30

Primero fueron a la consulta de Bonnie Fox en la torre oeste del Cedars. La sala de espera estaba vacía y la recepcionista de Fox, una mujer que nunca sonreía llamada Gladys, confirmó que la doctora no estaba.

– Está en el ala norte y no espero que vuelva hoy -dijo Gladys con el ceño fruncido-. ¿Ha venido a buscar su historial?

– No, todavía no.

McCaleb le dio las gracias y salieron. La traducción de lo que Gladys le había dicho era que Fox estaba haciendo la ronda en la sexta planta de la torre norte: el hospital. Tomaron la pasarela del tercer piso hacia el norte y luego el ascensor a la sexta planta: cardiología y sala de trasplantes. McCaleb estaba cansándose de cargar con el pesado maletín.

McCaleb había estado en la sexta planta las suficientes veces como para no sentirse fuera de lugar. Graciela, aún con el uniforme puesto, llamaba todavía menos la atención. McCaleb la condujo por el pasillo situado a la izquierda de los ascensores hacia donde se hallaban las habitaciones de quienes esperaban trasplante o estaban en proceso de recuperación, así como la sala de enfermeras. Había muchas probabilidades de encontrarse con Fox por allí.

Mientras recorrían el pasillo, McCaleb miró a través de las puertas abiertas. No vio a Fox, pero sí las frágiles siluetas de pacientes en cama, la mayoría hombres de edad avanzada. Eran las habitaciones de quienes esperaban conectados a máquinas, su hora se acercaba y sus oportunidades disminuían a medida que los latidos de sus corazones perdían fuerza. Al pasar por delante de una habitación, McCaleb vio al joven al que ya había visto antes. Estaba sentado en la cama mirando la tele. Las vías y tubos serpenteaban bajo la bata de hospital hasta las máquinas y los monitores. Después de comprobar que Fox no estaba en la habitación, McCaleb apartó rápidamente la mirada. Con los más jóvenes era más difícil de entender, más difícil de aceptar. Sus órganos, tan jóvenes, sin embargo les habían fallado: una lección de la vida terrible y fatal que tenían que aprender sin haber hecho nada malo. Por un momento, en la mente de McCaleb se proyectó una imagen de los Everglades, la reunión de investigadores en aerodeslizadores en la Poza del Diablo, el agujero negro que se había tragado su fe en la existencia de una razón buena y válida para todo.

Tuvieron suerte. Al doblar hacia la sala de enfermeras, McCaleb vio a Bonnie Fox inclinándose sobre el mostrador y sacando el historial de un paciente de una estantería. Al incorporarse, se volvió y los vio.

– ¿Terry?

– Hola, doctora.

– ¿Qué pasa? ¿Estás…?

– No, no, estoy bien. -Levantó las manos para pedir calma.

– Entonces ¿qué haces aquí? Tu historial está en mi consulta.

En ese momento pareció reparar en Graciela y claramente no la reconoció, lo cual se sumó a la confusión que ya se reflejaba en su rostro.

– No estoy aquí por el historial -dijo McCaleb-. ¿Hay una habitación vacía que podamos utilizar durante unos minutos? Tenemos que hablar contigo.

– Terry, estoy visitando a mis pacientes. No está bien que vengas aquí y esperes que yo…

– Es importante, doctora. Muy importante. Dame cinco minutos y estoy seguro de que estarás de acuerdo. Si no, iré a recoger mi historial y saldremos de aquí.

Fox sacudió la cabeza, molesta, y se volvió a mirar a una de las enfermeras.

– Anne, ¿qué tenemos libre?

Una de las enfermeras se inclinó hacia la izquierda y pasó el dedo por una tablilla con sujetapapeles.

– Diez, dieciocho, treinta y seis, elija.

– Usaré la dieciocho porque está cerca del señor Koslow. Si llama dile que estaré con él en cinco minutos. -Miró a McCaleb con severidad mientras pronunciaba las dos últimas palabras.

Caminando deprisa, siguieron a Fox hasta la habitación 618. McCaleb entró el último y cerró la puerta. Dejó el pesado maletín en el suelo. Fox se apoyó en la cama vacía, puso el historial a su lado y se cruzó de brazos. McCaleb sintió que la ira de ella crecía y que se dirigía contra él.

– Tienes cinco minutos. ¿No me vas a presentar?

– Es Graciela Rivers -dijo McCaleb-. Te he hablado de ella.

