OLIVIA

El dolor trepó por mi cuerpo como una lanza al rojo vivo. Y yo tenía el poder de calmar el dolor. Solo necesitaba volver al pasado. Ser un joven cisne que flotaba en el Serpentine, una nube en el cielo, un gamo en el bosque, un poni salvaje en las tierras de Dartmoor. Ser cualquier cosa que me permitiera funcionar sin sentir. Llevar a cabo uno cualquiera de los cientos de movimientos que una vez había hecho por dinero, y el dolor se disolvería con la rendición de Chris.

No hice nada. Yací en su cama y le vi dormir. Cuando el dolor llegó a mi garganta, había admitido lo peor sobre el amor.

Al principio, le odié. Odié lo que había conseguido. Odié a la mujer en que había logrado transformarme, tal como él había dicho.

Juré que erradicaría aquel sentimiento, y me dediqué a ligar con todos los tíos que podía encontrar. Me los tiraba en coches, de rodillas, en estaciones de metro, en parques, en lavabos de pubs y en la barcaza. Les hacía aullar como perros. Les hacía sudar y llorar. Les hacía suplicar. Les veía arrastrarse. Les oía jadear y chillar. Chris no reaccionaba. Nunca decía una palabra, hasta que empecé a trabajarme a los tíos de nuestra unidad de asalto.

Era muy fácil llevárselos al huerto. Tíos sensibles, que experimentaban la exaltación de un asalto fructífero tanto como yo. Recibían la insinuación de una celebración posterior como los inocentones que eran. Al principio, decían: «Pero no debemos…» y «La verdad, tengo entendido que, fuera de la estructura de las actividades regulares de la organización, no se nos permite…» y «Caray, Livie, no podemos. Dimos nuestra palabra». A lo cual yo respondía: «Bah. ¿Quién va a enterarse? Yo no se lo voy a decir a nadie. ¿Y tú?». Y ellos contestaban, mientras sus mejillas, que parecían piel de melocotón, enrojecían: «Pues claro que no lo diré. No soy de esos». A lo cual yo contestaba, con aire inocente: «¿Cuáles? Solo estoy hablando de tomar una copa juntos». Y entonces, tartamudeaban: «Por supuesto. No pretendía… Ni siquiera se me había ocurrido pensar…».

A esos tíos me los llevaba a la barcaza. Decían: «Livie, no podemos. Ahí no, al menos. Si Chris nos descubre, estamos acabados». Yo decía: «Deja que yo me preocupe de Christopher», y cerraba la puerta a nuestras espaldas. «¿O es que no quieres hacerlo?», preguntaba. Cerraba mis dedos alrededor de la hebilla de su cinturón y tiraba hacia delante. Levantaba mi boca hacia la suya. «¿O es que no quieres hacerlo?», preguntaba, e introducía los dedos bajo sus tejanos. «¿Y bien?», decía contra su boca, mientras rodeaba su cintura con un brazo. «¿Quieres o no quieres? Será mejor que te decidas.»

En aquel momento, su mente estaba concentrada en un único pensamiento, que ni siquiera era tal. Caíamos sobre la cama y nos quitábamos la ropa a toda prisa. Los prefería gritones, porque en esos casos se hace mucho ruido, y así quería que fuera.

Me estaba cepillando a dos una mañana, después de un asalto, cuando Chris intervino. Entró en mi habitación, muy pálido. Cogió a uno de los tíos por el pelo y al otro por el brazo.

– Estáis acabados. Se terminó.

Les empujó por el pasillo hacia la cocina.

– ¡Eh! -protestó uno-. ¿No eres un poco hipócrita, Faraday?

El otro lanzó un alarido.

– Fuera. Coge tu ropa. Largo -dijo Chris.

Cuando la puerta de la barcaza se cerró con estrépito y los tíos corrieron a casa, Chris regresó.

Me estiré en la cama y encendí un cigarrillo, la indiferencia personificada.

– Aguafiestas -dije con un mohín. Estaba desnuda, y no hice el menor esfuerzo por coger una manta o la bata.

Hundió los dedos en mis palmas. Daba la impresión de que no respiraba.

– Vístete. Ya.

– ¿Por qué? ¿Me vas a echar también?

– No tengo la intención de ponértelo tan fácil.

Suspiré.

– ¿Por qué estás tan enfadado? Solo nos estábamos divirtiendo.

– No. Te estabas metiendo conmigo.

Puse los ojos en blanco y di una calada al cigarrillo.

