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McCaleb ya se había serenado y había tomado una determinación cuando llegaron a Video GraFX Consultants. Por el camino había examinado la posibilidad de huir y la había descartado rápidamente. Luchar era su única opción. Sabía que estaba encadenado por su corazón: huir era morir, porque necesitaba la cuidadosamente dispuesta terapia farmacológica para prevenir el rechazo del nuevo órgano. Huir también suponía abandonar a Graciela y a Raymond. Y sentía que hacerlo marchitaría su corazón a la misma velocidad.

Lockridge lo dejó en la puerta y esperó en la zona roja. La puerta estaba cerrada, pero Tony Banks le había dicho que tocase el timbre si llegaba después de la hora del cierre. McCaleb pulsó el timbre dos veces antes de que Banks abriera la puerta. Llevaba un sobre en la mano y se lo tendió a McCaleb.

– ¿Está todo?

– La cinta y las copias. Todo está bastante claro.

McCaleb cogió el paquete.

– ¿Qué le debo, Tony?

– Nada. Es un placer ayudarle.

McCaleb asintió y estaba a punto de regresar al coche, pero se detuvo y miró a Banks.

– Tengo que decirle algo. Ya no trabajo para el FBI, Tony. Le pido disculpas si le he inducido a error, pero…

– Ya sé que no trabaja más para el FBI.

– ¿Sí?

– Cuando el sábado no contestó mi mensaje lo llamé a su antigua oficina. El número estaba en la carta que me envió, la que está en la pared. Llamé y me dijeron que no trabajaba allí desde hacía unos dos años.

McCaleb estudió a Banks, valorando al joven en su justa medida por primera vez, y entonces sostuvo el paquete en alto.

– ¿Entonces por qué me da esto?

– Porque va tras el hombre de la cinta.

McCaleb asintió.

– Buena suerte. Espero que lo encuentre.

Banks cerró la puerta con llave. McCaleb le dio las gracias, pero la puerta ya estaba cerrada.


El Sherman Market estaba vacío salvo por un par de niñas que no terminaban de decidir qué caramelo les apetecía más y un hombre joven tras el mostrador. McCaleb había albergado la esperanza de ver a la misma anciana de su primera visita, la viuda de Chan Ho Kang. Hablaba despacio y con claridad al joven, con la esperanza de que entendiese el inglés mejor que la mujer.

– Estoy buscando a la mujer que trabaja aquí durante el día.

El hombre -en realidad un adolescente- miró a McCaleb con resentimiento.

– No tiene que hablarme como si fuera algún tipo de retrasado mental -dijo-. Hablo inglés. Nací aquí.

– Oh -dijo McCaleb desconcertado por su propia torpeza-. Lo siento. Es que a la mujer que estaba aquí antes le costaba entenderme.

– Es mi madre. Vivió los treinta primeros años de su vida en Corea, hablando en coreano. Inténtelo alguna vez. ¿Por qué no se va a Corea y trata de hacerse entender dentro de veinte años?

– Mira, lo siento.

McCaleb levantó las manos con las palmas abiertas. La cosa no iba bien, así que volvió a intentarlo.

– ¿Eres el hijo de Chan Ho Kang?

El chico asintió.

– ¿Quién es usted?

– Mi nombre es Terry McCaleb. Siento la pérdida de su padre.

– ¿Qué quiere?

– Estoy trabajando para la familia de la mujer que fue asesinada aquí.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Estoy tratando de encontrar al asesino.

– Mi madre no sabe nada, déjela en paz. Ya ha pasado bastante.

– En realidad, lo único que quiero es ver su reloj. Cuando estuve aquí el otro día me di cuenta de que llevaba el reloj que tenía tu padre esa noche.

El joven miró a McCaleb sin comprender, luego apartó la mirada y se fijó en las niñas que estaban ante los caramelos.

– Vamos, niñas, que es para hoy.

McCaleb miró a las niñas. No parecían contentas de que les apremiasen en una decisión tan importante.

– ¿Qué ocurre con el reloj?

McCaleb volvió a mirar al joven.

– Bueno, es un poco complicado. Hay cosas que no cuadran en los informes de la policía. Trato de entender por qué. Y para hacerlo necesito conocer la hora exacta en que el asesino entró aquí.

El chico señaló la cámara de vídeo situada en lo alto de la pared que había tras el mostrador.

– La policía me dio una copia de la cinta. En la cinta se ve el reloj de tu padre. He mejorado la imagen. Si tu madre no ha vuelto a poner en hora el reloj desde… que empezó a llevarlo, entonces hay una forma de obtener la hora que necesito.

– No le hace falta el reloj. La hora está en la cinta. Me acaba de decir que tiene la cinta.

– La policía dice que la hora del vídeo está mal. Eso es lo que trato de averiguar. ¿Llamarás a tu madre por mí?

En ese momento las niñas se acercaron al mostrador. El joven no contestó a McCaleb mientras tomaba el dinero y les daba el cambio en silencio. Las vio salir antes de mirar de nuevo a McCaleb.

