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Buddy Lockridge aparcó el Taurus en un hueco del aparcamiento de Video GraFX Consultants en la avenida La Brea, Hollywood. Lockridge no se había vestido a la manera de Hollywood en su segundo día como chófer de McCaleb. Esta vez usaba pantalones cortos de marinero y una camisa hawaiana con ukeleles y danzarinas de hula-hula que flotaban sobre un fondo azul océano. McCaleb le dijo que esperaba no tardar mucho y bajó del coche.

VGC era una empresa que encontraba la mayoría de su clientela en la industria del espectáculo. Alquilaban equipos de vídeo profesional, así como estudios de edición y doblaje. Los realizadores de cine para adultos, cuyos productos se ofrecían casi exclusivamente en vídeo, eran sus principales clientes, pero VGC también ofrecía uno de los mejores laboratorios de Hollywood para efectos especiales y procesamiento de imágenes.

McCaleb ya había estado una vez en VGC, cuando trabajaba de prestado para la unidad de robos a bancos de la oficina de campo. Era el lado negativo de su traslado de Quantico a la OC de Los Ángeles; técnicamente estaba a las órdenes del agente especial al mando de la oficina de campo del FBI. Y cuando el agente especial al mando pensaba que las cosas estaban calmadas en la unidad de crímenes en serie -si es que alguna vez lo estaban-, retiraba a McCaleb y lo ponía a trabajar en algún otro asunto que él solía considerar de escasa importancia.

Cuando entró en VGC la primera vez lo hizo con una cinta de vídeo grabada por la cámara del techo de la sucursal de Wells Fargo en Beverly Hills. El banco había sido asaltado por varios hombres enmascarados que habían huido con 363.000 dólares en efectivo. Se trataba del cuarto atraco de la banda en doce días. La única pista con la que contaban los agentes estaba en el vídeo. Cuando uno de los atracadores había estirado el brazo sobre el mostrador de la cajera para agarrar la bolsa en la que ésta acababa de vaciar el dinero, la manga del ladrón se había enganchado en la esquina del mostrador. El hombre volvió a colocarse bien la manga, pero durante una fracción de segundo en su antebrazo se atisbo la silueta de un tatuaje. La imagen tenía mucho grano y había sido captada por una cámara situada a diez metros. Después de que un técnico del laboratorio de la oficina de campo asegurara que no podía hacer nada con la cinta, se decidió no enviar ésta a Washington, porque tardarían más de un mes en analizarla y los atracadores estaban actuando cada tres días. Parecían nerviosos en el vídeo, al borde de la violencia. La rapidez era una necesidad.

McCaleb llevó la cinta a Video GraFX. En sólo un día un técnico de VGC mejoró la imagen congelada mediante la redefinición de píxeles y la ampliación, hasta que el tatuaje fue identificable: un halcón en vuelo que llevaba un rifle en una garra y una guadaña en la otra.

El tatuaje permitió resolver el caso. Sesenta oficinas de campo de todo el país recibieron por fax o teletipo la descripción y una fotocopia. Un supervisor de la oficina de Butte retransmitió la información a la pequeña agencia de Coeur d’Alene, Idaho, donde un agente reconoció el tatuaje. Había visto una insignia igual en una bandera que ondeaba en el exterior de la sede de un grupo local de extremistas antigubernamentales. El grupo había despertado las sospechas del FBI debido a la adquisición de grandes extensiones de terreno rural fuera de la ciudad. El supervisor de Coeur d’Alene envió a Los Ángeles una lista de los nombres de los miembros y sus números de la seguridad social. Los agentes empezaron entonces a investigar en los hoteles y pronto dieron con siete miembros del grupo en el Airport Hilton. El grupo fue puesto bajo vigilancia y al día siguiente robaron un banco en Willowbrook. Treinta agentes se habían apostado en el exterior, listos para actuar a la primer señal de violencia. No la hubo. Los atracadores fueron seguidos hasta el hotel y sistemáticamente arrestados en sus habitaciones por agentes que se hicieron pasar por personal de habitaciones y de limpieza. Uno de los ladrones terminó cooperando con los agentes y admitió que el grupo había robado bancos para obtener capital con el cual adquirir más tierra en Idaho. El grupo quería el terreno para que sus miembros se refugiaran del apocalipsis que, según su líder había asegurado, se avecinaba en Estados Unidos.

Al acercarse al mostrador de recepción, en esta nueva visita a VGC, McCaleb advirtió que la carta de agradecimiento con el sello del FBI que él había enviado tras la investigación del robo estaba enmarcada en la pared, detrás del recepcionista. Se inclinó sobre el mostrador hasta que alcanzó a leer el nombre del destinatario de la carta.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó la recepcionista.

