OLIVIA

Siento el calor del sol sobre mis mejillas. Sonrío, me reclino y cierro los ojos. Cuento un minuto tal como me enseñaron: mil uno, mil dos, y así. Tendría que llegar a trescientos, pero por ahora mi límite está en sesenta. E incluso entonces, cuando llego a mil cuarenta, suelo acelerar hasta el final. Llamo al minuto «tomar un descanso», cosa que debo hacer varias veces al día. No sé por qué. Creo que «tomar un descanso» es lo que te dicen cuando no tienen nada más productivo que decir. Quieren que cierres los ojos y te duermas poco a poco. Me resisto a esa idea.

Es como pedir a alguien que se resigne a lo inevitable antes de que esté preparado, ¿no?

Solo que lo inevitable es algo negro, frío e infinito, mientras aquí en la barcaza, desde mi silla de lona, veo las franjas rojas de la luz del sol a través de mis párpados y noto el calor como dedos apretados contra mi cara. Mi jersey está empapado de sudor. Mis polainas lo distribuyen sobre mis espinillas. Y todo, sobre todo el mundo, parece tan terriblemente olv…


Lo siento. Me he dormido por completo. El problema es que lucho contra el sueño toda la noche, y a veces me pilla desprevenida de día. Es mejor así, en realidad, porque es algo apacible, como ser arrebatada de la orilla lentamente por la marea. Y los sueños que llegan con el sueño diurno y te roban la conciencia… son los más dulces.

Estaba con Chris en mi sueño. Sabía que era él por la firme seguridad de que no iba a abandonarme. Me aferré a su espalda y nos elevamos sobre un litoral rocoso verdinegro como los Acantilados de Moher, donde el océano despide espuma a trescientos metros de altura. Su pelo era largo por algún motivo, no como el de Chris, largo, negro como el azabache y tieso como el asta de una lanza. Me cubría mientras volábamos. Sentía sus hombros, la fuerza de sus piernas, el viento en mi cara. Cuando aterrizamos, fue en un lugar yermo como los Burren, y dijo, aquí es donde sucederá, Livie. ¿Qué?, dije, y él contestó, brotarán niños de las rocas. Y cuando sonrió, vi que se había transformado en mi padre.

Yo maté a mi padra Vivo con esa certeza, junto con todo lo demás. Chris me dice que no cargo con tanta responsabilidad por la muerte de papá como aparento querer cargar. Pero Chris no me conocía entonces. No me había sacado de la ciénaga, no me había desafiado, con su impecable sensatez, a actuar en consonancia con mis palabras, a hablar como él me creía capaz. Le he preguntado desde entonces por qué me tomó bajo su tutela. Se encoge de hombros y dice: «Instinto, Livie. Vi en tus ojos quién eras». «Es porque te recuerdo a ellos», digo. «¿Ellos? ¿Quiénes?», dice, pero sabe a quién me refiero, y los dos sabemos que es verdad. «La salvación es tu fuerte, ¿eh?», digo. «Necesitabas algo en qué creer, como todo el mundo», dice. La cuestión es que Chris siempre me ha considerado mejor de lo que soy. Piensa que tengo buen corazón. Yo creo que está ausente.

Como la última vez que me encontré cara a cara con mi padre.

Vi a mi madre y a papá un viernes por la noche, frente a la estación de Covent Garden. Habían ido a la ópera. Incluso en mi estado fui capaz de deducirlo, porque mi madre iba vestida de negro de pies a cabeza, con una ristra de perlas cuádruple. Era de esos collares ceñidos al cuello, de forma que lo hace más corto, y parecía Winston Churchill travestido. Papá vestía un esmoquin que olía a lavanda. Se había cortado el pelo hacía poco, más de la cuenta. Sus orejas parecían conchas pegadas a su cabeza. Le daban un aire de sorpresa e inocencia. Había desenterrado de algún sitio un par de zapatos de charol, que brillaban como un espejo.,

No había visto ni hablado a ninguno de los dos desde aquel día que hablé con papá por teléfono, cuando pedí ayuda. Habían pasado casi dos años. Había tenido seis empleos diferentes, cinco compañeros de piso y vivía como me daba la gana, sin dar explicaciones a nadie, a mi aire.

