por falta de aliento.

– Va a… -dijo-. Va a casa. Va a casa. ¿No lo ve?

Jimmy, efectivamente, volvía en dirección a Cardale Street, pero Lynley se resistía a creer que fuera tan idiota como para meterse directamente en una trampa. El chico había mirado hacia atrás en más de una ocasión. Se habría dado cuenta de que la sargento Havers no se encontraba entre sus perseguidores.

Llegó al extremo del campo de juego. Lo bordeaba un seto. Cargó a su través, pero perdió varios segundos cuando tropezó y cayó de rodillas al otro lado.

Lynley notaba un calor abrasador en el pecho. Confió en que el chico se quedara donde estaba, pero cuando Lynley disminuyó la distancia que les separaba, se puso en pie de un salto y prosiguió su huida.

Cruzó un descampado donde un coche quemado descansaba sobre sus neumáticos podridos, entre botellas de vino vacías y basura. Salió a East Ferry Road y tomó la dirección de su casa. Lynley oyó que la madre del muchacho gritaba «¡Ya se lo he dicho!», pero en ese momento Jimmy cruzó la calle, esquivó a un motorista que patinó y estuvo a punto de arrollarle, y subió la escalera que conducía a la estación de Crossharbour, donde un tren azul de Ferrocarriles Docklands se estaba deteniendo en las vías elevadas.

Lynley no pudo hacer nada. Jimmy entró, las puertas del tren se cerraron y salió de la estación, justo cuando Lynley pisaba East Ferry Road.

– ¡Jimmy! -chilló su madre.

Lynley luchó por recuperar el aliento. Jean Cooper se detuvo y tropezó con él. Los periodistas se estaban abriendo paso entre el seto. Se gritaban entre sí al tiempo que gritaban a Lynley.

– ¿A dónde va? -preguntó Lynley.

Jean sacudió la cabeza. Jadeó en busca de aliento.

– ¿Cuántas estaciones quedan de esa línea?

– Dos. -La mujer se pasó la mano por la frente-. Mudchute. Island Gardens.

Lynley pensó que la vía férrea corría paralela a East

Ferry Road.

– ¿A cuánto está Mudchute?

Jean hundió los nudillos en su mejilla.

– ¿A cuánto está?

– Un kilómetro y medio. No, menos. Menos.

Lynley dirigió una última mirada al tren cuando desapareció. No podía perseguirlo a pie, pero Cardale Street desembocaba en East Ferry Road unos sesenta metros al norte, y el Bentley estaba aparcado en Cárdale Street. Existía una ínfima posibilidad…

Corrió en dirección al coche. Jean Cooper le siguió.

– ¿Qué va a hacer? -gritó-. Déjele en paz. No ha hecho nada. No tiene nada más que decir.

La sargento Havers estaba apoyada en el Bentley. Levantó la vista cuando oyó los pasos de Lynley.

– ¿Le ha perdido? -preguntó.

– Al coche -jadeó Lynley-. Deprisa.

Subieron. Lynley puso en marcha el Bentley con un rugido. Stan y Shar salieron como un cohete de la casa y sus bocas formaron gritos que apagó el motor del coche. Mientras Shar forcejeaba con el pestillo del portal delantero, Jean Cooper apareció por la esquina e indicó mediante señas que volviera a casa.

Lynley pisó el acelerador y se apartó del bordillo. Jean Cooper se interpuso en el camino del coche.

– ¡Cuidado! -gritó Havers, y se agarró al tablero de mandos cuando Lynley aplastó los frenos y se desvió para no atropellada. Jean golpeó con el puño el capó del coche, corrió a su lado y abrió la puerta trasera. Se dejó caer dentro.

– ¿Por qué…, por qué no le deja en paz? No ha hecho nada. Usted lo sabe. Usted…

Lynley aceleró.

