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En su época en el FBI, sus compañeros llamaban el «tango» a la parte del trabajo que implicaba actuar con diplomacia con la policía local. Se trataba de una cuestión de ego y de territorialidad. Un perro no se mea en el patio de otro perro. No sin permiso.

No había ni un solo detective de homicidios en activo que anduviese escaso de ego. Constituía un requisito laboral. Para cumplir con el trabajo era preciso estar convencido de que se estaba preparado y de que uno era mejor, más listo, más fuerte, más genial y más capacitado que el adversario. Uno debía estar seguro de que iba a ganar. Y si tenía alguna duda al respecto, más le valía dar marcha atrás y trabajar en robos o ir a patrullar o dedicarse a cualquier otra cosa.

El problema residía en que el amor propio de los detectives de homicidios no conocía limites, hasta el extremo de que extendían la opinión que les merecían sus adversarios a aquellos que querían ayudarles, en especial a los agentes del FBI. Ningún policía de homicidios en un caso estancado deseaba que le dijeran que quizás otra persona -en particular un federal de Quantico- podría ayudarle o hacerlo mejor. McCaleb sabía por experiencia que cuando un policía finalmente se rendía y ponía el caso en la nevera, en su fuero interno no quería que nadie lo retomara y probara su error resolviéndolo. Como agente del FBI, a McCaleb casi nunca le había pedido consejo el detective al frente de una investigación. Siempre era idea de sus superiores, que no se preocupaban por el amor propio ni por los sentimientos heridos, sino por resolver casos y mejorar las estadísticas. Por eso llamaban al FBI, y McCaleb venía y tenía que bailar con el detective asignado al caso. Algunas veces se trataba de una suave danza de compañeros bien coordinados, pero por lo general era un tango portuario entre hombres. Había pisotones y los egos salían magullados. McCaleb había sospechado en más de una ocasión que el detective con el que estaba trabajando se guardaba información o se regocijaba secretamente de que él no consiguiera identificar a un sospechoso o cerrar un caso. Formaba parte de la mezquina lucha por la territorialidad del mundo de las fuerzas del orden. A menudo la víctima o la familia de la víctima no eran tomados en consideración, no formaban parte del plato. Eran el postre. Y a veces no había postre.

McCaleb estaba casi seguro de que le iba a tocar bailar un tango en el Departamento de Policía de Los Ángeles. No importaba que aparentemente hubieran llegado a un callejón sin salida en la investigación de Gloria Torres y que él pudiera ayudarles. Se trataba de una cuestión de territorialidad y, para empeorar la situación, él ya no formaba parte del FBI. Iba desnudo, sin ninguna placa. Todo lo que llevaba consigo cuando se presentó en la División de West Valley a las siete y media de la mañana del martes era un maletín de piel y una caja de dónuts. Iba a tener que bailar el tango sin música.

McCaleb había elegido la hora de llegada teniendo en cuenta que la mayoría de los detectives empezaban temprano para acabar antes su jornada. Era el momento en que contaba con más posibilidades de encontrar en su oficina a los dos detectives asignados al caso de Gloria Torres. Graciela le había facilitado los nombres: Arrango y Walters. McCaleb no los conocía, pero sí a su superior, el teniente Dan Buskirk, con quien había trabajado unos años antes en el caso del Asesino del Código. No obstante, su relación era superficial y McCaleb desconocía la opinión que Buskirk tenía de él. Aun así decidió que sería mejor seguir el protocolo y empezar con Buskirk para luego, con un poco de suerte, llegar a Arrango y Walters.

La División de West Valley se hallaba en Owensmouth Street, en Reseda. Un lugar extraño para una comisaría. La mayoría de las comisarías del Departamento de Policía de Los Ángeles se situaban en las áreas más conflictivas, donde la actuación policial era más necesaria. Todas tenían muros de hormigón a la entrada para protegerse de posibles disparos efectuados desde un vehículo. Sin embargo, la de West Valley era diferente. No había barreras. La comisaría se hallaba en una bucólica zona residencial de clase media, entre una biblioteca y un parque público, y con mucho sitio para aparcar en la acera de enfrente. Al otro lado de la calle había una fila de casas de una sola planta, características del valle de San Fernando.