McCaleb señaló la carta y dijo:

– Quiero hablar con Tony Banks.

Le preguntó el nombre a McCaleb -no le causó ningún efecto, aunque figuraba en la carta que tenía a su espalda- y llamó por teléfono. Poco después, un hombre que McCaleb reconoció como Tony Banks salió a saludarle. No supo que se trataba del ex agente del FBI hasta que éste empezó a contarle la historia del vídeo del banco.

– Claro, claro, ahora me acuerdo. Usted envió la carta. -Señaló la hoja enmarcada.

– Ése soy yo.

– Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Otro banco? -Estaba mirando la cinta que McCaleb llevaba en la mano.

– Bueno, tengo otro caso aquí. Me preguntaba si podría echar un vistazo a esta cinta. Hay algo en ella que quiero ver, si puedo obtener una mejor calidad.

– Bueno, vamos a ver. Siempre nos gusta ayudar.

Condujo a McCaleb por un pasillo de moqueta gris flanqueado de puertas; él sabía por su visita anterior que eran cabinas de edición. McCaleb oyó ahogados sonidos de pasión detrás de una de ellas. Banks lo miró por encima del hombro y puso los ojos en blanco.

– No es real -dijo-. Están editando una cinta.

McCaleb asintió. Banks le había explicado lo mismo en su anterior visita.

Banks abrió la última puerta del pasillo. Asomó la cabeza para asegurarse de que la sala estaba vacía, y luego retrocedió y sostuvo la puerta para que entrara McCaleb. Había dos sillas situadas frente a una máquina de edición de vídeo con dos monitores de treinta pulgadas encima. Banks puso en marcha el equipo, pulsó un botón y se abrió la casetera de la izquierda.

– Son imágenes muy crudas -dijo McCaleb-. Se ve cómo le disparan a alguien. Si quiere puede esperar fuera y yo lo pongo en el fotograma que quiero que vea.

Banks se tomó un instante para considerar la propuesta. Era un hombre delgado de unos treinta años, con el pelo lacio teñido tan rubio que casi parecía blanco. Lo llevaba largo por arriba y afeitado por los lados. Un corte al estilo de Hollywood.

– He visto cosas muy crudas -dijo-. Póngalo.

– No como éstas, no creo. Hay diferencia entre la crudeza de la vida real y lo que sale en las películas.

– Póngala.

McCaleb insertó la cinta y Banks empezó a reproducirla. McCaleb notó que al joven se le cortaba la respiración al ver que agarraban a Gloria Torres desde atrás, le ponían una pistola en la cabeza y disparaban. McCaleb se adelantó y puso la mano sobre el botón de pausa. En el momento preciso, después de que Chan Ho Kang recibiera el disparo y su cuerpo cayera sobre el mostrador y resbalara hacia atrás, McCaleb pulsó el botón y congeló la imagen. Entonces, utilizando el dial, fue moviendo poco a poco la cinta hacia delante y hacia atrás hasta que obtuvo exactamente la imagen que quería. Miró a Banks. Era como si toda la maldad de la humanidad acabara de revelársele.

– ¿Está bien?

– Es horrible.

– Sí, lo es.

– ¿Cómo puedo ayudarle?

McCaleb sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa, señaló la pantalla y dio un golpecito con el boli sobre el reloj de muñeca de Kang.

– ¿El reloj?

– Sí. Quiero saber si es posible mejorar esta imagen o hacer algo que me permita saber qué hora era en este punto del vídeo.

– ¿Hora? ¿Y eso? -Señaló la parte inferior de la pantalla.

– No puedo fiarme de esa hora. Por eso necesito el reloj.

Banks se acercó y empezó a toquetear los diales de la consola que controlaban el enfoque y la ampliación de la imagen.

– Ésta no es la original -dijo.

– ¿La cinta? No, ¿por qué?

– No puedo ampliarlo mucho. ¿Puede conseguir el original?

– No creo.

McCaleb miró la pantalla. Banks había obtenido una imagen más grande y nítida. El torso y el brazo extendido de Kang llenaban toda la pantalla, pero la esfera del reloj seguía siendo un borrón gris.

– Bueno, entonces lo que puedo hacer, si quiere dejarme la cinta, es trabajar un poco más y llevarla al laboratorio. Quizá mejorarla un poco, clarificar un poco más con la redefinición de píxeles, pero no puedo conseguir nada más con este equipo.

– ¿Cree que merece la pena, incluso sin el original? ¿Lograremos algo?

