Capítulo 20

Una llamada telefónica bastó para localizar a Faraday. No estaba en Little Venice, sino en un almacén alquilado en mitad de un callejón llamado Priory Walk. El callejón estaba bordeado por edificios abandonados, con ventanas claveteadas con tablas y paredes de ladrillo sucias y cubiertas de pintadas. Aparte de un Ladbrokes en la esquina y un chino de comida para llevar llamado Platos Exóticos de Dump-Ling, el único negocio floreciente de la zona parecía ser el Estudio de Aerobic y Gimnasio Platino, cuyo «suelo almohadillado especialmente diseñado que reduce el impacto en sus rodillas y tobillos» soportaba en aquel momento el peso y las sudorosas evoluciones de una verdadera horda de entusiastas del aerobic. Un tema de Cyndi Lauper las animaba siempre que su instructora se tomaba un descanso en su incesante conteo para tomar aliento.

El almacén de Faraday estaba frente al gimnasio. Su puerta de metal acanalada estaba casi bajada, pero una camioneta verde polvorienta se encontraba aparcada al lado, y mientras se acercaban, Lynley y Havers vieron un par de pies calzados con bambas que se movían de un lado a otro del almacén.

Lynley se agachó por debajo de la puerta acanalada.

– ¿Faraday? -llamó, y entró. Havers le siguió.

Chris Faraday estaba ante un banco de trabajo que descendía de una pared. Sobre él descansaban varios moldes de goma, entre bolsas de yeso y herramientas metálicas. Encima estaban clavados cinco detallados bocetos a lápiz, ejecutados sobre papel cebolla. Representaban artesonados, diversas molduras cóncavas y otros adornos de techo. Poseían la delicadeza del estilo Adam, pero al mismo tiempo eran más audaces, como diseñados por alguien que no albergara la menor esperanza de tener un techo en el que poder montarlos.

Faraday observó que Lynley los examinaba.

– Cuando has visto suficiente de Taylor, Adam y Nash, te descubres pensando: «Parece fácil, hasta yo podría intentarlo». No es que haya una gran demanda de diseños nuevos, pero todo el mundo busca a gente con talento para remozar los antiguos.

– Estos son buenos -dijo Lynley-. Innovadores.

– Ser innovador no es suficiente si no tienes un nombre. Y yo no tengo ún nombre.

– ¿Como qué?

– Como algo más que un reformador.

– Hay lugar para reformadores, como sin duda habrá averiguado.

– Ninguno que me interese ocupar eternamente.

Faraday utilizó la yema del índice para probar la consistencia del yeso que estaba aplicando a uno de los moldes. Se secó el dedo en sus tejanos desteñidos y cogió un cubo de plástico que estaba en el suelo. Lo cargó hasta una bañera de hormigón situada al final del almacén.

– No ha venido hasta aquí para hablar de techos -dijo sin volverse-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Puede hablarme del miércoles por la noche. Esta vez la verdad, por favor.

Faraday echó agua en el cubo. Lo frotó con un cepillo metálico que cogió de un estante colgado sobre la bañera. Tiró el agua y enjuagó el cubo. Regresó con él al banco de trabajo y lo dejó al lado de una bolsa de yeso. Sus pies dejaron un rastro en el polvillo blanco que cubría el suelo del almacén. Sus huellas se mezclaron con otras anteriores.

– Tengo la impresión de que es usted inteligente -dijo Lynley-. Me lo ha parecido las dos veces que nos hemos visto. Sabía que comprobaríamos su historia, y me pregunto por qué la contó.

Faraday se apoyó contra el banco de trabajo. Su boca se abrió y cerró mientras parecía reflexionar sobre las diversas respuestas que podía dar.

– No tuve otra elección -dijo por fin-. Livie estaba delante.

– ¿Le contó que había ido a una fiesta solo para hombres? -preguntó Lynley.

– Ella pensó que yo había hablado de ir a una fiesta solo para hombres.

– Una distinción muy intrigante, señor Faraday.

Había un taburete alto con ruedas encajado debajo del banco de trabajo. Faraday lo sacó y se sentó. La sargento Havers se había acomodado sobre el último peldaño de una escalera de tres, libreta en mano, mientras Lynley no se había movido de su sitio. La luz del almacén, al contrario que la luz de la barcaza, beneficiaba esta vez a Lynley. Procedía de la calle y de un fluorescente colgado sobre el banco de trabajo, e iluminaba directamente la cara de Faraday.

– Es evidente que necesitaremos una explicación -dijo Lynley-. Porque si no fue a una fiesta solo para hombres y la utilizó como tapadera para otra cosa, lo más probable es que hubiera inventado una historia que a la policía le habría costado más confirmar. Como ya he dicho, debió suponer que la investigaríamos en cuanto nos dio los nombres de las películas y el videoclub.

– Si hubiera dicho otra cosa… -Faraday se masajeó el cuello-. Qué follón -murmuró-. Escuche, lo que hice está relacionado con Livie y conmigo. No tiene nada que ver con Fleming. Yo no le conocía. O sea, sabía que vivía en Kensington, con la madre de Livie, pero eso era todo. Nunca me había encontrado con él. Ni Livie tampoco.