– Si destruyes toda la unidad, ¿te quedarás satisfecha? ¿Será reparación suficiente por mi parte?

– ¿Reparación de qué?

– De no querer follarte. Porque no quiero. No lo he deseado nunca, y no me propongo empezar ahora, aunque te tires a todos los mentecatos de Londres. ¿Por qué no lo aceptas? ¿Por qué no podemos ser tal como somos? Y vístete, por el amor de Dios.

– Si no me deseas, nunca lo has hecho y no te propones empezar ahora, ¿qué más da si estoy vestida o no? ¿Te estás poniendo caliente?

Se acercó al armario de la ropa y sacó mi bata. Me la tiró.

– Sí que me estoy poniendo caliente, pero no como tú quieres.

– Yo no soy la que quiere -señalé-. Soy la que toma.

– ¿Y qué haces con todos esos tíos? ¿Tomar lo que deseas? No me hagas reír.

– Veo a uno que me gusta. Me lo tiro. Eso es todo. ¿Cuál es el problema? ¿Te molesta?

– ¿Te molesta a ti?

– ¿Qué?

– ¿Mentir? ¿Racionalizar? ¿Interpretar un papel? Por favor, Livie. Empieza a afrontar quién eres. Empieza a aceptar la verdad. -Salió de mi cuarto-. Beans, Toast, vamonos -gritó.

Me quedé donde estaba y le odié.

Empieza a afrontar quién eres. Empieza a aceptar la verdad. Aún le oigo decir eso. Me pregunto cómo afronta quién es él y cómo acepta las verdades cada vez que se encuentra con Amanda.

Está violando las normas de la organización, como yo hice. ¿Qué tipo de racionalización habrá inventado para excusarse? Albergo pocas dudas de que tiene una racionalización preparada para su relación. Puede que la llame «futura esposa» o «la prueba de la lealtad» o «es más fuerte que nosotros» o «necesita mi protección» o «fui seducido» o «por fin he conocido a la mujer por la que vale la pena correr riesgos», pero ha desarrollado alguna ingeniosa justificación que se apresurará a esgrimir en su favor cuando el núcleo de gobierno del MLA le pida cuentas.

Supongo que debo parecer muy cínica, nada compasiva acerca de su situación, amargada, vengativa, aferrada a la esperanza de que le pillarán con los pantalones bajados, pero no me siento cínica, y no soy consciente de esa piedra de indignación al rojo vivo que chisporrotea entre mis pechos cuando pienso en Chris y ella. No me siento impulsada a lanzar acusaciones. Solo considero prudente asumir que casi todo el mundo racionaliza en uno u otro momento. Porque ¿qué mejor manera de evitar ser responsable que racionalizar? Y nadie quiere ser responsable cuando las cosas se ponen feas.

Es con la mejor intención, fue la racionalización de mi madre. Sólo un idiota habría rechazado lo que ofreció a Kenneth Fleming: Celandine Cottage en Kent, un empleo en la imprenta a tiempo parcial durante los meses en que jugaran los equipos regionales, empleo de jornada entera en invierno. Había anticipado todas las posibles objeciones que Jean opondría al plan, y presentó su oferta a Ken de tal manera que todas las objeciones estaban previstas. Todos los implicados salían ganando. Jean solo debía acceder a que Kenneth se mudara a Kent y a un matrimonio a tiempo parcial.

– Piensa en las posibilidades -debió decir mi madre a Kenneth, con la esperanza de que transmitiera el mensaje a Jean-. Piensa en jugar por Inglaterra a la larga. Piensa en todo cuanto eso podría significar para ti.

– Enfrentarme a los mejores jugadores del mundo -musitó Kenneth, con la silla echada hacia atrás y los ojos soñadores, cuando imaginó en su mente a un bateador y un lanzador enfrentados en el campo de juego del Lord's.

– Así como viajes, fama, contratos. Dinero.

– Eso es el cuento de la lechera.

– Solo si no crees en ti como yo creo.

– No creas en mí, Miriam. Ya te decepcioné una vez. -No hablemos del pasado.

– Podría volver a decepcionarte.

Ella apoyó los dedos un momento sobre su muñeca.

– Mucho más seria es la posibilidad de que te decepciones a ti mismo. Y a Jean. Y a los niños.

Se puede imaginar el resto. La fase dos concluyó tal como se había programado. Kenneth Fleming fue a Kent.

