36

– ¿Le has dado vueltas a todo esto? Has entendido qué pasa.

– Un poco.

– Pues cuéntamelo.

McCaleb estaba de pie en la cocina, sirviéndose un vaso de naranjada. Winston no había querido tomar nada, pero también estaba de pie. Se sentía demasiado excitada para sentarse; McCaleb conocía esa sensación.

– Espera un momento -dijo.

Se tomó el vaso de zumo de un solo trago.

– Lo siento, creo que me he equivocado con el azúcar. He comido demasiado tarde.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Puso el vaso en el fregadero, se volvió y se recostó en la encimera.

– Muy bien, así es como lo veo. Empezamos con el señor X, que de momento supondremos que es un hombre. Esta persona necesita algo. Un nuevo órgano. Un riñón, un hígado, quizá la médula ósea. Posiblemente las córneas, pero eso sería mucho estirar. Tiene que ser algo por lo que merezca la pena matar. Algo sin lo cual moriría. O en el caso de la córnea, algo que le dejaría ciego e inhabilitado.

– ¿Qué tal un corazón?

– Eso estaría en la lista, pero, verás, el corazón lo tengo yo. Así que tacha el corazón, a no ser que estés con Nevins, Uhlig, Arrango y todos los demás que creen que yo soy el señor X, ¿de acuerdo?

– Vale, continúa.

– Este tipo, X, tiene dinero y contactos. Los suficientes para contratar a un asesino a sueldo.

– Con conexiones con el crimen organizado.

– Puede ser, pero no necesariamente.

– ¿Qué me dices de «no te olvides los cannoli»?

– No lo sé, he estado pensando en eso. Es muy llamativo para el crimen organizado real, ¿no te parece? Me hace pensar que es una maniobra de distracción, pero por ahora sólo es una conjetura.

– De acuerdo, no importa de momento. Sigue con el señor X.

– Bueno, además de ser capaz de conseguir un sicario que haga el trabajo, ha de tener acceso al ordenador de la AOSSO. Tiene que saber quién tiene el órgano que necesita. ¿Sabes qué es la AOSSO?

– Me he enterado hoy y le he dicho lo mismo sobre ti a Nevins, «¿cómo iba a tener acceso a la AOSSO Terry McCaleb?», entonces me ha contado lo nefasta que es su seguridad informática. Su teoría es que entraste en el sistema un día que estabas en el Cedars. Conseguiste una lista de donantes de sangre del grupo AB con CMV negativo y ése fue tu punto de partida.

– Vale. Ahora sigue la misma teoría, pero en lugar de ser yo es el señor X el que consigue la lista y pone a trabajar al buen samaritano.

McCaleb señaló el salón, donde la imagen del buen samaritano continuaba congelada en la pantalla del televisor. Ambos lo miraron unos segundos antes de que él continuara.

– El asesino examina la lista y, ¡quien lo iba a decir!, se encuentra con un nombre conocido. Donald Kenyon. Kenyon es un personaje famoso, sobre todo por la cantidad de enemigos que tiene. Por tanto es la opción perfecta. Todos esos enemigos (inversores y quizás incluso un gángster que acecha entre bambalinas) son un camuflaje perfecto.

– Así que el buen samaritano elige a Kenyon.

– Exacto. Lo elige y lo vigila hasta que conoce su rutina. Y su rutina es bastante sencilla porque Kenyon lleva un collar de perro que le han puesto los federales y por eso no sale de casa. Pero el buen samaritano no se desalienta. Estudia la rutina y averigua que cada mañana Kenyon se queda solo en la casa durante veinte minutos, cuando la mujer lleva a los niños a la escuela.

McCaleb, con la garganta seca de tanto hablar, rescató el vaso del fregadero y se sirvió otro vaso de naranjada.

– Así que actúa durante ese margen de veinte minutos -continuó McCaleb después de beberse otro medio vaso-. Y al entrar en la casa sabe que tiene que conseguir que Kenyon sobreviva hasta el hospital, pero no más. Tiene que conseguir los órganos para el trasplante, pero si ingresa cadáver en el hospital no le sirve. Así que entra en la casa, agarra a Kenyon y lo lleva hasta la puerta de entrada. Lo mantiene allí y espera a que la mujer vuelva de dejar a los niños en la escuela. Obliga a Kenyon a poner el ojo en la mirilla y asegurarse de que es ella. Entonces le dispara y lo deja en el suelo para que la mujer llame a una ambulancia en cuanto abra la puerta.

– Pero no llegó al hospital.

– No. El plan era bueno, pero se equivocó con la munición. Usó una Devastator en la P7. La bala equivocada para este tipo de trabajo. Es un proyectil de fragmentación, explota y básicamente destroza el cerebro de Kenyon, la muerte es casi instantánea.

Se detuvo y observó a Winston mientras ella evaluaba la historia. Entonces levantó un dedo, una señal para que esperase antes de hacer comentarios. Fue a buscar el maletín al salón y sacó una pila de documentos, ocupándose en mantener su cuerpo entre el maletín y Winston. No quería que viese la P7, que seguía allí.