Estaba con dos tíos que había conocido en un pub de King Street llamado el Carnero o el Buey. Nos dirigíamos a una fiesta que, según se rumoreaba, iba a volar los tejados de Brixton. Al menos, yo me dirigía allí. Los tíos me seguían. Habíamos esnifado un poco de coca en el lavabo de caballeros, y después (cuando todo parecía más divertido de lo que era), nos habíamos reído a gusto con la idea de hacer un menage a trois, en el que me la meterían por ambos orificios a la vez. Estaban ansio- sos por hacerlo, juraban que me gustaría cantidad, porque eran guerreros, eran reyes, eran auténticos sementales. Me sobaban, pellizcaban y se la meneaban, y mientras yo me moría de ganas por la coca. Era un caso evidente de ver quién se iba a salir con la suya, y yo era lo bastante lista para saber que, en cuanto accediera a sus deseos, me quedaría con un palmo de narices.

Os estremecéis al leer esto, ¿eh? Dejáis estas páginas a un lado. Miráis por la ventana hasta que alguna belleza exterior os proporciona fuerzas para volver conmigo.

Porque vuestra vida no ha sido como la mía, ¿verdad? Imagino que nunca os habéis metido en drogas, y no sabéis en qué clase de basura humana os convertís cuando queréis colocaros. No os imagináis arrodillados sobre las losas rajadas de un lavabo de caballeros, mientras un tío que va de banquero en la City durante el día forcejea con la cremallera de sus pantalones de cuero y ríe mientras os agarra por la cabeza y dice, «Vamos, hazlo». No os lo podéis imaginar, ¿verdad? Ni siquiera imagináis considerar la idea, porque ignoráis cómo es después, cuando aquellos escasos minutos, complacientes pero algo desagradables, en el lavabo de caballeros, de rodillas y con la cabeza en la entrepierna de alguien, os proporcionan poder, sabiduría, energía, brillantez y la certeza de que eres el ser más superior que Dios puso en la Tierra jamás.

Porque así es cuando la nieve sube como un cohete por tu nariz y pega fuego a tus ojos. De todos modos, no necesitaba tanto la coca como para haber olvidado la forma de conseguirla. Así que me reí con ellos, arrodillada sobre aquellas losas, mientras el borde roto de una me perforaba los tejanos, y di a cada uno de aquellos tíos un buen anticipo del futuro placer que les aguardaba. Cuando se pusieron calientes, me apoyé sobre mis talones. Bostecé, con los párpados caídos.

– Necesito otro chute -dije, porque ya había decidido que ninguno de los dos iba a obtener algo más de mí hasta que me viera recompensada con una parte justa de su droga.

Eran unos tíos bastante cortos, pese a su pronunciación de escuela pública y sus elegantes trabajos en la City. Pensaban que ya me tenían donde querían, y que había llegado el momento de mostrarse avaros con la droga. Debían pensar que un poquito de mezquindad atizaría mi interés.

Se equivocaban.

– Abrios, mamones -dije, y fue suficiente para darles a entender que era necesaria una demostración de buena voluntad si querían que sus sucios sueños se convirtieran en realidad. Nos tomamos un respiro para esnifar un par de líneas sobre el maletero de un coche, y luego nos encaminamos cogiditos del brazo hacia la estación. No sé ellos, pero yo me sentía a veinte metros de altura.

Clark cantaba «Satisfaction» con una nueva letra, destinada a glosar sus futuras circunstancias sexuales, Barry alternaba entre meterme el dedo medio en la boca y sobarse para no perder la forma, en vistas a la diversión. Atravesamos la horda de peatones que siempre pupula alrededor de Covent Garden como un cuchillo al rojo vivo se abre paso entre la crema batida. Una mirada en nuestra dirección, y la gente bajaba de la acera, así de sencillo. Hasta que nos topamos con mis padres.

Aún no entiendo qué estaban haciendo en la estación aquella noche. Cuando no conduce su coche, mi madre siempre ha sido una persona de taxi, una de esas mujeres que se dejarían arrancar las uñas de los pies una a una antes que vagar por las entrañas del transporte londinense. Papá no le hacía ascos al metro. Para él, un viaje en metro era un viaje en metro, eficiente, barato y relativamente seguro. Iba de casa al trabajo y viceversa por la línea del Distrito de lunes a sábado, y dudo que jamás se haya parado a pensar en quién se sentaba a su lado, o en las implicaciones de llegar a la imprenta en algo inferior a un Ferrari.