No necesito contar la historia del éxito de Kenneth. Los periódicos han estado repitiendo la historia desde el día de su muerte. Nada más morir Kenneth, Hal Rashadam declaró en una entrevista que nunca había visto a un hombre «más destinado por la misericordia y la sabiduría de Dios a practicar este deporte». Kenneth poseía un cuerpo de atleta y un talento natural. Solo esperaba a que alguien supiera compaginar los dos.

Efectuar esta unión de cuerpo y talento requería tiempo y esfuerzo. No era bastante entrenar y jugar en el equipo de Kent. Para que Kenneth alcanzara su máximo potencial, necesitaría un programa que combinara dieta, musculación, ejercicio y entrenamiento. Necesitaría observar a los mejores jugadores del mundo cuando y donde fuera posible. Solo triunfaría si sabía a quiénes se iba a enfrentar y les superaba… en estado físico, en habilidad, en técnica. Tenía que derrotar a las dos desventajas de la edad y la inexperiencia. Eso exigiría tiempo.

Los periodistas de la prensa sensacionalista han apuntado que el fracaso del matrimonio de Kenneth y Jean Cooper siguió una pauta antiquísima. Horas y días dedicados a la consecución de un sueño significaban horas y días alejado de Jean y los niños. El plan de actuar como padre los fines de semana fracasó en cuanto Kenneth y Jean descubrieron cuánto tiempo iba a ser necesario para que alcanzara el estado de forma ideal, puliera sus aptitudes de bateador y estudiara a los posibles rivales del equipo inglés. Muy a menudo, Jean y los niños se desplazaban a Kent los fines de semana, solo para descubrir que su marido y padre estaría el sábado en Hampshire y el domingo en Somerset, y cuando no estaba jugando, practicando o mirando, estaba entrenándose. Cuando no se entrenaba, cumplía sus obligaciones para con Artes Gráficas Whitelaw. Por lo tanto, la tradicional explicación del abismo que empezaba a abrirse en el matrimonio Fleming gira alrededor de la esposa, abandonada pero aún exigente, y el marido ausente. Pero había algo más.

Imagínelo, si tiene ganas. Aquel período en Kent representaba la primera vez en su vida que Kenneth Fleming estaba solo. Había pasado de casa de sus padres a un breve año en la escuela, y de la escuela al matrimonio, y ahora experimentaba la libertad. No era una libertad carente de obligaciones, pero por primera vez las obligaciones estaban relacionadas con la consecución de un sueño, no con la necesidad de ganar dinero. Ni siquiera necesitaba sentirse culpable por luchar para convertir en realidad el sueño, pues su consecución significaría un futuro mejor para su familia. Podía dedicarse en cuerpo y alma a la meta del criquet profesional, y si verse liberado de su esposa e hijos le encantaba, era un producto secundario, gozoso e inesperado, de un plan más amplio.

Imagino que se sintió un poco raro cuando se trasladó a Celandine Cottage, sobre todo la primera noche. Desempaquetó sus cosas y se preparó la cena. Mientras comía, sintió la soledad arracimarse a su alrededor, tan extraña a todo lo que conocía. Telefoneó a Jean, pero los niños y ella habían salido a cenar, una treta para apartar sus pensamientos de la casita ahora vacía de Kenny y papá. Telefoneó a Hal Rashadam para repasar su programa, pero Rashadam había ido a cenar con su hija y su yerno. Por fin, cuando la necesidad de un contacto humano le estaba crispando los nervios, telefoneó a mi madre.

– Ya estoy aquí -dijo, y trató de no mirar las ventanas, tras las cuales se agolpaba la noche, negra e infinita.

– Me alegro mucho, querido. ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Supongo. Sí. Supongo.

– ¿Qué pasa, Ken? ¿Algún problema en la casa? ¿Falta algo? ¿Te costó encontrarla?

– Ningún problema. Es que… Nada. Solo que… Estoy diciendo tonterías. Parece que me haya vuelto chiflado, ¿verdad?

– ¿Qué te pasa? Dímelo.

– No esperaba sentirme… incómodo.

– ¿A disgusto?

– Me extraña no oír la pelota de Stan golpear contra la pared de la sala de estar. Me extraña no oír a Jean gritar que pare. Resulta extraño que no estén conmigo.

– Es natural que les eches de menos. No seas duro contigo mismo.

– Supongo que les echo de menos.

– Pues claro que sí. Son una parte muy importante de tu vida.

– Es que acabo de telefonearles y… Joder. No debería llorar en tu hombro así. Has sido buena conmigo. Con todos nosotros. Me has dado esta oportunidad. Podría cambiar nuestras vidas.

