Capítulo 7

Miriam Whitelaw no habló hasta que cruzaron el río y se internaron en New Kent Road.

– Nunca ha existido una forma cómoda de llegar a Kent desde Kensington, ¿verdad? -dijo, como si se disculpara por las molestias que les estaba causando.

Lynley la miró por el retrovisor, pero no contestó. La sargento Havers estaba encorvada a su lado y murmuraba en el teléfono del coche, mientras comunicaba al agente detective Winston Nkata, de New Scotland Yard, la matrícula y la descripción del Lotus-7 de Kenneth Fleming.

– Hazlo circular -dijo-, y envíalo por fax a las comisarías del distrito… ¿Qué? Lo preguntaré. -Levantó la cabeza y habló a Lynley-. ¿Se lo damos también a la prensa? -Lynley asintió-. Adelante -dijo a Nkata-, pero nada más de momento, ¿entendido? Estupendo -Dejó el teléfono en su sitio y se reclinó en el asiento. Inspeccionó la calle congestionada y suspiró-. ¿Dónde demonios va todo el mundo?

– Fin de semana -contestó Lynley-. Buen tiempo.

Estaban atrapados en un éxodo masivo de la ciudad al campo. En algunos tramos se circulaba con normalidad, y en otros se producían retenciones. Llevaban unos cuarenta minutos de viaje. Primero, habían avanzado a paso de tortuga hasta el Embank-ment, después hasta el puente de Westminster, y de allí hacia la masa urbana continua que comprende el sur de Londres. Todo prometía que tardarían bastante más de otros cuarenta minutos en llegar a los Springburns.

Habían dedicado la primera hora de su jornada a examinar los papeles de Kenneth Fleming. Algunos estaban mezclados con otros pertenecientes a la señora Whitelaw, apretujados en los cajones de un escritorio del saloncito, situado en la planta baja de la casa. Algunos más estaban en un archivador de cartas, sobre la encimera de la cocina. Entre ellos, encontraron su contrato actual con el equipo del condado de Middlesex, contratos anteriores que documentaban su carrera como jugador de criquet en Kent, media docena de solicitudes de trabajo en la Artes Gráficas Whitelaw, un folleto sobre cruceros a Grecia, una carta de tres semanas antes que verificaba una cita con un abogado de Maida Vale, y que Havers guardó en el bolsillo, y la información que buscaban sobre el coche.

La señora Whitelaw intentó ayudarles en el registro, pero estaba claro que sus procesos mentales eran confusos, a lo sumo. Llevaba el mismo vestido, chaqueta y joyas que la noche anterior. Sus mejillas y labios carecían de color. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos, y el cabello revuelto. Si se había acostado en las doce horas anteriores, no parecía haber obtenido un gran beneficio de la experiencia.

Lynley le dedicó una segunda mirada por el retrovisor. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría sin la intervención de un médico. Apretaba un pañuelo contra la boca (como su ropa, también parecía el de anoche), con el codo caído sobre el apoyabrazos, y mantenía los ojos cerrados durante largos períodos. Cuando Lynley se lo había pedido, había accedido a viajar a Kent de inmediato, pero al verla ahora, empezó a pensar que era una de sus menos inspiradas ideas.

Pero era preciso. Necesitaban examinar su casa. Les podría decir si algo faltaba, como mínimo, y si observaba algo inusual. No obstante, toda esa información dependía de sus poderes de observación, y la agudeza visual dependía de una mente que estuviera lúcida.

– No sé cómo saldrá esto, inspector-, había murmurado la sargento Havers ante el Bentley aparcado en. Staffordshire Terrace, cuando la señora Whitelaw ya había ocupado el asiento posterior.

Ni él tampoco. Y menos ahora, cuando veía por el retrovisor la tensión de su cuello y el brillo de las lágrimas que resbalaban como sueños fundidos bajo sus ojos.

Deseaba decir algo que confortara a la anciana, pero no encontraba palabras ni sabía cómo empezar, porque aún no comprendía del todo la naturaleza de su dolor. Su verdadera relación con Fleming era el gran desconocido que aún debían analizar, aunque fuera con delicadeza.

La mujer abrió los ojos. Le sorprendió mirándola, volvió la cabeza hacia la ventanilla y fingió interesarse en el paisaje.

Cuando dejaron atrás Lewisham y el tráfico disminuyó, Lynley interrumpió por fin sus pensamientos.

– ¿Se encuentra bien, señora Whitelaw? -preguntó-. ¿Quiere que paremos a tomar un café?

La mujer negó con la cabeza sin volverse. Lynley pasó al carril derecho y adelantó a un Morris antiguo, con un hippy envejecido al volante.

El viaje continuó en silencio. El teléfono del coche sonó una vez. Havers contestó. Mantuvo una breve conversación con alguien.

– ¿Sí? ¿Qué? ¿Quién cono lo quiere saber? Tendrá que buscar una fuente fiable en otra parte. -Colgó y explicó-: Los periódicos. Están atando cabos.

– ¿Qué periódico? -preguntó Lynley.

– De momento, el Daily Mirror.

– Joder. -Cabeceó en dirección al teléfono-. ¿Quién era?

– Dee Harriman.

Uña bendición, pensó Lynley. Nadie sabía mejor quitarse de encima a los periodistas que la secretaria del superintendente jefe, que siempre les distraía con preguntas arrebatadas sobre el estado de un matrimonio o divorcio de la Casa Real.

– ¿Qué andan preguntando?

– Si la policía quiere confirmar el hecho de que Kenneth Fleming, que murió como consecuencia de un cigarrillo encendido, no era fumador. Y si no era fumador, ¿estamos insinuando que el cigarrillo fue dejado en la butaca por otra persona? Y si es así, ¿por quién?, etc., etc. Ya sabe cómo son esas cosas.

