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Con el rabillo del ojo apenas atisbaba el monitor. La pantalla era negra con vetas plateadas; el corazón, un fantasma ondulante; las grapas y remaches que cerraban los vasos sanguíneos aparecían como perdigonazos en su pecho.

– Ya casi está -dijo una voz desde detrás de su oreja.

Bonnie Fox, siempre profesional, le ofrecía calma y consuelo. Pronto vio que la serpenteante línea del catéter se movía en el campo del monitor de rayos X, siguiendo el camino de la arteria y entrando en el corazón. Cerró los ojos. Odiaba ese cuento de que no se siente nada.

– De acuerdo, no deberías notar esto -dijo ella.

– Vale.

– No hables.

Allí estaba. Como el más leve tirón al extremo del sedal: un pez que te roba el cebo. Abrió los ojos y vio la línea del catéter, tan fina como un hilo de pescar, todavía dentro de su corazón.

– Bien, ya lo tenemos -dijo ella-. Ahora vamos a salir. Lo has hecho muy bien, Terry.

Sintió una palmadita en el hombro, pero no pudo mover la cabeza para mirar a la doctora. El catéter fue extraído y Fox le adhirió una gasa en la incisión. La abrazadera que había mantenido su cabeza en un ángulo tan incómodo estaba desabrochada, y McCaleb comenzó a enderezar el cuello, levantando la mano para ejercitar los músculos entumecidos. La cara sonriente de Bonnie Fox se cernió sobre él.

– ¿Cómo te encuentras?

– No me puedo quejar, ahora que ha terminado.

– Te veré dentro de un ratito. Voy a analizar la sangre y a llevar el tejido al laboratorio.

– Quiero hablarte de algo.

– No hay problema, en un momento estoy contigo.

Unos minutos después, dos enfermeras sacaron la camilla de McCaleb del quirófano y la empujaron hasta el ascensor. Detestaba ser tratado como un inválido. Podría haber ido andando, pero iba contra la normativa. Tras una biopsia cardiaca el paciente debe mantenerse en posición horizontal. Los hospitales siempre tienen reglas y el Cedars-Sinai se llevaba la palma.

Lo condujeron a la unidad de cardiología de la sexta planta. Mientras era empujado por el corredor este, pasó junto a las habitaciones de los afortunados que ya habían recibido un corazón y las de aquellos que aún lo esperaban. En una de estas últimas McCaleb vio a un muchacho acostado en la cama, con el cuerpo unido mediante tubos a un respirador artificial. Un hombre trajeado permanecía sentado en la silla, al otro lado del lecho; observaba al chico, pero veía algo más. McCaleb desvió la mirada. Conocía la situación. El chico se estaba quedando sin tiempo. La máquina no lo mantendría con vida durante mucho más. Entonces, el hombre del traje -el padre, supuso- tendría la vista fija en un féretro y esa misma mirada.

Al llegar a la habitación lo pasaron a la cama y lo dejaron solo. Se preparó para la espera. Sabía por experiencia que podían transcurrir seis horas antes de que Fox apareciera, dependía de lo deprisa que se analizara la sangre y de cuánto tardara ella en acudir a retirar los resultados.

Había venido preparado. El viejo maletín de piel, donde había cargado su ordenador y los innumerables expedientes de casos en los que había trabajado, se hallaba repleto de números atrasados de revistas reservadas para los días de biopsia.


Dos horas y media después, Bonnie Fox entró en la habitación. McCaleb apartó el ejemplar de una revista de restauración de barcos que estaba leyendo.

– Esto sí que es rapidez.

– No se dan mucha prisa en el laboratorio. ¿Cómo te sientes?

– Me duele el cuello como si alguien me hubiera puesto el pie encima durante un par de horas. ¿Ya has estado en el laboratorio?

– Sí.

– ¿Cómo ha ido?

– Todo parece normal. No hay rechazo, todos los niveles son correctos. Estoy muy contenta. Podremos bajarte la prednisona dentro de una semana.

Hablaba como si estuviera extendiendo los informes de laboratorio en la mesa del desayuno y verificando los buenos resultados. La cardióloga se refería a la cuidadosamente orquestada combinación de fármacos que McCaleb ingería: dieciocho píldoras por la mañana y dieciséis por la noche. En el botiquín del yate no cabían todos los envases y había habilitado a tal fin uno de los compartimentos de almacenaje del camarote de proa.

– Bien -dijo-. Estoy cansado de afeitarme tres veces al día.

Fox dobló el informe y levantó la tablilla de la mesita. Su vista recorrió con rapidez la lista de preguntas que el paciente debía responder en cada uno de sus ingresos hospitalarios.