Tal vez aquella noche la había convencido de que probara su medio de transporte. Tal vez no había taxis libres cuando salieron de la ópera. O tal vez papá había sugerido que ahorraran algunas libras, en vistas a las vacaciones de verano en Jersey, y cogieran la línea de Piccadilly. En cualquier caso, allí estaban, donde menos me esperaba.

Mi madre no habló. Papá no me reconoció al principio, lo cual es comprensible. Llevaba el pelo corto, teñido de rojo cereza y con un toque púrpura en las puntas. No vestía igual que antes, aparte de los tejanos, y mis pendientes eran diferentes. Había más de un par, para colmo.

Estaba lo bastante tensa como para montar una escena. Extendí los brazos como una cantante a punto de emitir un do mayor.

– Jesús bendito -exclamé-. Chicos, aquí están las entrepiernas de las que soy fruto.

– ¿Qué entrepiernas? -preguntó Barry. Apoyó la barbilla sobre mi hombro y me metió mano entre las piernas-. ¿Tiene ingles un pájaro? ¿Tú lo sabes, Clark?

Clark no sabía gran cosa en aquel punto. Se tambaleaba a mi izquierda. Empecé a reír y mover las caderas contra la mano que me sujetaba. Me apoyé en Barry.

– Basta, Barry. Vas a dar celos a mamá.

– ¿Por qué? ¿Ella también quiere? -Me apartó a un lado y se tambaleó hacia ella-. ¿No te obsequia a menudo? -preguntó, y apoyó una mano sobre el hombro de mi madre-. ¿No se porta este como un buen chico?

– Es un buen chico -dije-. Sabe de qué va el rollo.

Palmeé a papá en la solapa. Se encogió.

Mi madre desenganchó la mano de Barry de su hombro. Me miró.

– ¡Hasta qué extremos has llegado!

Y fue entonces cuando papá comprendió por fin que no se estaba enfrentando a tres gamberros que pretendían chulearle y humillar a su mujer. Estaba cara a cara con su hija.

– Santo Dios -dijo-. ¿Eres Livie?

Mamá le cogió del brazo.

– Gordon -dijo.

– No -contestó él-. Ya es suficiente. Ven a casa, Livie.

Le guiñé un ojo.

– No puedo -dije-. He de chupar pollas esta noche. -Clark se puso detrás de mí y me dio un buen meneo-. Ohhh. Chico malo, pero nada comparable a lo otro. ¿Te gusta follar, papá?

La boca de mi madre apenas se movió cuando dijo:

– Vamonos, Gordon.

Aparté la mano de Clark. Me acerqué a mi padre. Palmeé su pecho y apoyé mi frente sobre él. Parecía de madera. Volví la cabeza y miré a mi madre.

– Bien, ¿le gusta? -pregunté.

– Gordon -repitió ella.

– No ha contestado. ¿Por qué no ha contestado? -Rodeé su cintura con mis brazos y eché la cabeza hacia atrás para mirarle-. ¿Te gusta follar, papá?

– Gordon, cuando está en este estado, no se puede razonar con ella.

– ¿Yo? -pregunté-. ¿Estado? -Me acerqué más y moví las caderas contra mi padre-. Muy bien. Cambiemos la pregunta. ¿Quieres follarme? Barry y Clark sí quieren. Lo harían aquí mismo, en la calle, si pudieran. ¿Y tú? ¿Y si yo dijera que sí? Porque podría ser, ¿sabes?

– Vale.

Clark se puso detrás de mí otra vez, y los tres formamos una especie de emparedado sexual ondulante sobre la acera.

Barry se puso a reír.

– Hazlo -dijo, y canturreó-: Papá quiere hacerlo, hacerlo, hacerlo.

Los transeúntes se mantenían bien alejados de nosotros.

Me sentía como uno de esos fragmentos de colores que se ven al extremo de un caleidoscopio. Estaba integrada en una masa remolineante que oscilaba cuando movía la cabeza. Estaba sola. Después, estaba en el centro de la acción. Era la dominatriz. Después, la esclava.

