OLIVIA

He descansado durante casi una hora. Tendría que acostarme, pero he empezado a pensar que si voy a mi habitación sin terminar esto, ahora que falta tan poco, me faltarán fuerzas.

Chris salió de su habitación hace un rato. Tenía los ojos enrojecidos, como siempre que se despierta, por eso supe que había echado una siesta. Llevaba el pantalón del pijama y nada más. Se quedó en la puerta de la cocina, parpadeó y bostezó.

– Me puse a leer. Me dormí como un tronco. Me estoy haciendo viejo.

Se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua. No bebió. En cambio, se inclinó y se mojó con el agua el cuello y el pelo, que restregó vigorosamente.

– ¿Qué estás leyendo? -pregunté.

– Atlas Shmgged. El discurso.

– ¿Otra vez? -Me estremecí imperceptiblemente-. No me extraña que te hayas sobado.

– Lo que siempre he deseado saber es…

Bostezó de nuevo y estiró los brazos sobre su cabeza. Se rascó con aire ausente el escaso vello que crecía en forma de pluma desde su ombligo hasta el pecho. Parecía más esquelético que nunca.

– ¿Qué te has preguntado?

– ¿Cuánto tiempo tardaría un tío en hablar para llenar sesenta y tres páginas?

– No vale la pena escuchar a ningún tío que necesita sesenta y tres páginas para expresar su opinión -dije. Dejé el lápiz sobre la mesa y me concentré en convertir las dos manos en puños-. «¿Quién es John Galt?» no es la pregunta, a menos que la respuesta sea «¿A quién le importa?».

Chris lanzó una risita. Se acercó a mi silla.

– Échate hacia delante -dijo. Me movió hacia el borde y se puso detrás de mí.

– Me caeré.

– Ya te tengo. Échate hacia atrás.

Me apretó contra él y enlazó los brazos alrededor de mi cintura. Apoyó la barbilla sobre mi hombro. Sentí su respiración sobre mi cuello. Acerqué mi cabeza a la suya.

– Vete a la cama -dije-. Ya me las arreglaré.

Mantuvo un brazo a mi alrededor, sujetándome a la silla. Me acarició el lado del cuello con la otra mano.

– Estaba soñando -murmuró-. Estaba otra vez en la escuela con Lloyd-George Marley.

– ¿Pariente lejano de Bob?

– Éso decía. Nos enfrentábamos a un puñado de fachas que solían merodear en la parada de taxis cercana a nuestra escuela. Tíos del National Front. Botas con puntera de metal y toda la parafernalia. -Hablaba en voz baja. Sus dedos trabajaban los músculos rígidos de la base de mi cuello-. Doblamos una esquina, Lloyd-George y yo, y vimos a esos tíos. Supe que querían follón. Conmigo no, con Lloyd-George. Querían machacarle, enviar un mensaje a los de su raza. Vuelve a tu sitio, gorila de la selva. Estás contaminando el río de nuestra limpia sangre inglesa. Llevaban llaves inglesas. Cadenas. Supe que la habíamos cagado.

– ¿Qué hiciste?

– Intenté gritar a Lloyd-George que corriera, como haces en sueños, pero no me salió la voz. Siguió caminando hacia ellos. Y ellos se siguieron acercando. Le cogí del brazo. Dije vamonos, vamonos. Quería huir. Quería pelear.

– ¿Y?

– Me desperté.

– Qué suerte.

– No es eso.

– ¿Por qué?

Su brazo se tensó a mi alrededor.

– Me alegré de no tener que decidir, Livie.

Me volví para mirarle. Su barba incipiente era del color de la canela contra su piel.

– Da igual -dije-. Era un sueño. Te despertaste.

– No da igual.

Noté que su corazón latía contra mi cuerpo.

– No pasa nada -dije.

– Lo siento. Todo esto. Lo que cuesta.

– Todo cuesta algo.

– Pero no tanto.

– No lo sé.

Palmeé su mano y dejé que mis ojos se cerraran. La luz de la cocina brillaba como una llama. Aún así, me dormí.

