33

No había taxis esperando en la puerta de la sala de urgencias. McCaleb decidió cambiar de plan. No había comido nada desde el desayuno y empezaba a sentirse debilitado por el hambre. Notaba el dolor pulsante de una leve migraña en la base del cráneo y sabía que si no cargaba gasolina el dolor no tardaría en extenderse por toda la cabeza. Decidió llamar a Buddy Lockridge para que pasase a buscarlo y luego cruzar la calle y comerse un sándwich de pavo y ensalada de repollo, zanahoria y cebolla en el Jerry’s Famous Deli mientras esperaba. Cuanto más pensaba en los sándwiches que preparaban allí más hambre le entraba. Cuando llegase Buddy podían ir a Video GraFX Consultants, en Hollywood y recoger la cinta y la copia impresa que Tony Banks había obtenido.

Retrocedió hasta los teléfonos de la sala de urgencias. Había una joven en uno de los aparatos, hablándole de alguien a quien aparentemente estaban tratando en urgencias. McCaleb se fijó en que tenía un aro en una ventanilla de la nariz y otro en el labio inferior, ambos conectados con una cadena de imperdibles.

– No me conoce a mí, ni conoce a Danny -gemía-. Está totalmente fuera de sí y van a llamar a la pasma.

Distraído momentáneamente por los imperdibles y por qué sucedería si la mujer bostezaba, McCaleb estiró el cable de su auricular y trató de aislarse de ella. Estaba a punto de renunciar a Lockridge después de seis timbrazos -en un barco como el Double-Down había que esperar más de cuatro tonos- cuando Buddy contestó.

– Hola, Buddy, ¿listo para trabajar?

– ¿Terry?

Antes de que McCaleb pudiera responder, la voz de Lockridge se redujo a un susurro.

– Tío, ¿dónde estás?

– En el Cedars, necesito que pases a buscarme. ¿Qué ocurre?

– Bueno, iré a buscarte, pero no creo que quieras volver aquí.

– Escúchame, Buddy. Ahórrate las adivinanzas y di me exactamente qué está ocurriendo.

– No estoy seguro, tío, pero tu barco está lleno de gente.

– ¿Qué gente?

– Bueno, están los dos de traje que estuvieron ayer aquí.

Nevins y Uhlig.

– ¿Están dentro del barco?

– Sí, dentro. También han quitado el plástico de tu Cherokee y tienen una grúa allí. Me parece que se lo van a llevar. He ido a ver qué pasaba y casi me tiran al suelo. Me han enseñado las placas y una orden de registro y me han dicho que me perdiera. No han estado nada amables. Están registrando el barco.

– ¡Mierda!

El exabrupto de McCaleb atrajo la atención de la mujer llorosa. Le dio la espalda.

– Buddy, ¿dónde estás, arriba o abajo?

– Abajo.

– ¿Ves mi barco ahora mismo?

– Claro. Estoy mirando por la ventana de la cocina.

– ¿Cuánta gente ves?

– Bueno, hay algunos dentro. Pero en total creo que hay cuatro o cinco. Y un par más en el Cherokee.

– ¿Hay una mujer?

– Sí.

McCaleb describió a Jaye Winston lo mejor que pudo y Lockridge confirmó que en el barco había una mujer que coincidía con la descripción.

– Ahora está en el salón. Cuando la he mirado antes parecía estar observando.

McCaleb asintió. En su mente bullían distintas posibilidades acerca de lo que estaba ocurriendo. Lo mirara como lo mirase todo cuadraba del mismo modo. El hecho de que Nevins y Uhlig supieran que tenía documentos del FBI no habría generado semejante operativo: una orden de registro y un equipo completo. Sólo cabía otra posibilidad. Se había convertido en un sospechoso oficial. Asumiendo esto, pensó en cómo Nevins y Uhlig conducirían un registro en busca de pruebas.

– Buddy -dijo-, ¿has visto que se llevaran algo del barco? Me refiero a cosas en bolsas de plástico o bolsas de papel marrón, como las de Lucky’s.

– Sí, hay algunas bolsas. Las han puesto en el muelle. Pero no te preocupes, Terror.

– ¿Qué quieres decir?

– No creo que encuentren lo que de verdad están buscando.

– ¿De qué estás…?

– Por teléfono, no, tío. ¿Quieres que pase a buscarte?

