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Para los no informados -y en esta categoría se incluían muchos policías y agentes con los que McCaleb había trabajado a lo largo de su carrera-, la hipnosis era vista a menudo como una forma de vudú del trabajo policial, un último recurso por miedo a acudir a un médium. Se consideraba la práctica emblemática de una investigación estancada o fracasada. Para McCaleb la realidad era muy diferente. Estaba firmemente convencido de que se trataba de un medio fiable para sondar las profundidades de la mente. Los fracasos que había visto o le habían contado debían achacarse al hipnotista, y no a la ciencia.

A McCaleb le había sorprendido que Winston se hubiera mostrado favorable a volver a entrevistar a Noone bajo un trance hipnótico. Ella le había explicado que en un par de ocasiones se había sugerido la hipnosis durante las reuniones semanales de la brigada de homicidios, cuando abordaban la investigación estancada del caso Cordell. Pero la propuesta no había prosperado por dos motivos. El primero era también el más importante. La hipnosis había sido una herramienta utilizada con frecuencia por la policía hasta principios de los ochenta, cuando la corte suprema de California legisló que los testigos cuya memoria había sido refrescada con la hipnosis no podían testificar en juicios penales. Esto significaba que, antes de decidirse a usar esta técnica con alguien, los investigadores debían valorar si la posible ganancia que se derivaría compensaría la pérdida de esa persona como testigo en un juicio. El debate había paralizado el uso de la hipnosis en el caso Cordell, porque Winston y su capitán se mostraban reticentes a perder su único testigo.

La segunda razón era que después de la legislación de la corte suprema, el departamento del sheriff había interrumpido la preparación de detectives en el uso de la hipnosis. En consecuencia, transcurridos más de quince años, el número de detectives con estas habilidades se había reducido drásticamente. No quedaba nadie en el departamento preparado para hipnotizar a Noone, lo cual les obligaba a recurrir a un hipnoterapeuta. Esto complicaba la situación y costaba dinero.

Cuando McCaleb le dijo a Winston que había utilizado la hipnosis en casos del FBI durante más de diez años y que se ofrecía a hacerlo, la sugerencia la entusiasmó todavía más. Unas horas después había obtenido el visto bueno y había dispuesto todo lo necesario para la sesión.

McCaleb llegó a la sala de la brigada de homicidios del Sheriff Star Center con media hora de adelanto. Le dijo a Lockridge que la cosa iba para largo y lo animó a ir a cenar.

La fiebre le había bajado a menos de una décima después de la siesta. Se sentía descansado y preparado. Le excitaba la perspectiva de extraer una pista sólida de la mente de James Noone y dar un empujón al caso.

Jaye Winston lo encontró en el mostrador de la entrada y lo acompañó al despacho del capitán, sin parar de hablar en todo el camino.

– He puesto una orden de busca y captura de Bolotov. He mandado un coche a su apartamento, pero ya se había ido. Se ha largado. Es obvio que le has tocado la fibra.

– Sí, quizá cuando le llamé asesino.

– Todavía no estoy convencida, pero es lo mejor que tenemos ahora mismo. Arrango, claro, no está muy contento con lo que has hecho. He de admitir que yo no le dije que lo habíamos hablado de antemano. Cree que ibas por libre.

– No te preocupes por eso. Me da igual lo que piense.

– ¿Estás preocupado por Bolotov? Dijiste que tenía tu dirección.

– No, tiene la del puerto, pero no la del barco. Es un sitio grande.

Ella abrió la puerta y dejó pasar a McCaleb. En el despacho había tres hombres y una mujer esperando, apretados. McCaleb reconoció a Arrango y Walters del Departamento de Policía de Los Ángeles. Winston le presentó al capitán Al Hitchens y a la mujer, una dibujante llamada Donna de Groot. Estaría preparada por si era necesario preparar un retrato robot del sospechoso, siempre y cuando Noone no identificara de manera rotunda a Bolotov.

– Me alegro de que llegue temprano -dijo Hitchens-. El señor Noone ya está aquí. Quizá podríamos ir empezando.

McCaleb asintió y miró al resto de los presentes. Arrango lucía una sonrisita escéptica. Un centímetro de palillo sobresalía de sus labios apretados.

– Hay demasiada gente -dijo McCaleb-. Demasiada distracción. Necesito que este hombre se relaje, y eso no va a ocurrir con una audiencia como ésta.

– No vamos a entrar todos -dijo Hitchens-. Me gustaría que usted y Jaye estuvieran en la sala. Llame a Donna si es preciso. Vamos a grabarlo en vídeo, y aquí tenemos un monitor. Los demás lo veremos desde el despacho. ¿Le parece bien? -Señaló un monitor situado en un carrito en una esquina.