Chris me mantuvo abrazada un rato. Cuando las rampas me despertaron, se apartó de la silla y masajeó mis piernas. A veces, le digo que cuanto todo esto haya terminado, encontrará trabajo como masajista profesional. Dice que eso, o panadero.

– Amasar es lo mío -dice Chris.

– Y lo mío también -contesto.

Y es cierto. La enfermedad te conciencia de la necesidad. Borra cualquier pensamiento de independencia, de «Les voy a enseñar lo que vale un peine», de «Te voy a restregar mi vida por la cara».

Lo cual me conduce a mi madre.

Una cosa era tomar la decisión de confesar a mi madre la enfermedad. Otra era hacerlo. Después de decidirlo aquella noche con Chris y Max en la barcaza, esperé un mes. Imaginaba una forma tras otra. Pensaba pedirle que nos encontráramos en un local público, tal vez aquel restaurante italiano de Argyll Road. Yo pediría risotto (que no me costaría nada llevarme a la boca) y bebería dos copas de vino para relajarme. Tal vez pediría una botella entera y la compartiría con ella. Cuando mi madre estuviera un poco achispada, le soltaría la noticia. Llegaría antes que ella y pediría al camarero que escondiera el andador. Disgustaría a mi madre que no me levantara cuando llegara, pero en cuanto supiera el motivo, perdonaría la afrenta.

O le diría que fuera a la barcaza, con Chris y Max presentes, para que viera cómo había cambiado mi vida durante los últimos años. Max se enzarzaría en una conversación sobre el criquet, sobre las tremendas dificultades de dirigir una empresa, sobre el período victo-nano y su apasionada afición por las antigüedades, que inventaría para la ocasión. Chris se comportaría como Chris, sentado en el primer peldaño de la escalera, mientras daba un trozo de plátano a Panda, que la gata comería mientras se preguntaba todo el rato por qué le ofrecían aquel obsequio inesperado. Yo estaría flanqueada por Beans y Toast. Preferirían estar con Chris, pero yo guardaría galletas para perro en el bolsillo y las tiraría entre sus patas de tanto en tanto, cuando mi madre no mirara. Ños presentaríamos como la viva imagen de la armonía: amigos, camaradas, compatriotas. Nos ganaríamos su apoyo.

O diría a mi médico que llamara. «Señora Whitelaw, soy Stewart Anderson -diría-. La llamo para hablar sobre su hija Olivia. ¿Podemos concertar una cita?» Ella querría saber para qué. Él contestaría que prefería no hablarlo por teléfono. Yo ya estaría en su consulta cuando mi madre llegara. Vería el andador al lado de mi silla. «Dios mío, Olivia -diría-. ¿Qué significa eso, Olivia?» El médico hablaría mientras yo bajaba la mirada.

Llevaba todas aquellas fantasías de reconciliación hasta su conclusión lógica. Cada vez, la conclusión era la misma. Mi madre ganaba, yo perdía. La única forma de vencer en la contienda era reunirme con mi madre en circunstancias que desataran su compasión, amor y perdón. Ella querría aparentar bondad. Como no existían esperanzas de que deseara aparentar bondad en mi honor exclusivo, sabía que cuando nos reuniéramos por fin, Kenneth Fleming estaría presente. Por lo tanto, tendría que ir a Kensington.

Chris quería acompañarme, pero como lo de que ya había llamado a mi madre era una mentira, no podía permitir que estuviera conmigo cuando ella y yo nos encontráramos. Esperé hasta enterarme del siguiente asalto, y aquella fue la noche que elegí para anunciar, después de cenar, que mi madre me esperaba a las diez y media. Le dije que podía dejarme en Kensington, camino del laboratorio experimental de Northampton. Me apresuré a añadir que daba igual si no volvía a recogerme hasta la madrugada, como sería el caso. Mi madre y yo teníamos mucho de qué hablar, y estaba tan ansiosa como yo de derribar los muros de nuestra enemistad, mentí. No sería cosa de una o dos horas. Había que enmendar diez años de alejamiento, ¿no?

– No sé, Livie -dijo Chris, poco convencido-. No me gusta la idea de dejarte tirada allí. ¿Y si sale mal?