McCaleb se detuvo. ¿De qué estaba hablando Buddy? ¿Qué estaba ocurriendo?

– Espera. Te llamaré enseguida.

McCaleb colgó e inmediatamente puso otra moneda de un cuarto de dólar. Marcó su propio número. Nadie respondió. Se puso el contestador y oyó la cinta con su propia voz solicitando que dejaran un mensaje. Después del pitido dijo: «Jaye Winston, si estás ahí contesta.»

Esperó un momento y estaba a punto de repetir lo mismo cuando levantaron el auricular. Sintió un ligero alivio cuando reconoció la voz de Winston.

– Soy Winston.

– Soy McCaleb.

Eso fue todo. Pensaba que entendería cómo ella quería jugar la partida. El modo en que la detective manejara la llamada le proporcionaría una idea más clara de su situación.

– Ah… Terry -dijo ella-. ¿Cómo…? ¿Dónde estás?

El alivio que pudiera haber sentido empezó a desaparecer, sustituido por el pánico. Le había dado la oportunidad de hablar con él de manera oblicua, quizás en clave, actuando como si hablase con un ayudante suyo o incluso con el capitán Hitchens. Pero ella lo había llamado por su nombre.

– No importa dónde estoy -dijo él-. ¿Qué estáis haciendo en mi barco?

– Porque no vienes y lo hablamos.

– No, no quiero hablar de eso ahora. ¿Soy un sospechoso? ¿Se trata de eso?

– Mira, Terry, no compliques esto más de lo que ya está. ¿Por qué no…?

– ¿Hay una orden de detención? Sólo contéstame eso.

– No, Terry.

– Pero soy sospechoso.

– Terry, ¿por qué no me dijiste que tenías un Cherokee negro?

McCaleb estaba anonadado y de pronto comprendió que todo encajaba con él en medio.

– Nunca me lo preguntaste. Escucha lo que estás diciendo, lo que estás pensando. ¿Iba a implicarme en la investigación, traer al FBI, todo, si fuera el asesino? ¿Estáis hablando en serio?

– Acabaste con nuestro único testigo.

– ¿Qué?

– Llegaste a Noone. Te metiste en la investigación y llegaste a nuestro único testigo. Lo hipnotizaste, Terry. Ahora no sirve. Era la única persona que podía haber hecho una identificación y lo perdimos. Él…

Se detuvo al oír el clic de otro teléfono que se descolgaba.

– ¿McCaleb? Soy Nevins. ¿Dónde está?

– Nevins, no estoy hablando contigo. Tienes la cabeza en el culo. Yo sólo…

– Escúcheme, estoy tratando de ser civilizado. Podemos hacer esto fácil y sencillo o podemos ir a saco. La decisión es suya. Tiene que venir y hablaremos.

La cabeza de McCaleb repasó los hechos con rapidez. Nevins y los demás habían llegado a la misma conclusión que él. Habían establecido la conexión de la sangre. El hecho de que McCaleb fuera beneficiario directo del asesinato de Torres lo convertía en sospechoso. Se imaginó que comprobaban su nombre en el ordenador y surgía el registro del Cherokee. Probablemente era el detalle que lo ponía en lo alto de la lista. Obtuvieron una orden de registro y fueron al barco.

McCaleb sintió en su cuello la fría garra del miedo. El intruso de la noche anterior. Empezó a entender que no era una cuestión de qué quería llevarse, sino de qué iba a dejar. Pensó en lo que Buddy acababa de decirle respecto a que los agentes no iban a encontrar lo que estaban buscando. Y el cuadro iba cobrando forma.

– Nevins, me entregaré. Pero antes dime qué tenéis ahí, qué habéis encontrado.

– No, Terry, esto no funciona así. Usted viene y luego hablamos de todo esto.

– Voy a colgar, Nevins. Es tu última oportunidad.

– No vaya a ninguna oficina de correos porque su foto va a estar colgada en la pared. En cuanto ordenemos todo esto.

McCaleb colgó, mantuvo la mano en el auricular y apoyó la frente contra él. No estaba seguro de qué estaba pasando ni de qué hacer. ¿Qué habían encontrado? ¿Qué había escondido el intruso en el barco?

– ¿Está bien?

Se volvió de golpe y vio a la chica del piercing en la boca y la nariz.

– Sí, ¿y tú?