Cambiar sus vidas formaba parte del plan. Aquella noche, mi madre le aconsejó por teléfono que se tomara las cosas con calma, que se acostumbrara a la casa y al campo, que disfrutara de la oportunidad que se había cruzado en su camino.

– Me mantendré en estrecho contacto con Jean -dijo mi madre-. Iré a tu casa mañana, después de trabajar, y veré cómo les va a ella y a los niños. Sé que eso no te ayudará a añorarlos menos, pero al menos te tranquilizará un poco, ¿verdad?

– Eres demasiado buena.

– Me alegra ayudaros en todo lo que pueda.

Después, le aconsejó que tomara una taza de café o una copa de coñac en el jardín y que mirara las estrellas, que creaban fuegos artificiales en el cielo, como no podían verse en Londres. Duerme bien, le aconsejó. Ponte a trabajar por la mañana. Hay muchas cosas que hacer, no solo en el criquet, sino en la casa.

Siguió sus consejos, como siempre. Se llevó el coñac fuera, no solo lá copa, sino también la botella. Se sentó sobre el césped sin podar, en la parte que desciende hacia el sendero. Se sirvió una copa y contempló las estrellas. Escuchó los ruidos nocturnos del campo.

Un caballo que relinchaba en la dehesa contigua, los grillos que cantaban, un búho que ululó cuando comenzó la caza nocturna, la campana de una iglesia en alguno de los Springburns, el silbato y matraqueo de un tren en la lejanía. No es nada silencioso, debió pensar con sorpresa.

Se apoyó sobre los codos y bebió. Se zampó la primera copa enseguida y se sirvió otra. Su estado de ánimo mejoró. Se tendió sobre el césped, apoyó la cabeza sobre un brazo y comprendió que su vida le pertenecía.

En realidad, no creo que sucediera con tanta rapidez, la primera noche. Supongo que el proceso debió ser más seductor, que los deberes de entrenarse, practicar y espiar a otros equipos se combinaron con una incipiente sensación de libertad. Lo que al principio le resultaba extraño se transformó en algo grato. Ni hijos alborotadores, ni esposa cuya conversación se le antojaba aburrida y reiterativa en ocasiones, ni madrugar para ir a trabajar, ni discusiones de vecinos escuchadas a través de las delgadas paredes, ni cenas obligadas con parientes. Descubrió que le gustaba la independencia. Como le gustaba, quiso más. Como quiso más, emprendió un camino que le llevaría a colisionar con el de Jean.

Al principio, empleó excusas para explicar por qué no podía verles algún fin de semana. Tengo un tirón en un músculo de la espalda que me ha dejado postrado, cariño. He de calcular un presupuesto para la imprenta que no puede esperar más. He puesto patas arriba la cocina y el baño. Voy a ponerlos nuevos. Rashadam insiste en que vaya a ver un partido en Leeds.

Durante esos fines de semana sin su familia, descubrió que se lo pasaba la mar de bien. Si iba a una fiesta que organizaba Kent, bebía, charlaba con los demás jugadores, sus mujeres y novias, y llevaba a cabo lo que él debía considerar un análisis frío y objetivo de las posibilidades que tenía Jean de encajar en el grupo. Es posible que le diera una oportunidad al principio, observara cómo se desenvolvía con los demás, juzgara sus movimientos en la proximidad de la multitud como inseguridad, más que cautela y reticencia, y llegara a la conveniente conclusión de que una exposición a la conversación superficial de las mujeres y a las bromas de los hombres iba a crispar los nervios de su mujer, si él no la protegía.

Por lo tanto, contaba con razones de peso para no poder ver a su familia tanto como quería. Cuando Jean empezó a preguntar e inquirir, cuando le señaló que sus responsabilidades como padre iban más allá del dinero que le pasaba, tuvo que inventar algo mejor. Cuando Jean se lanzó a su yugular y empezó a plantear exigencias que amenazaban su libertad, decidió contarle la versión de la verdad que menos la heriría.

Tomó la decisión, sin duda, con la delicada ayuda de su principal confidente, mi madre. Debió apoyarle bien en aquella época de incertidumbre. Kenneth intentaba analizar su situación: ya no sé lo que siento. ¿La quiero? ¿La deseo? ¿Deseo este matrimonio? ¿Me siento así por haber estado atrapado durante tantos años? ¿Me atrapó Jean? ¿Me atrapé yo mismo? Si tengo la intención de seguir casado, ¿por qué me siento vivo desde que estamos separados? ¿Cómo puedo sentir esto? Es mi mujer. Son mis hijos. Los quiero. Me siento como un bastardo.