Le dije que ya habíamos roto el hielo. ¿Por qué iba a salir mal? Yo no estaba en condiciones de montarle un cirio a mi madre. Iría a verla con el corazón en la mano. Yo era la pedigüeña. La decisión descansaba en sus manos. Etcétera, etcétera.

– ¿Y si se pone desagradable?

– No irá a pelearse con una minusválida, ¿verdad? Sobre todo, delante de su noviete.

Pero Fleming podía azuzarla, señaló Chris. Tal vez Fleming no querría ver peligrar su situación, si mi madre y yo hacíamos las paces.

– Si Kenneth tiene ganas de chulear a una inválida -dije-, telefonearé a Max para que venga a buscarme. ¿De acuerdo?

Chris accedió a regañadientes.

A las diez y veinte, nos dirigimos hacia Staffordshi-re Terrace. Como de costumbre, no había sitio para aparcar, de manera que Chris dejó el motor en marcha y me ayudó a salir. Dejó el andador en la acera y me depositó sobre él.

– ¿Preparada?

– Como Gibraltar en una galerna -contesté con desenvoltura.

Para llegar a la puerta había que subir siete peldaños. Lo logramos entre los dos. Nos detuvimos en el porche. Se veían luces en el comedor. La ventana salediza estaba iluminada. Brillaban más luces en el salón. Chris extendió la mano para tocar el timbre.

– Espera -dije con una sonrisa-. Quiero recuperar el aliento.

Y me armé de valor. Esperamos.

Se oía música por una ventana abierta por encima de nuestras cabezas. Mi madre había plantado jazmines en el macetero de la ventana del comedor, que derramaban una cortina de largos zarcillos sobre las ventanas de la planta baja. Aspiré la fragancia de las flores.

– Escucha, Chris -dije-. Me las puedo arreglar sola. Vete.

– Me ocuparé de acomodarte.

– No hace falta que te molestes. Mi madre lo hará.

– No seas pesada, Livie.

Palmeó mi hombro y tocó el timbre.

Hasta aquí hemos llegado, pensé. Me pregunté qué demonios iba a decir para calmar el susto de mi madre cuando me viera sin tener la menor noticia. A Chris no le iba a gustar que le hubiera mentido.

Transcurrieron treinta segundos. Chris oprimió el botón de nuevo. Otros treinta segundos.

– ¿No me habías dicho…?

– Estará en el váter -dije. Saqué la llave de mi bolsillo y recé para que no hubiera cambiado la cerradura de la puerta. Qué alivio.

Nada más entrar, Chris se puso detrás de mí.

– ¿Madre? -llamé-. Soy Olivia. Estoy aquí.

La música que habíamos oído desde el porche venía de arriba. Frank Sinatra cantaba «My Way». La Voz se bastaba y sobraba para que nadie pudiera oír nada desde arriba.

– Está arriba -dijo Chris-. Iré a buscarla.

– No te conoce, Chris. Se llevará un susto de muerte.

– Si sabe que ibas a venir…

– Cree que vengo sola» ¡No! ¡Chris, no! -grité, cuando se encaminó a la escalera situada al final del pasillo.

– Señora Whitelaw -llamó mientras empezaba a subir-. Soy Chris Faraday. He venido con Livie. ¿Señora Whitelaw? He traído a Livie.

Desapareció en el rellano. Gruñí y cojeé hasta el comedor. No me cabía otra opción que hacer de tripas corazón y enfrentarme a lo inevitable.

Tenía que adoptar una postura de relativa superioridad. Entré por la puerta contigua del comedor al saloncito, donde contra una pared se apoyaba el elegante sofá de nogal forrado de terciopelo que había pertenecido a mi bisabuela desde la década de mil ochocientos cincuenta. Eso serviría.

Cuando conseguí acomodarme en el sofá, con el andador a un lado y convenientemente oculto, Chris regresó.

– No está-dijo-. Arriba no, al menos. Dios, este lugar me pone la carne de gallina, Livie. Parece un museo. Objetos por todas partes.