– Gordon, por el amor de Dios… -dijo la voz de mi madre, como procedente de otro planeta.

– Hazlo -dijo alguien.

– Guauuuuuu -gritó alguien.

– Cabálgala -aulló alguien.

Y entonces, hierros al rojo vivo rodearon mis muñecas.

No sabía que papá fuera tan fuerte. Cuando cogió mis brazos, deshizo el cerco que ceñía su cintura y me apartó, sentí dolor hasta en los hombros.

– ¡Eh! -dije.

Retrocedió. Sacó un pañuelo y lo apretó contra su boca.

– ¿Necesita ayuda, señor? -preguntó alguien, y vi un destello plateado por el rabillo del ojo. Un casco de policía.

Lancé una risita.

– Salvado por el policía del barrio. Qué suerte tienes, papá.

– Gracias -dijo mi madre-. Esos tres…

– No ha sido nada -dijo mi padre.

– Gordon.

La voz de mi madre era puro reproche. Era su oportunidad de enseñar a su engendro diabólico una buena lección.

– Un malentendido -dijo papá-. Gracias, agente. Nos vamos. -Cogió a mi madre por el codo-. Miriam -dijo, y su tono no dio lugar a dudas.

Mi madre estaba temblando. Lo vi por la forma en que sus perlas oscilaban a la luz.

– Eres un monstruo -me dijo.

– ¿Y él? -pregunté-. Porque las dos conocemos a papá, ¿no es cierto? -grité mientras se alejaban-. Pero no te preocupes. Es nuestro secreto. No se lo diré a nadie.

Le había puesto caliente, ¿sabéis? Se le había puesto tiesa como una barra de hierro. Y me encantó la ironía del asunto, el hermoso poder que implicaba. Me lo imaginé andando bajo las luces de la estación, y todo el mundo veía el bulto en sus pantalones, Miriam veía el bulto en sus pantalones, y me sentí débil de regocijo. Haber provocado una reacción al taciturno y desapasionado Gordon Whitelaw. Si yo podía hacer eso, en público, delante de solo Dios sabía cuántos testigos, podía hacer cualquier cosa. Era la omnipotencia personificada.

– Largaos -nos dijo el poli-. Se acabó el espectáculo -advirtió a los espectadores rezagados.

Barry, Clark y yo nunca llegamos a la fiesta de Brixton. De hecho, ni lo intentamos. Montamos, nuestra propia fiesta en el piso de Shepherd's Bush. Hicimos dos de tres, una de dos, y terminamos con tres solitarios, en el que cada uno animaba a los otros dos. Teníamos suficiente droga para toda la noche, y cuando terminó, Clark y Barry decidieron que les gustaba lo bastante la acción para mudarse a mi piso, lo cual me pareció bien. Yo compartía su droga. Ellos me compartían. Era un pacto que prometía beneficios para todos.

Al finalizar nuestra primera semana juntos, nos preparamos para celebrar nuestro aniversario de siete días. Estábamos tirados alegremente por el suelo, con tres gramos de coca y medio litro de aceite corporal de eucalipto, cuando llegó el telegrama. En lugar de telefonear, se las había arreglado para que me lo entregaran. Sin duda, deseaba que el efecto fuera inolvidable.

Al principio, no lo leí. Estaba mirando a Barry mientras cortaba la coca con una hoja de afeitar, y toda mi atención estaba concentrada en una sola palabra: «enseguida».

Clark abrió la puerta. Entró el telegrama en la sala de estar.

– Para ti, Liv -dijo, y lo dejó caer en mi regazo. Puso música y destapó la botella de aceite. Me quité el jersey, y después los tejanos-. ¿No vas a leerlo? -preguntó.

– Más tarde -contesté.

Vertió el aceite y empezó. Cerré los ojos y sentí las oleadas de placer que recorrían primero mis hombros y brazos, después mis pechos y muslos. Sonreí y escuché el «chic chic chic» de la hoja de afeitar de Barry, mientras cortaba los polvos mágicos. Cuando estuvieron preparados, rió y dijo:

– Que empiece la fiesta.