Cuán razonable por parte de mi madre fue sugerir un período de separación, sobre todo porque ya vivían separados. Has de aclarar tus ideas, querido. Tu vida se encuentra en una encrucijada, y no debes tomarlo como algo terrible. Piensa en los cambios que has afrontado en pocos meses. No solo tú, sino Jean y los niños también. Daos un poco de tiempo y espacio para decidir quiénes sois. En todos estos años, nunca habíais tenido la oportunidad de hacerlo, ¿verdad? Ninguno de vosotros.

Una forma muy inteligente de expresarlo. No era Kenneth quien debía ‹‹aclarar sus ideas». Eran los dos. Pese a que Jean no consideraba importante aclarar nada, y mucho menos si deseaba continuar el matrimonio. En cuanto Kenneth decidió que un tiempo separados les ayudaría a clarificar quiénes eran y lo que podían ser mutuamente en el futuro, la suerte estuvo echada. Él ya se había ido de casa. Jean podía exigir que volviera, pero no tenía por qué hacerlo.

– Todo ha sucedido con demasiada rapidez -debió decirle-. ¿No puedes concederme unas semanas para averiguar quién soy, para aclarar lo que siento?

– ¿Por quién? -preguntó ella-. ¿Por mí? ¿Por los niños? ¿Qué tonterías son estas, Kenny?

– No es por ti, ni por los niños. Es por mí. Estoy desorientado.

– Muy conveniente. Chorradas, Kenny, chorradas. ¿Quieres el divorcio? ¿Es eso lo que quieres? ¿No tienes cojones para decirlo?

– Déjalo, cariño. Has perdido los estribos. ¿He hablado de divorcio?

– ¿Quién está detrás de esto? Dímelo, Kenny. ¿Sales con alguien? ¿Es lo que no te atreves a decirme?

– ¿En qué estás pensando, nena? Jesús. Joder. No salgo con nadie. No quiero salir con nadie.

– Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? Maldito seas, Kenny Fleming.

– Dos meses, cariño. Solo te pido eso.

– No me queda otra elección, ¿verdad? Pues no conviertas esto en un juego, pidiendo dos meses.

– No grites. No es necesario. Preocupará a los chicos.

– ¿Y esto no? Dejar de ver a su padre, saber si formamos una familia. ¿Esto no les preocupará?

– Es egoísta, lo sé.

– Ya lo creo.

– Pero es lo que necesito.

Jean no tuvo otro remedio que ceder. No se verían mientras él reflexionara. Los dos meses que había pedido se alargaron a cuatro, los cuatro a seis, los seis a diez, los diez a doce. Un año se convirtió en dos. Debió enfrentarse a un momento de indecisión sobre sus circunstancias vitales cuando se discutió con el comité de criquet de Kent y fue a jugar por Middlesex, pero cuando Kenneth Fleming convirtió en realidad su sueño, cuando los seleccionadores nacionales eligieron al nuevo y principal bateador de Middlesex para jugar por Inglaterra, su matrimonio ya solo era una formalidad.

Por razones que siguen siendo oscuras para mí, no pidió el divorcio. Ni tampoco ella. ¿Por qué no?, se preguntarán. ¿Por los hijos? ¿Para conservar una sensación de seguridad? ¿Para guardar las apariencias? Solo sé que cuando se mudó a Londres para estar más cerca del campo de juego de Middlesex, no lejos de Re-gent's Park, no volvió a la Isla de los Perros, sino que se mudó a la casa de mi madre en Kensington.

El emplazamiento, al fin y al cabo, era casi perfecto. Un salto a Ladbroke Grove, una caminata por Maida Vale, otro brinco de longitud a St. John's Wood Road, y allí estaba el Lord's Cricket Ground, donde jugaba Middlesex.

La situación era ideal. Mi madre poseía aquella enorme casa en Staffordshire Terrace, con habitaciones de sobra. Kenneth necesitaba un lugar donde vivir que no fuera muy caro, para seguir ayudando a su mujer y sus hijos.

El vínculo entre mi madre y Kenneth ya se había establecido. Era un tercio mascota, un tercio inspiración y un tercio fuente de energía interior para él. Cuando le contó las dificultades concernientes a su decisión de dejar de jugar para Kent y alistarse en Middlesex, también confesó su reticencia a volver a su antigua manera de vivir. A cuya reticencia ella contestó con seriedad:

– ¿Lo sabe Jean, Ken?

