5

La sala de la brigada estaba llena de escritorios, sin apenas separación entre ellos. Arrango sacó una cinta de vídeo de un cajón y salió seguido por Walters y McCaleb. Recorrieron el pasillo y se dirigieron hacia la oficina del detective jefe Buskirk, que continuaba vacía. McCaleb dejó los dónuts en el mostrador y entró con los dos policías.

Había un mueble de acero con ruedas pegado a una esquina de la sala. Era la distribución propia de las aulas o de las salas donde se pasaba lista y se distribuían las tareas. Arrango abrió las dos puertas y dejó al descubierto una televisión y un reproductor de vídeo. Encendió el equipo y metió la cinta.

– Bueno, mire esto y díganos algo que no sepamos ya -le dijo a McCaleb sin mirarle siquiera-. Entonces quizá le echemos una mano con el teniente.

McCaleb se acomodó justo enfrente de la pantalla. Arrango puso en marcha el vídeo y pronto apareció una imagen en blanco y negro. McCaleb se encontró ante la grabación de una cámara de vigilancia instalada en lo alto de una tienda. El encuadre se centraba en la zona de delante del mostrador, que tenía una cubierta de vidrio y estaba lleno de cigarrillos, cámaras descartables, pilas y elementos similares. En la parte inferior de la imagen se leía la fecha y la hora.

El escenario permaneció vacío durante unos instantes y luego la coronilla de pelo gris del tendero, que se inclinaba sobre la caja registradora, apareció en la esquina inferior izquierda.

– Ése es Chan Ho Kang, el dueño -dijo Arrango, tocando la pantalla con un dedo y dejando un rastro de grasa de dónut-, gastando sus últimos segundos en este mundo.

Kang tenía la caja registradora abierta. Rompió un tubo de monedas de veinticinco centavos en el canto del mostrador y arrojó éstas en el compartimento correspondiente. Justo cuando cerraba el cajón, una mujer se hizo visible en el encuadre. Una clienta. McCaleb la reconoció al instante por la foto que Graciela Rivers le había mostrado en el yate.

Gloria Torres sonreía mientras se aproximaba a la caja y dejaba dos chocolatinas sobre el mostrador. Entonces abrió el bolso y sacó la billetera mientras el señor Kang pulsaba teclas en la caja.

Gloria alzó la mirada, dinero en mano, cuando de pronto otra figura entró en escena. Se trataba de un hombre con el rostro oculto bajo un pasamontañas negro y vestido con lo que parecía un mono también negro. Se acercó a Gloria sin que ésta se apercibiera; ella seguía sonriendo. McCaleb se fijó en el contador (22.41.35) y volvió a centrar su atención en lo que sucedía en la tienda. Le provocó una sensación extraña asistir al desarrollo de los hechos en aquel irreal silencio en blanco y negro. Desde detrás, el hombre con el pasamontañas puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Gloria y en un movimiento continuado de la otra mano colocó la boca de la pistola en la sien izquierda de la mujer. Sin dudarlo apretó el gatillo.

– ¡Pum! -dijo Arrango.

McCaleb sintió que el corazón se le encogía cuando la bala desgarró el cráneo de Gloria y vio la espeluznante neblina de sangre brotando de los orificios de entrada y salida a ambos lados de la cabeza.

– No llegó a saber qué pasó -comentó tranquilamente Walters.

Gloria se convulsionó y cayó sobre el mostrador. Luego rebotó hacia atrás, derrumbándose sobre el asesino al tiempo que éste levantaba su brazo derecho y la abrazaba. Retrocediendo con Gloria a modo de escudo, levantó de nuevo la mano izquierda y disparó al señor Kang, al que acertó en alguna parte del cuerpo. El dueño de la tienda rebotó contra la pared y cayó hacia delante sobre el mostrador, rompiendo el cristal con el torso. Extendió los brazos y sus manos buscaron con desesperación un punto de agarre, igual que un hombre que cae por un precipicio. Finalmente, desistió y se desplomó como un saco en el suelo.

