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McCaleb la vio antes de que ella lo viera. Caminaba por el muelle principal, pasada ya la fila de embarcaciones de millonarios, cuando distinguió a la mujer, de pie en la popa del Following Sea. Eran las nueve y media de un sábado por la mañana y el cálido susurro de la primavera había atraído a mucha gente a las dársenas de San Pedro. McCaleb estaba finalizando su cotidiano paseo matinal, rodeando todo el puerto deportivo de Cabrillo para luego continuar hasta el embarcadero y regresar. A esas alturas ya resoplaba, pero aminoró su paso todavía más al aproximarse al yate. Su primer sentimiento fue de irritación, ya que no había invitado a la mujer a subir a bordo. Sin embargo, a medida que se acercaba dejó de lado su enfado y se preguntó quién sería ella y que querría.

El vestido veraniego suelto que le llegaba hasta la mitad del muslo no era lo más adecuado para navegar. La brisa marina amenazaba con levantárselo y la obligaba a mantener el brazo pegado al costado. McCaleb no le veía los pies, pero adivinaba, por los músculos tensos en las piernas bronceadas de la mujer, que no llevaba unos náuticos, sino tacones altos. Su primera interpretación fue que estaba allí para impresionar a alguien.

El atuendo de McCaleb, en cambio, no era como para impresionar a nadie: unos vaqueros viejos desgarrados por el uso, no por ir a la moda, y una camiseta del torneo Catalina Gold Cup de hacía unos cuantos veranos. La ropa estaba salpicada de manchas diversas: poliuretano, aceite de motor, sangre de pescado y algo de la suya. Le había servido como indumentaria de pesca y de trabajo. Tenía intención de pasar el fin de semana reparando el barco e iba vestido en consecuencia.

Tomó conciencia de su aspecto al acercarse al yate y ver mejor a la mujer. Se sacó los auriculares y apagó el discman cuando Howlin’ Wolf cantaba I ain’t superstitious.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó antes de poner un pie en su propia embarcación.

La voz de McCaleb pareció sobresaltar a la mujer, que se volvió desde la puerta corredera que daba acceso al salón. McCaleb supuso que había golpeado el cristal creyendo que él estaba dentro, y aguardaba respuesta.

– Busco a Terrell McCaleb.

Se trataba de una mujer atractiva de treinta y pocos años, al menos una década más joven que McCaleb. Había algo familiar en ella que no lograba situar, una sensación de déjà vu. Al mismo tiempo sintió la agitación del reconocimiento, pero esta idea pronto se desvaneció y supo que estaba equivocado, que no conocía a la mujer que tenía delante. Él recordaba las caras, y aquélla era lo bastante bonita como para no olvidarla.

Había pronunciado mal el apellido y había usado el nombre formal que nadie utilizaba, salvo los periodistas. Entonces empezó a entender qué la había empujado hasta allí: otra alma perdida que llegaba al lugar equivocado.

– McCaleb -le corrigió-, Terry McCaleb.

– Perdón. Yo, bueno, pensé que tal vez estaría dentro. No sabía si hacía bien en subir al barco y llamar a la puerta.

– Pero lo ha hecho de todos modos.

Ella continuó, sin hacer caso de la reprimenda, como si previamente hubiera ensayado lo que tenía que hacer y decir.

– Necesito hablar con usted.

– Verá, estoy bastante ocupado ahora mismo. -Señaló la escotilla abierta de la sentina, en la que ella había tenido la fortuna de no caer, y las herramientas que había dejado desparramadas sobre un trapo, junto al espejo de popa.

– Llevo casi una hora dando vueltas buscando este barco -dijo ella-. No le robaré mucho tiempo. Me llamo Graciela Rivers y quería…

– Mire, señorita Rivers -la interrumpió levantando las manos-. La verdad es que yo… Ha leído lo que han escrito sobre mí en el periódico, ¿no?

Ella asintió.

– Bueno, antes de que empiece a hablar, debo aclararle que no es usted la primera en venir a buscarme aquí o en llamarme por teléfono. Me limitaré a decirle lo mismo que a los demás. No busco empleo. De manera que si pretende contratarme o que le ayude de algún modo, lo siento pero no voy a hacerlo. No me interesa esa clase de trabajo.

Graciela Rivers guardó silencio y McCaleb sintió un arranque de simpatía hacia ella, similar al que había sentido por las otras personas que habían acudido a él con anterioridad.