McCaleb miró la pantalla y vio a un hombre sentado con los brazos cruzados. Era Noone. Aunque entonces llevaba una gorra de béisbol, McCaleb lo reconoció de las cintas del cajero y la escena del crimen.

– Está bien. -McCaleb miró a Winston-. ¿Has preparado las fotos de un grupo de seis sospechosos con Bolotov?

– Sí, están en mi mesa. Se las enseñaremos antes, a ver si hay suerte. Si lo identifica no lo hipnotizaremos, así nos lo reservamos para el juicio.

McCaleb asintió.

– No hubiera estado nada mal -empezó Arrango-, enseñarle las fotos a Noone antes de que el pájaro volara. -Miró a McCaleb.

McCaleb pensó en una respuesta, pero decidió guardársela.

– ¿Hay algo en concreto que quiera que le pregunte? -dijo.

Arrango miró a su compañero y le guiñó un ojo.

– Sí, consíganos la matrícula del vehículo que salió huyendo. Eso estaría bien. -Sonrió brillantemente, pasándose el palillo al labio superior.

McCaleb le devolvió la sonrisa.

– No sería la primera vez. Una vez la víctima de una violación me dio una descripción exacta del tatuaje que el agresor llevaba en el brazo. Antes de la hipnosis ni siquiera recordaba que el violador estuviera tatuado.

– Bueno, entonces hágalo otra vez. Denos una matrícula. Denos un tatuaje, su amigo Bolotov tiene varios.

En su voz se percibía un tono de desafío. Arrango insistía en llevarlo todo a un nivel personal, como si la voluntad de McCaleb de detener a un asesino múltiple implicara de algún modo una falta de respeto hacia él. Era absurdo, pero la mera participación de McCaleb en el caso constituía un desafío para el detective de policía.

– Muy bien, chicos -intervino Hitchens para cortar la disputa y tratar de disipar las tensiones-. Vamos a intentarlo, eso es todo. Vale la pena hacerlo. Puede que consigamos algo, puede que no.

– Mientras, perdemos al tipo para el juicio.

– ¿Qué juicio? -dijo McCaleb-. No vamos ni siquiera a acercarnos a los tribunales con lo que ha conseguido. Esta es su última oportunidad, Arrango. Yo soy su última oportunidad.

Arrango se levantó de un salto, no para desafiar a McCaleb físicamente, pero sí para subrayar lo que se disponía a decir.

– Mire, capullo, no necesito ningún federal fracasado para decirme cómo…

– De acuerdo, de acuerdo, basta ya -dijo Hitchens también puesto en pie-. Vamos a hacer esto, y vamos a hacerlo ahora. Jaye, porque no llevas a Terry a la sala de interrogatorios y empezamos de una vez. Los demás esperaremos aquí.

Winston acompañó a McCaleb fuera del despacho. Él miró por encima del hombro a Arrango, cuyo rostro se había encendido de furia. Más allá, McCaleb advirtió una sonrisa socarrona en el rostro de Donna de Groot. Al parecer, le había gustado ese espectáculo de testosterona.

Al atravesar la sala de la brigada y pasar junto a filas de mesas vacías, McCaleb movió la cabeza avergonzado.

– Lo siento -dijo-. No puedo creer que haya dejado que me metiera en esto.

– No pasa nada, es un capullo. Tenía que ocurrir tarde o temprano.

Después de detenerse en el escritorio de Winston para recoger la carpeta que contenía la rueda de identificación fotográfica, recorrieron un pasillo y Winston se detuvo ante una puerta cerrada. Puso la mano en el pomo, pero se volvió hacia McCaleb antes de abrir.

– Bueno, ¿quieres llevar esto de algún modo en particular?

– Lo principal es que todo irá mejor si una vez que comience la sesión sólo hablo yo. Yo me comunicaré verbalmente sólo con él. De este modo no se confundirá y sabrá siempre con quién estoy hablando. Así que, si tenemos que hablar entre nosotros, es mejor que lo escribamos o que señalemos la puerta y salgamos a hablar aquí fuera.

– Muy bien. ¿Estás preparado? Tienes mal aspecto.

– Estoy bien.

Ella abrió la puerta y James Noone levantó la mirada.

– Señor Noone, éste es Terry McCaleb, el experto en hipnosis del que le hablé -dijo Winston-. Era agente del FBI. Él conducirá la sesión.

McCaleb sonrió y extendió un brazo sobre la mesa. Los dos hombres se estrecharon las manos.