Me olvidé del telegrama hasta la mañana siguiente, cuando desperté en mitad de la niebla, con un sabor a aspirina disuelta en mi garganta. Clark, que siempre era el más rápido en recuperarse, se estaba afeitando, preparado para dirigirse a la City y enfrentarse a otro día de brujería financiera. Barry seguía cocido donde le habíamos dejado, tirado sobre el sofá, con la mitad del cuerpo fuera. Estaba tendido sobre el estómago, y sus pequeñas nalgas parecían dos panecillos sonrosados. Sus dedos se agitaban espasmódicamente, como si intentara agarrar algo en su sueño.

Entré en la sala de estar y le sacudí repetidamente en el culo. No se despertó.

– Hoy no lo va a conseguir-dijo Clark-¿Podrás despertarle lo suficiente para que telefonee?

Le moví con el pie. Gruñó. Volví a moverle. Hundió la cabeza en el sofá.

– No -dije a Clark.

– ¿Puedes hacerte pasar por su hermana? Por teléfono, quiero decir.

– ¿Por qué? ¿Dice que vive con su hermana?

– Hasta ahora lo ha hecho. Sería más fácil que tú…

– Mierda. De acuerdo.

Hice la llamada. Gripe, dije. Barry había pasado la noche con la cabeza dentro del retrete. Acababa de acostarse.

– Hecho -anuncié después de colgar.

Clark asintió. Ajustó su corbata. Pareció vacilar y me miró con excesiva cautela.

– Liv -dijo -, lo de anoche. -Se había peinado el pelo hacia atrás de una forma que no me gustaba. Extendí la mano para removerlo. Alejó la cabeza-. Lo de anoche -repitió.

– ¿Qué pasa? ¿No tuviste suficiente? ¿Quieres más? ¿Ahora?

– Preferiría que no se lo dijeras a Barry, ¿vale?

– ¿Qué? -pregunté frunciendo el entrecejo.

– No le digas nada. Ya hablaremos después. -Consultó su reloj. Era un Rolex, obsequio de su orgullosa mamá cuando salió de la Facultad de Económicas de Londres-. Debo irme. Tengo una reunión a las nueve y media.

Le cerré el paso. No me gustaba la personalidad que adoptaba Clark cuando se hacía el fino (todo aquel lenguaje remilgado, con la cuidadosa pronunciación), y aún me gustaba menos aquella mañana.

– Hasta que te expliques, no saldrás. ¿Qué es lo que no debo decir a Barry, y por qué?

Suspiró.

– Que solo lo hicimos los dos. Anoche, Liv, ya sabes a qué me refiero.

– ¿Qué más da? Estaba ido. No habría podido hacerlo aunque hubiera querido.

– Ya lo sé, pero esa no es la cuestión. -Desplazó su peso de un pie al otro-. No le digas nada. Hicimos un trato, él y yo. No quiero líos.

– ¿Qué clase de trato?

– No es importante. Ahora no te lo puedo explicar, de todos modos.

No me aparté.

– Será mejor que te expliques. Si quieres llegar a tiempo a tu reunión.

Suspiró y masculló «coño».

– ¿Qué trato, Clark?

– Muy bien. Antes de venir a vivir contigo, acordamos que nunca… -carraspeó -, acordamos que sin el otro, nunca… -Se pasó la mano por el pelo y lo despeinó-. Que siempre lo haríamos juntos, ¿vale? Contigo. Ese fue el trato.

– Entiendo. Que me follaríais juntos, vamos. El terceto solo haría un dúo si el solitario miraba.

– Si quieres decirlo así…

– ¿Hay otra forma de describirlo?

– Supongo que no.

– Estupendo. Siempre que sepamos de qué estamos hablando.

Se humedeció los labios.

– Bien -dijo-. Hasta la noche.

– De acuerdo. -Me aparté y le vi andar hacia la puerta-. Ah, Clark. -Se volvió-. Por si no te has dado cuenta, se te caen los mocos. Lamentaría mucho que no estuvieras presentable en la reunión.

Agité los dedos a modo de despedida y, cuando la puerta se cerró, me acerqué a Barry. Ya veríamos quién iba a tener a Liv y cuándo.

Le palmeé el culo. Gruñó. Le pellizqué las nalgas. Sonrió.

– Vamos, cacho carne -dije-. Hay que hacer cosas.