En la cocina, buscó entre los documentos hasta que encontró el que buscaba.

– No estoy autorizado a tener esto, pero echa un vistazo. Es una transcripción de la escucha ilegal en la casa de Kenyon. Ésta es la parte en la que le disparan. No tienen todo lo que se dijo, pero lo que hay encaja con lo que yo te he contado.

Winston se acercó a él y leyó la sección que McCaleb había enmarcado con un bolígrafo mientras viajaba con Buddy Lockridge hacia el puerto.


Desconocido: Vamos, mira quién…

Kenyon: No… Ella no tiene nada que ver en esto. Ella…


Winston asintió con la cabeza.

– Podría haberle dicho que mirara por la mirilla -dijo Winston-. Obviamente era la esposa porque Kenyon trató de protegerla.

– Exacto, y fíjate en que la transcripción dice que se produjeron dos minutos de silencio entre este último diálogo y el disparo. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo salvo esperar hasta que apareció para que pudiera llegar al cuerpo cuanto antes?

Winston asintió de nuevo.

– Concuerda -dijo-. Pero ¿qué me dices de la gente del FBI que estaba escuchando? ¿Crees que el asesino no tenía idea de que estaban ahí?

– No estoy seguro. No me lo parece. Creo que simplemente tuvo suerte. Pero quizá pensó que había alguna posibilidad de que el lugar estuviera pinchado. Quizá por eso soltó lo de los cannoli. Un poco de confusión, por si acaso.

McCaleb se terminó el zumo de naranja y volvió a dejar el vaso en el fregadero.

– Vale, o sea que le salió mal -dijo Winston-. Y vuelta a empezar. Otra vez a la lista de la AOSSO. Y el siguiente nombre que eligió fue el de mi víctima, James Cordell.

McCaleb asintió y dejó que siguiera ella. Sabía que cuanto más participara en ordenar el rompecabezas más dispuesta estaría a creer en todo el asunto.

– Cambia la munición, de una bala de fragmentación a una hardball para causar una herida con orificio de salida que causara un daño algo menos inmediato al cerebro.

– Vigila a Cordell hasta que conoce su rutina y luego prepara el asesinato de forma similar a como lo hizo con Kenyon: dispara casi al mismo tiempo que llega una segunda parte que puede pedir ayuda. En el caso de Kenyon era su mujer; en el de Cordell, James Noone. El asesino probablemente estuvo detrás de Cordell hasta que vio que el coche de Noone se colocaba en carril de giro para entrar al banco. Entonces disparó.

– Yo creo que lo de Noone fue accidental -dijo McCaleb-. No hay manera de que el asesino pudiera haber planeado la posibilidad de que apareciera un testigo. Probablemente iba a matar a Cordell y luego llamar a Emergencias desde el teléfono de la esquina: en la cinta se ve que el teléfono está allí mismo. Pero se presentó Noone y eso le obligó a salir a escape. Probablemente pensó que el testigo llamaría desde el teléfono público: una llamada de ayuda auténtica. La mala suerte para él fue que Noone llamó desde un móvil y se confundieron con la dirección, y el resultado fue un retraso fatal.

Winston manifestó su acuerdo.

– Cordell ingresó cadáver -dijo-. Otro que se va al traste. Vuelve a la lista y elige a Gloria Torres. Pero esta vez se asegura de no correr riesgos. Avisa de los disparos antes de que se produzcan.

– Sí, para poner en marcha a la ambulancia. Conocía la rutina de ella, puede que estuviera esperando en la cabina. Al ver que aparcaba el coche, llamó al novecientos once.

– Entonces, entra, hace el trabajo y sale. Fuera, se quita el pasamontañas y el mono y se convierte en nuestro buen samaritano. Entra, le venda la cabeza y sale a escape. Esta vez funciona. Es perfecto.

– Fue un proceso de aprendizaje. Aprendió de los errores de las dos primeras veces, y lo perfeccionó en la tercera.

McCaleb se cruzó de brazos y esperó a que Winston diera el siguiente paso.

– Así que ahora tenemos que seguir los trasplantes -dijo-. Uno de los beneficiarios de los órganos tiene que ser el señor X. Tenemos que ir a la AOSSO y conseguir los… Un momento, has dicho que tenías una lista de nombres.

McCaleb asintió.

– ¿De la AOSSO?

– De la AOSSO.

Volvió a su maletín y encontró la lista que le había dado Bonnie Fox. Al volverse, casi se dio de bruces con Winston, que había salido de la cocina. Le dio la hoja.

– Ésta es la lista.

Ella la examinó intensamente, como si esperase ver que uno de los nombres era realmente el señor X, o que de algún modo sería de inmediato identificable como tal.

– ¿Cómo la has conseguido?

– No puedo decirlo.

Ella lo miró.

– Por el momento tengo que proteger a una fuente. Pero es de confianza. Esa gente lleva los órganos de Gloria Torres.

– ¿Vas a darme la lista?

– Si vas a hacer algo con ella.

– Sí, empezaré mañana.