Dieron la vuelta a la esquina y siguieron hacia el sur por East Ferry Road. Se cruzaron con los periodistas que se arrastraban sin aliento en dirección contraria, hacia Cárdale Street. Por encima de ellos y al oeste de la calle corrían las vías de Ferrocarriles Docklands, en línea recta a Mudchute.

– ¿Llamó a la subcomisaría de Manchester Road? -preguntó Lynley con voz ahogada.

– Están en ello -contestó Havers.

– ¿La policía? -gritó Jean-. ¿Más policía?

Lynley tocó la bocina a un camión. Se desvió al carril de la derecha y le adelantó. Las casas elegantes de Crossharbour y Millwall Outer Dock dieron paso a las terrazas de ladrillo sucio de Cubitt Town, donde banderolas de colada se agitaban en cuerdas de tender dispuestas en los angostos jardines traseros.

La mano de Jean aferró el respaldo del asiento de Lynley cuando rebasaron a un baqueteado Vauxhall que se arrastraba por la calle como un erizo.

– ¿Por qué ha telefoneado a la policía? -preguntó con insistencia-. Ustedes son la policía. No les necesitamos. Él solo…

– ¡Allí!

La sargento Havers extendió el brazo en dirección a Mudchute, donde la tierra se alzaba desde la carretera en lomas creadas por generaciones de barro sedimentado procedente de los muelles de Millwall. Jimmy Cooper estaba subiendo a una de las lomas, en dirección sudeste.

– Va a casa de su abuela -afirmó Jean, mientras Lynley frenaba en la cuneta-. En Schooner State. La casa de mi madre. Ahí es donde va. Al sur de Millwall Park. -Lynley abrió la puerta-. Ya le dije adónde iba. Podemos…

– Conduzca -dijo el inspector a Havers, y se lanzó tras el muchacho cuando su sargento se sentó al volante.

Oyó que el motor aceleraba cuando llegó a la primera loma y empezó a subir por la ladera. La tierra estaba húmeda a causa de las lluvias de abril, y sus zapatos eran de piel. Resbaló y patinó en la tierra blanda, cayó de rodillas una vez, y en dos ocasiones tuvo que agarrarse a las ortigas y malas hierbas que brotaban de forma irregular. En lo alto de la loma, el viento azotaba sin obstáculos la extensión de tierra despejada. Agitó su chaqueta y llenó sus ojos de lágrimas, y se vio obligado a detenerse para secarlos antes de proseguir. Perdió cuatro segundos, pero vio al muchacho.

Jimmy contaba con la ventaja de sus bambas. Estaba bajando hacia los campos de juego que había al otro lado de las lomas, pero daba la impresión de que, o bien creía haber despistado a sus perseguidores, o se había rendido al cansancio, porque ya no corría como antes y se sujetaba la cintura como si tuviera punzadas en el costado.

Lynley corrió hacia el sur por la cumbre de la primera loma. No perdió de vista al muchacho hasta que tuvo que bajar y escalar la segunda loma. Al llegar arriba, vio que jimmy caminaba a paso normal, y con buenos motivos. Un hombre y un chico con impermeables rojos habían sacado a pasear a los campos de juego a dos mastines daneses y un galgo lobero irlandés; los perros corrían en círculos y se precipitaban sobre pelotas, basura y cualquier cosa que se moviera. Como ya se había topado con el alsaciano en Manchester Road, Jimmy no quería más problemas con canes de dimensiones espectaculares.

Lynley aprovechó la ventaja. Escaló la tercera loma, resbaló por la ladera y empezó a correr por el campo de juego. Se mantuvo alejado de los perros lo máximo posible, pero cuando llegó a veinte metros de ellos, el galgo lobero le vio y se puso a ladrar. Los dos mastines le corearon. Los tres perros se lanzaron en su dirección. Sus propietarios gritaron. Fue suficiente.

Jimmy miró hacia atrás. El viento arrojó sobre sus ojos el largo cabello. Lo apartó. Volvió a correr.