– Mire, puedo recomendarle a un par de investigadores privados que harán un buen trabajo y no la estafarán.

Se acercó hasta la borda de popa, recogió las gafas de sol que había olvidado llevar en su paseo y se las puso para dar por zanjada la conversación. Sin embargo, ella no se dio por aludida ni por el gesto ni por las palabras.

– El artículo decía que era bueno, que odiaba que alguien culpable saliera impune.

McCaleb metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

– Debe recordar que nunca trabajé solo. Tenía compañeros, equipos de laboratorio, me respaldaba todo el FBI. Eso es muy diferente a un hombre solo que va por libre. Probablemente no podría ayudarla ni aunque quisiera.

La mujer asintió y McCaleb creyó que la había convencido y que el asunto quedaría solventado. Empezó a pensar en la válvula de uno de los motores que debía reparar durante el fin de semana, pero se equivocaba con ella.

– Creo que puede ayudarme, y quizá también ayudarse usted mismo.

– No necesito el dinero. Me las arreglo bien.

– No estoy hablando de dinero.

Él la miró un momento antes de contestar.

– No sé a qué se refiere -dijo cargando su respuesta de exasperación-, pero no puedo ayudarla. Ya no tengo placa y no soy un investigador privado. Sería ilegal que actuará como tal o que aceptara dinero sin una licencia. Si leyó la columna del periódico, entonces ya sabrá lo que me ocurrió. No puedo ni conducir. -Señaló hacia el aparcamiento, situado tras la línea de muelles y la pasarela-. ¿Ve ese coche que parece envuelto como un regalo de Navidad? Es el mío. Ahí se quedará hasta que obtenga la aprobación médica para volver a conducir. ¿En qué clase de investigador me convierte eso? ¿Voy a ir en autobús?

Desoyendo sus protestas, Graciela Rivers se limitó a mirarlo con una expresión que lo enervaba. McCaleb ya no sabía qué hacer para sacarla del barco.

– Le daré esos nombres.

Pasó junto a ella, abrió la puerta corredera y entró al salón. Cerró tras de sí: necesitaba la separación. Se arrodilló ante los cajones que había bajo la mesa de navegación y empezó a buscar su agenda telefónica. Llevaba tanto tiempo sin necesitarla que no sabía a ciencia cierta dónde estaba. Miró a través de la puerta y vio que la mujer apoyaba las caderas contra el espejo de popa mientras aguardaba.

El vidrio ahumado de la puerta impedía que ella se apercibiera de que la estaba contemplando. La sensación de familiaridad le invadió de nuevo y trató una vez más de situarla. Le resultaba muy atractiva. Aquellos ojos oscuros con forma de almendra parecían al mismo tiempo tristes y conocedores de algún secreto. Sin duda se acordaría si se la hubiera encontrado antes o si simplemente se hubiera fijado en ella. Pero no recordaba nada. La mirada de McCaleb fue instintivamente hacia las manos de la mujer en busca de un anillo: no llevaba ninguno. Había acertado en lo de los zapatos, calzaba sandalias con tacones de corcho de cinco centímetros. Las uñas de los pies, pintadas de rosa, resaltaban en su piel morena. Se preguntó si siempre luciría ese aspecto o bien se había vestido así para convencerle de que aceptara su propuesta.

Encontró la agenda en el segundo cajón y buscó a Jack Lavelle y Tom Kimball. Escribió sus nombres y números en un folleto viejo del servicio naval y abrió la puerta. La mujer estaba abriendo el bolso cuando él salió. McCaleb sostuvo el papel en alto.

– Aquí hay dos nombres. Lavelle es un agente retirado de la policía de Los Ángeles y Kimball trabajaba en el FBI. He colaborado con los dos y cualquiera de ellos hará un buen trabajo para usted. Elija uno y llámelo. Asegúrese de decirle que viene de mi parte y le atenderá.

En lugar de agarrar el papel que le ofrecía, la mujer sacó una foto del bolso y se la tendió. McCaleb la tomó sin pensar y de inmediato reparó en que había cometido un error. Tenía en la mano el retrato de una mujer sonriente, que miraba a un niño pequeño mientras éste soplaba las velas de un pastel de cumpleaños. McCaleb contó siete. Al principio pensó que se trataba de una imagen de Rivers unos años más joven, pero enseguida se corrigió. La mujer de la foto tenía una cara más redonda y labios más finos. No era tan hermosa como Graciela Rivers. Pese a que ambas tenían profundos ojos castaños, los de la mujer de la fotografía carecían de la intensidad de aquellos que lo estaban mirando en ese momento.