– ¿Nada de fiebre?

– En absoluto.

– ¿Y diarrea tampoco?

– No.

McCaleb sabía por la insistencia de la doctora que la fiebre y la diarrea eran los dos principales indicadores de un rechazo. Dos veces al día, como mínimo, se tomaba la temperatura, la presión y el pulso.

– Las constantes vitales son buenas. Incorpórate un poquito, por favor.

Volvió a dejar la tablilla sujetapapeles en la mesita y le auscultó en tres puntos diferentes de la espalda con un estetoscopio que previamente había calentado con su aliento. Luego, él volvió a tenderse y la doctora le tomó el pulso en el cuello con dos dedos, mientras miraba el reloj. Estaba muy próxima a McCaleb cuando hacía esto. Llevaba un perfume de azahar que el agente siempre había asociado a mujeres mayores. Y Bonnie Fox no lo era. McCaleb la miró, examinando su rostro mientras ella se concentraba en el reloj.

– ¿Te has preguntado alguna vez si deberíamos hacer esto? -la interrogó él.

– No hables.

Por fin, ella movió sus dedos hasta la muñeca de McCaleb y le controló el pulso. Después, descolgó el tensiómetro y le tomó la presión arterial sin decir palabra.

– Bien -dijo cuando hubo concluido.

– Bien -repitió él.

– ¿Si deberíamos hacer qué?

Era propio de ella retomar de pronto un fragmento interrumpido u olvidado de la conversación. Rara vez se le pasaba por alto algo de lo que McCaleb decía. Bonnie Fox era una mujer bajita, de más o menos la edad del agente, con el pelo corto y prematuramente gris. La bata blanca de laboratorio, concebida para alguien más alto, le llegaba hasta los tobillos. En el bolsillo del pecho llevaba bordado un esquema del sistema cardiopulmonar, en cuya cirugía estaba especializada. Cuando le atendía, Bonnie Fox se concentraba en su trabajo, pero inspiraba a la vez confianza y comprensión, una combinación que McCaleb siempre había considerado poco común en los médicos, y en el curso de los últimos años había conocido a muchos. Él lo agradecía y se fiaba de ella. En sus más íntimos pensamientos había aparecido la sombra de la duda al saber que un día tendría que poner su vida en manos de una mujer, pero este temor pronto se desvaneció dejándole tan sólo una sensación de culpabilidad. Cuando llegó la hora del trasplante, la cara sonriente de ella fue lo último que vio antes de dormirse en la sala de anestesia. En ese momento ya no hubo la menor vacilación en él. Y fue otra vez la cara sonriente de Bonnie Fox la que le recibió cuando despertó con un nuevo corazón a una nueva vida.

El hecho de que, transcurridas ocho semanas desde el trasplante, no se hubiera presentado ninguna complicación en la recuperación constituía para McCaleb una prueba de la validez de su confianza. En los tres años que habían pasado desde que él entrara por primera vez en su consultorio, se había establecido entre ambos un vínculo que iba más allá de lo profesional. Eran buenos amigos, o al menos así lo creía McCaleb. Habían comido juntos media docena de veces y habían sostenido un sinfín de encendidas discusiones sobre temas tan diversos como la clonación o los juicios a O. J. Simpson. McCaleb le había ganado una apuesta de cien dólares en el primer veredicto. La inquebrantable fe en la justicia de la doctora no le había permitido ver las connotaciones raciales del caso. En el segundo juicio, ella no volvería a apostar.

Fuera cual fuese la cuestión, la mitad de las veces McCaleb se veía a sí mismo adoptando la opinión contraria a la de la cardióloga sólo porque le gustaba batallar con ella. En esta ocasión, la mirada con la que Fox acompañó su pregunta dejaba claro que estaba preparada para una nueva justa.

– Si deberíamos estar haciendo esto -dijo él, moviendo la mano como si quisiera abarcar el hospital entero-. Sacando órganos, poniendo nuevos. A veces me siento como el monstruo de Frankenstein, con partes de otras personas en mi interior.

– Una sola persona y un solo órgano. No te pongas tan teatral.

– Pero es la pieza principal, ¿no? En el FBI cada año teníamos que pasar un examen en el campo de tiro. Disparar al blanco, ya sabes. Y la mejor manera de hacerlo era apuntar al corazón. El círculo que lo rodeaba en esas dianas puntuaba más que la cabeza. Diez puntos: puntuación máxima.

– Mira, creía que ya habíamos superado la discusión de si estamos suplantando a Dios. -Negó con la cabeza, sonrió y lo miró durante unos segundos. La sonrisa finalmente desapareció-. ¿Qué es lo que de verdad te preocupa?