Adelantaron a un camión, de mudanzas, un coche fúnebre y un camión del ejército, con soldados en la parte posterior sentados en unos bancos. Adelantaron a un remolque para caballos y a tres caravanas que iban juntas, a paso de tortuga y en forma de tortuga. Cuando Lynley frenó en un semáforo, la señora Whitelaw habló.

– También me han telefoneado a mí.

– ¿Los periódicos? -Lynley la miró por el retrovisor. La mujer apartó la vista de la ventanilla. Sustituyó las gafas por otras de sol-. ¿Cuándo?

– Esta mañana. Recibí dos llamadas antes que la suya, y tres después.

– ¿Sobre si fumaba o no?

– Sobre cualquier cosa que quisiera decirles. Cierto o no. Creo que les da igual, mientras se refiera a Ken.

– No ha de hablar con ellos.

– No he hablado con nadie-. Volvió a mirar por la ventanilla-. ¿Para qué? -preguntó, más para sí que para sus acompañantes-. ¿Quién lo iba a comprender?

– ¿ Comprender?

Lynley formuló la pregunta con indiferencia, como si toda su atención estuviera concentrada en la carretera.

La señora Whitelaw no contestó de inmediato. Cuando habló, lo hizo con voz queda.

– Quién lo habría pensado -dijo-. Un hombre joven de treinta y dos años, vital, viril, atlético, enérgico, escoge vivir no con una joven de carnes firmes y piel suave, sino con una vieja marchita. Una mujer treinta y cuatro años mayor que él. Lo bastante mayor para ser su madre. Diez años mayor, de hecho, que su madre auténtica. Es una obscenidad, ¿no?

– Más bien una curiosidad, diría yo. La situación no es tan infrecuente. Supongo que ya lo sabe.

– He oído los susurros y las risitas disimuladas. He leído las habladurías. Relación edípica. Imposibilidad de romper cualquier vínculo primario, como demuestran su forma de vivir y su resistencia a terminar su matrimonio. Fracaso en solucionar problemas infantiles con su madre y, en consecuencia, búsqueda de otra. O por mi parte: resistencia a aceptar las realidades de la vejez. Buscar la fama que me fue negada en mi juventud. Anhelo de demostrar mi valía mediante la conquista de un hombre más joven. Todo el mundo opina. Nadie acepta la verdad.

La sargento se volvió para poder ver a la señora Whitelaw.

– Nos interesaría saber la verdad -dijo-. Necesitamos saberla, de hecho.

– ¿La clase de relación que sostenía con Ken tiene que ver con su muerte?

– El tipo de relación que sostenía Fleming con cada mujer puede que tenga mucho que ver con su muerte -contestó Lynley.

La mujer cogió el pañuelo y contempló sus manos mientras lo doblaba una y otra vez, hasta convertirlo en una cinta delgada y larga.

– Le conozco desde que tenía quince años. Era alumno mío.

– ¿Es usted maestra?

– Ya no. Entonces sí. En la Isla de los Perros. Era alumno de una de misclases de inglés. Llegué a conocerle porque… -Carraspeó-. Era increíblemente inteligente. Una lumbrera, le llamaban los demás niños, y les caía bien porque era agradable con todo el mundo. Desde el primer momento fue la clase de chico que sabía quién era y no sentía la necesidad de fingir que era otra cosa. Tampoco sentía la necesidad de jactarse delante de los demás niños de que tenía más talento que ellos. Me gustaba muchísimo por eso. Y también por otras cosas. Tenía sueños. Yo admiraba ese aspecto. Era una virtud poco frecuente en un adolescente del East End, en aquel tiempo. Yo le alenté, intenté encaminarle en la dirección correcta.

– ¿Cuál era?

– Sexto en un colegio. Después, la universidad.

– ¿Lo hizo?

– Sólo hizo un sexto de grado inferior en Sussex, gracias a una beca. Después, volvió a casa y pasó a trabajar para mi marido en la imprenta. Poco después, se casó.

– Joven.

– Sí. -Desdobló el pañuelo, lo extendió sobre su regazo y alisó-. Sí. Ken era joven.

– ¿Usted conocía a la chica con quien se casó?

– No me sorprendí cuando tomó por fin la decisión de separarse. Jean es una chica de buen corazón, pero no es lo que Ken habría debido encontrar.

– ¿Y Gabriella Patten?

– El tiempo lo habría dicho.

Lynley la miró por el retrovisor.

– Pero usted la conoce, ¿no? Le conocía a él. ¿Qué opina?

– Creo que Gabriella es como Jean, con mucho más dinero y un ropero de Knightsbridge. No es…, no estaba a la altura de Ken, pero eso no es de extrañar, ¿verdad? ¿No cree que la mayoría de los hombres, en el fondo, no desean casarse con alguien que esté a su altura? Provoca tensiones en su ego.

– No ha descrito a un hombre que aparentaba estar en lucha con un ego débil.

– Y no lo estaba. Luchaba contra la propensión del hombre a reconocer lo familiar y repetir el pasado.

– ¿Y cuál era el pasado?

– Casarse con una mujer impulsado por la pasión física. Creer sincera e ingenuamente que la pasión física y el arrebato sentimental engendrado por la pasión física son estados duraderos.

– ¿Le comentó sus reservas?

– Lo hablábamos todo, inspector. Pese a lo que la prensa amarilla ha insinuado a veces sobre nosotros, Ken era como un hijo para mí. Era un hijo, de hecho, en todos los aspectos, salvo en las formalidades de nacimiento o adopción.

– ¿No tiene hijos?

La mujer miró al Porsche que pasaba, seguido por un motorista de largo pelo rojizo que surgía como un estandarte por debajo de un casco de las SS.

– Tengo una hija.

– ¿Vive en Londres?

De nuevo, una larga pausa antes de contestar, como si el tráfico que pasaba le sugiriera las palabras que debía elegir y cuántas.

– Eso creo. Hace años que no nos vemos.

– Por eso Fleming debía ser doblemente importante para usted -apuntó la sargento Havers.