Fox contempló a Graciela con mirada implacable.

– Usted es la que lo metió en esto -dijo ella-. Sabe que a mí no me va a escuchar, pero es usted enfermera y debería saber lo que hace. Mírelo. Su color, las bolsas en los ojos. Hace una semana estaba bien. ¡Estaba perfectamente, maldita sea! Ya he sacado su historial de mi despacho, para que vea la confianza que tenía en él. Ahora… -Señaló a McCaleb para poner el aspecto de su paciente como prueba de lo que decía.

– Sólo hice lo que creía que tenía que hacer -dijo Graciela-. Tenía que pedirle…

– Fue decisión mía -la interrumpió McCaleb-. Todo ha sido decisión mía.

Fox desestimó las explicaciones con un enojado movimiento de cabeza. Se apartó de la cama y le pidió a McCaleb que se sentara.

– Quítate la camisa y siéntate. Empieza a hablar. Sólo te quedan cuatro minutos.

– No voy a quitarme la camisa, doctora. Quiero que escuches lo que tengo que decirte, no cuántas veces late mi corazón.

– Muy bien. Habla. Quieres apartarme de los pacientes a los que necesito ver, pues muy bien. Habla. -Golpeó con los nudillos la carpeta que había sobre la cama-. El señor Koslow, está en el mismo barco en el que tú estabas hace dos meses. Trato de mantenerlo con vida mientras esperamos un corazón que quizá llegue. Luego tengo un chico de trece años que…

– ¿Vas a dejarme que te explique por qué estamos aquí o no?

– No puedo evitarlo. Estoy tan furiosa contigo…

– Bueno, escúchame y quizá te sentirás de otra manera.

– Creo que es imposible.

– ¿Puedo hablar o no?

Fox levantó las manos en señal de rendición, frunció los labios y le hizo un gesto con la cabeza. Finalmente, McCaleb empezó su relato. Se tomó diez minutos para resumir la investigación, pero daba igual. A los cinco minutos, Fox estaba tan petrificada que no percibía el paso del tiempo. Le dejó concluir su relato sin interrumpirle ni una sola vez.

– Eso es todo -dijo McCaleb-. Por eso estamos aquí.

Los ojos de Fox vagaron de uno a otro durante unos momentos, mientras trataba de comprender lo que McCaleb acababa de explicarle. Entonces empezó a caminar por el pequeño espacio de la habitación mientras recontaba lo que había comprendido de la historia. No estaba paseando, era como si necesitara hacer sitio en su cabeza para la historia y manifestase esa necesidad mediante pequeños movimientos que expandían su espacio personal.

– Estás diciendo que partes de una persona que necesita un órgano: corazón, pulmón, hígado, riñón, lo que sea. Pero como tú, tiene un grupo sanguíneo raro: AB con CMV negativo. Eso se traduce en una larga y posiblemente infructuosa espera, porque sólo una entre, pongamos, doscientas personas tiene ese grupo, lo cual significa que sólo uno entre doscientos, digamos, hígados le sirve. ¿Es así? ¿Estás diciendo que esa persona decidió aumentar sus probabilidades matando gente con ese grupo sanguíneo porque entonces sus órganos estarían disponibles para un trasplante?

Fox lo dijo con mucho sarcasmo, y eso molestó a McCaleb, pero él en lugar de protestar se limitó a asentir.

– ¿Y que obtuvo los nombres de esa gente de una lista de donantes de sangre del ordenador de la AOSSO?

– Sí.

– Pero no sabes dónde la consiguió.

– No lo sabemos seguro, pero sabemos que el sistema de seguridad de la AOSSO es muy vulnerable.

McCaleb sacó del bolsillo la lista que Graciela había impreso en el Holy Cross. La desdobló y se la pasó a Fox.

– La he conseguido hoy, y no tengo ni idea de ordenadores.

Fox agarró la hoja y señaló a Graciela.

– Pero tú contabas con su ayuda.

– No sabemos quién es esa persona ni quién le ayudaba, pero hemos de asumir que si disponía de los contactos y la capacidad para contratar a un asesino profesional, entonces él o ella tenía acceso al ordenador de la AOSSO. La cuestión es que puede hacerse.

McCaleb señaló la lista.