Después de que el taxi lo dejara en la puerta, McCaleb entró en el vestíbulo principal, saludó a uno de los oficiales uniformados de detrás del mostrador y se dirigió al pasillo que conducía hacia la izquierda, sin titubear. Sabía que llevaba a la oficina de los detectives, porque la mayoría de las comisarías de la ciudad estaban distribuidas de la misma manera.

McCaleb se sintió animado al ver que el agente uniformado no lo detenía. Quizá fue por los dónuts, pero lo tomó como una prueba de que aún conservaba el porte: el confiado caminar de un hombre con placa y pistola. El no llevaba ni una cosa ni la otra.

Al entrar en la sala de la brigada de detectives se encontró con otro mostrador. Se apoyó en él y se inclinó para mirar a la izquierda por la ventana de cristal del pequeño despacho que sabía pertenecía al teniente. Estaba vacío.

– ¿Puedo ayudarle?

Se enderezó y miró al joven detective que se había acercado al mostrador desde una mesa próxima. Probablemente era un novato al que le habían asignado atender el mostrador. Por lo general esa tarea se encomendaba a voluntarios de edad avanzada del vecindario o a policías incapacitados por una herida o una medida disciplinaria.

– Quería ver al teniente Buskirk, ¿está?

– Está en una reunión en la oficina del valle. ¿Puedo ayudarle en algo?

Eso significaba que Buskirk se hallaba en Van Nuys, en la oficina de mando del valle de San Fernando. El plan de McCaleb de empezar por él se fue a pique. Podía esperarle o irse y volver más tarde. Pero ¿ir adónde? ¿A la biblioteca? Ni siquiera había una cafetería cerca. Decidió jugar sus cartas con Arrango y Walters. No quería detenerse.

– ¿Y Arrango y Walters de homicidios?

El detective miró una pizarra de plástico montada en la pared con los nombres en la parte izquierda y filas de casillas para marcar en las que ponía presente, ausente, así como libre o juzgados. No había señal alguna en las líneas correspondientes a Arrango y Walters.

– Déjeme ver -dijo el agente-. ¿Cuál es su nombre?

– Me llamo McCaleb, pero no me conocen. Dígales que es sobre el caso de Gloria Torres.

El agente volvió a su mesa y marcó un número de tres dígitos en el teléfono. Habló en un susurro. McCaleb comprendió que, por lo que a aquel policía concernía, él no tenía el porte. Medio minuto después el agente colgó y no se molestó en levantarse de nuevo.

– De la vuelta, y al final del pasillo es la primera puerta a la derecha.

McCaleb asintió, recogió la caja de dónuts del mostrador y siguió las instrucciones. Mientras se aproximaba, se puso el maletín de piel bajo el brazo para poder abrir, pero la puerta se abrió antes de que él llegara. Un hombre con camisa blanca y corbata lo esperaba de pie, con la pistola en una cartuchera que le colgaba del hombro derecho. Una mala señal, sin duda. Los detectives casi nunca utilizan sus armas, y los de homicidios menos todavía. Cuando McCaleb veía un detective de homicidios con una cartuchera de hombro en lugar de la más cómoda al cinto, sabía que iba a tocarle lidiar con un ego desmesurado. Casi suspiró de manera audible.

– ¿Señor McCaleb?

– El mismo.

– Soy Eddie Arrango, ¿en qué puedo ayudarle? Me han dicho que viene por el caso de Glory Torres.

Se estrecharon las manos después de que McCaleb torpemente se pasara los dónuts a la izquierda.

– Eso es.

Arrango era un individuo grande, más en horizontal que en vertical. Latino, con la cabeza poblada de pelo negro salpicado de gris. Corpulento, de unos cuarenta y cinco años, sin tripa que sobresaliera del cinturón: una descripción que cuadraba con la cartuchera de hombro. Ocupaba toda la puerta y no hizo el menor movimiento para invitar a pasar a su visitante.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar de esto?

– ¿Hablar de qué?

– Voy a investigar el asesinato. -«Fin de la diplomacia», pensó McCaleb.

– Joder, ya estamos -dijo Arrango.