El asesino dejó que el cuerpo de Gloria resbalara al suelo y el torso de la víctima quedó fuera del encuadre de la cámara. Sólo su mano, como si tratara de aferrarse a algo, y sus piernas permanecían en la imagen. El asesino se acercó al mostrador y se inclinó con rapidez para ver al señor Kang en el suelo. Kang buscaba frenéticamente en un estante de debajo del mostrador, sacando pilas de bolsas marrones. El asesino se limitó a mirarlo hasta que por fin surgió el brazo de Kang empuñando un revolver negro. El hombre del pasamontañas disparó a Kang en la cara sin pestañear antes de que el propietario de la tienda tuviera siquiera la oportunidad de levantar su arma.

Inclinándose más aún sobre el mostrador, con los pies en el aire, el asesino agarró uno de los casquillos que había quedado junto al brazo de Kang. Después se incorporó y se embolsó los billetes del cajón abierto de la caja registradora. Levantó la cabeza. A pesar del pasamontañas quedó claro que el hombre hizo un guiño y dijo algo a la cámara justo antes de desaparecer de la imagen por la izquierda.

– Está recogiendo los otros dos casquillos -anunció Walters.

– No hay sonido en la cinta, ¿no? -preguntó McCaleb.

– Así es -dijo Walters-. Fuera lo que fuese lo que dijo, lo dijo para sí mismo.

– ¿Sólo había una cámara en el local?

– Sólo una. Kang era tacaño, eso nos dijeron.

Mientras continuaban mirando, el asesino dio un paso más hacia la esquina de la pantalla en su camino a la salida.

McCaleb miraba la pantalla sin comprender, estupefacto, a pesar de su larga experiencia, por la crudeza de la violencia. Dos vidas malogradas por el contenido de una caja registradora.

– No va a ver algo así en el programa de los vídeos domésticos -comentó Arrango.

McCaleb había lidiado con policías como Arrango durante años. Actuaban como si nada les afectara jamás. Podían mirar las más horripilantes escenas de crímenes y encontrar un chiste. Formaba parte de su instinto de supervivencia. Actuar y hablar como si no significara nada para ellos les servía de escudo y les evitaba salir maltrechos.

– ¿Puedo verlo otra vez? -preguntó McCaleb-. A velocidad más lenta, si es posible.

– Espere un momento -dijo Walters-. Aún no ha terminado.

– ¿Qué?

– El buen samaritano está a punto de llegar.

– ¿El buen samaritano?

– Sí, un mexicano entra en la tienda, los encuentra y trata de ayudarles. Mantiene con vida a la mujer, pero ya no puede hacer nada por Kang. Luego se va al teléfono público que hay enfrente y… Aquí está.

McCaleb volvió a mirar a la pantalla. El contador marcaba 22.42.55 y un hombre de pelo negro y vestido con vaqueros y camiseta también negros entró en la imagen. Vaciló un momento en la parte derecha del monitor, aparentemente mirando a Gloria Torres y luego fue al mostrador y miró por encima. El cuerpo de Kang yacía en el suelo en un charco de sangre. Presentaba grandes y desagradables heridas en el pecho y el rostro. Sus ojos permanecían abiertos e inmóviles. Resultaba obvio que estaba muerto. El buen samaritano regresó junto a Gloria. Se arrodilló en el suelo y, al parecer, se dobló sobre el torso de la mujer que quedaba fuera de la escena, pero casi al instante se había levantado de nuevo y había desaparecido de la imagen.

– Recorrió los pasillos buscando vendas -dijo Arrango-. De hecho le vendó la cabeza con cinta adhesiva y una compresa grande.

El buen samaritano regresó y se puso manos a la obra con Gloria, aunque todo sucedió fuera de cámara.

– La cámara nunca lo capta con nitidez -dijo Arrango-. Y se largó en cuanto llamó a Emergencias desde la cabina.

– ¿No volvió más tarde?

– No. Lo intentamos con las noticias de la tele, ya sabe, pedimos que se presentara porque quizás había visto algo que podía ayudar en la investigación. Pero nada. Se esfumó.

– Es extraño.

En la pantalla el hombre se incorporó, todavía de espaldas a la cámara. Miró a su izquierda y fue visible por un instante de perfil. Tenía un bigote oscuro. Entonces desapareció de la imagen.

– ¿Va a llamar a la policía? -preguntó McCaleb.

– A Emergencias, al 911 -dijo Walters-. Dijo «ambulancia» y lo pasaron con los Bomberos.