Y el dijo:

– Aún no se lo he dicho.

A lo cual mi madre respondió con una cautelosa recomendación:

– Tal vez sea necesario que vuestras vidas progresen con parsimonia. Dejemos que la naturaleza siga su curso. ¿Qué te parece si…? Tal vez lo consideres demasiado impulsivo, pero ¿por qué no vienes a vivir conmigo una temporada, mientras ves qué dirección va a tomar tu vida? -Porque estaba más cerca del Lord's, porque aún no ganaba bastante dinero para que la familia se trasladara, porque porque porque-. ¿No te sería de ayuda, querido?

Ella le proporcionó las palabras. Él las utilizó, sin duda. El final fue el mismo, a la postre. Se fue a vivir con mi madre.

Y mientras ella se entregaba al bienestar de Kenneth Fleming, yo trabajaba en el zoo de Regent's Park.

Recuerdo que pensé: ¿Quieres la verdad, Chris? Yo te enseñaré la verdad, después de aquella mañana en mi cuarto. Pensé, cree que me conoce, el muy estúpido. No sabe una mierda.

Me dispuse a demostrar lo poco que sabía. Trabajé en el zoo, primero con el personal de mantenimiento, y por fin conseguí un empleo en el hospital de animales, donde tuve acceso a sus bases de datos, que se demostraron de incalculable valor y apuntalaron mi prestigio en la organización, cuando el MLA decidió que había llegado el momento de averiguar dónde eran enviados los animales que sobraban. Me impliqué todavía más en el MLA. Si Chris amaba a los animales, yo los amaría más. Correría riesgos mayores.

Pedí que me asignaran a una segunda unidad de asalto.

– Somos demasiado lentos -dije-. No hacemos lo suficiente. No somos lo bastante rápidos. Si permitís que algunos de nosotros pasemos de una unidad a otra, duplicaremos nuestras actividades. Puede que incluso las tripliquemos. Pensad en el número de animales que podemos salvar.

Solicitud denegada.

Empecé a presionar a nuestra unidad.

– Nos estamos relajando. Hay que trabajar con más ahínco.

Chris me observaba con cautela. Había pasado el tiempo suficiente a mi lado para tener derecho a interrogarse sobre mis motivos ulteriores, a la espera de» que emergieran.

De haber estado implicados en algo menos estre-mecedor, aquellos motivos habrían surgido al cabo de pocas semanas. Es irónico, ahora que lo pienso. Intensifiqué mis actividades en la organización con la intención de que Chris viera quién era en realidad, para que se enamorara de mí, poder follármelo, rechazarle a continuación y salir llena de júbilo por el hecho de que no me importaba. Mi intención era utilizar las actividades de liberación a sangre fría, sin más preocupación por el destino de los animales que por el destino de los hombres que me ligaba en la calle. Terminé con la sensación de que alguien me había cortado a tiras el corazón con un par de tijeras de podar oxidadas.

No fue un proceso rápido. No sentí la menor mella o fisura en la armadura de mi indiferencia cuando el primer pachón que rescaté de un laboratorio dedicado al estudio de úlceras de estómago me lamió la mano. Lo pasé al transportista, seguí hasta la siguiente jaula y me concentré en la necesidad de obrar con rapidez y silencio.

Cuando me derrumbé por fin, no fue por culpa de un experimento científico, sino por un criadero de cachorrillos ilegal que asaltamos en Hampshire, no lejos de los Wallops.

¿Ha oído hablar de esos lugares? Crían perros solo por los beneficios que obtienen. Siempre están en sitios aislados, en ocasiones disimulados como una granja normal.

El criadero de cachorros había llamado nuestra atención porque uno de nuestros comandos, cuando fue a visitar a sus padres en Hampshire, se acercó a una exposición de coches de segunda mano y se topó con una mujer que llevaba unos cachorrillos. Tenía dos perras en casa, afirmó con demasiada insistencia, las dos habían parido a la vez, estoy rodeada de cachorrillos, quiero venderlos por casi nada, todo el lote. A nuestro comando no le gustó el aspecto de la mujer ni el aspecto alicaído de los cachorros. La siguió a casa, por una carretera sinuosa y estrecha que iba a morir entre dos senderos, flanqueados ambos de hierba manchada de aceite.