Meneó la cabeza enfadado, miró hacia atrás y luego de nuevo a McCaleb.

– De acuerdo -dijo-, acabemos con esto. Tiene diez minutos antes de que lo eche de aquí.

Se volvió y McCaleb lo siguió hasta una habitación repleta de escritorios y detectives. Algunos levantaron la cabeza de su trabajo para ver a McCaleb, el intruso, pero la mayoría ni se inmutaron. Arrango chascó los dedos para llamar la atención de un detective que ocupaba una de las mesas situadas junto a la pared opuesta. Estaba hablando por teléfono, pero al alzar la mirada reparó en la señal de Arrango, asintió y levantó un dedo. Arrango condujo a McCaleb a una sala de interrogatorios con una mesita apoyada contra la pared y tres sillas. Era más pequeña que una celda. Cerró la puerta.

– Siéntese. Mi compañero vendrá enseguida.

McCaleb eligió la silla que quedaba frente a la pared, lo cual significaba que Arrango ocuparía la de la derecha de McCaleb, si no quería verse obligado a apretarse por detrás de él para sentarse a su izquierda. McCaleb lo quería a la derecha. Era un detalle, pero siempre había formado parte de su rutina como agente poner al sujeto con el que estaba hablando a la derecha. Eso supone que tiene que mirarte desde la izquierda y utiliza la parte del cerebro que es menos crítica y sentenciosa. Un psicólogo les había proporcionado este dato durante una clase de técnicas de interrogación e hipnosis en Quantico. McCaleb no estaba seguro de que funcionara, pero le gustaba aprovechar todas las ventajas a su disposición. Y sabía que necesitaría alguna con Arrango.

– ¿Quiere un dónut? -preguntó mientras Arrango elegía la silla de la derecha.

– No, no quiero ninguno de sus dónuts, lo único que quiero es que se vaya por donde ha venido y se aparte de mi camino. Es cosa de la hermana, ¿no? Trabaja para la maldita hermana. Déjeme ver su carnet. No puedo creer que esté gastando su dinero en…

– No tengo licencia, si es a eso a lo que se refiere.

Arrango tamborileó sobre la mellada mesa, mientras meditaba la cuestión.

– Dios, aquí falta el aire, no deberíamos tener esto tan cerrado.

Arrango era un mal actor. Recitó su frase como si acabara de leerla en una pizarra colgada en la pared. Se levantó, ajustó el termostato que había junto a la puerta y volvió a sentarse. McCaleb sabía que acababa de conectar una cinta y una cámara ocultas tras la rejilla del aire acondicionado, situada sobre la puerta.

– En primer lugar, dice que está llevando a cabo una investigación sobre el asesinato de Gloria Torres, ¿es así?

– Bueno, ni siquiera he comenzado. Pensaba hablar con ustedes para empezar.

– Pero ¿trabaja para la hermana de la víctima?

– Graciela Rivers me pidió que siguiera el caso, sí.

– Y usted carece de licencia para trabajar como investigador privado en el estado de California, ¿cierto?

– Cierto.

La puerta se abrió y el hombre al que Arrango había hecho una señal previamente entró en la sala. Sin volverse a mirar a su compañero, Arrango levantó una mano con los dedos abiertos para pedirle que no interrumpiera. El hombre -McCaleb asumió que era Walters- se cruzó de brazos y se acercó a la pared próxima a la puerta.

– ¿Sabe usted, señor, que es un delito en este estado trabajar como investigador privado sin licencia? Podría arrestarlo ahora mismo.

– Es ilegal, por no decir que es poco ético, aceptar dinero para conducir una investigación sin la adecuada licencia. Sí, soy consciente de ello.

– Espere. Me está diciendo que está trabajando en esto gratis.

– Exactamente. Soy un amigo de la familia.

McCaleb empezaba a cansarse de la pantomima y deseaba comenzar con lo que le había llevado hasta ahí.

– Mire, podemos saltarnos todo este número, apagar la cinta y la cámara y limitarnos a hablar durante unos minutos. Además, su compañero está apoyado contra el micrófono. No está grabando nada.

Walters se alejó de un salto del termostato, justo en el momento en que Arrango se volvía para comprobar que McCaleb tenía razón.