– No lo sé. Supongo que me siento culpable.

– ¿De qué? ¿De vivir?

– No lo sé.

– No seas ridículo. Ya hemos hablado de eso, también. No tengo tiempo para la culpa del superviviente. Es muy sencillo: examina las posibilidades. En un lado estaba la vida y en el otro la muerte. Una decisión importante. ¿De qué hay que sentirse culpable?

Levantó las manos en señal de rendición. Fox siempre ponía las cosas en su justo contexto.

– Típico -dijo la doctora, que no pensaba dejarle retroceder-, te pasas casi dos años esperando un corazón, por poco no lo cuentas, y ahora te preguntas si deberíamos habértelo dado. ¿Qué te preocupa en realidad, Terry? No tengo tiempo para tonterías.

Él le devolvió la mirada. Fox había desarrollado una habilidad para leer en su interior, una virtud que atesoraban todos los mejores agentes del FBI y policías que McCaleb había conocido. Vaciló un instante y decidió decir lo que tenía en mente.

– Supongo que quiero saber por qué no me dijeron que el corazón que llevo es de una mujer que fue asesinada.

Bonnie Fox quedó desconcertada, el shock de la afirmación del agente se reflejó en su rostro.

– ¿Asesinada? ¿De qué estás hablando?

– Ella fue asesinada.

– ¿Cómo?

– No lo sé exactamente. La pillaron en medio de un atraco en una tienda del valle de San Fernando. Un tiro en la cabeza. Murió y yo me quedé el corazón.

– Se supone que no deberías disponer de ninguna información sobre el donante. ¿Cómo lo sabes?

– Porque su hermana vino a verme el sábado. Me lo contó todo… De algún modo, eso cambia las cosas.

Fox se sentó en la cama y se inclinó hacia él. Su rostro adoptó una expresión severa.

– En primer lugar, no tenía ni idea de la procedencia de tu corazón. Nunca lo sabemos. Los órganos nos -llegan a través de la AOSSO. Lo único que nos dijeron era que había un órgano compatible con un receptor en los primeros puestos de la lista de espera. Ése eras tú. Ya sabes cómo funciona la AOSSO. Viste la película durante el periodo de orientación. Nuestra información es limitada, porque eso mejora el funcionamiento. Te dije exactamente lo que sabíamos. Mujer, veintiséis años, si no recuerdo mal. Perfecto estado de salud, grupo sanguíneo adecuado, donante perfecta. Eso es todo.

– Entonces, lo siento. Pensé que lo sabías y te lo habías callado.

– No lo hice, no lo hicimos. Así que si nosotros no sabíamos de dónde ni de quién procedía, ¿cómo es posible que la hermana sepa quién lo recibió? ¿Cómo te encontró? Puede que trate de engañarte, que ella…

– No, es suyo. Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Te acuerdas del artículo del domingo pasado, la columna «Qué fue de…» de la sección metropolitana del Times? Decía que me trasplantaron el corazón el 9 de febrero y que había permanecido mucho tiempo esperando, porque mi tipo sanguíneo es raro. La hermana lo leyó y sumo dos más dos. Obviamente sabía cuándo murió su hermana, sabía que su corazón fue donado y sabía también que tenía un tipo sanguíneo raro. Es enfermera de urgencias en el Holy Cross y concluyó que se trataba de mí.

– Eso tampoco significa que tengas el corazón de su hermana…

– También tenía la carta que escribí.

– ¿Qué carta?

– La que todos escriben después, el agradecimiento anónimo a la familia del donante que envía el hospital. Ella tenía la mía. La miré y era la mía. Recuerdo lo que escribí.

– Esto no debería suceder, Terry. ¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero?

– No, no quiere dinero. ¿No te das cuenta? Quiere que descubra quién asesinó a su hermana. La policía no cerró el caso. Han pasado dos meses y no han hecho ninguna detención. Ella sabe que se han rendido. Entonces leyó el artículo sobre mi trabajo en el FBI. Adivinó que llevaba el corazón de su hermana y pensó que yo podría conseguir lo que al parecer no logran los policías: resolver el caso. El sábado se pasó una hora buscando mi yate en el puerto deportivo de San Pedro. Lo único que salía en el Times era el nombre del barco. Vino a buscarme.

– Esto es una locura. Dame el nombre de esa mujer y yo…

– No. No quiero que le hagas nada. Ponte en su lugar. ¿No harías lo mismo que ella?

Fox se levantó de la cama con los ojos abiertos como platos.

– Dime que no estás pensando en aceptar el caso.

Pronunció la frase como una orden médica. McCaleb no contestó, lo cual ya constituía una respuesta. El paciente vio la inquietud en el rostro de la doctora.