– ¿Estaba cerrada la puerta de su dormitorio? -Cuando negó con la cabeza, seguí-. Prueba en la cocina. Sigue el pasillo, atraviesa la puerta, baja la escalera. Si está allí, tendría que habernos oído.

Pero también habría oído el timbre de la puerta, claro. No se lo dije a Chris cuando prosiguió la búsqueda. Pasó un minuto. Frank Sinatra atacó «Luck Be a Lady», que se me antojó un buen augurio.

Oí que se abría la puerta de atrás, la que conducía al jardín y pensé, ya ha llegado. Respiré hondo para calmarme, me removí para acomodarme mejor en el sofá y confié en que Chris no le diera un susto de muerte cuando se toparan ante la cocina, pero un momento después oí la voz de Chris fuera.

– ¿Señora Whitelaw?

Entonces, comprendí que había sido él quien había abierto la puerta. Agucé el oído, pero solo le oí a él. Me pareció que estaba cruzando el jardín. Esperé su regreso con impaciencia.

Mi madre no estaba en ningún sitio, dijo cuando volvió a entrar en el saloncito unos tres minutos más tarde. Pero su coche sí estaba en el garaje, un BMW blanco. Es el suyo, ¿verdad?

Yo no tenía ni idea de qué coche tenía.

– Supongo que sí. Habrá ido a casa de algún vecino.-

– ¿Y Fleming?

– No lo sé. Quizá la ha acompañado. Da igual. Volverá de un momento a otro. Sabe que voy a venir. -Me concentré en pellizcar un chai oriental tirado sobre el respaldo del sofá-. Has dejado la camioneta en marcha

– le recordé con la mayor delicadeza posible, teniendo en cuenta las ganas que tenía de que se marchara antes de que mi madre llegara-. Vete. Todo irá bien.

– No me gusta dejarte sola así.

– No estoy sola, Chris. Vete. No seas pesado. Ya no soy una niña. Me las arreglaré.

Se cruzó de brazos y estudió mi cara desde la puerta. Sabía que estaba llevando a cabo una lectura sísmica para calcular la veracidad de mis palabras, pero en la cuestión de mentir, Chris Faraday nunca había estado a mi altura.

– Vete -dije-. La unidad de asalto te está esperando.

– ¿Telefonearás a Max si hay problemas?

– No habrá problemas.

– ¿Y si los hay?

– Telefonearé a Max. Vete. Tienes cosas que hacer.

Se acercó al sofá, se inclinó, besó mi mejilla.

– De acuerdo -dijo-. Me voy. -Seguía vacilando. Pensé que estaba a punto de adivinar la verdad, de decir «Tu madre no tiene ni idea de esto, ¿verdad?», pero se mordisqueó un momento el labio superior y dijo-: Te he decepcionado.

– Gilipollas. -Acaricié sus dedos con mi puño-. Vete. Por favor. Lo que vamos a decir no es asunto tuyo.

Fueron las palabras mágicas. Contuve el aliento hasta que oí cerrarse la puerta principal. Me recliné contra el pesado respaldo de nogal y traté de escuchar el motor de la camioneta. Por culpa de Frank Sinatra, que se explayaba sobre la suerte con creciente entusiasmo, no podía oír los ruidos de la calle. A medida que transcurrían los minutos, noté que mi cuerpo se relajaba contra la tapicería de terciopelo, y comprendí que había logrado llevar a cabo una parte de mi plan, como mínimo, sin ser descubierta.

Chris había dicho que el coche estaba en el garaje. Las luces estaban encendidas. El CD funcionaba. No debían estar lejos, Kenneth Fleming y mi madre. Yo tenía la ventaja de haber entrado en su casa sin que lo supieran, de modo que contaba con el beneficio de la sorpresa. Ahora, a pensar en cómo podía utilizarla mejor.