– ¿Su hermana?

– Sí, y su hijo.

– ¿Cuál?

– ¿Qué?

– ¿Cuál de los dos está muerto?

La pregunta constituía su segundo error, que agravaba el primero y lo involucraba más en el asunto. Supo en el momento de formularla que debería haber insistido en que aceptara los nombres de los dos detectives y poner punto final a la cuestión.

– Mi hermana, Gloria Torres. La llamábamos Glory. Él es su hijo, Raymond.

McCaleb asintió y le devolvió la foto, pero ella no la aceptó. El ex agente sabía que la mujer quería que le preguntara qué ocurrió, sin embargo, él por fin había echado el freno.

– Mire, esto no va a funcionar -dijo, al fin-. Sé lo que está haciendo y no da resultado conmigo.

– ¿Quiere decir que no tiene compasión?

Vaciló un instante, mientras la ira bullía en su interior.

– Tengo compasión. Si leyó el periódico sabe lo que me sucedió. La compasión ha sido siempre mi problema.

El detective trató de contener cualquier resentimiento. No se le escapaba que la mujer estaba consumida por terribles frustraciones. McCaleb había conocido a centenares de personas como ella, cuyos seres queridos les habían sido arrebatados sin motivo alguno. Y luego, ninguna detención, ninguna condena, ningún cierre. Las vidas de los familiares cambiaban de un modo irremediable y algunos quedaban como zombis, como almas en pena. Graciela Rivers era una de esas personas. Tenía que serlo para haberle seguido la pista hasta allí. McCaleb sabía que, por muy ofendido que se sintiera, ella no merecía cargar con sus frustraciones.

– Mire -dijo-, no puedo hacerlo. Lo siento.

McCaleb la agarró suavemente del brazo para conducirla al escalón del muelle; sintió el músculo fuerte bajo la piel suave. Le devolvió de nuevo la foto, pero ella se negó a aceptarla.

– Mírela otra vez, por favor. Sólo una vez más y le dejaré tranquilo. Dígame si siente algo.

McCaleb negó con la cabeza e hizo un leve movimiento con la mano, como para dar a entender que nada iba a cambiar.

– Yo era agente del FBI, no vidente.

No obstante, volvió a levantar la foto y la observó. La mujer y el niño parecían felices. Era una fiesta. Siete velas. McCaleb recordó que sus padres aún seguían juntos cuando él había cumplido los siete. Aunque no por mucho tiempo. Sus ojos se fijaron más en el chico que en la mujer. Se preguntó cómo sería la vida para el muchacho huérfano.

– Lo lamento, señorita Rivers. De veras. Pero no hay nada que pueda hacer por usted. ¿Quiere que se la devuelva o no?

– Tengo una copia. Ya sabe, dos por el precio de una. Pensé que le gustaría conservarla.

Por primera vez advirtió la resaca en la corriente emocional. Había algo más en juego, pero desconocía de qué se trataba. Miró detenidamente a Graciela Rivers y tuvo la sensación de que si daba un paso y formulaba la pregunta obvia estaría atrapado. No pudo evitarlo.

– ¿Por qué iba a desear guardar esta foto si no voy a poder ayudarla?

Graciela Rivers sonrió de un modo melancólico.

– Porque ella es la mujer que le salvó la vida. A veces he pensado que le gustaría saber qué aspecto tenía, quién era.

McCaleb la miró por un instante, pero en realidad no veía a la mujer que tenía ante sí. Miraba a su interior, repitiéndose lo que acababan de decirle sin lograr desentrañar el significado.

– ¿De qué está hablando?

Fue todo lo que acertó a preguntar. Notaba que el control de la conversación y todo lo demás se inclinaba del lado de ella. La resaca lo arrastraba mar adentro.

La mujer levantó el brazo, pero pasó de largo junto a la foto que McCaleb aún le ofrecía. Puso la palma de la mano en el pecho del hombre y la bajó por la camisa, trazando con sus dedos la gruesa trayectoria de una cicatriz. Él, paralizado, no se lo impidió.

– Su corazón -dijo-. Era el de mi hermana. Ella le salvó la vida.

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