– Escúchame. No estás en condiciones de hacer algo así. Han pasado sesenta días desde el trasplante y pretendes ir por ahí jugando a detectives.

– Sólo lo estoy meditando, ¿de acuerdo? Le dije que lo pensaría. Conozco los riesgos, y sé que ya no soy un agente del FBI. Sería algo completamente distinto.

Fox cruzó sus flacos brazos sobre el pecho en un ademán de enfado.

– Ni siquiera deberías planteártelo. Como doctora tuya que soy, te estoy diciendo que no lo hagas. Es una orden. -Cambió la voz y en un tono más suave agregó-: Tienes que respetar el regalo que te hicieron, Terry, esta segunda oportunidad.

– Pero ese respeto va en dos sentidos. Si no tuviera su corazón ahora estaría muerto. Se lo debo. Es por eso…

– No le debes a ella ni a su familia nada más que la nota que les mandaste. Eso es todo. Ella estaría muerta aunque el corazón lo tuviera cualquier otro. Te estás equivocando.

McCaleb hizo un gesto de asentimiento. Entendía el punto de vista de la doctora, pero no era suficiente para él. Sabía que por mucho que algo tuviera sentido en el plano intelectual eso no sentaba mejor a su espíritu. Ella le leyó el pensamiento.

– ¿Qué pasa?

– No lo sé, es sólo que imaginaba que si alguna vez descubría qué había sucedido me encontraría con un accidente. Estaba preparado para eso. Es lo que te cuentan en la orientación y lo que me explicaste cuando empezamos. Eso de que noventa y nueve de cada cien veces se trata de un accidente que causa una lesión cerebral fatal. Un accidente de coche o alguien que se cae por la escalera o choca con la moto. Pero esto es distinto. Cambia las cosas.

– Siempre dices lo mismo. ¿En qué es diferente? El corazón es un órgano, una bomba biológica. La forma en que su dueño muere no importa.

– Un accidente era algo soportable para mí. Durante el tiempo que pasé esperando, sabiendo que alguien tenía que morir para que yo viviera, me preparé para aceptarlo como un accidente. Un accidente forma parte del destino, o algo así. Sin embargo, un asesinato… Hay una maldad intencionada implícita. No es algo casual. Significa que soy el beneficiario de un acto de maldad, y eso es lo que lo hace diferente.

Fox permaneció unos instantes en silencio. Hundió las manos en los bolsillos de la bata. McCaleb pensó que ella por fin empezaba a entender su punto de vista.

– En eso consistió mi vida durante mucho tiempo -agregó tranquilamente-. Buscaba el mal, era mi trabajo. Y yo era bueno en eso. Pero a la larga el mal me superó, se llevó lo mejor de mí. Creo (no lo creo, lo sé) que eso acabó con mi corazón. Pero ahora es como si nada de todo aquello tuviera importancia, porque estoy aquí, tengo este nuevo corazón, una nueva vida, esta segunda oportunidad de la que hablas, y la única razón es ese odioso acto de maldad que alguien cometió. -Exhaló un largo suspiro antes de continuar-. Ella entró en esa tienda para comprar una chocolatina a su hijo y acabó… Mira, es distinto. No puedo explicarlo.

– Lo que dices no tiene mucho sentido.

– Me cuesta expresarlo con palabras, sólo sé lo que siento. Y para mí tiene sentido.

La mirada de Fox era de resignación.

– Mira, sé lo que pretendes hacer. Quieres ayudar a esa mujer, pero no estás preparado físicamente, de ningún modo. Y emocionalmente, después de oír lo que acabas de decir, creo que no estás en condiciones ni para investigar un accidente de circulación. ¿Recuerdas lo que te dije acerca del equilibrio entre la salud física y la mental? La una se alimenta de la otra. Y me asusta que lo que te está pasando por la cabeza afecte tu progreso físico.

– Comprendo.

– No, no lo creo. Estás jugando con tu propia vida. Si esto se va a pique, si empiezas a tener infecciones o rechazo, no podremos salvarte, Terry. Esperamos veintidós meses el corazón que llevas en el pecho. ¿Crees que aparecerá otro compatible sólo porque has estropeado éste? No hay ninguna posibilidad. Tengo un paciente en este mismo pasillo conectado a una máquina. Espera un corazón que no llega. Podrías ser tú, Terry. Ésta es tu única oportunidad. ¡No la desperdicies!

Se inclinó sobre la cama y le puso la mano en el pecho. A McCaleb le recordó el gesto de Graciela Rivers. Sintió su calor.

– Dile a esa mujer que no. Dile que no y sálvate.

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