– En ese caso, imagino que no tendrá la menor dificultad en referirnos los hechos del pasado miércoles por la noche. Si no tienen nada que ver con la muerte de Fleming.

La sargento Havers produjo ruidos significativos con las páginas de su libreta. Faraday la miró.

– Livie creía que la historia de la fiesta daría el pego. En circunstancias diferentes, así habría sido. Por lo tanto, esperaba que hablara de la fiesta y, de no haberlo hecho, habría descubierto algo doloroso. No quería hacerle daño, por eso conté la historia que ella esperaba escuchar. Eso es todo.

– Debo suponer que utiliza la historia de la fiesta como coartada habitual.

– No he dicho eso.

– ¿Sargento?

Havers empezó a leer la lista de los videoclubs que Nkata les había proporcionado, así como las fechas en que las películas habían sido alquiladas durante los últimos cinco años. Solo había recitado tres años cuando Faraday la interrumpió.

– He comprendido el mensaje, pero no estoy hablando de eso, ¿vale? La historia de la fiesta solo para hombres no está relacionada con el motivo de que usted haya venido a verme.

– Pues ¿con que?

– No está relacionada ni con el miércoles por la noche ni con Fleming, lamento decepcionarle. ¿Quiere que hable del miércoles o no? Porque lo haré, inspector, y la historia se verá confirmada, pero solo lo haré si accede a olvidarse de lo demás. -Cuando Lynley se dispuso a replicar, Faraday le interrumpió-. Y no me venga con que la policía no hace tratos cuando se trata de averiguar la verdad. Usted y yo sabemos que ocurre sin cesar.

Lynley sopesó sus opciones, pero comprendió que era absurdo trasladar a Faraday a New Scotland Yard para una exhibición de coacción policiaca y una sesión grabada en la sala de interrogatorios. Al otro hombre le bastaba con llamar a un abogado y guardar silencio, y Lynley se encontraría sin más información que la conseguida en las anteriores entrevistas con el restaurador.

– Adelante -dijo.

– ¿Se olvidará de lo demás?

– He dicho que estoy interesado en el miércoles por la noche, señor Faraday.

Faraday bajó la mano hasta el banco de trabajo. Sus dedos buscaron uno de los moldes de goma.

– De acuerdo -dijo-. Livie cree que salí el miércoles por la noche para hacer algo que necesitaba una sólida coartada. Eso le dije, y como ya sabía la coartada, no tuve otro remedio que utilizarla cuando usted vino. La verdad es… -Toqueteó el molde de goma. Se removió en su asiento-. La verdad es que estuve con una mujer el miércoles por la noche. Se llama Amanda Beckstead. Pasé la noche con ella en su piso de Pimlico. -Miró a Lynley con una cierta expresión de desafío, como si esperara ser juzgado y se preparara para la sentencia. Dio la impresión de que se sentía impelido a añadir-: Livie y yo no somos amantes, por si cree que la estoy traicionando. Nunca lo hemos sido. No quiero hacerle daño, pues podría pensar que necesito algo que a ella le gustaría darme, pero no puede. No espero que comprenda de qué estoy hablando, pero le digo la verdad.

Faraday terminó la frase ruborizado. Lynley no indicó que había más de una forma de traición.

– ¿La dirección y el teléfono de Amanda Beckstead? -se limitó a preguntar.

Faraday los recitó. La sargento Havers tomó nota.

– Su hermano también vive en Pimlico -añadió Faraday-. Sabe que estuve con ella. Lo confirmará. Es probable que los vecinos también.

– Se marchó bastante tarde, si el relato de su regreso es correcto.

– Livie esperaba que fuera a buscarla a casa de su madre a eso de las cinco, y así fue. La verdad es que habría podido ahorrarme las prisas. Su madre y ella aún seguían dale que dale mientras desayunaban.

– ¿ Discutiendo?

Faraday compuso una expresión de sorpresa.

– No, joder. Enterrando el hacha de guerra, diría yo. No se veían desde que Livie tenía veintidós años, así que tenían mucho de qué hablar y poco tiempo para ello. En mi opinión, habían estado levantadas toda la noche, hablando.

– ¿De qué?

Faraday desvió su atención hacia el molde de goma cercano a sus dedos. Pasó el pulgar por el lado.

– ¿Puedo suponer que estaban hablando de otras cosas que no eran la disposición última de las cenizas de Olivia?

– No tenía nada que ver con Flerriing.

– Entonces, nada debería impedirle hablar de ello.

– No es eso, inspector. -Levantó la cabeza y clavó los ojos en Lynley-. Está relacionado con Livie. Debería contarlo ella, no yo.

– Me parece que se dedican muchas energías a la protección de Olivia Whitelaw. Su madre la protege. Usted la protege. Ella se protege. ¿Por qué?

– No dedico energías a proteger a Livie.

– El acto de la negación exige energía, señor Faraday. Al igual que las evasivas y las mentiras descaradas.