Me agaché para darle la vuelta. Fue entonces cuando vi otra vez el telegrama, tirado en el suelo, tapado por los dedos dormidos de Barry.

Lo aparté a un lado de una patada y me acomodé en el suelo para trabajar a Barry, pero cuando vi que nada le iba a arrancar de su letargo, ni mucho menos a ponerle en forma, dije cono y cogí el telegrama.

Estaba un poco torpe, así que rasgué el telegrama cuando abrí el sobre. Leí «crematorio» y «jueves», y al principio pensé que se trataba de alguna tétrica advertencia sobre cómo prepararse para la otra vida, pero después vi «padre» en la parte de arriba, y cerca la palabra «metro». Junté las dos partes y leí el mensaje.

Me contaba lo menos posible. Mi padre había muerto entre las estaciones de Knightsbridge y South Kensington, la noche en que volvía a casa después de nuestro encuentro. Le habían incinerado tres días después. Al cuarto se había celebrado el funeral.

Más tarde (mucho más tarde, cuando las cosas fueron diferentes entre nosotras), me contó el resto. Que iba de pie en aquel espantoso espacio cuadrado frente a las puertas, donde se hacina todo el mundo, que al principio no había caído, sino que se había apoyado con un tremendo suspiro en una joven, quien le apartó de un empujón al sospechar otra cosa, que había caído de rodillas y resbalado a un lado cuando las puertas del vagón se abrieron y la gente salió en South Kensington.

En honor a la verdad, los pasajeros ayudaron a mi madre a sacarle al andén, y alguien corrió en busca de ayuda, pero pasaron más de veinte minutos antes de que llegara al hospital más cercano, y si algo habría podido salvarle, el momento ya había pasado.

Los médicos dijeron que su muerte había sido rápida. Un fallo cardíaco, dijeron. Tal vez murió antes de tocar el suelo.

Pero como ya he dicho, de todo esto me enteré después. En aquel momento, solo contaba con la escasa pero explícita información del telegrama, y la abundante pero implícita información contenida entre las líneas del telegrama.

Recuerdo que pensé, ¡zorra repugnante!, ¡vaca miserable! Estaba a punto de estallar. Sentí que una franja de fuego se hundía en mi cabeza. Tenía que actuar. Tenía que actuar ya. Convertí el telegrama en una bola y lo encajé entre las mejillas de Barry. Le agarré por el pelo y tiré con fuerza de su cabeza.

– Despierta, imbécil -grité-. Despierta. Despierta. Maldito seas. Despierta.

Gimió. Hundí su cabeza en el sofá. Corrí a la cocina. Llené un pote con agua. Cayó sobre mis pies mientras lo llevaba hacia el sofá, sin dejar de gritar «¡Arriba, arriba, arriba!». Tiré del brazo de Barry y su cuerpo le siguió, hasta quedar donde yo quería, sobre el suelo. Le abofeteé y mojé con el agua. Sus ojos se abrieron.

– Eh. ¿Qué…?

Y eso fue suficiente.

Reí, y después chillé:

– ¡Malditos bastardos!

– ¡Eh, Liv! -dijo, y rodó sobre su estómago.

Le perseguí. Me puse sobre él, le abofeteé, le mordí el hombro, sin dejar de gritar.

– ¡Los dos! ¡Bastardos! ¡Tú lo quieres! ¿Lo quieres?

– ¿Qué pasa? ¿De qué co…?

Cogí la botella con los restos del aceite de eucalipto, que estaba tirada entre los platos de la cena, y le golpeé en la cabeza con ella. No se rompió. Le golpeé en el cuello, y después en los hombros, sin dejar de gritar y reír. Consiguió ponerse de rodillas. Le aticé un buen mamporro antes de que se tirara hacia atrás. Caí cerca de la chimenea. Agarré el atizador. Le di vueltas sobre mi cabeza.

– ¡Te odio! ¡No! ¡Os odio a los dos! ¡Escoria! ¡Gusanos!

Y a cada palabra, agitaba de nuevo el atizador.

– ¡Santa mierda! -gritó Barry, y corrió al dormitorio. Cerró la puerta de golpe. La machaqué con el atizador. Noté que saltaban astillas de la madera. Cuando los hombros me dolieron y los brazos se negaron a levantar el atizador de nuevo, lo tiré al otro lado del pasillo. Chocó contra la pared y cayó al suelo.