– ¿Por qué no me lo has dicho? -le dijo Walters a su compañero.

– ¡Cállate!

– Quieren un dónut, señores -dijo McCaleb-. Estoy aquí para ayudar.

Arrango, todavía un poco nervioso, se volvió hacia McCaleb.

– ¿Cómo coño sabe lo de la cinta?

– Porque tienen el mismo montaje en todas las oficinas de detectives de la ciudad. Y yo he estado en casi todas. Trabajaba para el Buró. Por eso lo sé.

– ¿El FBI? -preguntó Walters.

– Soy un agente retirado del FBI. Graciela Rivers es una conocida. Ella me preguntó si podía ayudarla en esto, y yo le dije que sí.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Walters.

Obviamente se desayunaba tarde de todo por culpa del teléfono. McCaleb se levantó y le tendió la mano; Walters se la estrechó mientras McCaleb se presentaba. Dennis Walters era más joven que Arrango. Piel pálida, complexión atlética. Vestía con ropa holgada y suelta, lo cual sugería que su armario no se había actualizado desde que experimentara una drástica pérdida de peso. No llevaba a la vista cartuchera alguna: probablemente guardaba la pistola en su maletín hasta que salía a la calle. Era un policía más al estilo de McCaleb. Walters sabía que no era la pistola lo que hacía al hombre; su compañero, no.

– Le conozco -dijo, señalando a McCaleb con el dedo-. Usted es el hombre de los asesinos en serie.

– ¿De qué estás hablando? -intervino Arrango.

– Ya sabes, los perfiles psicológicos. La unidad de crímenes en serie. Es el que mandaron aquí permanentemente porque la mayoría de los chiflados están en Los Ángeles. Trabajó en el caso del Estrangulador de Sunset Strip y, ¿qué más?, en el del Asesino del Código, aquel tipo de los cementerios y unos cuantos más. -Volvió a fijar su atención en McCaleb-. ¿No es así?

McCaleb asintió. Walters chascó los dedos.

– ¿No he leído algo sobre usted recientemente? ¿Algo en el Times?

McCaleb asintió una vez más.

– En la columna «Qué fue de…» de hace dos domingos.

– Sí, eso es. Le hicieron un trasplante de corazón, ¿no?

McCaleb asintió, sabía que la familiaridad alimentaba la comodidad. Al final llegarían al objeto de su visita. Walters permaneció de pie detrás de Arrango, pero McCaleb advirtió que su mirada se fijaba en la caja de la mesa.

– ¿Quiere un dónut, detective? Me fastidia que se echen a perder. No he desayunado, pero no voy a comerme uno yo solo.

– ¿No le importa? -dijo Walters.

Al acercarse y abrir la caja, miró con ansiedad a su compañero. La cara de Arrango era una roca. Walters eligió un dónut de azúcar. McCaleb optó por uno de canela azucarada, y entonces Arrango, a regañadientes, cogió uno con azúcar en polvo. Comieron en silencio durante unos minutos antes de que McCaleb sacara unas servilletas de papel que se había llevado de Winchell’s. Las dejó en la mesa y cada uno tomó la suya.

– Así que la pensión del FBI es tan baja que tiene que aceptar trabajo como investigador privado, ¿eh? -dijo Walters con la boca llena.

– No soy investigador privado. La hermana es una conocida. Como he dicho no cobro.

– ¿Una conocida? -intervino Arrango-. Es la segunda vez que lo dice. ¿De qué la conoce usted exactamente?

– Vivo en un barco, en el muelle. La conocí un día en el puerto deportivo, le gustan los barcos. Ella se enteró de lo que yo hacía para el FBI y me pidió que echara un vistazo en esto. ¿Cuál es el problema?

McCaleb no sabía a ciencia cierta por qué ocultaba la verdad hasta el punto de mentir, pero Arrango le había caído mal y no deseaba revelar su verdadera conexión con Gloria Torres y Graciela Rivers.