– ¿Qué coño está insinuando?

– Que usted es menos que sincero con los hechos.

– Le he dicho dónde estuve el miércoles por la noche. Le he dicho con quién estuve. Casi le he dicho lo que hicimos. Esa es mi parte de la historia, y el resto se lo tendrá que sacar a alguien.

– Por lo tanto, sabe de qué estuvieron hablando. Toda la noche.

Faraday maldijo. Se levantó del taburete y paseó por el almacén. En el Gimnasio Platino, Cyndi Lauper había dado paso a Metallica, al volumen máximo. Faraday caminó hacia la puerta y la bajó con estrépito hasta el suelo de cemento. Las guitarras aullantes se apagaron un poco.

– No aguantaré mucho más. Livie lo sabe. Yo lo sé. He conseguido resistir hasta ahora, sobre todo porque he podido arañar algunas horas de vez en cuando para ver a Amanda. Ha sido… No sé. Creo que ha sido mi salvavidas. Sin ella, creo que habría tirado la toalla hace tiempo.

– ¿A qué se refiere?

– A soportar a Livie y la ELA. Eso es lo que tiene. Una enfermedad neuromotriz. A partir de ahora, solo empeorará. -Deambuló inquieto desde el banco de trabajo hasta una pila de moldes viejos apoyados contra la pared del fondo del almacén. Los golpeó con la punta de la bamba y, cuando siguió hablando, lo hizo al suelo, sin mirar a Lynley-. Cuando ya no pueda usar el andador, necesitará una silla de ruedas. Después, un ventilador y una cama de hospital. Cuando llegue ese momento, no podrá quedarse en la barcaza. Podría ingresar en un asilo, pero ella no quiere y yo tampoco. Cuanto más pensábamos en la situación y descartábamos soluciones, más nos acercábamos a su madre. Y a volver a casa con su madre. Por eso Livie fue a verla el miércoles.

– ¿Para pedirle permiso para volver a casa?

Faraday asintió. Dio una patada a un montón de moldes viejos. Tres se rompieron y lanzaron una nube de polvo sobre sus tejanos. Se sacudió el polvo. Fue un gesto inútil. El polvillo blanco estaba por todas partes.

– ¿Por qué no me lo dijeron al principio? -preguntó Lynley.

– Yo se lo dije -contestó Faraday-, o al menos lo intenté. ¿No comprende lo que está pasando? Livie se está muriendo. Cada día pierde más. Su madre y ella no quisieron saber nada la una de la otra durante años, y ahora Livie tiene que arrastrarse para pedir ayuda a su madre. ¿Gree que es fácil para Livie? Es muy orgullosa. Toda la situación resulta muy dura para ella. Si no tenía ganas de contarle todos los detallles, yo no iba a hacerlo por ella. Pensé que ya le había contado bastante. ¿Qué más quiere de ella?

– La verdad. Es lo que quiero de todos los implicados.

– Bien, ahora ya la tiene, ¿no?

Lynley no estaba tan seguro. Ni sobre tener la verdad ni sobre Faraday. Parecía bastante sincero, una vez tomada la decisión de colaborar, pero no había forma de pasar por alto un aspecto sobresaliente de la entrevista con él. Mientras había contado sus movimientos del miércoles por la noche, se había quedado a la luz del fluorescente. Pero cuando habló de Olivia, se retiró a las sombras. Luces y sombras parecían ser los temas recurrentes de los encuentros de Lynley con Faraday y las Whitelaw. Descubrió que no podía desechar la insistente pregunta de por qué aquellos tres individuos se empeñaban en buscar la oscuridad.

Lynley insistió en acompañarla a casa. Cuando Barbara le contó que aquella mañana había padecido los tormentos de la Línea Norte, por negarse a soportar el tráfico congestionado de la ciudad, Lynley observó que Kilburn no estaba lejos de Belzise Park, bajo el cual describía una diagonal el barrio de Chalk Farm, entre Camden Lock y Haverstock Hill. Sería ridículo dejarla en el Yard, dijo para acallar sus protestas, cuando diez minutos de coche la dejarían en la puerta de casa. Cuando Havers intentó discutir, Lynley dijo que no pensaba escuchar idioteces, Havers, así que ¿le indicaba cómo ir a su casa, o quería que condujera a ciegas, con la esperanza de encontrarla por casualidad?

Barbara había logrado mantenerle alejado de la sordidez de su casa de Acton durante los tres años y medio que duraba su asociación, pero comprendió, al ver la firmeza de su mandíbula, que nada le convencería de dejarla en la estación de metro más cercana. Sobre todo porque la estación más cercana era de otra línea, y tendría que realizar dos transbordos, uno en Baker Street y otro en King's Cross. Eran cuarenta minutos en tren o diez en coche. Se resistió, pero acabó dándole las instrucciones, en una demostración de buena voluntad.

En Eton Villas, Lynley la sorprendió cuando aparcó el Bentley en un hueco y apagó el motor.

– Gracias por acompañarme, señor -dijo Havers, y abrió la puerta-. ¿Qué haremos mañana por la mañana?