Y por fin empecé á llorar.

– Me lo vas a hacer, Barry -dije-. Ahora. Ya.

La puerta se abrió unos centímetros al cabo de uno o dos minutos. Tenía la cabeza apoyada en las rodillas y no levanté la vista. Oí que Barry murmuraba «Puta estúpida» cuando pasó a mi lado. Después, habló a las voces airadas que sonaban ante la puerta del piso. Oí «desacuerdo» y «temperamento» y «cosas de mujeres» y «malentendido» con su voz de la BBC. Golpeé mi cabeza repetidas veces contra la pared.

– Lo harás -sollozé-. Ahora. Ya.

Me arrastré de rodillas. Concentré mi mente en los dos, Barry y Clark, y recorrí el piso como una furia vengadora. Rompí lo que era rompible. Destrocé platos contra las encimeras, vasos contra las paredes y lámparas contra el suelo. Desgarré con un cuchillo lo que estaba hecho o cubierto de tela. Tiré y pateé nuestros escasos muebles. Al final, me derrumbé sobre el colchón deshilachado y manchado de nuestra cama y adopté la posición fetal.

Pero hacer eso me obligó a pensar en él. Y en la estación de Covent Garden… No podía permitirlo. Tenía que escapar. Tenía que superarlo. Tenía que volar. Necesitaba poder. Necesitaba algo, alguien, no importaba qué o quién mientras el resultado fuera sacarme de allí, lejos de aquellas paredes que avanzaban hacia mí, del destrozo, del dolor de pensar que Shepherd's Bush tenía algo que ofrecer cuando fuera me esperaba un mundo que conquistar y quién necesitaba esta mierda quién la quería quién pedía que fuera parte de su vida.

Dejé el piso y no volví nunca más. El piso significaba pensar en Clark y Barry. Clark y Barry significaban pensar en papá. Mejor zambullirse en las drogas. Mejor atizarse pildoras. Mejor encontrar algún tío de pelo grasiento que pagara la ginebra con la esperanza de echarme un polvo en el asiento trasero de su coche. Mejor que nada. Mejor ponerse a salvo.

Salí de Shepherd's Bush. Llegué a Notting Hill, y merodeé un rato por Landbroke Road. Sólo llevaba encima veinte libras (poco dinero para mis propósitos), de modo que no estaba tan borracha como me habría gustado cuando llegué por fin a Kensington. Pero sí lo bastante.

Avancé tambaleante por aquella calle de pulcras casas blancas, con sus columnas dóricas y ventanas saledizas adornadas. Me abrí paso entre los coches aparcados. Murmuré: «Te veo, Vacamiriam, tu cara gorda y fea». Me detuve al otro lado de la calle, frente a aquella puerta negra y lustrosa. Me apoyé contra un dos caballos antiguo y eché un vistazo a los peldaños. Los conté. Siete. Tuve la impresión de que se movían. O tal vez era yo. Solo que toda la calle parecía ladearse de una forma muy rara. Una neblina cayó entre mi destino y yo, luego se despejó, volvió a caer. Empecé a sudar y temblar al mismo tiempo. Mi estómago emitió un solo aviso.

Vomité sobre el capó del dos caballos. Luego, sobre la acera y la zanja.

– Eres tú -dije a la mujer que estaba dentro de la casa de enfrente-. Esto eres tú.

No «por ti». No «por tu culpa». Sino «tú». ¿En qué estaba pensando? Incluso ahora me lo pregunto. Quizá pensaba que se podía deducir una relación indisoluble mediante un método tan sencillo como vomitar en la calle.

Ahora, sé que no es el caso. Existen maneras más profundas y duraderas de romper el vínculo entre madre e hija.

Cuando pude incorporarme, volví sobre mis pasos poco a poco. Me sequé la boca con el jersey. Pensé, puta, bruja, arpía. Me culpaba de su muerte y yo lo sabía. Me había castigado con el mejor método que pudo encontrar. Bien, yo también podía culpar y castigar. Ya veríamos quién era la experta, pensé.

Puse en marcha el proyecto y trabajé como una maestra en culpa y castigo durante los siguientes cinco años.

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