– Los tiene en un establo -nos dijo. Apretó las palmas y las elevó como si estuviera rezando-. Hay jaulas. Apiladas unas sobre otras. Sin luz ni ventilación.

– Parece un caso para la Sociedad Protectora de Animales -observó Chris.

– Tardaríamos semanas. Y aunque actuara contra ella, la cuestión es… -paseó una solemne mirada alrededor del grupo-. Escuchad. Hay que acabar de una vez por todas con esta mujer.

Alguien apuntó el tema de la logística. No se trataba de un laboratorio desierto por la noche. Alguien vivía en la casa, a unos cincuenta metros del establo donde tenía encerrados a los animales.¿Y si los perros ladraban, como sin duda sucedería? ¿No habría una alarma dispuesta, o llamaría a la policía, o nos perseguiría con una escopeta?.

Era posible, reconoció Chris. Decidió ir en persona a explorar el lugar.

Fue a Hampshire solo. Cuando volvió, se limitó a decir:

– Lo haremos la semana que viene.

– ¿La semana que viene? -pregunté-. Chris, es muy poco tiempo. Todos correremos peligro. Es…

– La semana que viene -repitió, y extrajo un plano de la granja. Asignó a los vigilantes el problema de la señora Porter, la propietaria; comentó la improbabilidad de que llamara a la policía y llamara la atención de la ley sobre ella, como responsable del criadero de cachorros, para empezar. Pero sí podía hacer otra cosa. Los vigilantes tendrían que neutralizarla. Nos dijo que lleváramos mascarillas quirúrgicas, y en aquel momento tendría que haber comprendido lo espantoso que iba a ser.

Llegamos a la una de la madrugada. Los vigilantes se dirigieron a custodiar las dos entradas del criadero, uno en el patio y el otro de cara a un jardín delantero perfecto y la senda sembrada de cajas. Cuando el parpadeo de sus luces nos comunicó que habían ocupado sus puestos, los libertadores nos dispusimos a correr hacia el establo. Por una vez, Chris nos acompañó. Nadie se atrevió a preguntar por qué.

Encontramos el primer animal muerto en un corral, justo delante del establo. En el círculo de luz que Chris proyectó sobre él, vimos que había sido un perro de aguas en algún momento. Ahora estaba hinchado, pero la hinchazón parecía ondular a la luz de la linterna de Chris. Era a causa de los gusanos. Su compañero del corral era un perdiguero dorado, cubierto de barro y heces. Se esforzó por ponerse en pie. Cayó sobre la valla de alambre.

– Mierda -murmuró alguien.

El perdiguero disparó la alarma que habíamos supuesto.

Oímos los gritos procedentes de la casa cuando estuvimos dentro del establo, pero se convirtió al instante en un mero fondo auditivo de lo que descubrimos en el interior. Todos llevábamos linternas. Las encendimos. Había excrementos por todas partes. Nuestros pies emitieron ruidos de succión cuando se hundieron en la paja que cubría.el estiércol.

Los animales gimotearon. Estaban apelotonados en jaulas del tamaño de cajas de zapatos, apiladas unas sobre otras, de modo que los perros de abajo vivían entre las deyecciones de los perros de arriba. Debajo de las cajas había tres bolsas de basura. Una desparramó su contenido en el estiércol: cuatro cachorros de terrier muertos, tirados entre pelo húmedo, heces y comida podrida.

Nadie habló, como de costumbre. Pero uno de los tíos se puso a llorar. Tropezó contra un lado del establo.

– Patrick, Patrick -le urgió Chris-, no me falles ahora. Da la señal -me indicó, mientras avanzaba hacia las jaulas.

Los perros empezaron a gañir. Volví a la puerta del establo y apunté la luz hacia los transportistas, que esperaban bajo el seto de tejo que bordeaba la propiedad. En la casa, los vigilantes forcejeaban con la señora Porter.

– ¡Policía! ¡Socorro! ¡Policía! -gritó desde el primer peldaño, lo más lejos que consiguió llegar, antes de que uno de los vigilantes le sujetara los brazos por detrás y el otro la amordazara. La arrastraron al interior de la casa. Las luces se apagaron.

Los transportistas se precipitaron hacia el establo. Uno de ellos resbaló en el estiércol y cayó. Los perros se pusieron a aullar.

Chris corrió ante la hilera de jaulas. Yo me uní a los que trabajaban al final del establo. Pese a la luz limitada de mi linterna, aún podía ver, y sentí que el vértigo se apoderaba de mí. Había cachorros por todas partes, pero no eran los animalitos deliciosos que se ven en los calendarios de Navidad. Aquellos yorkies y ovejeros, aquellos perdigueros y perritos de lanas tenían los ojos ulcerados, heridas abiertas. Por los parches sin pelo de su piel hormigueaban toda clase de parásitos.