– Ahora sí. Sólo necesitaba hablar con alguien.

– Conozco esa sensación.

La chica se alejó de los teléfonos y McCaleb levantó de nuevo el receptor y echó otra moneda de veinticinco centavos. Buddy contestó antes de que terminara de sonar el primer timbrazo.

– Muy bien, escucha -dijo McCaleb-. Quiero que vengas aquí. Pero no vas a poder salir de ahí fácilmente.

– ¿Cómo que no? Esto es un país…

– Acabo de hablar con ellos y saben que alguien me ha avisado de que estaban allí. Así que esto es lo que quiero que hagas. Quítate los zapatos y pon tus llaves y tu cartera dentro. Luego mete los zapatos en el cesto de la colada y llénalo de ropa. Entonces sal con el cesto y…

– No tengo ropa en el cesto, Terry. He hecho la colada esta mañana, antes de que se presentase esta gente.

– Bueno, Buddy. Pon algunas prendas (ropa limpia) en el cesto para que parezca que es ropa sucia. Esconde tus zapatos. Haz que parezca que sólo vas a la lavandería. No cierres la escotilla y asegúrate de que llevas cuatro monedas de un cuarto en la mano. Te pararán, pero si lo haces bien te creerán y te dejarán pasar. Entonces métete en el coche y ven a buscarme.

– Podrían seguirme.

– No. Probablemente ni te mirarán después de que te dejen pasar a la lavandería. Quizá deberías entrar antes en la lavandería y luego ir al coche.

– Vale. ¿Dónde te recojo?

McCaleb no dudó. Lockridge se había ganado su confianza. Además, sabía que tomaría sus propias precauciones.

Después de colgar, McCaleb llamó a Tony Banks y le dijo que pasaría por su negocio. Banks le dijo que allí estaría.


McCaleb caminó hasta el Jerry’s Famous Deli y pidió un sándwich de pavo y ensalada de zanahoria y repollo con salsa rusa para llevar. También pidió pepinillos y una lata de Coca-Cola. Después de pagar el sándwich, cruzó Beverly Boulevard y regresó al Cedars. Había pasado tantos días y noches en el centro médico que se conocía de memoria la distribución. Tomó el ascensor a la tercera planta, donde se hallaba la maternidad y sabía que había una sala de espera con vistas al helipuerto y, más allá, Beverly Boulevard y el Jerry’s. No era raro ver a un padre expectante devorando un sándwich en la sala de espera. McCaleb sabía que podía sentarse a comer allí y aguardar a Buddy Lockridge.

El sándwich le duró menos de cinco minutos, pero transcurrió una hora sin que divisara a Lockridge. McCaleb observó que dos helicópteros llegaban con neveras rojas que contenían órganos para ser trasplantados.

Estaba a punto de llamar al Double-Down para ver si los agentes habían detenido a Lockridge cuando vio el familiar Taurus de Buddy aparcando frente a la charcutería. McCaleb se acercó a la ventana y examinó Beverly Boulevard, luego miró el cielo en busca de un helicóptero de la policía o el FBI. Se apartó de la ventana y se encaminó al ascensor.

En la parte de atrás del Taurus había un cesto lleno de ropa. McCaleb subió, lo miró y luego miró a Lockridge, que estaba tocando alguna melodía irreconocible con la armónica.

– Gracias por venir, Buddy. ¿Algún problema?

Lockridge dejó el instrumento en el bolsillo de la puerta.

– No. Me pararon tal como dijiste que harían y me hicieron algunas preguntas. Pero yo me hice el sueco y me dejaron pasar. Creo que fue porque sólo llevaba las cuatro monedas. Ésa fue una buena, Terry.

– Ya veremos. ¿Quién te paró? ¿Los dos federales?

– No otros dos tipos, eran policías, no federales. Al menos eso me dijeron, pero no me dijeron cómo se llamaban.

– Uno era grandote, latino, con un palillo en la boca.

– Premio. Es él.

Arrango. McCaleb sintió una pequeña satisfacción al meterle un gol al capullo pomposo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Buddy.