– ¿Porque ocupó el lugar de Olivia? Ojalá fuera tan fácil, sargento. No se sustituye a un hijo por otro. No es como tener un perro.

– Pero una relación sí puede sustituirse.

– Puede desarrollarse una nueva relación, pero la cicatriz de la anterior permanece. Y no crece nada en una cicatriz. Nada.

– Pero puede llegar a ser tan importante como la relación anterior -señaló Lynley-. ¿No le parece?

– Puede llegar a ser más importante, en efecto -contestó la señora Whitelaw.

Se desviaron por la M 20 y pusieron rumbo al sudeste. Lynley no hizo ningún comentario más hasta que se situó en el carril derecho.

– Tiene usted muchas propiedades -dijo-. La imprenta de Stepney, la casa de Kensington, la casa de campo de Kent. Yo diría que debe tener otras inversiones, sobre todo si la imprenta es un buen negocio.

– No soy una mujer rica.

– Yo diría que tampoco pasa estrecheces.

– Lo que la empresa produce se reinvierte en la empresa, inspector.

– Lo cual la convierte en una propiedad valiosa. ¿Es un negocio familiar?

– Mi suegro empezó. Mi marido la heredó. Cuando Gordon murió, yo le sustituí.

– ¿Ha previsto ya su futuro, una vez haya fallecido?

La sargento Havers, al adivinar la intención de Lynley, se removió en su asiento para concentrarse en la señora Whitelaw.

– ¿Qué dice su testamento sobre su fortuna, señora Whitelaw? ¿Quién se lleva qué?

La mujer se quitó las gafas de sol y las guardó en un estuche de piel que había sacado del bolso. Se caló las gafas normales.

– Mi herencia es para Ken.

– Entiendo -dijo Lynley con aire pensativo. Vio que la sargento Havers introducía la mano en el bolso y sacaba su libreta-. ¿Lo sabía Fleming?

– Temo que no entiendo el motivo de su pregunta.

– ¿Se lo pudo contar a alguien? ¿Se lo ha dicho usted a alguien?

– Poco importa, ahora que ha muerto.

– Importa muchísimo, si fue la causa de su muerte.

La mujer se llevó la mano al pesado collar, igual que lo había buscado la noche anterior.

– ¿Está insinuando…?

– Que tal vez a alguien no le hizo gracia que Fleming fuera el beneficiario. Que tal vez alguien pensó que él había utilizado… -Lynley buscó un eufemismo-, medios extraordinarios para ganarse su afecto y confianza.

– Suele pasar -añadió Havers.

– Les aseguro que, en este caso, no ocurrió. -Las palabras de la señora Whitelaw oscilaban entre la calma educada y la ira fría-. Como ya he dicho, conoz…, conocía a Kenneth Fleming desde que tenía quince años. Primero fue alumno mío. Con el tiempo se convirtió en mi hijo y mi amigo, pero no era…, pero no era… -Su voz tembló, y calló hasta que pudo controlarla-. No era mi amante. Pese a que, inspector, todavía soy lo bastante mujer para haber deseado más de una vez ser una chica de veinticinco años con toda la vida por delante, en lugar de la muerte. Un deseo, y supongo que estará de acuerdo, que no carece de lógica. Las mujeres son aún mujeres y los hombres son aún hombres pese a la edad.

– ¿Y si su edad no les importa a ninguno de los dos?

– Ken era desgraciado en su matrimonio. Necesitaba tiempo para aclarar sus ideas. Se lo concedí con mucho gusto. Primero, en los Springburns, cuando jugaba para Kent. Después, en mi casa, cuando el equipo de Middlesex le ofreció un contrato. Si la gente piensa por eso que era mi gigolo, o que yo intentaba clavar mis afiladas garras en un hombre más joven, no puedo evitarlo.

– Eran pasto de las habladurías.

– Lo cual no nos importaba. Sabíamos la verdad. Ahora, usted también la sabe.

Lynley no estaba tan seguro. Había descubierto hacía mucho tiempo que la verdad casi nunca era tan sencilla como pretendían las explicaciones verbales.

Salieron de la autopista y empezaron a circular por carreteras rurales en dirección a los Springburns. En la ciudad de Greater Springburn, el sábado por la mañana significaba un mercado al aire libre, que llenaba la plaza y abarrotaba las calles de coches que buscaban sitio para aparcar. Avanzaron poco a poco entre el tráfico y giraron al este por Swan Street, donde cerezos decorativos sembraban el suelo de brotes cuyo color recordaba al dulce de hilos de almíbar.

Pasado Greater Springburn, la señora Whitelaw les dirigió por una serie de caminos flanqueados por altos setos de tejo y zarzamora. Por fin, doblaron por un camino llamado Water Street.

– Es allí -dijo la mujer, cuando pasaban junto a una hilera de casas situadas al borde de un campo de lino. Una vez lo dejaron atrás, empezaron a descender en zigzag hacia una casa asentada sobre una ligera elevación de terreno, rodeada de coniferas y un muro. El camino particular estaba cerrado por una cinta de la policía científica. Dos vehículos estaban arrimados al muro, un coche de la policía y un Rover azul metálico. Lynley aparcó delante del Rover, dejando parte del Bentley dentro del camino particular.

Inspeccionó la zona (el campo de lúpulo opuesto, las clásicas chimeneas en forma de tricornio de una fila de hornos secadores de lúpulo, la dehesa rebosante de hierba contigua a la casa). Se volvió hacia la señora Whitelaw.

– ¿Necesita un momento?

– Estoy preparada.

– La casa ha sufrido algunos daños por dentro.

– Comprendo.

Lynley asintió. La sargento Havers salió y abrió la puerta de la señora Whitelaw. La mujer permaneció inmóvil un momento, respirando el fuerte olor medicinal a colza que desprendía un enorme cubrecama amarillo, dejado en la pendiente de un campo más alejado. Un cuclillo cantaba a lo lejos. Volaban vencejos en el cielo, daban vueltas a mayor altura cada vez con alas como cimitarras.