Empecé a planear. Cómo comportarme, qué decir, dónde pedirles que se sienten, si decir ELA o hablar en términos vagos acerca de mi «estado». Frank Sinatra continuaba: desde «New York, New York» a «Anything Goes», pasando por «The Lady is a Tramp». Luego, se hizo el silencio. Pensé, ya está, oh Dios, han estado en casa todo el rato, Chris no subió al último piso, estaban en mi antigua habitación, ya vienen, están en la escalera, dentro de un momento nos encontraremos cara a cara, he de…

Un tenor empezó a cantar. Era ópera italiana, y la voz del cantante trepaba por las notas dramáticamente. Cada pieza ponía en tales apuros al intérprete que debía estar escuchando una versión operística de grandes éxitos de algún compositor. Verdi, tal vez. ¿Quién más escribió óperas italianas? Intenté recordar más nombres. Por fin, se hizo el silencio de nuevo. Entonces, Michael Crawford y Sarah Brightman atacaron los primeros compases de El fantasma de la ópera. Consulté mi reloj. Sinatra y el tenor habían cantado durante más de una hora. Eran las doce menos cuarto.

Las luces del comedor se apagaron de repente. Me sobresalté. ¿Me habría adormecido sin oír a mi madre cuando llegaba?

– ¿Eres tú, madre? -llamé-. Soy Olivia. -No hubo respuesta. Mi corazón se aceleró-. ¿Madre? Soy Olivia. Estoy en el salonc…

La lámpara del saloncito se apagó también. Estaba sobre una mesa, en la ventana salediza que da al jardín trasero. Cuando entré en la habitación ya estaba abierta, y yo no había encendido otra. Me quedé sentada en la oscuridad más absoluta y traté de decidir qué coño iba a hacer.

Durante los cinco o diez minutos siguientes (que dieron la impresión de transcurrir a la velocidad de meses), no sucedió nada más. Crawford y Brightman ter-. minaron el dúo de «All I Ask of You», y Crawford continuó con «The Music of the Night». Unos diez compases después, la música paró, a media nota, como si alguien hubiera dicho «¡Basta de aullidos!» y desenchufado el aparato. En cuanto la música enmudeció, el silencio invadió la casa como hojas de otoño caídas desde un árbol al suelo. Esperé oír otro ruido (pasos, risas ahogadas, un suspiro, el chasquido de los muelles de un mueble) que traicionara una presencia humana. No pasó nada. Era como si todos los fantasmas de Kenneth Fleming y mi madre se hubieran ido a la cama.

– ¿Madre? -llamé-. ¿Estás ahí? Soy Olivia.

Mi voz pareció desvanecerse entre los tapetes que colgaban de la repisa de la chimenea, sobre la pantalla de hierro y bronce de la chimenea, con los pelícanos apoyados sobre una sola pata que se contemplaban sobre ella, entre los mil y un grabados de las paredes, sobre la confusión victoriana de aquella estancia claustro-fóbica que, por algún motivo, parecía hacerse más claustrofóbica a medida que pasaba el tiempo, en plena oscuridad, mientras yo me decía respira respira respira, Livie, respira.

Era la casa, por supuesto. Sumirse de repente en la oscuridad dentro de aquel siniestro mausoleo era suficiente para que cualquier persona olvidara el sentido común.

Intenté recordar dónde estaba la lámpara más cercana al sofá. Las luces de las farolas de Staffordshire Terrace que se filtraban en el comedor formaban una cuña de luz sobre la alfombra del saloncito. Algunos objetos empezaron a cobrar forma: una guitarra en la pared, un reloj sobre la repisa de la chimenea, las esculturas seudogriegas sobre sus pedestales de mármol en dos esquinas de la sala, la horrorosa lámpara de pie con la pantalla adornada por borlas…

Sí. Allí estaba, al otro extremo del sofá. Me arrastré hacia ella e informé a mis brazos de que debían agarrarla. Me obedecieron. La encendí.

Recobré mi postura anterior y torcí el cuello para mirar por encima de otro sofá grande hacia la mesa de la ventana salediza, sobre la cual descansaba la lámpara. Seguí el cable con la mirada. Caía hacia la alfombra y continuaba hacia un enchufe colocado junto al borde de las cortinas. Vi que el cable estaba enchufado en un programador de tiempo, que a su vez iba conectado al enchufe.