– ¿Por qué no se presentó?

– Tenemos una teoría al respecto -dijo Arrango.

– ¿Le importaría compartirla?

– La voz de la cinta del 911 tenía acento latino -dijo Walters-. Suponemos que el tipo era un ilegal. No se quedó ahí porque temía que lo deportásemos.

McCaleb asintió. Era plausible, en especial en Los Ángeles, donde había cientos de miles de ilegales evitando a las autoridades.

– Pusimos anuncios en los barrios mexicanos y salimos en el canal 34 -prosiguió Walters-. Prometimos que no sería deportado si se presentaba y nos contaba lo que había visto, pero no hubo suerte. Pasan muchas cosas en esos barrios. Demonios, en los sitios de donde vienen, tienen más miedo a los policías que a los delincuentes.

– Lástima -dijo McCaleb-. Llegó tan pronto que quizá vio el coche del asesino, posiblemente incluso leyó la matrícula.

– Puede ser -dijo Walters-. Pero si tiene la matrícula, no se molestó en decirla en la cinta. Nos dio una descripción penosa del coche «un coche negro, como una camioneta», así lo describió. Pero colgó antes de que la telefonista pudiera preguntarle por la matrícula.

– ¿Puedo ver la cinta otra vez? -preguntó McCaleb.

– Claro, ¿por qué no? -dijo Arrango.

Rebobinó la cinta y la vieron de nuevo en silencio, esta vez Arrango puso la velocidad lenta durante el tiroteo. Los ojos de McCaleb permanecieron en el asesino durante cada uno de los fotogramas en que éste aparecía en la cinta. A pesar de que el pasamontañas ocultaba su expresión, en ocasiones sus ojos se apreciaban con claridad. Eran ojos brutales que no mostraban nada cuando disparaba sobre dos personas. El color era indiscernible en la cinta en blanco y negro.

– Dios santo -dijo McCaleb cuando terminó.

Arrango sacó la cinta y apagó el equipo. Se volvió y miró a McCaleb.

– Bueno, díganos algo. Usted es el experto. Ayúdenos.

El desafío era perceptible en su voz. Ya estaban de nuevo con la cuestión de la territorialidad.

– Tengo que pensarlo, quizá volver a ver la cinta.

– Me lo figuraba -respondió Arrango, despreciativo.

– Le diré una cosa -dijo McCaleb, mirando sólo a Arrango-. Esta no era la primera vez. -Señaló a la pantalla en blanco del televisor-. No hay vacilación, ni pánico, entra y sale con rapidez… la calma con la que maneja la pistola, la presencia de ánimo para recoger los casquillos. Este hombre lo ha hecho antes. No es la primera vez y probablemente no será la última. Además, ya había estado allí antes. Sabía que había una cámara, por eso llevaba el pasamontañas. Quiero decir, es cierto que hay cámara en muchos sitios parecidos, pero el tipo mira directamente a ésta. Sabía dónde estaba. Eso significa que ya había estado allí. O bien es del barrio o había venido antes para reconocer el terreno.

Arrango hizo una mueca y Walters paseó la mirada con rapidez de McCaleb a su compañero. Iba a decir algo cuando Arrango levantó la mano para hacerle callar. McCaleb supo entonces que lo que acababa de decir era cierto y que ellos ya lo sabían.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Cuántos más?

Arrango esta vez levantó las dos manos en un gesto de no intervención.

– Esto es todo por ahora -dijo-. Hablaremos con el teniente y le mantendremos informado.

– ¿Qué es esto? -protestó McCaleb, perdiendo finalmente la paciencia-. ¿Por qué me enseñan la cinta y se paran aquí? Déjenme echar un vistazo. Quizá pueda ayudarles. ¿Qué tienen que perder?

– Oh, estoy seguro de que puede ayudar, pero nuestras manos están atadas. Permita que lo comentemos con el teniente y volveremos a hablar.

Hizo una seña para que todos salieran de la sala. McCaleb pensó por un momento en negarse, pero descartó la idea. Salió y Arrango y Walters lo siguieron.

– ¿Cuándo me dirán algo?

– En cuanto sepamos en qué podemos ayudarle -dijo Arrango-. Deme un número, estaremos en contacto.

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