Lynley pasó por debajo de la cinta policial y la sostuvo en alto para que la señora Whitelaw pasara. La sargento Havers la siguió, libreta en ristre.

En lo alto del camino particular, Lynley abrió la puerta del garaje y la señora Whitelaw entró para verificar que el Aston Martin del interior se parecía al de Gabriella Patten. No estaba segura del todo, dijo, porque no sabía la matrícula del coche de Gabriella, pero sí que Gabriella conducía un Aston Martin. Lo había visto cuando la mujer iba a Kensington a ver a Ken. Parecía el mismo coche, pero si le pedían que lo jurara…

– Ya está bien -dijo Lynley, mientras Havers anotaba la matrícula. Pidió a la mujer que echara un vistazo al garaje, por si echaba algo en falta.

Había poca cosa dentro: tres bicicletas, dos de las cuales tenían los neumáticos reventados; un inflador de bicicletas; una vieja horca de tres dientes; varias cestas que colgaban de ganchos, una meridiana doblada; almohadones para los muebles de exterior.

– Esto no estaba aquí antes -dijo la señora Whitelaw en referencia a un saco grande de mullido para gatos-. Yo no tengo gatos.

Dijo que todo lo demás estaba en orden.

Volvieron al camino particular y entraron por la puerta de celosía al jardín delantero. Lynley observó su exuberancia de colores, y reflexionó, no por primera vez, en la obsesión compulsiva que demostraban sus paisanos de ambos sexos en animar a la flora a brotar del suelo. Siempre pensaba que era una reacción directa al clima. Mes tras mes de tiempo frío, húmedo y gris actuaba como un estímulo al que solo cabía responder con un estallido de color, en cuanto la primavera insinuaba su llegada.

Encontraron a la inspectora Ardery en la terraza de atrás. Estaba sentada ante una mesa de mimbre bajo un emparrado. Hablaba por un teléfono inalámbrico y utilizaba un rotulador para garrapatear al azar sobre un cuaderno.

– Escúchame, Bob -dijo en tono plácido-, me importan exactamente una mierda tus planes con Sally. Tengo un caso. No puedo tener a los chicos este fin de semana. Fin de la discusión… Sí. Puta es el epíteto que yo también escogería… No te atrevas a hacer eso… Bob, no estaré en casa, y lo sabes. ¡Bob! -Dobló el auricular-. Bastardo -murmuró. Dejó el teléfono sobre la mesa, entre una carpeta de papel manila y una libreta. Levantó la vista, les vio y dijo con el mayor desparpajo-: Ex maridos. Una especie aparte. Homo infuriatus. -Se levantó, sacó una horquilla color marfil del bolsillo de los pantalones y la usó para sujetarse el pelo en la nuca-. Señora Whitelaw -dijo, y se presentó. Sacó varios pares de guantes de goma de su maletín y los pasó a los demás-. Los chicos del laboratorio ya se han marchado, pero prefiero ser precavida.

Esperó hasta que se pusieron los guantes, pasó bajo el dintel de la puerta de la cocina y les guió al interior de la casa. La señora Whitelaw vaciló nada más entrar y pasó los dedos sobre el cerrojo que los bomberos habían roto para poder entrar.

– ¿Qué debo…?

– Ir sin prisas -contestó Lynley-. Mirar en las habitaciones. Fijarse en todo lo que pueda. Comparar lo que ve con lo que sabe de la casa. La sargento Havers la acompañará. Hable con ella. Diga todo cuanto le pase por la cabeza. Empiecen por arriba -indicó a Havers.

– De acuerdo -contestó ella, y cruzó la cocina con la señora Whitelaw-. ¿La escalera está por aquí, señora? -preguntó.

– Oh, Dios -oyeron que decía la señora Whitelaw cuando vio el estado del comedor-. Qué olor.

– Hollín. Humo. Temo que muchas de estas cosas tendrán que tirarse.

Sus voces se alejaron escaleras arriba. Lynley examinó un momento la cocina. El edificio en sí contaba más de cuatrocientos años de antigüedad, pero habían modernizado la cocina para incluir nuevos azulejos sobre la encimera y en el suelo, un horno verde, accesorios de cromo en el fregadero. Estantes acristalados albergaban platos y alimentos enlatados. Los antepechos de las ventanas desplegaban macetas de cilandrillos caídos.

– Hemos cogido lo que había en el fregadero -dijo la inspectora Ardery cuando Lynley se agachó para inspeccionar un cuenco doble para animales, junto a la puerta de la cocina-. Parecía la cena de una persona: plato, copa de vino, vaso de agua, un cubierto. Lomo frío y ensalada de la nevera. Con chutney.

– ¿Han encontrado el gato?

Lynley empezó a abrir y cerrar los cajones de la cocina.

– Gatos. Había dos, según el lechero. Gabriella los encontró abandonados junto a la fuente. Conseguimos localizarlos en casa de un vecino. Vagaban por el sendero el jueves por la mañana. Los gatos, no los vecinos. Hemos obtenido noticias interesantes, a propósito. Unos agentes en período de pruebas están interrogando a los vecinos desde ayer por la tarde.

Lynley no encontró nada extraño en los cajones de cubiertos, utensilios de cocina y paños de cocina. Se acercó a los aparadores.

– ¿De qué se han enterado los agentes?

– De lo que los vecinos habían oído. -Esperó con paciencia a que Lynley se volviera del aparador, con la mano en el pomo-. Una discusión. Un auténtico escándalo, por lo que dijo John Freestone. Cultiva la parcela que empieza al otro lado de la dehesa.

– Eso significa sus buenos cuarenta metros. Debe de tener un oído excepcional.

– Estaba dando un paseo cerca de la casa, alrededor de las once de la noche del miércoles.

– Una hora peculiar para dar un paseo.