Lynley también salió. Dedicó un momento a escudriñar las casas circundantes. Las farolas se encendieron en aquel momento e iluminaron de forma muy agradable los edificios eduardianos que había detrás. Asintió.

– Bonita zona, sargento. Tranquila.

– Sí. ¿A qué hora quiere…?

– Vamos a ver su nueva vivienda.

Lynley cerró la puerta.

¿A ver?, pensó Barbara. Un aullido de protesta henchió su pecho, pero logró controlarlo.

– ¿Eh, señor? -dijo, y pensó en la residencia de Belgravia del inspector. Óleos de marco dorado, porcelanas sobre las repisas de las chimeneas, destellos plateados en los bargueños. Eaton Terracq estaba muy alejado de Eton Villas, pese a la coincidencia homofónica de sus nombres. Santa mierda, pensó-. Oh, vaya. No es gran cosa, inspector. De hecho, no es nada. No creo que a usted…

– Tonterías.

Y se internó por el camino particular.

Havers le siguió.

– Señor… Señor… -empezó, pero vio que era inútil cuando Lynley abrió el portal y se encaminó a los peldaños del frente. Lo intentó, de todos modos-. Solo es una casita. No, no es verdad. Ni siquiera es una casita. Es una especie de cobertizo. Señor, el techo es demasiado bajo para usted. De veras. Si entra, se sentirá como Quasimodo en un periquete.

Lynley siguió el camino hacia la puerta principal. Havers arrojó la toalla.

– Cojones -masculló-. Inspector. Señor. Es por aquí. Detrás.

Le guió por el costado de la casa y trató de recordar en qué estado había dejado la casa después de salir por la mañana. ¿Ropa interior colgada sobre el fregadero de la cocina? ¿La cama hecha o deshecha? ¿Platos sobre la mesa? ¿Migas en el suelo? No se acordaba. Buscó las llaves.

– Peculiar -comentó Lynley detrás de ella, mientras registraba su bolso-. ¿Es a propósito, Havers? ¿Una faceta más de la vida moderna?

Barbara levantó la vista y vio que su vecinita Ha-diyyah había cumplido su palabra. La nevera que aquelia mañana descansaba ante el piso de la planta baja se encontraba ahora erguida a un lado de la puerta de Barbara. Una nota estaba pegada con celo a la parte superior. Lynley la entregó a Barbara. Ella la abrió. A la luz difusa que surgía de una ventana situada en la parte posterior de la casa, vio una delicada inscripción que parecía bordado más que caligrafía. Alguien había escrito: POR DESGRACIA INCAPAZ DE ENTRAR NEVERA EN SU CASA PORQUE PUERTA ESTABA CERRADA CON LLAVE.

LO LAMENTO MUCHÍSIMO, y luego había firmado, como disgustado por la belleza de la escritura, con dos apellidos, de los cuales sólo eran legibles las primera letras. T-a-y era el primero. A-z el segundo.

– Bien, gracias Tay Az -dijo Barbara. Relató la historia del aparato a Lynley-. Supongo que el padre de Hadiyyah lo habrá movido hasta aquí. Muy amable, ¿verdad? Aunque supongo que no le habrá hecho mucha gracia tenerlo delante de su puerta como tema de conversación durante dos días. Cuando pueda… -Encendió las luces y dedicó una rápida inspección a la casa. Un sujetador rosa y un par de bragas a topos verdes colgaban de un cordel que corría entre dos aparadores sobre el fregadero de la cocina. Se apresuró a sepultarlos en un cajón con los cuchillos, antes de encender la luz contigua al sofá cama y volver a la puerta-. No es gran cosa. Usted… Señor, ¿qué está haciendo?

Una pregunta innecesaria, porque Lynley había apoyado el hombro contra la nevera y se disponía a moverla. Barbara imaginó su elegante traje manchado de aceite.

– Ya lo haré yo. De veras. Lo haré por la mañana. Si usted… Vamos, inspector. ¿Quiere beber algo? Tengo una botella de…

De qué cono era la botella, se preguntó, mientras Lynley continuaba empujando la nevera hacia la puerta.

Corrió a ayudarle y se puso al otro lado. La desplazaron con bastante facilidad por su pequeña terraza, discutieron unos momentos cómo llevarla hasta la cocina, y lo consiguieron sin necesidad de desmontar la puerta. Por fin, la nevera quedó colocada en su sitio, enchufada y en funcionamiento. El motor sólo emitía algún ominoso zumbido de vez en cuando.

– Fantástico -dijo Barbara-. Gracias, señor. Si nos despiden por este rollo de Fleming, siempre podremos dedicarnos a las mudanzas.

Lynley estaba examinando sus pertenencias, una parte Camden Lock, tres partes Acton, y sus buenas quince partes venta de artículos donados. Como un bibliófilo compulsivo, se lanzó hacia la librería. Escogió un volumen al azar, luego otro.

– Basura -se apresuró a explicar Barbara-. Me descerebra después de trabajar.