– Me alegró de conocerle, señor Noone. Esto no durará mucho y será una experiencia relajante. ¿Le importa si le llamo James?

– No, James está bien.

McCaleb miró la sala y se fijó en la mesa y las sillas. Las sillas eran las habituales de los servicios públicos, con una fina almohadilla de espuma de un centímetro. Miró a Winston.

– Jaye, ¿crees que encontraremos una silla más cómoda para James? Una con brazos, quizás. Una como la del capitán Hitchens.

– Claro, espera un momento.

– Ah, también necesitaré unas tijeras.

Winston lo miró con socarronería, pero salió sin decir palabra. McCaleb evaluó la sala. Había una fila de fluorescentes en el techo, ninguna otra luz. El resplandor se magnificaba por la ventana de espejo de la pared izquierda. Sabía que la cámara estaba al otro lado del espejo, así que precisaba mantener a Noone orientado hacia ella.

– Veamos -le dijo a Noone-. Tengo que subirme a la mesa para alcanzar esas luces.

– No hay problema.

Usando una silla a modo de escalera, McCaleb se aupó a la mesa y alcanzó el panel. Se movía con lentitud para evitar otra sensación de vértigo. Abrió el panel y empezó a quitar los tubos, pasándoselos a Noone y trabando conversación con él, con la intención de que el testigo se sintiera cómodo.

– ¿He oído que se va a Las Vegas desde aquí? ¿A trabajar o a jugar?

– Uf, sobre todo a trabajar.

– ¿A qué se dedica?

– Al software. Estoy programando un nuevo sistema contable y de seguridad para El Río. Aún estamos solucionando bugs. Nos pasaremos una semana haciendo pruebas.

– ¿Una semana en Las Vegas? Yo podría perder una fortuna en una semana allí.

– Yo no juego.

– Eso está muy bien.

Había quitado tres de los cuatro tubos, dejando la sala en un ambiente de penumbra. Confiaba en que hubiera bastante luz para el vídeo. Justo cuando bajaba de la mesa volvió Winston con una silla que en realidad parecía la de Hitchens.

– ¿Es la del capitán?

– La mejor silla de la comisaría.

– Bien.

Miró al espejo e hizo un guiño a la cámara que se ocultaba detrás. Al hacerlo se fijó en las bolsas oscuras que empezaban a formarse bajo sus ojos y enseguida apartó la mirada.

Winston buscó en el bolsillo de su blazer y cuidadosamente sacó unas tijeras. McCaleb las dejó en la mesa y luego empujó ésta contra la pared, debajo del espejo. Entonces colocó la silla del capitán contra la pared opuesta. Dispuso dos sillas de la mesa frente a la silla del capitán, pero las separó lo suficiente para no bloquear la grabación. Ofreció a Noone la silla del capitán y luego él y Winston ocuparon las restantes. McCaleb consultó su reloj: faltaban diez minutos para las seis.

– Muy bien -dijo-. Trataremos de hacer esto rápido y dejarle marchar, James. Para empezar, ¿tiene alguna pregunta respecto a lo que nos disponemos a hacer aquí?

Noone pensó un momento antes de hablar.

– Bueno, creo que no sé mucho al respecto. ¿Qué me ocurrirá?

– No le ocurrirá nada. La hipnosis no es más que un estado alterado de la conciencia. Se trata de ir recorriendo progresivas fases de relajación hasta que alcance un punto en el que pueda moverse con facilidad por los lugares ocultos de su mente para extraer información almacenada allí; algo similar a pasar las tarjetas de un fichero rotatorio hasta encontrar la que busca.

McCaleb esperó, pero Noone no preguntó nada más.

– ¿Por qué no empezamos con un ejercicio? Quiero que tire la cabeza un poco hacia atrás y mire hacia arriba. Trate de mirar hacia arriba todo lo que pueda. Quizá debería quitarse las gafas.

Noone se quitó las gafas, las plegó y se las guardó en el bolsillo. Echó la cabeza hacia atrás y levantó las pupilas. McCaleb comprobó que quedaba visible más de medio centímetro de córnea bajo cada uno de los irises. Era un buen indicador de la receptividad a la hipnosis.

– Eso está muy bien. Ahora, quiero que se relaje, que respire hondo y nos diga lo que recuerda del incidente del 22 de enero. Sólo cuente lo que ahora recuerda de lo que vio.