– No le entiendo. Lo que me dice no tiene ningún sentido para mí.

McCaleb suspiró.

– Estoy tratando de ayudarte. ¿Quieres que detengamos al hombre que asesinó a tu padre?

– Por supuesto, pero… ¿qué tiene que ver toda esta historia del reloj?

– Puedo explicártelo todo si tienes media hora, pero…

– No tengo que ir a ninguna parte.

McCaleb lo miró un momento y se convenció de que la única forma de conseguir algo era explicarle todo. Le dijo que esperase un momento mientras iba a buscar la foto.


El nombre del joven era Steve Kang. Se sentó en el asiento del pasajero y guió a Buddy Lockridge a un barrio situado a unas pocas manzanas de donde vivían Graciela Rivers y Raymond Torres.

McCaleb lo había convencido tras su larga exposición. El joven había dado el suficiente crédito a la teoría de McCaleb para colgar el letrero de «Vuelvo enseguida» y cerrar el negocio. Normalmente iba y volvía a la tienda caminando, pero el coche de Lockridge les ahorraría tiempo.

Cuando llegaron a su casa, Steve Kang invitó a pasar a McCaleb mientras Lockridge esperaba en el coche. La casa era casi idéntica de la de Graciela, y probablemente había sido construida en los años cincuenta por la misma promotora. Kang le dijo a McCaleb que tomara asiento en la sala de estar y luego desapareció por un pasillo que conducía a las habitaciones. McCaleb oyó conversaciones ahogadas procedentes del vestíbulo. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que el diálogo era en coreano.

Mientras esperaba, pensó en las semejanzas de las casas e imaginó a dos familias distintas llorando en la noche de los asesinatos y en los días posteriores.

Steve Kang regresó entonces. Le pasó a McCaleb un teléfono inalámbrico y el reloj que había llevado su padre.

– Ella no ha cambiado nada -dijo-. Está igual que aquella noche.

McCaleb asintió. Con el rabillo del ojo advirtió movimiento. Miró a su izquierda y vio a la madre de Steve Kang de pie en el vestíbulo, mirándole. La saludó con la cabeza, pero ella no respondió en modo alguno.

McCaleb había traído la imagen impresa del fotograma junto con su bloc y su agenda telefónica. Le había explicado su plan a Steve Kang, pero aun así resultaba incómodo llevarlo a la práctica delante de él. Iba a hacerse pasar por un oficial de policía, lo cual era un delito, aunque el policía fuese Eddie Arrango.

Consultó en su agenda el número del Central Communications Center en el centro de Los Ángeles. Tenía el número desde su etapa en la oficina de campo, cuando a veces tenía que coordinar actividades entre agencias. El CCC era un oscuro local situado cuatro plantas por debajo del City Hall y desde allí se transmitían todas las comunicaciones por radio de la policía y los bomberos. También estaba allí el reloj mediante el cual se había establecido la hora oficial de los asesinatos de Gloria Torres y Chan Ho Kang.

En el trayecto de Hollywood a la tienda, McCaleb había sacado el expediente del caso Torres y había obtenido el número de placa de Arrango. Puso el reloj que le acababa de entregar Steve Kang en el brazo del sofá y marcó el número de no urgencias del CCC. Una operadora contestó al cabo de cuatro timbrazos.

– Soy Arrango, de homicidios de West Valley -dijo McCaleb-. Placa número uno cuatro uno uno. No llevo la radio. Sólo necesito un diez-veinte para el inicio de una vigilancia. Y puede decirme también los segundos.

– ¿Los segundos? Vaya, vaya, es usted un hombre preciso, Arrango.

– Precisamente.

– Un segundo.

McCaleb miró el reloj. Mientras la operadora hablaba, comprobó la hora del reloj: 17.14.42.

– Son las diecisiete catorce treinta y ocho.

– Vale, gracias.

Colgó y miró a Steve Kang.

– El reloj de tu padre va cuatro segundos adelantado con respecto al del CCC.

Kang entrecerró los ojos y se puso detrás del sofá para ver los números que McCaleb escribía en su bloc: cálculos referidos a los tiempos específicos del cronograma que había preparado antes.

Ambos llegaron a la misma conclusión en el mismo instante.

– Eso significa…

Steve Kang no terminó la frase. McCaleb vio que miraba a su madre en el vestíbulo y luego de nuevo a la hora que él había subrayado en el bloc.

– ¡Hijo de puta! -dijo en un susurro cargado de odio.

– Es más que eso -agregó McCaleb.


En la calle Buddy Lockridge puso en marcha el Taurus en cuanto vio salir a McCaleb. McCaleb entró de un salto.

– Vámonos.

– ¿No acompañamos al chico a la tienda?

– No, tiene que hablar con su madre. Vámonos.

– Muy bien, muy bien. ¿Adónde?

– Otra vez al barco.

– ¿Al barco? No puedes volver allí, Terry. Esa gente podría seguir ahí. O puede que estén vigilando el barco.

– No importa. No tengo alternativa.

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