– Sigue un horario prescrito de actividad cardiovascular, al menos eso dijo. La verdad es que tal vez Freestone esperaba vislumbrar las abluciones nocturnas de Gabriella. Según los distintos testimonios, valía la pena echarle un vistazo y no se molestaba en correr las cortinas cuando empezaba a desnudarse.

– ¿Lo hizo? Espiarla, quiero decir.

– Oyó una discusión. Hombre y mujer, pero sobre todo la mujer. Gran abundancia de lenguaje colorido, incluyendo algunos nombres interesantes y esclarecedores sobre actividades sexuales y los genitales masculinos. Ese tipo de cosas.

– ¿Reconoció su voz, o la del hombre?

– Dijo que, en su opinión, una mujer chillando es lo mismo que otra mujer chillando. No estaba seguro de quién era, pero se sorprendió un poco de que «aquella dulce mujer conociera tal lenguaje» -. Sonrió con ironía-. No creo que viaje mucho.

Lynley lanzó una risita y abrió la primera alacena. Vio platos, vasos, tazas y platillos pulcramente ordenados. Abrió la segunda. Había un paquete de Silk Cut en el estante, delante de una miscelánea de latas, desde patatas nuevas a sopa. Examinó el paquete. Aún estaba cerrado con el celofán.

– Cerillas de cocina -dijo, más para sí mismo que para Ardery.

– No había ninguna. Había carteritas de cerillas en la sala de estar, y hay un paquete de esas cerillas largas para chimeneas sobre un estante de la pared izquierda de la chimenea del comedor.

– ¿No pudieron partir algunas de esas para colocarlas alrededor del cigarrillo?

– Demasiado gruesas.

Lynley se pasó el paquete de Silk Cut de una mano a otra con aire ausente. Ardery se apoyó contra la encimera y le miró.

– Tenemos montones de huellas dactilares, por si acaso. También las hemos tomado del Aston Martin, con la esperanza de poder diferenciar las de la señora Patten de las demás. Tenemos las de Fleming, por supuesto, así que podemos eliminar las de él.

– Pero eso deja a quienquiera que haya invitado alguna vez a charlar. Su marido estuvo aquí, por cierto.

– Estamos intentando confeccionar una lista de los visitantes, y los agentes buscan a alguien más que haya oído la discusión.

Lynley dejó los cigarrillos sobre la encimera y se acercó a la puerta que conducía al comedor. Era tal como Ardery lo había descrito, salvo que el origen del incendio, la butaca, había desaparecido. Ardery dijo, sin necesidad, que la había llevado al laboratorio para los análisis, y empezó a hablar de fibras, velocidades de incineración y aceleradores potenciales, mientras Lynley se agachaba para evitar una viga, cruzaba un pasillo cuya anchura equivalía a dos chimeneas, y entraba en la sala de estar. Al igual que el comedor, estaba abarrotada de antigüedades, todas cubiertas de una capa de hollín. Mientras paseaba la mirada desde mecedoras a canapés, desde vitrinas a cofres, decidió que Celandine Cottage era un depósito de todo lo que ya no estaba apretujado en la casa de Staffordshire Terrace de la señora Whitelaw. Al menos era coherente, pensó. Nada de modernidades danesas en el campo para contrastar con el siglo diecinueve inglés de la ciudad.

Había una revista abierta sobre una mesa de trípode, que revelaba un artículo titulado «Conseguirlo» y una fotografía de una mujer de labios gruesos y masas de cabello negro como ala de cuervo. Lynley cogió la revista y la cerró para ver la portada. Vogue.

Isabelle Ardery le estaba mirando desde la puerta, con los brazos cruzados bajo los pechos. Su expresión era indescifrable, pero Lynley comprendió que no la habría complacido mucho la invasión del territorio que, de mutuo acuerdo, se le había adjudicado.

– Lo siento -dijo-. Es una compulsión neurótica.

– No estoy ofendida, inspector. Si la situación fuera al revés, yo haría lo mismo.

– Imagino que le apetecería encargarse sola del caso.

– Me apetecen montones de cosas que no voy a conseguir.

– Es mucho más resignada que yo.

Lynley se acercó a la estrecha estantería de libros y empezó a sacarlos, uno tras otro. Luego, los fue abriendo.

– He recibido un informe interesante de los agentes que acompañaron a la señora Fleming a identificar el cadáver -dijo Isabelle Ardery. Después, al ver que Lynley abría un pequeño escritorio y empezaba a examinar las cartas, folletos y documentos que contenía, añadió en tono paciente-; Inspector, hemos catalogado el contenido de todo el edificio. De los edificios exteriores también. Me sentiré muy complacida de proporcionarle las listas. -Cuando Lynley levantó la cabeza, dijo con un grado de desapasionamiento profesional que él admiró-: De hecho, ahorraría tiempo. Nuestros chicos de la policía científica tienen fama de concienzudos.

Lynley admiró el control que la mujer mantenía sobre sus sentimientos, que sin duda se estaban encrespando a cada momento que él dedicaba a repetir lo que la inspectora había ordenado a la policía científica.

– Un acto reflejo. Es probable que, de un momento a otro, me ponga a levantar la alfombra.

Dedicó un último escrutinio a la sala y reparó en los marcos de oro gruesos y una chimenea tan grande como la del comedor. La examinó. El regulador de tiro estaba cerrado.

– El del comedor también -dijo Isabelle Ardery.

– ¿Qué?

– El regulador de tiro. El de la chimenea del comedor estaba cerrado. Es lo que está comprobando, ¿verdad?

– Refuerza la tesis del asesinato.

– ¿Ya ha descartado el suicidio?

– No hay el menor indicio de ello, y Fleming no fumaba. -Salió de la sala de estar y evitó las vigas de roble bajas que hacían las veces de dinteles de las puertas. La inspectora Ardery le siguió hasta la terraza-. ¿De qué la informaron los agentes?

– No hizo ni una sola pregunta pertinente.

– ¿La señora Fleming?