McCaleb era plenamente consciente de lo que le estaba entregando. Por supuesto, podía ser la clave de su exoneración y de la captura de un asesino de la peor calaña. Pero también estaba entregando a Winston una llave maestra. Si ella tenía éxito y solucionaba el caso mientras el FBI y el departamento de policía tomaban el camino equivocado, su futuro profesional no tendría límites.

– ¿Cómo vas a investigarlos? -preguntó él.

– De todas las formas posibles. Buscaré dinero, informes penales, cualquier cosa que destaque. Lo habitual. ¿Qué vas a hacer tú?

McCaleb miró su maletín. Estaba repleto de documentos, cintas y las pistolas.

– Todavía no lo sé. ¿Puedes decirme algo? ¿Por qué se volvió todo contra mí? ¿Qué es lo que os ha dirigido a mí?

Winston dobló la lista en un cuadrado y se la guardó en el bolsillo de su blazer.

– El FBI. Nevins me dijo que tenía un chivatazo. No me dijo de dónde, pero acusaba a un sospechoso en concreto. Eso sí me lo dijo. La fuente decía que habías matado a Gloria Torres por su corazón. Empezaron a partir de ahí. Verificaron las autopsias de las tres víctimas y encontraron la coincidencia de los grupos sanguíneos. Desde ahí fue sencillo, todo encajaba. Tengo que admitir que me convencieron. Entonces, todo parecía encajar.

– ¿Cómo? -preguntó McCaleb enfadado, levantando la voz-. Nada de esto habría ocurrido si yo no hubiese empezado a investigar. La coincidencia balística con el caso Kenyon se obtuvo gracias a mí. Eso trajo al FBI. ¿Crees que un hombre culpable se comportaría así? Es una locura. -Se estaba señalando, muy enojado, su propio pecho.

– Todo eso se tuvo en cuenta. Nos reunimos y lo discutimos esta mañana. La teoría que surgió fue que esa mujer (la hermana) había acudido a ti y que no estaba dispuesta a dejarlo estar. Así que decidiste que sería mejor ocuparte del caso antes de que lo hiciera otro. Lo asumiste y empezaste a sabotear la investigación. Empezaste con lo de Bolotov. Hipnotizaste al único testigo real y lo perdimos para acudir al tribunal. Sí, los resultados de balística se obtuvieron gracias a ti, pero quizá eso fue una sorpresa, quizá esperabas que no saldría nada, porque usaste una Devastator la primera vez.

McCaleb negó con la cabeza. No iba a permitirse verlo desde ese punto de vista. Todavía no podía creer que hubieran centrado su atención en él.

– Mira, no estábamos completamente seguros -dijo Winston-, pero pensábamos que había sospechas más que suficientes para pedir una orden de registro. Sentíamos que el registro inclinaría la balanza en un sentido u otro. Si encontrábamos pruebas, seguiríamos adelante, si no, lo dejaríamos. Entonces descubrimos que tenías un Cherokee, y debajo de ese cajón vimos tres malditas pruebas. Lo único peor que podía pasarte era que encontrásemos la pistola.

McCaleb pensó en la HK P7 que estaba en el maletín, a un metro y medio de ellos. Había tenido mucha suerte.

– Pero como tú decías, era muy fácil.

– Para mí, sí. Los demás no lo veían de la misma manera. Ya te he dicho que empezaron a pavonearse. Ya se imaginaban los titulares de la prensa.

McCaleb sacudió la cabeza. La discusión había minado sus fuerzas. Se acercó a la mesa de la cocina.

– Me han tendido una trampa -dijo.

Winston se acercó.

– Te creo -dijo-. Y quienquiera que sea ha hecho un buen trabajo. ¿Has pensado por qué te han tendido la trampa a ti?

McCaleb asintió, mientras hacía un dibujo con el dedo con el azúcar que había caído en la mesa.

– Si lo miro desde el punto de vista del asesino, veo el motivo. -Barrió con la mano el azúcar-. Después de que no funcionase con Kenyon, el asesino sabía que tenía que volver a la lista, pero también que estaba doblando el riesgo. Sabía que existía una remota posibilidad de que los casos se conectasen mediante el grupo sanguíneo. Sabía que tenía que hacer un trabajo de base para despistar. Me eligió a mí. Si tenía acceso al ordenador de la AOSSO, sabía que era el primero de la lista del corazón. Probablemente me investigó como a los demás. Descubrió que tenía un Cherokee y utilizó uno él mismo. Se llevaba objetos de las víctimas para poder plantarlos si era necesario. Aquí. Supongo que él mismo llamó a Nevins cuando lo tuvo todo preparado.

McCaleb se sentó un buen rato, recapacitando acerca de su situación. Entonces poco a poco se levantó.

– Tengo que acabar de recoger mis cosas.

– ¿Adónde vas?

– No estoy seguro.

– Tendré que hablar contigo mañana.

– Estaré en contacto.

Empezó a bajar la escalera, agarrándose en las barandillas.

– Terry.

Él se detuvo y se volvió a mirarla.

– Estoy arriesgándome mucho. Me juego el cuello con esto.

– Ya lo sé, Jaye. Gracias.

McCaleb desapareció en la oscuridad de la segunda cubierta.

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