Lynley devolvió el volumen a su sitio y cogió el libro que estaba sobre la mesita de noche. Se caló las gafas y leyó la contraportada.

– ¿La gente siempre vive feliz y come perdices en estos libros, sargento?

– No lo sé. Las historias se detienen antes de esa parte, pero las escenas de sexo son divertidas. Si le gustan ese tipo de cosas. -Barbara se encogió cuando él leyó el título (Dulceplacer sureño) y comentó la portada del libro. Mierda, pensó-. Señor. Señor, ¿quiere comer algo? No sé usted, pero hoy no he comido bien. ¿Le apetece algo?

Lynley se encaminó con la novela a una de las dos sillas encajadas bajo la mesa de comer.

– No me importaría, Havers -dijo mientras leía-. ¿Qué tiene?

– Huevos. Y huevos.

– Pues que sean huevos.

– Muy bien -contestó Barbara, y rebuscó en el cubo que había bajo el fregadero de la cocina.

No sabía cocinar mucho porque nunca tenía tiempo ni energías para practicar. Así que, mientras Lynley hojeaba Dulce placer sureño, se detenía cada tanto para leer algo, carraspeaba y exclamaba en una ocasión «Santo Dios», pergeñó lo que tal vez podría pasar por una tortilla. Estaba un poco quemada y un poco asimétrica, pero la acompañó con queso, cebollas y un solo tomate que languidecía en el cubo sobre un bote de mayonesa, e improvisó cuatro tostadas de un pan integral decididamente rancio (aunque no pasado).

Estaba llenando una tetera de agua cuando Lynley se levantó.

– Lo siento. No soy un invitado modelo. Tendría que colaborar. ¿Dónde tiene los cubiertos, sargento?

– En el cajón al lado del fregadero, señor -dijo, y llevó la tetera a la mesa-. No es gran cosa, pero bastará… De pronto, recordó y casi tiró la tetera. Volvió como una exhalación a la cocina justo cuando Lynley estaba abriendo el cajón. Se apoderó de sus bragas y sujetador.

Lynley enarcó una ceja. Barbara embutió la ropa interior en su bolsillo.

– Me faltan cajones -dijo con desenvoltura-. Espero que.no le importe P.G. Tips. No tengo Lapsang Souchong.

Lynley rescató dos cuchillos, dos tenedores y dos cucharas del laberinto metálico del cajón.

– P. G. Tips ya me va bien.

Llevó los cubiertos a la mesa. Ella le siguió con los platos.

La tortilla estaba un poco gomosa, pero Lynley la cortó y se llevó un pedazo a la boca.

– Esto tiene un aspecto excelente, Havers -dijo, y comió.

Barbara había aprovechado la excusa de poner la mesa para enterrar Dulce placer sureño en las profundidades de la casa, pero Lynley no pareció advertir la ausencia de la novela. Tenía aire pensativo. Como las reflexiones prolongadas no eran su fuerte, Barbara empezó a sentirse violenta al cabo de unos minutos de comer en silencio.

– ¿Qué? -preguntó por fin.

– ¿Qué?

– ¿Es la comida, la atmósfera o la compañía? ¿O la visión de mi ropa interior? Estaba limpia, por cierto. ¿O ha sido el libro? ¿Se lo montaba Flint Southern con Star Comosellame? No me acuerdo.

– No parecía que se hubieran quitado la ropa -contestó Lynley, después de meditar unos momentos-. ¿Cómo es posible?

– Un error editorial. ¿Debo suponer que lo hicieron?

– Eso pensé yo.

– Perfecto. Bien. No hace falta que lea el resto. Con eso es suficiente. Flint me estaba crispando los nervios.

Siguieron cenando. Lynley esparció mermelada de moras sobre un triángulo de tostada, sin hacer caso de las motas de mantequilla que salpicaban la fruta de anteriores comidas. Barbara le observó, intranquila. No era normal que Lynley se lanzara a largas meditaciones cuando estaba con ella. No recordaba ni un momento de su larga asociación en que no le hubiera comunicado todas sus permutaciones mentales mientras trabajaban en un caso. Su predisposición a transmitir sus ideas y a alentar las de Barbara era una cualidad que ella siempre había admirado y que daba por hecha. Que abjurara ahora del aspecto más esencial de su relación laboral era anormal, y la descorazonaba.

Como seguía en silencio, Barbara comió más tortilla, esparció mantequilla sobre una tostada y se sirvió otra taza de té.

,-¿Es Helen, inspector? -preguntó por fin.

La mención de Helen pareció animarle un poco.

– ¿Helen?

– Exacto. Se acuerda de Helen. Alrededor de un metro y sesenta y siete centímetros. Cabello castaño. Ojos.pardos. Piel bonita. Pesa unos cincuenta y dos kilos. Se acuesta con ella desde noviembre pasado. ¿Le dice algo?

Lynley añadió más mermelada a su tostada.

– No es Helen -dijo-. Igual qué no siempre es Helen, a un nivel u otro.

– Una respuesta esclarecedora. Si no es Helen, ¿qué es?

– Estaba pensando en Faraday.