– Insistió en que la llamaran Cooper, no Fleming, por cierto. Vio el cuerpo y quiso saber por qué estaba tan sonrosado. Cuando oyó que era monóxido de carbono, no preguntó nada más. Cuando la mayoría de la gente oye las palabras «envenenamiento por monóxido de carbono», imaginan gases de escape, ¿no? Suicidio cometido en un garaje con el motor del coche en marcha. Pero aunque lo imaginen, hacen preguntas. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Dejó una nota? No preguntó nada. Se limitó a mirar el cadáver, confirmó que era Fleming y pidió a la sargento detective que le comprara un paquete de Embassy, por favor. Eso fue todo.

Lynley desvió la vista hacia el jardín trasero. Al otro lado se extendía otra dehesa, y al otro lado de la dehesa, el campo de colza elevaba su color negro hacia el sol como un espejo.

– Tengo entendido que estaban separados desde hacía años. Puede que ella estuviera harta. Puede que ya no abrigara el menor interés por él. En tal caso, ¿para qué molestarse en hacer preguntas?

– Las mujeres no suelen ser tan indiferentes a sus ex maridos, sobre todo si hay hijos de por medio.

Lynley la miró. Un leve rubor había aparecido en sus mejillas.

– Aceptado -dijo-, pero quizá su silencio se debió a la conmoción.

– Aceptado -replicó la inspectora-,.pero la agente Coffman no pensó lo mismo. Ha acompañado a otras mujeres para que identificaran a sus maridos. Coffman pensó que algo no encajaba.

– Las generalizaciones carecen de utilidad -señaló Lynley-. Aún peor, son peligrosas.

– Gracias. Soy muy consciente de ello, pero cuando a la generalización se suman los hechos y las pruebas que hay a mano, la generalización ha de ser examinada.

Lynley observó su postura: aún tenía los brazos cruzados. También tomó nota del tono apacible de su voz y la forma en que le miraba directamente a los ojos. Comprendió que cuestionaba sus teorías por la misma razón que él se sentía impulsado a escudriñar la casa centímetro a centímetro, con el fin de comprobar que no hubieran pasado nada por alto. No le gustaba aquel instinto que le llevaba a desconfiar de ella. Era machista. Si Helen sabía que tenía dificultades con el hecho de que este oficial de igual rango era una mujer, le soltaría el latigazo verbal que merecía.

– Ha descubierto algo -dijo.

«Me alegro de que hayas conseguido deducirlo», comunicó la expresión de la mujer.

– Sígame -dijo Ardery.

La siguió hacia el final del jardín, mortificado. El jardín estaba dividido en dos secciones, separadas por una valla. Dos tercios estaban dedicados a césped, macizos de flores, un mirador con barandillas de castaño, una pajarera, una alberquilla y un pequeño estanque de lirios. El otro tercio consistía en una franja de césped atravesada por perales y cubierta en parte por una pila de abono. La inspectora Ardery caminó hasta esta última zona y le condujo a la esquina nordeste, donde un seto de boj servía como demarcación entre el jardín y la dehesa. La dehesa estaba delimitada mediante una serie de postes de madera unidos con alambre grueso.

La inspectora Ardery utilizó un lápiz, que sacó del bolsillo, para señalar el primer poste que había al otro lado del seto de boj.

– Había siete fibras aquí, en el extremo del poste. Otra enredada en el alambre. Eran azules. Dril, posiblemente. Y aquí, aún se puede ver, encontramos una pisada, justo debajo del seto.

– ¿Tipo de zapato?

– No lo sabemos de momento. Punta redonda, tacón definido, suela gruesa. Dibujo dentado. Era el pie izquierdo. Huella profunda, como si alguien hubiera saltado de la valla al jardín, aterrizando a la izquierda. Hemos tomado un molde.

– ¿No había más huellas?

– En esta zona no. Hay dos agentes buscando otras que coincidan, pero no será fácil, considerando el tiempo transcurrido desde la muerte. Ni siquiera estamos seguros de que esta huella esté relacionada con el miércoles por la noche.

– Algo es algo.

– Sí, eso pienso yo.

Señaló al sudoeste y explicó que había una fuente a unos noventa metros de la casa. El agua iba a parar a un riachuelo junto al cual corría un sendero peatonal público. El sendero era popular entre los lugareños, pues desembocaba en Lesser Springburn, un paseo de unos diez minutos. Si bien el sendero estaba cubierto de las últimas hojas otoñales y la hierba recién brotada de la primavera, daba paso de vez en cuando, sobre todo cerca de los portillos con escalones, a secciones de tierra desnuda. Habría huellas de pisadas en esos puntos, pero como había transcurrido todo un día desde la muerte y el descubrimiento del cadáver, si la huella cercana al seto de boj se repetía en otro sitio, no cabía duda de que otras se habrían superpuesto desde entonces.

– ¿Piensa que alguien vino a pie desde Lesser Springburn?

Era una posibilidad, dijo la inspectora.

– ¿Alguien de las cercanías?

No necesariamente, explicó ella. Sólo alguien que sabía dónde encontrar el sendero y adonde conducía. En Lesser Springburn no estaba muy bien definido. Empezaba detrás de una urbanización y pronto se adentraba en un huerto de manzanos. Por lo tanto, para tomar aquella ruta, alguien debía saber lo que buscaba. Admitió no poder confirmar que el asesino hubiera escogido aquella ruta, pero había destacado otro agente al pueblo, para investigar si alguien había vislumbrado movimiento o linternas en el sendero el miércoles por la noche, y si alguien había visto un vehículo desconocido aparcado en los alrededores.

– También encontramos colillas esparcidas por aquí. -Indicó la parte inferior del seto-. Había seis, separadas unos diez centímetros entre sí. No estaban aplastadas, sino que las habían dejado consumirse. También había cerillas. Dieciocho. No eran cerillas de cocina, sino de carterita.

– ¿Una noche ventosa? -especuló Lynley.