Se adentró en Millwall Park. Al ver la dirección que tomaba el chico, Lynley aminoró el paso. Porque al otro lado del parque, Schooner State extendía sus hileras de bloques de pisos grises y pardos hacia el Támesis, como los dedos de una mano, y Jimmy se dirigía en línea recta hacia el río. Ignoraba que la sargento Havers y su madre se habían anticipado a sus movimientos. A estas alturas, ya habrían llegado al bloque. Interceptarle resultaría bastante sencillo si se metía en el aparcamiento.

Corría en línea recta por el parque. Pisoteaba los macizos de flores que se interponían en su camino. Cuando llegó al borde del aparcamiento, fingió que se encaminaba a los pisos del oeste, pero en el último momento se desvió hacia el sur.

Pese al viento, Lynley oyó los gritos de la sargento Havers y Jean Cooper. Entró en el aparcamiento justo a tiempo de ver que el Bentléy perseguía al muchacho, pero Jimmy les llevaba ventaja. Se adentró en la herradura que formaba la parte sur de Manchester Road. Un camión frenó para no aplastarle. Lo rodeó, llegó a la acera opuesta y saltó la valla de un metro de altura que bordeaba los terrenos grisáceos, como de una prisión, de la Escuela Secundaria George Green.

Havers subió el Bentley a la acera. Estaba saliendo cuando Lynley la alcanzó. El chico corría hacia la esquina oeste de la escuela.

No había nadie en la escuela, y pudo avanzar sin ningún impedimento. Cuando Lynley y Havers llegaron a la esquina del edificio, el chico ya había cruzado el patio. Había cogido un cubo de basura para subir al muro posterior, y lo saltó antes de que hubieran podido recorrer veinte metros.

– Coja el coche -dijo Lynley a Havers-. Dé la vuelta. Se dirige al río.

– ¿Al río? Mecagüen la leche. ¿Qué va…?

– ¡Váyase!

Oyó que Jean Cooper gritaba algo ininteligible a su espalda cuando la sargento Havers trotó hacia el coche. Su grito se desvaneció cuando Lynley corrió hacia el muro. Se agarró al borde, utilizó el cubo de basura para propulsarse y saltó.

Corría otra carretera detrás de la escuela. En su parte norte, estaba flanqueada por un muro. En la parte sur se alineaban casas modernas de ladrillo con puertas de seguridad electrónicas. Morían en una extensión de césped y árboles que bordeaba el río. Era la única posibilidad. Lynley corrió en aquella dirección.

Entró en el parque, que un letrero identificaba como Island Gardens. En el extremo este se alzaba un edificio de ladrillo circular, rematado por una cúpula blanca y verde. Un destello blanco se recortó contra los ladrillos rojos, y vio a Jimmy Copper, que forcejeaba con la puerta del edificio. Era un callejón sin salida, pensó Lynley. ¿Por qué querría el chico…? Miró a su izquierda, al otro lado del río, y comprendió. La huida les había conducido al túnel peatonal de Greenwich. Jimmy iba a cruzar el río.

Lynley aumentó su velocidad. En ese momento, el Bentley apareció por la esquina más alejada. Jean Cooper y la sargento Havers bajaron. Jean gritó su nombre. Jimmy forcejeó con la puerta del túnel. La puerta no se movió.

Lynley se acercaba a toda prisa desde el nordeste. La sargento Havers y Jean Cooper hacían lo mismo desde el noroeste. El muchacho miró en una dirección, luego en otra. Corrió hacia el este, paralelo al muro del río.

Lynley corrió en diagonal para interceptarle. Havers y Jean Cooper siguieron el camino. Jimmy, con un esfuerzo final, saltó sobre un banco y se subió a lo alto del muro. Se izó sobre la barandilla de hierro forjado color lima que separaba los jardines del río.

Lynley gritó su nombre.

Jean Cooper chilló.

Y Jimmy se lanzó al Támesis.

Загрузка...