– ¿En qué? ¿En su historia?

– Su conveniencia me molesta. Suplica ser creída.

– Si no mató a Fleming, ha de tener una coartada, ¿no?

– Es bastante conveniente que la suya sea tan sólida, mientras las de los demás son endebles.

– La de Patten es tan sólida como la de Faraday -replicó Barbara-. Y también la de Mollison. Y la de la señora Whitelaw. Y la de Olivia. No pensará que Faraday convenció a esa Amanda Beckstead, su hermano y sus vecinos de que cometieran perjurio en su beneficio. Además, ¿qué iba a ganar con la muerte de Fleming?

– No se beneficia directamente.

– Entonces, ¿quién? -Barbara contestó a su propia pregunta un momento después-. ¿Olivia?

– Si lograban eliminar a Fleming, sería más fácil que la madre de Olivia la acogiera de nuevo, ¿no cree?

Barbara hundió el cuchillo en el pote de mermelada y untó su tostada con prodigalidad.

– Claro -dijo-. Después de perder, a Fleming, la señora Whitelaw estaría madura para la reconciliación.

– Por lo tanto…

Barbara levantó el cuchillo teñido de púrpura para interrumpirle.

– Pero los hechos siguen siendo los hechos, por más que nos gustaría verlos encajar en nuestras teorías. Sabe tan bien como yo que la historia de Faraday será confirmada. Cumpliré mi deber y mañana por la mañana localizaré a Amanda y compañía, pero van cinco libras a que todas las personas con las que hable se ceñirán punto por punto al relato de Faraday. Hasta es posible que Amanda y su hermano nos den nombres a quienes podamos telefonear para verificarlo todavía más. Como un pub con un camarero locuaz, donde Amanda y Faraday trasegaron pintas de Guinnes hasta la hora de cierre. O un vecino que les oyó vomitar en la escalera. O alguien que pateó el suelo y se quejó de los chirridos de los muelles de la cama, mientras se arru-macaban desde la medianoche al amanecer. Sí, Faraday no dijo la verdad al principio, pero sus motivos son lógicos. Ya ha visto a Olivia. Va camino del sueño eterno. Si estuviera en el lugar de Faraday, ¿le gustaría herirla sin necesidad? Da la impresión de que le atribuye algún siniestro designio, cuando solo se trata de una protección realista de alguien que se está muriendo.

Barbara se reclinó en la silla y tomó aliento. Era el discurso más largo que había pronunciado en presencia de su superior. Esperó su reacción.

Lynley terminó su té. Ella le sirvió otra taza. El inspector lo revolvió con aire ausente sin añadir leche o azúcar, y utilizó el tenedor para capturar la última partícula de tomate de su plato. Barbara comprendió que sus razonamientos no le habían convencido, y no entendía por qué.

– Desengáñese, inspector. Vamos a confirmar lo que Faraday dice. Podemos seguir preocupados por su historia, si queremos. Incluso podemos destinar a tres o cuatro de nuestros agentes a investigar qué estaba haciendo en realidad Faraday cuando utilizó la coartada de la fiesta para cubrirse el culo. Pero al terminar el día, no estaremos más cerca del asesino de Fleming que por la mañana. Y es al asesino de Fleming al que perseguimos. ¿O es que nuestro objetivo ha cambiado mientras yo estaba distraída?

Lynley cruzó el cuchillo y el tenedor sobre el plato vacío. Barbara fue a la cocina a buscar un cuenco de uvas, que se iban descomponiendo lentamente. Rescató las que todavía parecían comestibles y las llevó a la mesa, con un pedazo de cheddar del que cortó una fina capa de moho.

– Yo pienso lo siguiente -dijo-. Creo que necesitamos a Jean Cooper en la sala de interrogatorios. Hemos de preguntarle por qué no nos ha proporcionado información útil. Sobre su matrimonio. Sobre las visitas de Fleming. Sobre la petición de divorcio y el interesante momento en que se presentó. Hemos de retenerla en el Yard durante unas buenas seis horas. Hemos de pasarla por la piedra. Hemos de machacarla.

– No entrará en Scotland Yard sin un abogado, Havers.

– ¿Qué más da? Podemos lidiar con Friskin o con quien sea. La cuestión es sacudirla, inspector. Creo que es la única forma de llegar a descubrir la verdad. Porque si hasta el momento no se ha desmoronado, con su hijo paseado ante la prensa como un cordero destinado al matadero, no se desmoronará si no le aplicamos el potro personalmente. -Barbara cortó un poco de queso y lo comió con los restos de su tostada. Cogió un puñado de uvas-. ¡Aj! -exclamó, cuando su sabor agrio hirió su lengua y su garganta. Apartó el cuenco de la mesa-. Lo siento. Brrrr. Nada que hacer.

Lynley cortó una lámina de cheddar, pero en lugar de comerlo, se limitó a utilizar el tenedor para efectuar una decoración geométrica a base de agujeros diminutos. Cuando Barbara desesperaba de que respondiera a su sugerencia (lo cual, en su opinión, era el siguiente paso de la investigación, y el único lógico), el inspector asintió, como si sus pensamientos hubieran llegado a un compromiso.