– Allí está todo lo necesario. Todos los de la lista son de ese grupo. Elige uno de los donantes. Investigaría un poco y elegiría a alguien joven. Kenyon era joven y servía. Un jugador de tenis que también montaba a caballo. Cordell era joven y fuerte. Cualquiera que lo vigilara un poco comprobaría que estaba en forma. Hacía surf, esquiaba, iba en bicicleta de montaña. Ambos eran perfectos.

– ¿Entonces por qué matarlos como una práctica? -preguntó Fox.

– No, no era una práctica. Iba en serio, pero las dos veces falló algo. Con Kenyon el asesino usó una bala de fragmentación que le destrozó el cerebro y murió antes de que pudieran llevarlo al hospital. El asesino refino su método. Cambió a una de camisa metálica y disparó a Cordell en la frente. Una herida fatal, sí, pero no instantánea, un hombre que pasa llama desde su móvil. Cordell está vivo, pero se confunden con la dirección y la ambulancia va al lugar equivocado. Se pierde demasiado tiempo y la víctima muere allí mismo.

– Y otra vez los órganos no pudieron ser cosechados -dijo Fox comprendiendo por fin.

– Odio esa palabra -dijo Graciela, que no había intervenido hasta entonces.

– ¿Qué? -preguntó Fox.

– Cosechar. Lo odio. Los órganos no se cosechan. Son donados por gente que se preocupa por sus semejantes. No es un cultivo de granja.

Fox asintió y miró en silencio a Graciela, al parecer valorándola de nuevo.

– No funcionó con Cordell, pero no fue a causa del método -continuó McCaleb-. Así que el asesino volvió a la lista de potenciales donantes. Él…

– La lista del ordenador de la AOSSO.

– Sí, volvió a la lista y eligió a Gloria Torres. El proceso se inicia de nuevo. Vigila, estudia su rutina, y también sabe que está sana y que servirá.

McCaleb miró a Graciela mientras lo decía, temeroso de que la crudeza de sus palabras desatase otra respuesta. Pero ella permaneció callada, fue Fox quien habló.

– Y ahora tú quieres seguir esta pista de órganos cosechados y crees que el asesino (o la persona que lo contrató) tendrá uno de ellos. ¿Te das cuenta de cómo suena esto?

– Sé como suena -dijo McCaleb con rapidez antes de que crecieran las dudas en la doctora-. Pero no hay otra explicación. Necesitamos tu ayuda con la AOSSO.

– No lo sé.

– Piénsalo. ¿Cuáles son las posibilidades de que un mismo hombre (un asesino a sueldo, probablemente) mate por casualidad a tres personas diferentes con el mismo grupo sanguíneo que sólo comparten una de cada doscientas personas? No puedes imaginarte una coincidencia así. Porque no puede ser una coincidencia. Es la sangre. La sangre es el vínculo. La sangre es el motivo.

Fox se alejó de ellos y se acercó a la ventana. McCaleb la siguió y se situó a su lado. La habitación daba a Beverly Boulevard. McCaleb vio la hilera de tiendas al otro lado de la calle, la librería de misterio y la charcutería con el cartel «Recupérate pronto» en el techo. Miró a Fox, que parecía contemplar su propio reflejo en la ventana.

– Tengo pacientes esperando -dijo.

– Nosotros necesitamos tu ayuda.

– ¿Qué puedo hacer exactamente?

– No estoy seguro. Pero supongo que tienes más posibilidades que nosotros de obtener información de la AOSSO.

– ¿Por qué no vas a la policía? Ellos tendrán más oportunidades. ¿Por qué me implicas a mí?

– No puedo ir a la policía. Todavía no. Si acudo a ellos me apartaran del caso. Piensa en lo que acabo de decirte. Soy un sospechoso.

– Eso es una locura.

– Ya lo sé. Pero ellos no. Además, eso no importa. Esto es personal. Se lo debo a Gloria Torres y se lo debo a Graciela. No voy a quedarme al margen.

Se hizo un breve silencio.

– ¿Doctora?

Graciela se les había acercado. Se volvieron hacia ella.

– Tiene que ayudar. Si no lo hace, todo esto, todo lo que usted hace aquí no significa nada. Si no puede proteger la integridad del sistema en el que trabaja, entonces no hay sistema.

Las dos mujeres se miraron la una a la otra durante unos segundos de tensión, y entonces Fox esbozó una sonrisa triste y asintió.

– Esperadme en mi despacho -dijo-. Tengo que ver al señor Koslow y a otro paciente. Tardaré media hora como mucho. Luego iré al despacho y haré la llamada.

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