McCaleb había pensado en ello mientras esperaban. Y sabía que tenía que ponerse a trabajar con la lista de receptores de trasplantes. Tenía que ponerse enseguida. Pero antes quería asegurarse de que lo tenía todo en orden. Con el tiempo había llegado a considerar las investigaciones como algo similar a las escaleras extensibles de los bomberos. Cuanto más se extendía más se tambaleaba en su extremo. No se podía descuidar la base, el inicio de la investigación. Cada detalle perdido que pudiera ser concretado debía colocarse en su sitio exacto. Y por eso pensaba que tenía que completar el cronograma. Tenía que contestar a las preguntas que él mismo había planteado antes de seguir subiendo peldaños. Su filosofía y también su instinto le empujaban a hacerlo: una corazonada le decía que entre las contradicciones encontraría la verdad.

– A Hollywood -le dijo a Lockridge.

– ¿A ese sitio de los vídeos?

– Eso es. Primero vamos a Hollywood y luego al valle de San Fernando.


Lockridge continuó unas cuantas manzanas hacia Melrose Boulevard antes de doblar al este en dirección a Hollywood.

– Muy bien, te escucho -dijo McCaleb-. ¿De qué estabas hablando al teléfono, cuando me decías que no iban a encontrar lo que buscaban?

– Mira en el cesto de la ropa, tío.

– ¿Por qué?

– Echa un vistazo.

Lockridge miró a McCaleb y le hizo un ademán en dirección al asiento trasero. McCaleb se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia atrás. Al hacerlo se fijó en los coches que le seguían. Había mucho tráfico, pero ningún vehículo que despertara sospechas.

Bajó la vista hacia el cesto. Estaba lleno de ropa interior y calcetines. Una buena idea de Buddy. Eso hacía menos probable que Nevins o cualquier otro mirase en el cesto cuando lo parasen.

– Esto está limpio, ¿no?

– Claro. Está debajo de todo.

McCaleb se arrodilló sobre el asiento y se inclinó. Vació las prendas sucias y oyó el sonido sordo de algo más pesado que la ropa al golpear el asiento. Apartó un par de calzoncillos y vio una bolsa de plástico con cierre hermético que contenía una pistola.

En silencio, McCaleb volvió a sentarse con la bolsa que contenía la pistola en la mano. Alisó el plástico que se había puesto amarillento por dentro a causa del aceite del arma, de este modo pudo verla mejor. Sintió que una gota de sudor se formaba en su espalda. En la bolsa había una HK P7 y no necesitaba ningún informe balístico para saber que se trataba de la HK P7 con la que habían matado a Kenyon, luego a Cordell y luego a Torres y Kang. Se dobló para mirar más de cerca y vio que el número de serie había sido borrado con ácido. Sería imposible determinar la procedencia de la pistola.

Un temblor se apoderó de las manos de McCaleb mientras sostenía el arma de los crímenes. Su cuerpo se desplomó contra la puerta y sus sentimientos saltaron de la angustia de saber la historia del objeto que en ese momento sostenía a la desesperación de pensar en el aprieto en el que se hallaba. Alguien había tendido una trampa a McCaleb y con toda seguridad no habría podido salir de ella si Buddy Lockridge no hubiese encontrado la pistola cuando se sumergió en las oscuras aguas bajo el Following Sea.

– Jesús -susurró McCaleb.

– Impresionante, ¿no?

– ¿Dónde estaba exactamente?

– En una bolsa de inmersión que colgaba dos metros por debajo de la popa. Estaba atada en una de las anillas. Sabiendo que estaba ahí, se podía subir con un arpón. Pero había que saber que estaba ahí. De lo contrario no la habrías visto desde arriba.

– ¿La gente que estaba haciendo el registro se ha sumergido hoy?

– Sí, un buzo. Se sumergió, pero para entonces yo ya había comprobado la zona como tú me pediste. Le gané de mano.

McCaleb asintió y puso la pistola en el suelo entre sus pies. Mirando hacia abajo, plegó los brazos en torno al pecho como para protegerse del frío. Le había ido de un pelo. Y pese a que estaba sentado junto al hombre que por el momento le había salvado, le invadió una sobrecogedora sensación de aislamiento. Se sentía completamente solo. Y percibió la parpadeante llegada de algo de lo que hasta entonces sólo había leído: el síndrome de huye o lucha. Notaba una urgencia casi violenta de olvidarse de todo y correr. Simplemente cortar la cuerda y salir corriendo lo más lejos posible de todo aquello.

– Estoy en un buen lío, Buddy -dijo.

– Lo suponía -contestó su chófer.

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