Durante los diez minutos siguientes, Noone explicó cómo había llegado al final de los disparos y el atraco del cajero automático en Lancaster. Su relato no difirió de las versiones que ya había ofrecido en varias entrevistas desde la noche de los hechos. No agregó ningún pormenor nuevo ni tampoco pareció olvidar nada de sus declaraciones anteriores. Eso era poco habitual y animó a McCaleb. Los recuerdos de los testigos empiezan a palidecer al cabo de dos meses. Olvidan detalles. McCaleb confiaba en que la memoria oculta del programador informático fuera igual de aguda. Cuando Noone hubo concluido su relato de lo ocurrido, McCaleb hizo una señal a Winston, que entonces se acercó a Noone y le entregó la carpeta que contenía las seis fotografías.

– James, quiero que abra la carpeta y mire las fotos. Díganos si alguno de esos hombres era el que vio en el coche que salía huyendo.

Noone volvió a ponerse las gafas y tomó la carpeta, pero dijo:

– No lo sé. No tuve ocasión de…

– Ya lo sé -dijo Winston-, pero mírelas de todos modos.

Noone abrió la carpeta. Dentro había una cartulina con cuadrados cortados en dos filas de tres. En los cuadrados había fotos de hombres. La de Bolotov era la tercera de la fila superior. La mirada de Noone fue pasando de una fotografía a otra, y al final negó con la cabeza.

– Lo siento, no pude verle.

– Está bien -terció McCaleb, antes de que Winston dijera algo que Noone pudiera interpretar como negativo-. Creo que estamos preparados para continuar.

Le quitó la carpeta a Noone y la arrojó sobre la mesa.

– Bueno, ¿por qué no empieza por decirnos qué es lo que hace para relajarse, James? -preguntó McCaleb.

Noone lo miró con cara de no comprender.

– Ya sabe, ¿cuándo se siente más feliz? ¿Cuándo está más relajado y tranquilo? A mí me gusta trabajar en mi barco y salir a pescar. Ni siquiera me preocupa si pesco o no pesco, me gusta tener el anzuelo en el agua. ¿Y usted, James? ¿Le gusta hacer unas canastas, jugar a golf? ¿Qué?

– Um, no lo sé. Supongo que me gusta estar con el ordenador.

– Pero eso no es relajado mentalmente, James, ¿no? Yo no estoy hablando de algo en lo que tenga que pensar mucho. Quiero decir, ¿qué es lo que hace cuando quiere olvidarse de todo? ¿Cuándo está cansado de pensar y quiere poner la mente en blanco durante un rato?

– Bueno…, no sé. Me gusta ir a la playa. Hay un lugar que conozco. Voy a allí.

– ¿Cómo es ese sitio?

– La arena es muy blanca y es amplio. Alquilan caballos y se puede cabalgar al borde del agua, bajo los acantilados. El agua golpea la parte de abajo y es como un saliente. La gente se sienta allí, a la sombra.

– Bueno, eso está muy bien, James. Ahora quiero que cierre los ojos, que descanse los brazos en el regazo y que piense en ese lugar. Imagine que está caminando por esa playa. Relájese y camine por la orilla.

McCaleb permaneció en silencio durante medio minuto y se limitó a mirar la cara de Noone. La piel en torno a las comisuras de sus ojos cerrados empezó a relajarse. Entonces McCaleb lo guió a través de una serie de ejercicios en los que le pedía que se concentrase en percibir la sensación de sus calcetines en los pies, las manos en la tela de los pantalones, las gafas en el puente de la nariz, incluso el pelo -lo que le quedaba- en su cabeza.

Después de cinco minutos de esto, McCaleb empezó con ejercicios musculares, pidiéndole a Noone que tensara los pies con la mayor fuerza posible, que los mantuviera así y luego se relajara.

Poco a poco, de los pies a la cabeza, fue trabajando cada grupo muscular. Entonces McCaleb volvió a las puntas de los pies y comenzó a subir de nuevo. Era un método para dejar exhausta la musculatura e incrementar la disposición mental a la sugestión de la relajación y el descanso. McCaleb percibió que la respiración de Noone era más profunda y prolongada. La sesión estaba yendo bien. Miró el reloj y vio que eran las seis y media.

– De acuerdo, James, ahora, sin abrir los ojos, quiero que ponga la mano derecha delante de su cara. Manténgala a un palmo de la nariz.

Noone obedeció y McCaleb le dejó con el brazo levantado durante al menos un minuto, sin cesar de aconsejarle que se relajara y mantuviera su pensamiento en el paseo por la playa.

– Muy bien, ahora quiero que muy lentamente lleve la mano hacia la cara. Muy despacio.

La mano de Noone empezó a moverse hacia su nariz.

– Muy bien, ahora más despacio -dijo McCaleb con voz más pausada y suave que la vez anterior-. Eso es, James. Despacio. Cuando su mano toque la cara estará totalmente relajado y en ese momento caerá en un profundo estado hipnótico.