– ¿Un fumador nervioso de manos temblorosas? -replicó ella. Señaló hacia la parte delantera de la casa, en la dirección de Water Street-. Nos inclinamos a pensar que quien saltó la valla y el seto empezó saltando el muro y se acercó desde la calle a lo largo de la dehesa. Está cubierta de hierba y tréboles, de modo que no había pisadas, pero es una teoría más lógica que suponer que alguien subió por el camino particular de la casa, pasó el portal, atravesó el jardín y se escondió para vigilar un rato. El número de cigarrillos sugiere que alguien estuvo espiando, ¿no cree?

– Pero no necesariamente un asesino, ¿verdad?

– Es muy posible que fuera el asesino. Haciendo acopio de valor.

– O la asesina.

– O la asesina. Sí. Naturalmente. Pudo ser una mujer. -Miró hacia la casa cuando Havers y la señora Whitelaw salieron por la puerta de la cocina-. El laboratorio se ha quedado con todo el lote: fibras, cerillas, colillas, el molde de la huella. Esta tarde empezaremos a obtener resultados.

El cabeceo que dedicó a Lynley indicó que su oferta de información profesional había terminado. Dio la vuelta para dirigirse hacia la casa.

– Inspectora Ardery -dijo Lynley.

La mujer se detuvo, miró en su dirección. Su horquilla se soltó. Hizo una mueca de disgusto mientras la volvía a ajustar.

– ¿Si?

– Si tiene un momento, me gustaría que escuchara el informe de mi sargento. Agradecería su colaboración.

Ella le dedicó otra de sus observaciones desconcertantes. Lynley era consciente de lo poco que le estaba beneficiando el escrutinio. La mujer ladeó la cabeza en dirección a la casa.

– Si yo hubiera sido hombre, ¿se habría comportado igual ahí dentro?

– Creo que sí, pero quizá habría tenido el tacto de ser más discreto. Le pido perdón, inspectora. Estuve grosero.

Los ojos de Ardery no se apartaron de él.

– Exacto -dijo-. Estuvo grosero.

Esperó a que Lynley se reuniera con ella y cruzaron el jardín para encontrarse con la sargento Havers. La señora Whitelaw seguía ante la mesa de mimbre, a la que se había sentado, tras ponerse las gafas de sol, y concentraba su atención en el garaje.

– Por lo visto, no falta nada -explicó Havers en voz baja-. A excepción de la butaca del comedor, todo sigue como la última vez que estuvo aquí.

– ¿Cuándo fue?

Havers consultó sus notas.

– El veintiocho de marzo. Menos de una semana antes de que Gabriella se trasladara. Dice que las ropas de arriba son de Gabriella, y un conjunto de maletas que hay en el segundo dormitorio también son de Gabriella. No hay nada de Fleming en ningún sitio.

– Da la impresión de que su intención no era quedarse aquella noche -dijo la inspectora Ardery.

Lynley pensó en los cuencos de los gatos, el paquete Silk Cut, las ropas.

– Tampoco parece que ella fuera a marcharse. Al menos, a corto plazo. -Estudió la casa desde donde estaban-. Tienen una discusión tremenda -continuó en tono pensativo-. La señora Patten coge su bolso y sale a la noche, hecha una furia. Nuestro espía junto al seto de boj ve su oportunidad…

– O la espía -corrigió Ardery.

Lynley asintió.

– Y se acerca a la casa. Entra. Ha venido preparado para actuar con rapidez. Enciende el artefacto incendiario, lo encaja en la butaca y se va.

– Y cierra la puerta con llave -añadió Ardery-. Lo cual significa que tenía una llave. Es una cerradura embutida.

La sargento Havers meneó la cabeza con energía.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó-. ¿Un espía? ¿Qué espía?

Lynley la informó mientras cruzaban el jardín para reunirse con la señora Whitelaw bajo el emparrado. Como los demás, aún no se había quitado los guantes, y sus manos recordaban a las de un dibujo animado, blancas y enlazadas sobre su regazo. Lynley le preguntó quién tenía llaves de la casa.

– Ken -contestó la mujer, al cabo de un momento de reflexión-. Gabriella.

– ¿Usted?

– Gabriella tenía la mía.

– ¿Hay más?

La señora Whitelaw levantó la cabeza para mirar a Lynley, pero él no pudo descifrar la expresión que ocultaban las gafas oscuras.

– ¿Por qué? -preguntó la señora Whitelaw.

– Porque da la impresión de que Kenneth Fleming fue asesinado.

– Pero usted dijo que fue un cigarrillo. En la butaca.

– Sí, lo dije. ¿Hay otras llaves?

– La gente quería a ese hombre. Le quería, inspector.

– Tal vez no todo el mundo. ¿Hay más llaves, señora Whitelaw?.

La mujer se apretó la frente con tres dedos, como si meditara sobre la pregunta, pero meditar la pregunta a estas alturas sugirió dos posibilidades a Lynley. O bien creía que contestar indicaría su aceptación de la dirección que tomaban los pensamientos de los policías, o contemporizaba mientras decidía qué iba a revelar su respuesta.

– ¿Hay más llaves? -repitió Lynley.

Contestó sin gran convicción.

– En realidad, no.

– ¿En realidad, no? O hay, o no hay.

– Nadie las tiene.

– ¿Pero existen? ¿Dónde están?

La mujer levantó la barbilla en la dirección del garaje.

– Siempre hemos guardado una llave de la puerta de la cocina en el cobertizo de las macetas. Debajo de una jardinera de cerámica.

Lynley y los demás miraron en la dirección que había indicado. No se veía ningún cobertizo, sólo un seto de tejo alto, con una hendidura por la que corría un sendero de ladrillo.

– ¿Quién conoce la existencia de la llave? -preguntó Lynley.

La señora Whitelaw capturó su labio inferior entre los dientes, como si comprendiera lo rara que iba a sonar su respuesta.

– No lo sé con precisión. Lo siento.