Me felicité con un «Buen trabajo, Sherlock», después de lo cual me recliné contra el sofá y pensé en lo que podía hacer a continuación. Dejando aparte el BMW del garaje, era evidente que se habían marchado sin la menor intención de volver aquella noche, pero habían dejado encendidas las luces y el CD mediante programadores de tiempo para aparentar que estaban en casa y ahuyentar así a posibles revientapisos. De todos modos, pensé que habrían debido transportar el botín al Victoria y Albert. De hecho, si yo me hubiera hecho una escapada romántica con mi joven amante, habría dejado la puerta abierta de par en par, con la esperanza de que alguien limpiara la casa y me ahorrara la molestia.

Por primera vez, me pregunté cómo sería capaz de manipular una silla de ruedas por aquellas habitaciones si se presentaba la ocasión. Al contrario que las de la barcaza, las puertas eran bastante amplias, pero el resto de la mansión era como una carrera de obstáculos. Empecé a sentirme inquieta. Se me antojó que mi futuro no me esperaba en Staffordshire Terrace con mi madre y su novio, sino en un asilo o en un hospital de pasillos amplios, habitaciones desnudas y enfermos terminales plantados delante de la tele, esperando el fin.

Bien, ¿y qué?, pensé. ¿A quién le importa? La cuestión es explicar la película a mi madre, para que cuando Chris y yo necesitemos ayuda, la ofrezca como mejor decida. Hospital, asilo, un piso para mí sola donde acomodar la parafernalia médica que iría adquiriendo a toda velocidad, una cuenta bancaria de la que sacar fondos para mis cuidados, un cheque en blanco encontrado en el buzón una vez al mes. Solo tenía que ayudarnos a salir del mal trago. Y lo haría, ¿verdad?, en cuanto se enterara de todo.

Lo cual significaba que debería decirle lo de la ELA, sin referencias veladas a mi estado. Lo cual significaba que debería conmover su corazoncito. Lo cual significaba que debería hablar con ella en presencia de Kenneth Fleming. ¿Dónde estarían, por cierto? Consulté mi reloj. Casi las doce y media.

Apoyé la cabeza sobre el brazo del sofá y contemplé el techo, cubierto de papel pintado William Morris, al igual que las paredes. El dibujo, como el del comedor, reproducía granadas, la fruta mágica. Come una semilla rojo rubí y… ¿qué? ¿Pide un deseo? ¿Tus sueños se convertirán en realidad? No me acordaba. No me habrían ido mal una o dos granadas.

Bien, pensé, el plan se ha ido a la mierda. Tendré que telefonear a Max para que venga a buscarme. Tendré que inventar una excusa para Chris. Tendré que desarrollar el Plan B. Tendré que…

El teléfono sonó y me despertó por completo de la modorra en que me había sumido. Estaba sobre la mesa de la ventana. Escuché los timbrazos y me pregunté si debería… Bueno, ¿por qué no? Igual podían ser Chris o Max, para averiguar cómo me iba en la guarida del león. Debería tranquilizarles. Una perfecta oportunidad para mentir. Alcancé mi andador, me puse en pie, esquivé el sofá grande y llegué al teléfono cuando completaba su duodécimo timbrazo. Lo descolgué.

– ¿Sí? _

Oí música de fondo, como desde una gran distancia: guitarra clásica, alguien que cantaba en español. Después, algo tintineó contra el teléfono. Oí un jadeo áspero.

– ¿Sí? -repetí.

– Puta -dijo una voz de mujer-. Puta repugnante. Ya tienes lo que querías. -Parecía medio borracha-. Pero aún no ha terminado. Aún… no… ha… terminado. ¿Lo comprendes? Eres una bruja asquerosa. ¿Quién te crees…?

– ¿Quién es?

Una carcajada. Una inhalación enérgica.

– Sabes muy bien quién soy. Espera y verás, abuelita. Atranca puertas y ventanas. Espera… y… verás.

La mujer cortó la comunicación. Colgué. Me froté la mano con la pernera de los tejanos y contemplé el teléfono. Debía de estar bebida. Debía de estar necesitada de un desahogo. Debía de estar… No lo sabía. Temblé y me pregunté por qué temblaba. No tenía nada de qué preocuparme. Al menos, eso pensaba yo.