Uno de los tíos mayores empezó a blasfemar. Dos de las mujeres lloraban. Yo procuraba no respirar y hacer caso omiso de las oleadas alternativas de calor y frío que recorrían mi cuerpo. Un zumbido en mis oídos apagaba los sonidos que emitían los animales, pero, aterrorizada de que el zumbido se interrumpiera, me puse a recitar todo lo que pude recordar de El libro de las bestias del niño malo. Ya había terminado con el yak, el oso polar y la ballena cuando llegué a la última jaula. Contenía un pequeño terrier tibetano. Deslicé mis dedos enguantados entre los barrotes y murmuré todo cuanto pude recordar del estribillo sobre el dodo. Empezaba con algo sobre ir de paseo. Algo sobre tomar el sol y el aire.

Abrí la jaula, me concentré en el estribillo. Los otros versos tenían que rimar con «pasear» y «aire». No los recordé.

Extendí la mano hacia el perro, pero buscaba las palabras. ¿Cuáles eran? ¿Cuáles eran?

Tiré del perro hacia mí. Tenía que recordar el estribillo como fuera, porque de lo contrario me derrumbaría, y no me lo podía permitir. No sabía qué hacer para evitarlo, salvo pasar cuanto antes a otro estribillo, uno más conocido, uno cuyas palabras no olvidara. Como «Humpty Dumpty». *

Levanté al perro y vislumbré su pata posterior derecha. Colgaba inútil de una tira de piel. En la piel se veían las marcas inconfundibles de pinchazos y dentelladas. Como si hubiera intentado arrancarse a mordiscos su propio pie. Como si el perro que ocupaba la jaula de abajo hubiera intentado arrancársela a mordiscos.

Mi visión se estrechó hasta un punto de luz. Grité, pero no emití ningún sonido que recordara a un nombre o una palabra. Tenía al perro apoyado contra mí, como algo inanimado, sin vida.

Todo a mi alrededor era movimiento, manchas negras a medida que los libertadores trasladaban animales e intentaban contener la respiración. Tragué aire, pero no encontré suficiente.

– Deja que lo coja -dijo alguien a mi lado-. Livie. Livie. Dame el perro.

No podía soltarlo. No podía moverme. Solo sentía que me estaba fundiendo, como si una gran llamarada estuviera devorando mi piel. Empecé a llorar.

– Su pata -grité.

Después de todo lo que había visto durante mi mi-litancia en el MLA, parece absurdo que una pata de perro colgando de una tira de piel muerta me desmoronara, pero así fue. Me sentí henchida de rabia. Sentí que la impotencia me succionaba, como arenas movedizas.

– Basta -dije, y fui yo quien cogió la lata de petróleo en la puerta, donde Chris la había dejado.

– Aléjate, Livie -dijo.

– Saca ese perro del corral -contesté-. Sácalo. He dicho que lo saques, Chris. Sácalo.

Empecé a rociar de petróleo el interior de aquel antro infernal. Cuando el último perro fue recogido y la última jaula tirada al suelo, encendí la cerilla. Las llamas brotaron como un geiser. Nunca había visto un espectáculo tan hermoso.

Chris me arrastró del brazo, de lo contrario me habría quedado dentro y ardido en el interior de aquel establo siniestro. Salí tambaleante, comprobé que habían rescatado al perdiguero del corral y corrí hacia la senda. No paraba de decir «Basta». Intentaba borrar de mi mente la imagen de aquella patética patita colgante.

Paramos en una cabina telefónica de Itchen Abbas. Chris llamó al teléfono de urgencias y avisó del fuego. Volvió a la camioneta.

– Es más de lo que esa mujer se merece -dije.

– No podemos dejarla atada. No queremos un asesinato sobre nuestras conciencias.

– ¿Por qué no? Ella tiene muchos.

– Eso es lo que nos diferencia.

Vi pasar la noche. La autopista se extendía ante nosotros, una cuchillada de hormigón gris que partía la tierra.

– Ya no es divertido-dije a mi reflejo en la ventanilla del acompañante. Noté que Chris me miraba.

– ¿Quieres dejarlo? -preguntó.

Cerré los ojos.

– Solo quiero terminarlo.

– Así se hará.

Aceleramos.

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