– No lo sé, pero hay que intentarlo. Pueden hacer cosas increíbles allí atrás. Va tras el hombre del vídeo, ¿no? -Hizo un ademán hacia la pantalla, aunque en ese momento el asesino no aparecía en la imagen.

– Sí, voy a por él.

– Entonces, veremos qué se puede hacer. ¿Puede dejarme la cinta?

– Sí, es decir, ¿puede hacerme una copia para que me la lleve? Quizá tenga que enseñársela a alguien más.

– Claro. Espere, iré a buscar una cinta.

Banks se levantó y salió de la cabina. McCaleb se quedó allí sentado, mirando la pantalla. Había visto a Banks utilizar el equipo. Retrocedió la cinta y amplió una imagen del hombre enmascarado. No ayudaba mucho. Pulsó el botón de avance rápido un momento y detuvo la cinta en un primer plano del rostro de Gloria. Se sentía un entrometido al estar tan cerca en un momento así, observando a una mujer a la que acababan de quitarle la vida. Se veía su perfil izquierdo y el único ojo que era visible seguía abierto.

McCaleb se fijó en los tres pendientes de su oreja izquierda. Uno era una pequeña luna creciente. El siguiente, bajando por la curva de la oreja, era un arito que supuso de plata y, por último, colgando bajo el lóbulo, había una cruz. McCaleb sabía que estaba de moda entre las mujeres jóvenes llevar varios pendientes en al menos una oreja.

Mientras continuaba esperando a Banks, jugueteó una vez más con los diales y retrocedió la cinta hasta obtener un perfil derecho de Gloria, justo cuando entraba en la imagen. Sólo vio un pendiente en la oreja derecha, otra luna creciente.

Banks regresó con una cinta que insertó rápidamente en la segunda casetera mientras terminaba de rebobinar la grabada. En treinta segundos había obtenido una copia a alta velocidad. Extrajo la cinta, la metió en un estuche y se la entregó a McCaleb.

– Gracias -dijo McCaleb-. ¿Cuánto cree que pasará hasta que alguien tenga oportunidad de trabajar en ella?

– Estamos muy ocupados, pero veré de poner a alguien en ello lo antes posible. Quizá mañana o el sábado. ¿Está bien?

– Está bien. Gracias, Tony, se lo agradezco mucho.

– No hay problema. No sé si conservo su tarjeta. ¿Quiere que le llame?

En ese momento, McCaleb decidió continuar con el engaño. No le había dicho a Banks que ya no era agente del FBI, porque pensó que quizás aceleraría un poco más el trabajo si creía que era para los federales.

– ¿Sabe qué, permítame que le dé mi número privado? Si llama y yo no contesto, deje el mensaje y me pondré en contacto con usted lo antes posible.

– Muy bien. Espero poder ayudarle.

– Yo también lo espero. Y, Tony, hágame un favor, no enseñe esa cinta a nadie que no tenga necesidad de verla.

– No lo haré -dijo Banks.

Banks se puso un poco colorado. McCaleb comprendió que lo había avergonzado con una petición que no era preciso pronunciar, o bien se lo había pedido justo cuando él estaba pensando en a quién podía mostrarle la cinta. McCaleb se inclinó por esta segunda posibilidad.

McCaleb le dio el número, se estrecharon las manos y el ex agente regresó solo por el pasillo. Pasó junto a la puerta en la cual antes había oído los fingidos gemidos de pasión, pero ya no se oía nada.

Al abrir la puerta del Taurus, oyó la radio y vio que Lockridge tenía una armónica en el muslo, preparada para tocar si ponían la canción adecuada. Buddy cerró un libro titulado Muerte de un tenor. Había marcado una página hacia la mitad de la novela.

– ¿Qué ha pasado con el inspector Fujigama?

– ¿Qué?

– El libro que tenías ayer.

– El inspector Imanishi investiga. Lo acabé.

– Imanishi, pues. Lees deprisa.

– Los libros buenos se leen deprisa. ¿Tú lees novelas policíacas?

– ¿Por qué iba a querer leer historias prefabricadas cuando tengo aquí la realidad y no la soporto?

Buddy arrancó el coche; tuvo que darle dos veces a la llave antes de que se pusiera en marcha.

– Es un mundo muy diferente. Todo está ordenado, los buenos y los malos están definidos claramente, los malos siempre reciben lo que se merecen, el héroe brilla, no hay cabos sueltos. Es un antídoto refrescante del mundo real.

– Suena aburrido.

– No, es tranquilizador. Y ahora ¿adónde?

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