– Sargento, tiene razón -dijo-. Y cuanto más lo pienso, más me convenzo. Hay que presionar.

– Bien. ¿Detenemos ajean o la…?

– A Jean no.

– No… Entonces, ¿a quién?

– A Jimmy.

– ¿A Jimmy? ¿A Jimmy? -Barbara experimentó la necesidad de hacer algo para no levitar de pura exasperación. Agarró los bordes de su silla-. Señor, ella no se va a desmoronar por Jimmy. Friskin le habrá dicho hoy que Jimmy no va a proporcionarnos los datos que queremos. Dirá a Jimmy que siga en esa línea. Si él lo hace y no abre la boca cuando estemos a punto de obligarle, se irá a casa libre, y lo sabe. Y ella también. Le digo, señor, que Jean Cooper no se va a desmoronar por Jimmy.

– Le quiero en el Yard a mediodía.

– ¿Para qué perder el tiempo con él otra vez? La prensa se nos lanzará encima, por no hablar de la reacción de Webberly y Hillier. No conseguiremos nada. Acabaremos perdiendo más tiempo. Escuche, señor. Si detenemos a Jean, encarrilamos la investigación. Tendremos algo con qué trabajar. Si nos aferramos a Jimmy, Jean se quedará impertérrita.

– Tiene razón -dijo Lynley. Hizo una bola con la servilleta de papel y la tiró sobre la mesa.

– ¿En qué?

– En lo de presionar a Jean Cooper.

– Estupendo. Y si tengo razón…

– Pero no es a Jean Cooper a quien quiero presionar. Lleve a Jimmy al Yard a mediodía.

Lynley dio un largo rodeo para volver a casa, de forma deliberada. No tenía prisa. Carecía de motivos para creer que le estaría esperando un mensaje de Helen Clyde (ya la conocía lo bastante para saber lo poco que le habría gustado su intento de obligarla a exponer sus planes por la mañana), y aunque no hubiera sido ese el caso, a veces se daba cuenta de que alejarse de un lugar que, en teoría, le ayudaría a pensar, le permitía pensar con más claridad que en su casa o en el despacho. Por esta razón, en más de una ocasión había abandonado New Scotland Yard y atajado por la estación de metro para dar el paseo de cinco minutos hasta St. James's Park. Allí, seguía el sendero que rodeaba el lago, admiraba los pelícanos, escuchaba los graznidos de los habitantes de Duck Island (la Isla de los Patos) y esperaba a que su mente se despejara. Esta noche, por tanto, en lugar de conducir hacia el sudoeste, en dirección a Bel-gravia, se acercó a Regent's Park. Eligió el Círculo Exterior en lugar del Círculo Interior, y terminó en Park Road, donde un giro al oeste le condujo sin pensar a la entrada del Lord's Cricket Ground.

Las luces del vestíbulo estaban abiertas, luces provisionales que los obreros habían dispuesto para reparar una tubería de desagüe en el exterior del Pabellón. Cuando Lynley entró por las Puertas de la Gracia y caminó en dirección a las gradas, un guardia de seguridad le detuvo. Después de que Lynley exhibiera su tarjeta de identificación y mencionara el nombre de Kenneth Fleming, el hombre se mostró dispuesto a charlar un rato.

– Scotland Yard, ¿eh? ¿A punto de cerrar el caso? Y aunque lo cierren, ¿qué? Si quiere saber mi opinión, habría que restaurar la pena de muerte. Dar su merecido a ese tipo. En público. -Se tiró de su nariz tubular y escupió al suelo-. Era un tío estupendo, ese Fleming. Siempre tenía una palabra amable a punto. Preguntaba por la mujer y los hijos. Conocía a todos los tíos por el nombre. Es poco frecuente. A eso le llamo yo calidad.

– Ya lo creo -murmuró Lynley.

El guardia consideró que le estaba animando a continuar, pero Lynley preguntó si las graderías estaban abiertas.

– No hay mucho que ver -contestó el guardia-. Casi todas las luces están apagadas. ¿Quiere que las encendamos?

No, dijo Lynley, y cabeceó cuando el guardia le indicó el camino.

Sabía que era inútil iluminar los terrenos, el campo de juego o las graderías. Tanto ayer por la noche como hoy le habían enseñado que la clave fundamental para averiguar la verdad sobre la muerte de Kenneth Fleming no sería una prueba (un cabello, una cerilla, una nota, la huella de una pisada) que pudiera examinarse a la luz artificial de un campo de criquet o un laboratorio, para luego presentarla en el tribunal como prueba irrefutable de la identidad del asesino. La clave necesaria para cerrar el caso sería algo más etéreo, la verificación de una culpa que surgiría de la incapacidad de una sola alma de guardar silencio y soportar el peso de la injusticia.