De todos modos, tal vez debería telefonear a Max. Volver a la barcaza. Regresar en otro momento. Porque era evidente que mi madre y Kenneth no volverían en toda la noche, quizá en días. Ya volvería.

Pero ¿cuándo, cuándo? ¿Cuántas semanas quedaban antes de que la silla de ruedas fuera imprescindible y mi vida en la barcaza llegara a su fin? ¿Cuántas oportunidades más tendría antes de ese momento, cuando Chris paticipara en un asalto y pudiera afirmar otra vez que me había citado con mi madre a solas? Nada estaba saliendo como yo había planeado.

Me enloquecía pensar en volver a engañar a Chris de aquella manera.

Suspiré. Si el Plan A no funcionaba, habría que probar el Plan B. Vi el escritorio de mi madre cerca de la puerta que daba al comedor. En los cajones encontraría pluma y papel. Le escribiría una carta. No tendría el mismo poder de sorpresa, pero era inevitable.

Encontré lo que buscaba, me senté y empecé a escribir. Estaba cansada, mis dedos se negaban a colaborar. Después de cada párrafo, tenía que parar para descansar. Iba por la cuarta página cuando descansar mis dedos se convirtió en descansar mis ojos se convirtió en descansar mi cabeza sobre la superficie del escritorio. Cinco minutos, pensé. Dejadme cinco minutos, y luego continuaré.

El sueño me condujo al último piso de la casa, a mi antigua habitación. Llevaba mis mochilas, pero cuando las abrí para vaciarlas, no contenían ropa, sino los cuerpos de aquellos gatitos que habíamos rescatado del experimento con espinas dorsales. Pensaba que estaban muertos, pero no. Empezaron a arrastrarse sobre la colcha de la cama, con sus patitas traseras retorcidas e inútiles detrás de ellos. Intenté levantarlos. Sabía que debía ocultarlos antes de que mi madre llegara, pero cada vez que me apoderaba de un gatito, aparecía otro. Estaban debajo de las almohadas y en el suelo. Cuando abrí un cajón de la cómoda para ocultarlos, ya se habían multiplicado en su interior. Y luego, de esa forma grotesca que adoptan los sueños, apareció Richie Brewster. Estábamos en la habitación de mi madre. Estábamos en su cama. Richie tocaba el saxo con una serpiente sobre el hombro. Reptó sobre su pecho y se metió debajo de las sábanas. Richie sonrió, hizo un gesto con el saxo y dijo «Chupa, nena. Chupa, Liv», y comprendí qué quería, pero tenía miedo de la serpiente y miedo dé lo que pasaría si mi madre entraba y nos veía en su cama, pero de todos modos metí la cabeza debajo de las sábanas, hice lo que él deseaba, pero cuando dijo «Hummm hummm hummm» con un gruñido, levanté la cabeza y vi que era mi padre. Sonrió y abrió la boca para hablar. De ella surgió la serpiente. Pegué un bote y desperté.

Tenía la cara húmeda. Me había quedado con la boca abierta mientras dormía y había mojado la página en la que había estado escribiendo. Gracias a Dios que es posible despertarse de estos sueños, pensé. Gracias a Dios que los sueños no significan nada. Gracias a Dios…, y entonces lo oí.

No me había despertado espontáneamente. La causa era un ruido. Una puerta se estaba cerrando abajo, la puerta del jardín.

La llamada telefónica, pensé. No dije nada, mientras mi corazón se aceleraba. Sonaron pasos en la escalera. Oí que se abría la puerta al final del pasillo. Se cerró. Más pasos. Una pausa. Luego, se acercaron con rapidez.

La llamada telefónica, pensé. Oh Dios, oh Dios. Miré hacia el teléfono y deseé volar para cruzar la sala y teclear aquellos triples nueves, para llamar a gritos a la policía. Pero no podía moverme. Nunca había sido más consciente de lo que significaba el presente y lo que el futuro prometía.

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