– Bueno, mire -dijo Arrango-. Yo no sé lo que le ha contado de esto, pero se trata de un atraco a una tienda, señor del FBI. No se trata ni de Charlie Manson, ni de Ted Bundy ni del jodido Jeffrey Dahmer. No hay que ser astrofísico. Es un desgraciado con un pasamontañas y una pistola, y la adecuada relación entre cerebro y cojones para usar las dos cosas y ganarse unos cuantos dólares. No es lo que está acostumbrado a ver, eso es lo que quiero decir.

– Ya lo sé -dijo McCaleb-, pero le prometí a ella que lo intentaría. ¿Cuánto tiempo ha pasado, dos meses? Pensaba que quizá no les importaría disponer de un par de ojos frescos para mirar algo en lo que ya no pueden invertir mucho tiempo.

Walters mordió el anzuelo.

– A nuestro equipo le han caído cuatro investigaciones desde entonces y Eddie ha estado en juzgados las últimas dos semanas, en Van Nuys -dijo-. Por lo que respecta a Torres, el caso está…

– Todavía abierto -intervino Arrango cortando a su compañero.

McCaleb paseó la mirada de Walters a Arrango.

– Claro, seguro.

– Y tenemos la norma de no invitar a aficionados a participar en los casos abiertos.

– ¿Aficionados?

– No tiene placa ni licencia, eso para mí significa aficionado.

McCaleb dejó pasar el insulto. Suponía que Arrango estaba tomándole la medida. Continuó a lo suyo.

– Ésa es una de esas reglas que sacan a relucir cuando les conviene -dijo-. Pero los tres sabemos que puedo ayudar. No estoy aquí para poner a nadie en evidencia. En absoluto. Cualquier cosa que averigüe, serán los primeros en saberlo. Sospechosos, pistas, lo que sea. Sólo pido un poco de colaboración, eso es todo.

– ¿Qué clase de colaboración exactamente? -preguntó Arrango-. Como ha dicho mi compañero, que habla mucho, estamos bastante ocupados.

– Háganme una copia del expediente y de cualquier vídeo que haya. En cierto modo las escenas del crimen eran mi especialidad, podría ayudar en eso. Sólo háganme copia de lo que tengan y yo me apartaré de su camino.

– Está diciendo que cree que la hemos cagado, que la respuesta está en el expediente, lista para revelársele porque es un federal y los federales son mucho más listos que nosotros.

McCaleb se rió y negó con la cabeza. Empezaba a pensar que debería haber evaluado sus pérdidas y haber salido en cuanto vio la cartuchera del macho. Lo intentó otra vez.

– No, no es eso lo que estoy diciendo. No sé si se les pasó algo por alto o no. He trabajado muchas veces con este departamento. Si tuviera que apostar, apostaría que no se les ha escapado nada. Lo único que digo es que le prometí a Graciela Rivers que echaría un vistazo. Déjenme preguntar algo, ¿les ha llamado muchas veces?

– ¿La hermana? Demasiadas. Una semana sí y otra también y cada vez le digo lo mismo, que no hay sospechosos ni pistas.

– Esperan a que ocurra algo, ¿no? Que le dé nueva vida.

– Quizá.

– Bueno, al menos ésta puede ser la forma de que se la quiten de encima. Si veo lo que tienen y vuelvo para decirle que se ha hecho todo lo posible, quizá les deje en paz. A mí me creerá, porque me conoce.

Ninguno de los dos policías dijo nada.

– ¿Qué pueden perder? -les recordó McCaleb.

– Tenemos que obtener autorización del teniente para cualquier tipo de colaboración -dijo Arrango-. No podemos entregar copias de expedientes sin su autorización. De hecho, la ha cagado, debería haber empezado por él. Ya sabe cómo es el juego. No ha seguido el protocolo.

– Eso lo entiendo. He preguntado por él al llegar aquí, pero me han dicho que estaba en Van Nuys.

– Sí, bueno, no debería tardar -dijo Arrango consultando su reloj-. Sabe qué, ¿dice que es bueno con las escenas del crimen?

– Sí. Si tienen una cinta, me gustaría echarle un vistazo.

Arrango miró a Walters y le guiñó un ojo; luego volvió a mirar a McCaleb.

– Tenemos algo mejor que una cinta de la escena del crimen. Tenemos el crimen. -Se levantó-. Vamos, tráigase esos dónuts.

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