Se mantuvo en silencio mientras observaba la mano de James, que se movió lentamente hasta que la palma tocó la nariz. En el momento del contacto, su cabeza cayó hacia delante y relajó los hombros. La mano se desplomó en el regazo. McCaleb miró a Winston. Ella enarcó las cejas y le hizo una señal con la cabeza. McCaleb sabía que sólo habían recorrido la mitad del camino, pero las cosas pintaban bien. Decidió realizar una pequeña prueba.

– James, ahora está totalmente relajado, totalmente descansado. Está tan relajado que siente los brazos ligeros como plumas. No pesan nada en absoluto.

Noone lo miró, pero no se movió, lo cual era otra buena señal.

– Muy bien, ahora voy a sacar un globo que está lleno de helio y ataré la cuerda a su mano izquierda. La estoy atando. El globo está atado a su muñeca, James, y voy a soltarlo.

De inmediato, el brazo izquierdo de Noone empezó a subir hasta que lo tuvo completamente estirado, con la mano por encima de la cabeza. McCaleb se limitó a mirar. Transcurrido medio minuto el brazo de Noone no mostraba señal alguna de cansancio.

– Muy bien, James, tengo aquí unas tijeras y voy a cortar la cuerda.

McCaleb se volvió hacia la mesa y tomó las tijeras. Las abrió y cerró con rapidez en el lugar donde estaba la cuerda imaginaria. El brazo de Noone cayó de nuevo al regazo. McCaleb se volvió hacia Winston y asintió.

– Muy bien, James, está muy relajado y no hay nada que le moleste. Quiero que imagine que está caminando por esa playa y llega a un jardín. El jardín es verde y exuberante y hermoso y hay flores y pájaros que cantan. Es muy hermoso y tranquilo. Nunca había estado en un sitio tan tranquilo como éste. Ahora… camina por el jardín y llega a un pequeño edificio con puertas. Son puertas de ascensor, James. Están hechas de madera, con oro en los bordes, y son hermosas. Todo es hermoso aquí.

»Las puertas se abren, James, y usted sube al ascensor porque sabe que lo lleva hacia abajo, a su habitación especial. Una habitación donde nadie más puede entrar. Sólo usted puede bajar y se siente completamente tranquilo cuando está allí.

McCaleb se levantó y se puso de pie frente a Noone, a sólo unos centímetros. Noone no mostró ninguna señal externa de reparar en la presencia cercana de otra persona.

– Los botones del ascensor dicen que está en el número diez, y tiene que bajar a la planta uno. Usted pulsa el botón, James, y el ascensor empieza a bajar. Cada vez que baja un piso se siente más relajado.

McCaleb levantó el brazo y lo mantuvo paralelo al suelo y a un palmo de distancia del rostro de Noone. Entonces empezó a levantarle la cabeza, a hacerla girar y a levantarla de nuevo. Sabía que la molestia que la luz causaría en los párpados de Noone durante el movimiento incrementaría la sensación de caída.

– Está bajando, James, cada vez más. Ésta es la novena planta… ahora la octava, y la séptima… Baja más y más y está más y más relajado. Acaba de pasar la sexta planta… ahora la quinta… la cuarta… la tercera… la segunda… y la primera… Las puertas se abren ahora y entra en su habitación especial. Ya está dentro, James, completamente tranquilo.

McCaleb volvió a su silla. Entonces le dijo a Noone que entrara en su habitación y que el sillón más cómodo del mundo le estaba esperando. Le dijo que se sentara y que se fundiera en el sillón. Le pidió que imaginara un trozo de mantequilla derritiéndose en una sartén a fuego lento.

– No hay ningún chisporroteo, se derrite lentamente, muy lentamente. Ése es usted, James, fundiéndose en el sillón.

McCaleb esperó unos instantes y le habló a Noone de la televisión que tenía justo delante.

– Tiene el mando a distancia en la mano. Y es una televisión especial con un mando especial. Puede ver lo que quiera en esa pantalla. Puede retroceder, ir hacia delante, acercar la imagen o alejarla. Lo que quiera hacer con ella, puede hacerlo. Enciéndala, James. Y lo que vamos a ver en esa tele especial ahora mismo es lo que vio la noche del 22 de enero, cuando iba al banco de Lancaster a sacar dinero. -Esperó un momento-. Encienda la televisión, James. ¿Está encendida?

– Sí -dijo Noone, la primera palabra que pronunciaba en la última media hora.

– Muy bien. Vamos a volver a esa noche, James. Ahora, cuéntenos lo que vio.

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