Lynley llegó a una de las gradas y descendió por el pasillo oscuro hasta la barrera que separaba a los espectadores del campo. Apoyó los codos sobre la barrera y paseó la vista desde el Pabellón, a su izquierda, hasta las marquesinas en forma de tienda de circo que se alzaban sobre el Montículo, a su derecha, desde el cuadrado de asfalto situado al final del campo, y que conducía a los viveros, al propio campo, una pendiente de diecisiete grados apenas perceptible. En la oscuridad, el marcador era una sombra rectangular con letras fantasmales grabadas, y las hileras de asientos blancos algo curvadas se desplegaban como cartas sobre una mesa de ébano.

Aquí jugaba Fleming, pensó Lynley. Aquí, en el Lord's, había vivido su sueño. Había bateado con una combinación de alegría y habilidad, realizado series de cien sin el menor esfuerzo, como si creyera que le debían cien series siempre que adoptaba la posición de guardia. Abrigaba la ilusión de que algún día su bate, su nombre y su retrato estarían en la Sala Larga, colocados entre los de Fry y Grace, pero aquella posibilidad, así como la promesa que su talento representaba para el futuro del deporte, habían muerto con Fleming en Kent.

Era el crimen perfecto.

Gracias a años de investigar asesinatos, Lynley sabía que el crimen perfecto no era aquel en que no había pruebas, puesto que tal circunstancia ya no podía imaginarse en un mundo donde también existían cromotógra-fos de gas, microscopios comparativos, pruebas de ADN, ampliaciones por ordenador, láseres y lámparas de fibra óptica. En los tiempos actuales, el crimen perfecto era aquel en que ninguna de las evidencias recogidas en el lugar de los hechos podían relacionarse (más allá de la sombra de la duda exigida por la ley) con el criminal. Podía haber cabellos en el cadáver, pero su presencia se explicaría con facilidad. Podía haber huellas dactilares en la habitación donde estaba el cadáver, pero descubrirían que pertenecían a otro. Una presencia sospechosa en las cercanías, un comentario escuchado por casualidad antes o después de haberse cometido el crimen, la incapacidad de establecer con precisión dónde estaba uno en el momento del asesinato… Eran simples datos circunstanciales, y en manos de un buen abogado defensor eran tan significativos como motas de polvo.

Todo asesino que se preciara de serlo lo sabía. Y el asesino de Fleming no era la excepción.

En la silenciosa oscuridad del Lord's Cricket Ground, Lynley reconoció cómo se encontraba la investigación al cabo de setenta y dos horas. Carecían de pruebas de peso que vincularan a alguno de los sospechosos y que, al mismo tiempo, estuvieran íntimamente relacionadas con el crimen. Por otra parte, tenían colillas, huellas de pisadas, fibras, dos series de manchas de aceite (una en las fibras, otra en el suelo) y una confesión. Además, tenían una butaca quemada, media docena de puntas de cerilla y los restos de un solo cigarrillo Benson and Hedges. Como colofón, tenían una llave crucial de la puerta de la cocina en posesión de Jimmy, una discusión escuchada por un granjero mientras paseaba de noche, una pelea en el aparcamiento del campo de criquet, una petición de divorcio cuyo recibo debía acusarse y una relación amorosa brutalmente interrumpida. Sin embargo, cada objeto concreto en su posesión, así como los testimonios recogidos hasta el momento, eran como las losas de un mosaico incompleto.

Pero las vacilaciones de Lynley se debían a lo que no tenían, lo cual provocó que retrocediera en el tiempo hasta la biblioteca de la casa familiar de Cornualles, donde un fuego arrojaba una luz ocre sobre las paredes de la biblioteca y la lluvia repiqueteaba sobre las ventanas emplomadas en oleadas incesantes. Estaba tendido en el suelo, con la cabeza apoyada sobre sus brazos. Su hermana se acurrucaba contra un almohadón cercano. Su padre estaba sentado en el sillón de orejas y leía el cuento que los dos niños sabían de memoria: la desaparición de un caballo de carreras ganador, la muerte de su preparador y los poderes deductivos de Sherlock Holmes. Era una historia que habían escuchado incontables veces, la primera que pedían siempre a su padre en las escasas ocasiones que se ofrecía a leerles. Cada vez que el conde se acercaba al momento culminante de la historia, su impaciencia aumentaba. Lynley se incorporaba. Judith apretaba el almohadón contra su estómago. Y cuando el conde carraspeaba y decía a Sher-lock Holmes con la voz deferente del inspector Gregory: «¿Hay algún punto sobre el que desee llamarme la atención?», Lynley y su hermana añadían el resto. Lynley decía: «El curioso incidente del perro por la noche», mientras Judith replicaba con burlona confusión: «El perro no hizo nada por la noche», y los dos gritaban al unísono: «Ese fue el curioso incidente».

Solo que en el caso de Kenneth Fleming, el diálogo entre Gregory y Holmes habría tenido que cambiarse, el perro en la noche por la declaración del sospechoso. Porque era aquello lo que llamaba la atención de Lynley: el curioso incidente de la declaración del sospechoso.

El sospechoso en cuestión no había dicho absolutamente nada.

Lo cual, al fin y al cabo, era lo más curioso.

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