– ¿No lo sabe? -repitió lentamente la sargento Havers.

– Hace más de veinte años que la guardamos ahí -explicó la señora Whitelaw-. Si debían hacerse obras mientras estábamos en Londres, los obreros podían entrar. Cuando veníamos los fines de semana, si nos olvidábamos la llave, estaba la copia.

– ¿Quiénes? -preguntó Lynley-. ¿Usted y Fleming? -Al ver que vacilaba, comprendió que había malinterpretado sus palabras-. Usted y su familia. -Extendió la mano hacia ella-. Guíenos, por favor.

El cobertizo estaba contiguo a la parte posterior del garaje. Era poco más que un marco de madera, con el techo y los lados construidos a base de hojas de polietileno y estanterías sujetas a las vigas verticales que formaban el marco. La señora Whitelaw pasó junto a una escalerilla y quitó el polvo de una sombrilla de mesa plegada. Apartó un par de zapatos de hombre muy gastados y señaló un pato de cerámica amarillo, cuya parte posterior servía de macetero, que descansaba sobre una de las abarrotadas estanterías.

– Ahí debajo -dijo.

La sargento Havers hizo los honores. Levantó el pato cuidadosamente por la cola y el pico, con los extremos de sus dedos enguantados.

– Nada de nada -informó. Dejó el pato en su sitio y miró debajo del tiesto de barro contiguo, después debajo de una botella de insecticida y de todos los objetos de la estantería.

– La llave tiene que estar ahí -dijo la señora Whitelaw mientras la sargento Havers continuaba la búsqueda, pero el tono de su voz indicó una protesta emitida porque era la reacción esperada.

– Supongo que su hija conoce la existencia de esta llave -dijo Lynley.

Dio la impresión de que los hombros de la señora Whitelaw se ponían rígidos.

– Le aseguro, inspector, que mi hija no tiene nada que ver con esto.

– ¿Conocía su relación con Fleming? Ha dicho que estaban distanciadas. ¿Era por culpa de él?

– No. Por supuesto que no. Hace años que estamos distanciadas. No tiene nada que ver…

– Era como un hijo. Lo bastante para que usted cambiara su testamento en su favor. Cuando llevó a cabo esa alteración, ¿excluyó por completo a su hija?

– Ella no ha visto el testamento.

– ¿Conoce a su abogado? ¿Es el bufete de la familia? ¿Es posible que él se lo haya dicho?

– La idea es absurda.

– ¿Qué parte? -preguntó en tono afable Lyn-ley-. ¿Que estuviera enterada del testamento o que matara a Fleming?

Las mejillas pálidas de la señora Whitelaw adquirieron un rubor repentino, que se elevó como llamas desde el cuello.

– ¿De veras pretende que responda a esa pregunta?

– Solo pretendo averiguar la verdad.

La mujer se quitó las gafas de sol. No había traído las normales, y no tenía con qué sustituirlas. Parecía un gesto designado a causar un efecto, un «escúcheme, jo-vencito» propio de la maestra que había sido.

– Gabriella también sabía que aquí había otra llave. Yo misma se lo dije. Puede que se lo dijera a alguien. Puede que enseñara a ese alguien dónde estaba.

– ¿Con qué objeto? Dijo anoche que vino aquí en busca de aislamiento.

– No sé lo que pasaba por la cabeza de Gabriella. Le gustan los hombres. Le gusta el drama. Si informar a alguien de dónde estaba ella y dónde estaba la llave aumentaba las posibilidades de provocar un drama en el que interpretara un papel destacado, se lo habría dicho. Hasta habría enviado invitaciones.

– Pero no a su hija -replicó Lynley, para recuperar el hilo de sus especulaciones, aunque reconoció para sus adentros que la descripción dé Gabriella se ajustaba como un guante a la que Patten había esbozado la noche anterior.

La señora Whitelaw se negó a dejarse arrastrar a una discusión.

– Ken vivió aquí durante dos años, inspector -respondió con calma-, cuando jugaba en el equipo del condado de Kent. Su familia vivía en Londres… Venían a verle los fines de semana. Jean, su mujer. Jimmy, Stan y Sharon, sus hijos. Todos conocían la existencia de la llave.

Y Lynley se negó a seguirle la corriente.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su hija, señora Whitelaw?

– Olivia no conocía a Ken.

– Pero sin duda había oído hablar de él.

– Nunca se habían encontrado.

– Da igual. ¿Cuándo la vio por última vez?, -Y aunque le conociera, aunque lo supiera todo, sería lo mismo. Siempre ha despreciado el dinero y los bienes materiales. Le habría importado un bledo quién iba a heredar.

– Le sorprendería saber cuánta gente aprende a apreciar los bienes materiales y el dinero cuando llega la ocasión. ¿Cuándo la vio por última vez, por favor?

– Ella no…

– Sí. ¿Cuándo, señora Whitelaw?

La mujer esperó quince segundos antes de contestar.

– Hace diez años, un viernes por la noche, el diecinueve de abril, en la estación de metro de Covent Garden.

– Tiene una memoria excelente.

– La fecha es importante.

– ¿Por qué?

– Porque el padre de Olivia iba conmigo esa noche.

– ¿Tan significativo es ese dato?

– Para mí sí. Cayó fulminado después de nuestro encuentro. Ahora, si no le importa, inspector, me gustaría salir a tomar el aire. Esto es un poco agobiante, y no me gustaría molestarle con otro desmayo.

Lynley se apartó y la dejó pasar. Oyó que se quitaba los guantes.

La sargento Havers entregó la maceta de cerámica a la inspectora Ardery. Paseó la vista por el cobertizo, con sus sacos de tierra y las docenas de utensilios y macetas.

– Qué desastre -murmuró-. Si hay huellas recientes aquí, estarán mezcladas con cincuenta años de basura. -Suspiró y se volvió hacia Lynley-. ¿Qué opina?

– Que ya es hora de localizar a Olivia Whitelaw.

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